Siete
SIETE
Cuando llegué a Lauderdale a las once de la mañana siguiente, dejé el autito en el aeropuerto y me tomé un taxi hasta Bahía Mar. Después de arrojar la ropa sucia en el canasto a bordo del Flush, me di una ducha, y me puse una remera blanca limpia y pantalones caqui, revisé la casa-bote para ver si el teléfono, la batería o el refrigerador seguían funcionando. Tenía hambre y decidí ir al Beefn’It a comer el lomo de la casa; decidí ir caminando, pues estaba entumecido de andar en ese autito estrecho. Me serví un Boodles con hielo en uno de los antiguos y pesados vasos y lo llevé a la cubierta superior para observar desde allí el mundo de los yates.
Miré hacia el lugar de aprovisionamiento de las embarcaciones y me sorprendió ver las líneas y colores del gran Trumpy de Aggie Sloane. Cerré y fui hasta allí, con el vaso en la mano. Una suave y fresca brisa que soplaba desde el Atlántico agitaba el toldo sobre la pequeña cubierta superior donde Meyer y Aggie se inclinaban sobre un tablero de backgammon.
Los saludé y Aggie me invitó a subir a bordo. Subí, y tomé una silla.
—Sigan —dije—. No quiero interrumpir el juego.
—Quizás ya termine —dijo ella—. Meyer, mira esto. —Tomó el cubo grande de su lado del tablero y lo dejó caer en el lado de él. El número era el 16.
Meyer estudió el tablero por un rato largo. Tenía una expresión amarga. Suspiró.
—Muy astuto —dijo—. No, gracias. Travis, si tomo ese cubo doble, ella puede cerrar su mesa en esta tirada.
—Se nota que estoy tomando clases —dijo Aggie, anotando en la libreta.
—Aggie —dije—, estás preciosa.
—¿Sólo porque me quitaron lo que sobraba de esta carne floja? —dijo con su ronca voz de barítono—. ¿Sólo porque volví a cuarenta y ocho kilos y medio? ¿Sólo porque todas las mañanas bailo una hora de música disco, sin concesiones? ¿Sólo porque tengo el pelo más largo y la tintura nueva es la mejor que he probado en años, y mis nuevos lentes de contacto tienen este suave color lavanda, y dejé el alcohol, y después de tres años de bochorno puedo volver a usar bikini? Gracias, querido McGee. Creo que estoy preciosa, relativamente hablando. Sufrí esos horrores como un regalo especial para nuestro viejo y buen amigo Meyer.
—El viejo y buen amigo Meyer lo aprecia, querida señora —dijo él—. Me llena de asombro. Pero creo que lo hiciste por tu propio estado de ánimo.
—¿Por qué casi siempre tiene razón este hombre? —me preguntó ella.
—Porque es Meyer. Es un defecto de su carácter. ¿Y qué están haciendo aquí, después de todo?
Ella parecía exasperada con el tema.
—Estamos esperando un repuesto de no sé qué que tienen que mandar de Racine. Se descompuso ayer. El ruido que hizo parecía un flato gigante. Mi queridísimo capitán se niega a continuar sin eso. Será un fetiche, supongo. Abreviará nuestro pequeño crucero, quizás hasta no haya crucero. Pero qué carajo. Este lugar es precioso. Ni miras de marearse. Claro que sale más carito que una suite en un hotel. Pero los diaritos que agregué a la cadena el año pasado escupen un dinero que no se imaginan. Es casi una grosería lo que se puede ganar en la actualidad con el monopolio de un matutino en una ciudad de cuarenta mil habitantes, una vez que uno ha adoptado la electrónica y la automatización.
—Jay Gould se habría enamorado de ella dijo Meyer.
—Uhh —dijo ella—. Yo me habría inclinado por Diamond Jim Brady. O John Ringling.
—¿Cómo te fue? —me preguntó Meyer.
—Llegó el doctor —respondí—. Con su nueva esposa. Rubia y con una pelvis fantástica.
Meyer me miró sorprendido y luego risueño.
—No estaba dentro de los planes de Anne. Así que tú fuiste el cazador cazado.
—¡Por favor! —dijo Aggie. No empiecen con esas cosas cuando yo tengo hambre. Voy abajo a avisar que preparen comida para tres.
—No me puedo quedar, Aggie, gracias.
—Tonterías, chiquito. Me enojo si te vas. Hoy tenemos comida griega. Con queso feta, moussaka, hojas de parra y todo eso. Y siempre preparan una barbaridad, así que alcanzará para todos.
Bajó.
—Se ha transformado en una dama muy especial —dije.
—Siempre lo fue, sólo hay que saber mirar. ¿Cómo está Anne?
