Nueve
NUEVE
El sábado a la mañana vi que no estaba el Byline y supe que Meyer tendría un crucero abreviado, pero crucero al fin. Tenía algunas ideas para arrojarle. El siempre parece saber cuáles merecen ser tenidas en cuenta y cuáles no sirven para nada. Nadé, caminé por la playa e intercepté con la espalda un platillo volador de juguete, incidente que pareció horrorizar a un grupo de damitas de catorce años. Lo devolví, al espacio, con todo el efecto que pude darle, y por suerte se quedó quieto al llegar a ellas. Se quedaron mirándolo y una de ellas se estiró y lo bajó.
Y así empezó el juego. Tres de un lado, yo del otro. Es un buen ejercicio para correr, estirarse y saltar. Por lo general en un grupo de adolescentes, uno de cada tres se compromete a convertirse en un bicho. Pero no con estas chicas. Todas bellas doncellas, y muy competitivas. Me arrojaban zumbando ese plástico de campeonato con el sincero esfuerzo de arrancarme la cabeza. Estaban practicando para agarrar el disco con las manos en la espalda y por debajo de una pierna y yo se los tiraba para que lo agarraran con facilidad. Sus cuerpos dorados saltando, los senos y caderas formándose me despertaron una lujuria tan nostálgica que me planteé la posibilidad de entregarme. Podrían encerrarme donde no pudiera hacerle daño a nadie.
El juego se interrumpió. Ni siquiera nos habíamos dicho cómo nos llamábamos. Se fueron corriendo al agua y yo volví caminando a Bahía Mar. Después de ducharme, busqué mi vieja y destartalada libreta de direcciones y me senté en el saloncito, en bata, pasando las hojas, buscando la conexión que necesitaba, en California. En la L encontré a Walter Lowery, los teléfonos de la oficina en San Francisco y de la casa en San Mateo. Traje el teléfono hasta el sillón amarillo, levanté los pies y disqué el número de San Mateo, donde me respondió un contestador automático, en informaciones me dieron otro número, lo anoté y disqué.
—Hola —dijo una cautelosa voz femenina.
—¿Marty?
—No. Cinny. ¿Quién habla?
—Mi Dios, pareces una mujer, Cin. Habla T. McGee, tu tío honorario de Florida. ¿Está tu padre por ahí?
—¡Hola! Lo voy a buscar.
Luego de un rato alguien vino al teléfono.
—Es obvio, señor, que es usted un impostor simulando ser un amigo que yo tenía antes.
—El tiempo vuela, los amigos vuelan, la continencia fuggit. Escucha, quizás vaya.
—La gente por lo general sabe seguro si va a salir o no.
—Entonces digamos que sí voy a ir. Cuando es lo que no sé. Estoy fuera de contacto. ¿Sigues teniendo la oficina en Los Ángeles?
—Sí.
—¿Siguen teniendo a Lysa Dean como clienta?
—Digamos que no tiene tantos problemas legales como solía, pero sí. Todavía soy su abogado.
—¿Te acuerdas que me recomendaste a ella una vez?
—Claro que sí. Digamos que quedó muy satisfecha con tu desempeño profesional y furiosa por otra cosa que nunca me quiso explicar.
—Me da la impresión de que está trabajando mucho en televisión, en programas de entretenimientos.
—Así es. Y le va muy bien. Es muy requerida porque es muy rápida y a menudo muy graciosa, lo cual es difícil de encontrar entre la mayoría de las actrices. Y de vez en cuando hace papeles de artista invitada en películas importantes.
—Me dio la impresión, cuando la conocí, de que sabía la vida de todo el mundo.
—Los chismes son el hobby de Lee.
—¿Al final se casó con aquellos cuarenta millones de dólares de Hawai? Lo oí suspirar.
—Estuvo cerca, compañero. Muy cerca. Él estaba a punto de conseguir la anulación en el Vaticano cuando su mujer se enfermó de leucemia. ¿Qué iba a hacer? Le dio una buena suma de dinero a Lee, y siguieron la relación, y él se murió de un ataque al corazón el año pasado. La mujer sigue viva.
—¿Lee no se mudó?
—No, vive en la misma casa, en Beverly Hills. La redecora cada veinte o treinta minutos. —Le leí la dirección y la confirmó.
—¿Tienes su número privado?
