Catorce

CATORCE

La niebla se había ido, el cielo estaba claro y el campamento se llenó de vida, gente que iba para arriba y para abajo con sus tareas, motores que rechinaban a medida que los vehículos tomaban posición.

Joya me dijo dónde debía esperarla, y después de organizar las ubicaciones y hablar con la gente del momento de encendido volvió.

—McGee, espero que sea rápido, porque no tengo mucho tiempo. Pregúnteme cuando no entienda algo. Nos gusta volar temprano a la mañana antes de que empiece a apretar el calor, pero esta situación es similar. El aire está bastante fresco para permitir una ascensión. La ubicación es buena. La dirección de la brisa se mantendrá y el único obstáculo es esa fila de árboles a un kilómetro.

Una camioneta estacionó al lado de donde estábamos y dos hombres saltaron y empezaron a forcejear con la canasta de mimbre que traían atrás. Joya los presentó. Yo los ayudé con la canasta. Sacaron una gran bolsa de lona de adentro, la pusieron en el suelo y empezaron a desenrollar los veintiún metros de capota. Tenía un diseño muy alegre, con anchas franjas verticales verdes y amarillas.

—Es de nylon anti-desgarrable —dijo Joya—. Lo guardamos en la bolsa en pliegues de acordeón, lo inspeccionamos al guardarlo y volvemos a inspeccionarlo al abrirlo. Revisamos el orificio de deflación y la salida de maniobra.

—Ajá.

—La salida de maniobra es una hendija en un lado, encima del ecuador, de unos tres metros. Se tira de una cuerda y se deja salir aire caliente para descender. Cuando uno está casi en tierra, se tira del cordel rojo para el orificio de deflación, y eso abre la parte del globo y lo desinfla. Tiene un cierre Velcro. Se revisan las nesgas numeradas y las cintas de resistencia horizontales y verticales. Como somos dueños, estamos autorizados a componer los agujeros con parches y los lugares donde alguien ha pisado la tela. Los daños mas serios tienen que tener reparación autorizada de la Agencia Federal de Aviación.

Cuando abrieron la gran capota brillante, a favor del viento, Joya y los dos hombres trajeron los tanques de propano de la camioneta y los deslizaron dentro de los cilindros de almacenaje en las esquinas de la góndola. Aseguraron la estructura de soporte para los quemadores, conectaron los cables de combustible de los tanques de diez galones a los quemadores y luego inclinaron la góndola hacia un lado con la estructura y los quemadores hacia la capota abierta.

En las otras ubicaciones elegidas por Joya los equipos estaban haciendo lo mismo, aprontándose para un lanzamiento coordinado. Parecían personas correctas y atractivas de entre veinticinco y treinta y cinco años. Actuaban con tal seriedad y eficiente colaboración que me recordaron a la gente de náutica, a los preparativos para una regata. Más o menos la mitad eran mujeres.

Mientras los hombres conectaban los cables de resistencia a la polea de amarre, Joya me mostró el pequeño tablero de instrumentos y me lo explicó: variómetro para la velocidad de ascenso y descenso, pirómetro para la temperatura en la corona del globo, brújula, la cual, según ella, no tenía mucho sentido porque no había manera de dirigirlo una vez arriba. Había indicadores en la tapa de cada tanque de propano. Me mostró el chispero usado para encender el propano. Había una pequeña radio atada a un lado de la góndola, y me explicó que se usaba para ponerse en contacto con el vehículo de tierra.

Me mostró el cordel rojo para deflación y el de la salida de maniobra. Recorrió una lista de verificación con su tripulación de tierra y luego se volvió hacia mí y se encogió de hombros.

—Ahora esperamos hasta el momento de inflar. No podemos hacer más nada por ahora, Mr. McGee.

Cuando le pregunté cómo podíamos solucionar eso me dijo que podíamos ir a mirar a los del globo número uno. Trajeron un ventilador eléctrico y dos miembros de la tripulación sostenían abierta la boca del globo mientras el ventilador soplaba aire adentro. Un miembro de la tripulación sostenía un cable atado a la corona del globo y vigilaba que no se enrollara con un viento lateral que torciera los cables de acero en la embocadura. Cuando el globo estaba inflado en sus tres cuartos, encendieron el quemador, que hizo un ruido monstruoso como de algo que se desgarra y truena al arrojar la llama hacia la boca abierta del globo.

Ella se inclinó hacia mí para gritar por encima del ruido del quemador.

—Volando se usan más de doce galones de propano por hora, lo suficiente para calefaccionar diez casas. George trabaja en la válvula de descarga. Mire. Ahora hay un pequeño ascenso.

El ruido se detuvo. El globo se levantó del suelo y se movió a un lado apenas, enderezando la góndola, y otro hombre se subió. La góndola estaba amarrada a una camioneta y a un vehículo más pequeño. George tiró de la válvula de descarga, dándole llama por tres segundos dentro del globo, esperó, y volvió a hacerlo.

—Hay que hacerlo con descargas breves —me explicó Joya—. No hay reacción alguna por quince o veinte segundos, pero después se siente el efecto de ascensión del calor.

Me acercó más adonde pudiéramos ver el globo por dentro. Era azul, blanco y rojo, segmentado como una naranja, y entraba tanta luz del día a través de la tela delgada que opacaba la larga llama azul de los quemadores. Salió el sol. Kesner andaba caminando discutiendo, moviendo los brazos. Llegó Josie Laurant, con su pequeño séquito, y Kesner la levantó y la metió en la góndola. No oí lo que decía ella, pero estaba visiblemente enojada. Acercaron la jirafa de la cámara y pidieron que se despejara el lugar. Yo volví al globo número dos con Joya.

Mi impresión de una actitud especial de su parte no disminuyó. Mantenía una segunda conversación a un nivel no verbal. Me decía que ella y yo teníamos algún trato. Y, además, estaba curiosa. Parecía una curiosidad emocional, especulativa y algo ansiosa, expresada por las rápidas miradas de soslayo, la posición de la boca.

El globo número uno subió hasta el límite de sus amarras. La brisa lo mantenía inclinado hacia el noreste Kesner vociferaba por su megáfono. Parecía que tenían problemas, para hacer la escena entre las descargas del quemador el globo tenía que permanecer en el aire sostenido por las amarras.

—¿Quiere hacer este viaje conmigo, Mr. McGee?

—No sé nada de esto. ¿No sería un estorbo?

—Me gusta tener un poquito de peso extra. Iba a venir Dave. Espere que le pregunto.

Fue hasta la camioneta y en seguida volvió con guantes de cuero y un casco.

—Dice que si. Fíjese si esto está bien. Si pierde el equilibrio o algo por el estilo, puede tocar el quemador o el serpentín que precalienta el propano. El caso es lo usual para los aterrizajes, que pueden ser moviditos. La cosa es ponerse de frente a la dirección de vuelo, sostenerse, y no dejar la góndola. Eso es importante. Sin su peso podría salir despedido otra vez y habría problemas. Escuche, ¿quiere probar o no?

—Me gustaría probar, pero no mucho. Me estudió y sonrió.

—Esa es una reacción honesta. Este es un vuelo de rutina. ¿Cómo se llama?

—Travis. O McGee. O lo que le guste, Joya.

—Joya Murphy-Wheeler. Con guión, Travis. Lo más que tienes que hacer es no interponerte en mi camino, lo cual no es fácil, y admirar el paisaje.

Hicimos tiempo durante una hora y al fin bajaron a Josie a nivel del suelo y la dejaron salir, pusieron otro tanque de propano a bordo y otra mujer más bien pequeña de pelo oscuro vestida como Josie.

—Esa es la doble —dijo Joya—. Linda. —Pronunció el nombre como quien dice “serpiente”.