—Antes de eso, Travis, si piensa de ti lo que yo creo que piensa, no vas a pasar de un hola. Segundo, allá son las 9.45 y no se dignará levantar la puntita de su máscara de dormir ni sacarse un audífono antes del mediodía.
—Entonces la llamaré a las 4.00 hora de aquí. Y nunca le diré dónde conseguí el número. Y trataré de que no me cuelgue.
—Te daré el número si me dices qué hiciste para que se pusiera tan furiosa.
Lo pensé. No era confesable.
—Bueno, Walter, el negocio estaba terminado. Ella tenía las fotos y los negativos. Yo fui a la casa a buscar la plata, según lo acordado. Empezó a insinuarse y a sacarse los pantaloncitos apretados que tenía y de pronto sentí que no quería tener nada que ver con ella. Entonces la aparté de un empujón y ella salió rodando, cayó de cola sentada en una alfombrita blanca, toda peluda, y siguió viaje resbalándose a través de todo el cuarto. Le dije que aceptaría el dinero pero le agradecía la propina, pues significaría poco para mí y menos que nada para ella. Y me fui, esquivando los elefantitos de su colección. Y te aseguro que ella sabe muchas malas palabras. Y no se las calla.
—¡Me caigo de espaldas! —dijo asombrado—. No hay más de tres idiotas en el mundo capaces de rechazar eso. Creo que hay uno solo. ¿Y todavía esperas que no te corte?
—Pasó mucho tiempo, Walter. Era curiosidad femenina. Quizás no esté muy convencida de que hayan sido así las cosas.
—¿Puedo preguntarte para qué quieres hablar con ella?
—Para averiguar algo sobre otra gente del ambiente. Esperó, pero como yo no continué, habló.
—Si tienen algo que ver con el cine, Lysa Dean sabe pelos y señales. Anoté el número que me dio, y luego charlamos un rato de viejos tiempos, viejos lugares, viejos amigos. Él dijo que ya no era lo mismo allí, que era mucho menos divertido. El dinero había empezado a pesar mucho. Si uno consigue un presupuesto de más de veinte millones de dólares, ¿qué tiene de divertido hacer una película? Pero la gente se metía en líos igual que antes, y él tenía bastante trabajo. Dijo que Ginny se había convertido en una preciosa muchachita, y que si alguna vez se le ocurría meterse en el séptimo arte, le afeitaría la cabeza, le ataría los pies y le arrancaría todos los dientes. Marty también me dijo que me extrañaban mucho los dos, que por qué no iba de vez en cuando, y yo le dije que de ahora en adelante iría.
Ese es uno de los problemas más grandes, pensé, después de cortar. La gente con la que uno tiene especial afinidad nunca vive cerca. Muchos sí pero el resto están diseminados por todas partes. Uno los ve muy poco. Pero siempre se puede retomar el hilo donde se lo dejó. Uno sabe quiénes son ellos. Y ellos saben quién es uno. No son necesarias las presentaciones.
Me saqué la bata y trabajé con las pesas hasta que necesité otra ducha. Tomé algo, me preparé un almuerzo liviano, me fui a acostar y puse el despertador para las 4.00.
Cuando me despertó, miré en la libreta de direcciones el nuevo número y disqué. Había hecho algunas anotaciones al lado de su nombre, cosas que ella me había dicho, por accidente o a propósito. Las miré mientras el teléfono sonaba.
Una voz de mujer respondió repitiendo los últimos cuatro números, con una entonación de pregunta.
—¿Tres tres cinco cinco? —Tenía una manera de articular las consonantes apenas japonesa.
—Con Lysa Dean, por favor.
—Iré a ver si está. ¿Quién la llama, por favor?
—Dígale que tengo un mensaje de la oficina de Walter Lowery.
—Me lo puede dejar a mí, señor.
—Mis instrucciones son dárselo personalmente.
—Un momento, por favor.
Me quedé escuchando el zumbido electrónico.
—¿Quién habla? —preguntó Lysa Dean—. ¿Qué diablos quiere decirme Walter un sábado? ¿Que me van a hacer otra auditoría? No es ninguna novedad. —La voz ronca, flexible y aterciopelada tenía un timbre metálico detrás del terciopelo.
—Yo salí de tu vida corriendo bajo una lluvia de elefantes, chiquita.
—¿Qué?
—¿No hablo con Lee Schontz? De Dayton, Ohio. ¿Calle Madison 1610, no? ¿Papá era bombero? ¿Eres fotogénica en cueros, chiquita?
—No puede ser… ¿McGee? ¿Eres tú, McGee, desgraciado hijo de puta?
—Lee, es un placer oír tu voz.
—Déjame sentarme. ¡Caramba! Me sacaste de la ducha. ¿Por qué me llamas? ¡Qué caradura! ¿Dónde conseguiste este número? Lo hice cambiar hace dos semanas. ¿Te lo dio Walter? ¡Lo voy a hacer pedazos!
—No permitiría que un amigo se metiera en semejante lío. Lo conseguí en otra fuente. No habrás olvidado lo ingenioso que soy, ¿no?
—Escucha, espera a que me ponga algo encima y tomo la llamada en el dormitorio. —Pasaron varios minutos. Volvió—. Ahora estoy más cómoda. ¿Estás en Florida, mi amor?
—¿No me vas a colgar?
—No, mi amor. No tengo por qué estar enojada contigo. Me hiciste un gran favor. Me obligaste a observar a Lysa Dean con ojos críticos. Y no me encantó lo que vi. Me vi a mí misma a través de tus ojos. Y me sentí barata. Sí, barata. Yo creía que cualquier cosa que Lysa hiciera era aceptable porque la hacía Lysa. Pero no era así, ¿no?
—¿Cuánto hay de verdad en todo eso, Lee?
—Casi nada, Travis. Nunca nadie me había hecho enojar tanto. Estuve furiosa durante meses.
—Pero te repusiste.
—Sí, carajo. Mi sueño más acariciado era que no hubieras dejado de pensar en mí durante años y años y vinieras y quisieras retomar las cosas donde las dejaste hace tiempo. Te seguiría la corriente, y luego te pararía en el momento cumbre.
—Te entiendo.
La voz se suavizó.
—¿Sabes qué es lo que más me dolió? Cuando dijiste que para mí hacer el amor contigo significaría menos que nada. Estabas equivocado, mi amor. Muy pero muy equivocado. Yo estaba enamorada de ti. Y habría significado muchísimo para mí. Quería probarte cuánto significaba. Ay, carajo. Esto también suena a cuento, ¿no?
—Oí lo mal que salió todo con el señor X de Hawai. Lo siento mucho.
—Gracias. Louie era una excelente persona. No podía dejar a Muriel cuando ella se enfermó. Habría envenenado nuestro matrimonio, si lo hubiéramos construido sobre una base tan egoísta. Pero fue muy bueno conmigo. Ya me he olvidado de la cara de los seductores.
—Te encontré dos veces en esos programas de juegos por televisión. Estabas en una cajita levantada por el aire y se te veía preciosa.
—Me mantengo bien, eso dicen. No puedo pasar por veinte años, ni por veintisiete. Ninguna chiquilina. Ya no puedo ser una cara bonita y nada más. Trabajo porque me gusta. ¿Tú sigues escabulléndote y llevando a cabo tareas furtivas para la gente?
—De algo hay que vivir. Soy Consultor de Primas de Rescate.
—Muchacho, a mí sí que me rescataste aquella vez. Te estoy por siempre agradecida.
—¿Cómo está Dana Holtzer?
—Muy bien. Su esposo murió. Ahora es Dana Maguire, y sigue haciendo niños. Descubrió que lo hace muy bien. Cuatro, y uno en el horno. Preciosos niños.
—Dale mis saludos cuando la veas. Quiero saber algo sobre gente que a lo mejor conoces. Quiero saber todo lo que sepas de ellos.
—¿Quiénes?
—Josie Laurant Esterland y Peter Kesner.
—Son lo que uno llamaría un balde lleno de gusanos. Escucha, ¿estás en la ciudad? ¿Por qué no vienes?
—Estoy en Florida.
—Qué lástima. Pensé que podrías venir y nos pondríamos a mano, puedo cancelar mi cita para jugar tenis, y podríamos juguetear un poco sin interrupciones en los momentos cumbre. Es lindo de tarde. Escucha, te va a salir carísima la llamada si seguimos así.
—Déjame hacerte dos preguntas y quizás después vaya a recibir la respuesta en persona.
—Muy bien.
—¿Están juntos?
—Sólo Dios sabe. Eso es lo que se llama una relación volátil. Están en Indiana o en algún otro de esos estados del medio haciendo una película de cine desastre.