Volvieron a colocar el globo número uno a seis metros de altura. Linda agarró el soporte del quemador y se trepó al borde de la góndola. El hombre, que había estado en la larga escena con Josie, trató de alcanzarla y falló mientras ella resbalaba por el borde. Cayó limpiamente en la red, rebotó, hizo la señal de triunfo con las manos por encima de la cabeza, caminó como un pato hasta el borde de la red, se agarró de él y saltó. George salió de su escondite en la góndola y tiró de la válvula de descarga por algunos segundos. El globo igual bajó y la tripulación agarró el borde de la góndola. El actor saltó a tierra y le dijeron que volviera a subir. Trajeron el muñeco a bordo. Después de una pequeña conversación Linda también subió y Kesner gritó por el megáfono.

—Joya, apronta a tu gente para salir.

Llevó unos treinta minutos inflar los siete globos. Parecían crecer en el campo como una cosecha de inmensos hongos venenosos. Las descargas de gas eran casi constantes. Joya había arreglado las señales. Cuando el número uno despegó, el tres lo siguió casi de inmediato, manteniéndose cerca, ganando un poco de altura. Los de la tripulación de Joya, Dave y Ed, aguantaban la góndola abajo e hicieron chistes malos sobre lo que me esperaba en el vuelo.

—¡Fuera! —ordenó Joya. Ellos apartaron las manos. Hubo una notoria fuerza ascendente, y ella descargó durante ocho o diez segundos. Poco después de terminar la descarga empezamos a subir con más rapidez, siguiendo a los dos primeros en su hermanado ascenso.

—Trataré de mantenerme cerca, por las cámaras, pero luego no salimos de la formación.

—¿No dijiste que no se puede dirigir estas cosas?

—Ya vas a ver. —Maniobró en la válvula de descarga, rasgando el silencio con el alarmante ruido bronco, como un ronquido que lanzaba la llama azul hacia la capota. Sin ese ruido, había un extraño silencio. Nos movíamos con el viento, así que no teníamos el ruido del viento. Oí las descargas de los otros globos en breves secuencias en staccato, luego oí el mimbre de la góndola crujir mientras ella apoyaba la cadera en el borde. La tierra se había alejado. Detrás de nosotros se veía el diseño de los vehículos, de los senderos embarrados, de las casas rodantes y las camionetas.

—¡Mira! —dijo Joya.

Miré hacia donde me señalaba y vi el muñeco tamaño natural cuando lo arrojaron del globo número uno, a unos veinte metros más arriba y adelante de nosotros. Oí el ruido de la tela al caer el muñeco; girando lentamente. Pareció detenerse y luego tomó una tremenda velocidad al empequeñecerse debajo de nosotros y dar contra el suelo.

Nos quedamos en posición por un rato más, hasta que Joya dijo:

—Creo que es suficiente. —Tiró de la cuerda de la salida de maniobra y se inclinó para mirar el variómetro, explicándome que estábamos demasiado alto para usar puntos de referencia visual para que nos indicaran la altura. Dejó que bajáramos hasta que me pareció que nuestro descenso se aceleraba. Justo en ese momento empezó a darle descargas breves e intermitentes. El ruido me sorprendía siempre hasta que aprendí a mirarle la mano enguantada en la palanca.

Los otros estaban mucho más adelante que nosotros, y también más alto, y nos dejaban atrás.

—El viento más alto da mucha velocidad —explicó—. Pronto bajarán, para volar cerca del suelo. Es lo más lindo. Ya vas a ver.

Concentró la atención en estabilizar el globo a la altura que quería, explicando que a medida que bajábamos empujábamos aire frío hacia la capota, disminuyendo la fuerza ascensorial. Lo estabilizó a unos seis metros por encima del suelo. La brisa nos llevaba a unos quince kilómetros por hora. De vez en cuando ella tiraba de la palanca de descarga con la consiguiente secuencia del ruido espantoso, y en seguida empecé a comprender el ritmo del asunto. Si había algunos árboles adelante, ella daba una descarga de dos segundos que, treinta segundos más tarde, nos levantaba por encima de los árboles.

Nos movíamos en silencio, mirando la llanura. Oíamos el canto de los pájaros, un serrucho en un aserradero, el relincho de unos caballos. Unos niños corrían y nos saludaban. Cruzamos pequeños caminos rurales y una vez vimos nuestro reflejo en el estanque de una granja.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—No hay palabras —le dije. No las había. En el increíble silencio entre las esporádicas descargas para mantener el control, nos movíamos a través de la tierra, firmes como una catedral, atravesando los olores de la tierra, de los graneros, los sonidos del verano. Era una sensación diferente a cualquier otra cosa en el mundo. Una emoción plácida, con la calidad de un sueño prolongado.

Nos sonreímos, compartiendo el placer. Su cara fuerte y feúcha estaba preciosa. Era el momento de hacernos amigos.

Al fin lo subió a sesenta metros, donde su exquisita coordinación no era tan imperiosa. Usamos la llave para cortar el tanque casi vacío y atar uno lleno. Me explicó que habíamos desperdiciado gas al usar la salida de maniobra para bajar, pero que había querido bajar rápido para alejarnos de los otros. Desde nuestra altura escudriñé el horizonte y sólo vi a dos de los otros, pedacitos redondos de caramelo hacia el oeste.

—Vientos divergentes a alturas diferentes —me explicó.

Apoyó la cadera en el borde de la góndola otra vez, con una mano por arriba de la cabeza sobre la palanca de descarga. Miró el tablero de control, luego me miró a mí con la mirada interrogante que antes ocultara.

—Travis, no puedo agregar nada a lo que les conté por teléfono. Momento de decisión. Lo apropiado habría sido expresar toda la confusión que sentí, sacarla del apuro, corregir su error. Pero había un toque de conspiración, y no quería rechazar nada que pudiera resultarme útil. Aparentemente ella y yo estábamos manteniendo una reunión clandestina, colgados ahí en una góndola de mimbre bajo un bulto de nylon de veinte metros, avanzando hacia el noreste por la mitad de los Estados Unidos.

Me tomé mi tiempo con la respuesta, sabiendo que me jugaba el todo por el todo.

—Dijeron que les pareció mejor que yo obtuviera la información directo de tus labios y no de segunda mano.

—Pensé que iban a grabarla. Había un bip cada pocos segundos.

—Escuchar una grabación y escuchar a una persona son dos cosas muy diferentes, Joya. Así que si no te importa…

Se encogió de hombros, suspiró. Señaló un ciervo joven yendo hacia una reserva forestal y luego me contó la historia.

Estuvieron a punto de irse cuando se fueron varios de los otros. Pero ella estaba preocupada por lo que le había pasado a su amiga, Jean Norman, que se alojaba en el hotel con Kesner. Había un gran trailer en el extremo del terreno alquilado, arreglado como un dormitorio. Allí el técnico arrugado llamado Mercer usaba una cámara de video equipada con un grabador de video y con el Sucio Bob, Jean y Linda, que era lesbiana, hacían cassettes y los mandaban a Las Vegas, donde un distribuidor pagaba tres mil por cada uno y luego hacía mil copias, les ponía título, y las distribuía. A Jeanie la mantenían drogada y le prestaban tan poca atención que oía más de lo que se dieron cuenta. Firmaba los permisos de publicación y siempre le daban algo de dinero. Después empezaron a traer a chicas del pueblo, haciéndoles creer que sería una especie de prueba de actuación. Las chicas se sentían más seguras con la presencia de Linda y Jeanie, pero el simulacro de violación resultó una verdadera violación, y los gritos también fueron reales. Más tarde les daban bastante Valium para tranquilizarlas y entonces ellas tomaban el dinero, firmaban el permiso y no osarían nunca revelar lo que había sucedido en realidad, con la esperanza de que nunca nadie de Estación Rosedale comprara esas grabaciones y reconociera a la hija o la nieta del vecino en el abrazo tatuado de Desmin Grizzel.