—¿De cine desastre?
—Desastre financiero. Así se llaman ahora. Películas de cine desastre. Nunca trabajes en algo dirigido por tu novio. El romance se va al diablo.
—¿Qué tipo de película es? ¿De qué trata?
—Se dice que de globos.
—¿De globos?
—Sí, globos. Con unas canastitas que cuelgan abajo, y tienen quemadores a gas, y preciosos colores, y la gente vuela con ellos por encima de las granjas diciendo “Oh” y “Ah”. Globos aerostáticos.
—¿Es una producción independiente?
—Como casi todas excepto las de historietas tipo serie Empire en la Fox. Y no le cabe ninguna duda a nadie aquí que Josie ayuda a financiarla. Oí que habían tenido una lucha feroz con el libreto, y por fin Peter lo reescribió él mismo, pobrecito. Después pudieron sacarle un poco de dinero al banco y otro poco al distribuidor y se fueron a rodar exteriores hace unas semanas. Les ha tocado un tiempo horrible. Están juntos en la película, pero en lo demás, en la cama, no sé. Oye, ¿por qué no vienes? Me estoy entusiasmando sólo de hablar contigo. En serio. Estás en la carpeta de Pendientes.
—No sé. Hay muchas cosas que tienen que coincidir. Yo soy como un viejo perro triste que corre para arriba y para abajo a la orilla del pantano, con la nariz al viento, preguntándose si hay una pista que valga la pena rastrear pero molesto ante la idea de meterse en el barro entre víboras y cocodrilos.
—María Santísima, qué primor. ¡Muy pintoresco! Espero que en medio del trote, con la lengua afuera, el viento te lleve mi olor. Te enviaré un mensaje.
—¿Qué se hicieron las damas? ¿Qué se hicieron los botones y las inclinaciones de cabeza, las tímidas miradas de reojo y los sonrojos recatados?
—Tú debes de ser un chauvinista anticuado. ¿Qué pasa? ¿Te asustamos?
—Más o menos.
—Cuando solucionaste aquel problemita mío, ¿pensabas en pantanos y víboras?.
—Creo que sí. Camina hasta lo profundo de la mente de alguien, ya se trate de un reencarnado, o un residente de la casa de la muerte, y te encontrarás en el borde de un pantano que se extiende hasta donde el ojo puede ver. Es parte de la condición humana.
—¡Qué cínico!
—No tanto. Meyer dice que cuando se sabe que es así ya se ganó la mitad de la batalla. Cuidado con los tipos que están convencidos de ser absolutamente puros, decentes, honestos, temerosos de Dios, trabajadores y patriotas. Te ensartarán un cuchillo herrumbrado en el vientre, mirarán hacia el cielo, proclamarán que es la voluntad de Dios. Creerán que lo han hecho por tu propia salvación.
—Entonces no tienes por qué tener cuidado conmigo, mi amor. Soy impura, indecente, deshonesta, perezosa y permanentemente lujuriosa. Puedes confiar en mí sin reservas. Tengo un pantano que ni te imaginas.
Le agradecí la colaboración y cortamos con animados adioses. No sabía cómo podría haber reaccionado. Yo le había infligido una herida tan profunda a su orgullo que quizás todavía sangrara, Ella, Lysa Dean, una verdadera celebridad, símbolo sexual, éxito de taquilla, acosada por una multitud dondequiera que fuese, primera actriz en las fantasías eróticas de un millón de hombres a los que nunca conocería; de pronto un día, por gratitud, por afecto, intentaba concederle a un don nadie de Fort Lauderdale un cálido bocado de toda su magia internacional, dándole un recuerdo que lo haría vibrar por el resto de su vida, y el estúpido desagradecido la había rechazado. Además, considerando la inseguridad de una estrella que envejece, me suponía que ese rechazo la obsesionaba en las solitarias horas de la noche después de que se había ido el efecto de las pastillas para dormir. Quería ponerme las manos encima, y tenía dos caminos a seguir. Podía llevarme a desearla con toda el alma, para entonces apartarme, o podía dedicarse a probar que yo, en mi ignorancia, había desechado algo fantástico. La prudencia me aconsejaba mantenerme lo más alejado posible de ella. Recordé sus rasgados ojos verdes, hermosos, y despiadados como un gato al acecho.