—No tengo ninguna prueba —dijo—. No tendría que haberme metido. Pero creo que es asqueroso. Y tienen que pagar por lo que le han hecho a Jeanie, aunque más no fuera. Me contó algo cuando estaba lúcida. Y yo até cabos. No creo que Josie Laurant sepa nada de esto. Ella me gusta. Kesner y el Sucio Bob son monstruos. Como le dije a tu gente por teléfono, nos vamos. Dave sale en el auto y Ed en la camioneta con todo el equipo. Ni siquiera quiero llevarte de vuelta al lugar de donde salimos. Las cosas se van a poner muy peligrosas ahí. La gente del lugar odia a los del cine y a nosotros también. Si alguna de esas chicas cuenta lo que le pasó, hay guerra. Ya casi es una guerra ahora. Un globo volvió con tres agujeros de rifle, pero tres agujeros no pueden abatir a un globo. De ahora en adelante depende de ustedes.

—¿Cómo supiste quién era yo?

—Dijeron que hoy vendría alguien, alguien con una historia pantalla, para echar un vistazo y decidir si vale la pena abrir una investigación. —Miró la capota y luego el dial del variómetro, dio una descarga de cinco o seis segundos, frunció el ceño y dijo—: Además, tienes la pinta que yo esperaba de la persona que enviaran. ¿Que vas a hacer?

—Tratar de identificar las violaciones a la ley. Tráfico interestatal de material pornográfico. Hay un estatuto de organizaciones de corrupciones que podría servir.

—¿Irán a la cárcel por mucho tiempo?

—Probablemente no.

—Una de las chicas tenía quince años.

—Si atestiguara en contra de ellos, sería una gran ayuda. Muchos cargos en ese caso.

—No creo que ella quiera atestiguar nunca.

—Bien, agradecemos la ayuda de cualquier ciudadano.

—No hay de qué. Tengo que volver de todas maneras. Le he quitado mucho tiempo a mi trabajo. Soy de Ottumwa. Los cuatro somos de allí. Somos socios con el globo. Hemos puesto un total de cuatro mil dólares. Queríamos verlo volar en una película. Pero no creo que haya ninguna película. Traté de leer el guión. No tiene ningún sentido. Creo que Peter Kesner está loco.

—¿En qué trabajas?

—Soy analista de sistemas y hago programas de computación. No hay mucho trabajo ahora, así que me dieron licencia. Mejor bajamos, ése es un buen lugar. Y ahí está el auto. —Me lo señaló, el Subaru con el techo pintado blanco amarillo y verde, corriendo por un camino paralelo a nuestra ruta.

Ella sacó la radio de su lugar, levantó la antena y habló.

—Interruptor Treinta y ocho, ésta es Joytime llamando a la Pequeña Sue. Adelante Pequeña Sue.

—Pequeña Sue te ve, Joytime.

—Dobla en la segunda a la izquierda y sigue unos cien metros, creo que es un buen lugar, Pequeña Sue.

—Entendido. Nos vemos ahí.

Me hizo una mueca mientras guardaba la radio.

—No es lo que se llama buena disciplina de radio, pero nos entendemos. Concentró su atención en el descenso, controlando el equipo suelto, los cascos, leyendo el viento de superficie, diciéndome dónde quedarme y de dónde agarrarme. Manejó el cable de maniobra, haciéndonos bajar a un ángulo firme y lejos de todo obstáculo. Pasamos por el Subaru estacionado, seis metros más adelante y casi un metro por encima del techo. La velocidad de la tierra pareció aumentar. En el instante en que la parte de abajo de la góndola golpeó el suelo ella tiró del cordel rojo para vaciar la capota y cerró la válvula del tanque de combustible. Traqueteamos casi cuatro metros y nos detuvimos.

Ella se apresuró a evitar que alguna parte de la pollera de nylon tocara el quemador caliente. Dave, redondo, pelirrojo y lleno de pecas, se acercó corriendo.

—Gran trabajo, Joya. Muy bien. ¿Le gustó, Mr. McGee?

—Fantástico.

Un grupo de chicos de alguna granja cercana llegaron en bicicletas y se quedaron a una prudente y tímida distancia hasta que Dave y Joya les encargaron tareas. Ella abrió la presión de combustible, y luego vaciamos la capota sosteniendo la boca cerrada y haciendo salir el aire por el ápice. Dave desconectó el pirómetro y guardamos la capota en la bolsa, revisándola mientras la doblábamos como un acordeón. Todo cabía adentro y arriba del Subaru. Mientras ayudaba a doblarla, levantarla y llevarla, luché con mi conciencia y con mi afición al engaño. El engaño ganó. De modo que no iba a confesarme. Caminé con ella un poco por el camino y le pregunté el nombre de la chica de quince años, sabiendo lo útil que podría serme.

—Karen —dijo—. Thatcher, o Fletcher. ¡Hatcher! Sí. Karen Hatcher. Rubia. Más bien gordita.

—Gracias por el paseo en globo, Joya.

—Es un buen lugar para hablar. Buscaré en los diarios. Espero que los aplasten. En serio.

Entonces nos despedimos de los chicos, y Dave hizo una cita con la camioneta, dejó a Joya allí, cargamos la góndola y el resto del equipo en la camioneta y luego Dave me llevó de vuelta a Estación Rosedale. La ultima brisa se había ido. El atardecer estaba absolutamente sereno.

No había nadie detrás del mostrador en la Posada Rosedale. Soy bastante alto y alcanzaba a sacar la llave de la caja. Subí la escalera, caminé en silencio por el corredor hasta las habitaciones 25 y 26, escuché en las dos puertas y no oí nada. Subí el otro piso hasta mi habitación de cincuenta dólares y me senté en el borde de mi cama angosta y hundida.

Me di cuenta de que no podía haber una solución limpia a todo este asunto. Ellis Esterland había sido asesinado hacía veintiún meses, y la razón por la cual lo habían matado se había ido por el caño, arrojada por una mujer madura excéntrica y talentosa, mal aconsejada por su amigo parásito, Peter Kesner. Las circunstancias cambiaban para los tipos de sombrero negro, como habían cambiado para los de sombrero blanco. Y gris. Su universo seguía desarrollándose. El Senador voló por encima de un acantilado con una gaviota en la cara. Hasta ahora yo no había podido sentir un imperativo personal hacia el trabajo. Annie Renzetti había caído deliciosa e inesperadamente en mis brazos, pero poseerla no me espoleaba a la acción, a tratar de saber qué le había pasado a Esterland.

Con mis tonterías, con mi sonrisa de no entender nada, mi certera torpeza, había heredado la mitad de un puerto de motociclistas y un salón de tatuajes. Y ahora me había enrolado en el FBI o su equivalente. Empezaba a sentirme un poco como Peter Sellers en su inmortal Being There. No sentía la urgencia de enriquecer ni a Ron Esterland ni a mí mismo. Ni de castigar a Josie Laurant más de lo que sería castigada por los dioses de la estupidez en algún momento de ese futuro que estaba a punto de caérsele encima. Yo era un asesor falso contratado por Lysa Dean, reina de los espectáculos de entretenimiento. Yo representaba, para Kesner, la posibilidad de promoción gratuita para una película que probablemente no sería exhibida nunca en el hipotético caso de que fuera terminada.

Fui hacia uno y otro lado hasta terminar completamente confundido. Había gastado parte del dinero de Ron y disfruté de un paseo en globo, y deseaba de todo corazón que Meyer acertara a pasar, escuchara, y me dijera qué hacer.

Al menos, ahora tenía la sensación de compromiso personal. Los delitos del pasado parecían improbables. ¿Cuál es el castigo por matar a un moribundo? Pero había visto a la Hippie Jean, la ex amiga de Joya, y me imaginaba a la rubia Karen bajo las luces del estudio improvisado, mientras llegaba a la horrenda certeza de que la criatura de sus pesadillas, el Sucio Bob, iba a ensartarla con esa cosa horrible mientras las mujeres miraban y el hombrecito enjuto se acercaba con la cámara y el rock de alta fidelidad tapaba sus aullidos y gritos, sus pedidos de piedad.

El punto débil estaba, claro, en algún lugar entre Peter Kesner y Desmin Grizzel. Y yo podía improvisar algunas herramientas para doblegarlo. Quizás hubiera otra zona vulnerable entre Josie y Kesner, rotulada Rómola. La hija muerta y perdida. Hacía ya veinte meses.

Era hora de intentar cerrar el caso.