—Recuperándose del golpe. Ese lugar que dirige es uno de los mejores en los alrededores. Te puedo dar un breve resumen de los hechos y pistas. Ellis tenía fuertes dolores pero no quería admitirlo. El doctor trató de convencerlo de que usara alucinógenos para calmar el dolor. Las cosas empeoraban. Ellis estableció algún contacto. Lo llamaron diciéndole la hora y el lugar de reunión. Asistió con un montón de krugerrands para pagar el hashish o la inyección o lo que fuera. Se encontraron huellas de una moto pesada entre los arbustos. Hay una posibilidad de que el vendedor, enfrentado a un hombre casi anciano, decidiera quedarse con el producto y el dinero. O pudo ser una trampa desde el principio. Venga solo, viejito, o no hay venta. Sabiendo que no habría venta de ningún modo. Ah, otra cosa, que puede encajar o no, el amigo de Josie desde la separación es un tal Peter Kesner, un estrafalario genio del cine que hizo dos películas sobre el mundo de los motociclistas con presupuestos reducidos y obtuvo una gran reputación. Lo menciono sólo porque las motocicletas han empezado a crecer como hongos. Pensé en ir a ver a mi amigo Blaylock por si sabe algo de gente que haga ventas con sus motos. Quiero decir, si es común. Sería ventajoso. Los de la División Narcóticos pueden apostar gente en las esquinas, pero no pueden llenar el campo de agentes.
—¿Por qué en una zona tan rural? —preguntó Meyer.
—Se lo preguntaré a Blaylock. Puede haber una cuestión de territorios. Aggie volvió y dijo que la comida estaría lista en veinte minutos. Nos servimos otra copa en el barcito giratorio. Se estaba bien allí, debajo del toldo, mirando el tránsito de peatones, riéndonos de chistes malos. Bajamos y comimos en la glorieta al lado del salón, atendidos por un muchacho cubano muy eficiente. Un vino apenas resinoso acompañó muy bien las montañas de provisiones griegas. Me fui en buen momento, y muy decidido. Pero una vez en mi bote se me empezaron a aflojar las rodillas. Casi me disloco la mandíbula bostezando. Me desvestí y me dejé caer en mi inmensa cama.
El ruido de víbora de cascabel del teléfono al lado de la cama me despertó y lo busqué a tientas en la oscuridad, preguntándome cómo diablos se había hecho de noche.
—¿Um? —dije.
—¡Caramba! ¡Hola! ¿Estabas dormido?
—Muy dormido. ¿Qué hora es?
—Las nueve pasadas. Te extrañé, mi amor.
—Yo también.
—Quería saber si habías llegado bien. Para decirte la verdad, hoy yo también me hice un ratito para dormir la siesta.
—Me alegro.
—Sé que te apenará tanto como a mí saber que esta mañana la joven esposa se agarró otra terrible quemazón y está en la cama con escalofríos. Y unas ampollas terribles en esos muslos carnosos que tiene.
—Eres muy mala, ¿no es cierto?
—No mucho. Me dan pena los dos. Como médico, él tendría que haberse dado cuenta de lo que le pasaba a ella y haberla sacado del sol.
—Luna de miel interrumpida.
—Estuve tomando algo con él antes de cenar. Ella se había dormido, por fin. Lo miré y lo escuché con atención. Sabes, es un hombre muy bondadoso, dulce, serio, solemne y aburrido. Se ríe mucho, pero no tiene sentido del humor. Se ríe cuando no debe. Es un muy buen médico. En cualquier clínica cancerológica del mundo uno va y nombra al doctor Prescott Mullen… Travis, no sé cómo puede haber una diferencia tan grande entre lo que yo pensaba que era y lo que realmente es.
—Mitos. Meyer dice que construimos nuestros propios mitos. Vivimos en las llanuras y los mitos son nuestras montañas, y los construimos para cambiar los contornos de nuestra vida, para hacerla más interesante.
—Hasta el momento mi vida no ha sido tan aburrida. Invertí algunos de mis mejores años en Ellis, claro.
—Creo que éste es tu mejor año.
—Entiendo lo que dice Meyer de los mitos. Por ejemplo, un ama de casa aburrida que juega bridge en el club todos los jueves, puede soñar que hay algo entre ella y su alto y bronceado profesor de tenis, algo secreto, que nunca se atreverán a admitir ni entre ellos mismos. Y ese es el mito. Si intenta llevarlo a la realidad, le estallará en la cara.
—Algo así, supongo.
—Y adelante, justo en el escote, tiene muchas más ampollitas. ¿Travis?
—¿Qué?
—No te llamé para hablarte de las ampollas en la esposa del doctor. Tenía algo profundo que decirte, sobre nosotros. Ahora suena cursi, creo. El asunto es que no quiero pensar en nosotros, en los dos, como siempre creí que debería pensar de la persona de la que me estaba enamorando.
—¿Enamorando dijiste, Annie?
—Déjame decir todo y luego vendrán las explicaciones. Estar enamorada ha significado siempre para mí estar llena de planes. Pienses lo que pienses, no fui una oportunista con Ellis. Era un hombre muy autocrático, y muy pero muy experimentado con las mujeres. Yo estaba impresionada con él, y todavía no recuerdo con claridad cómo me llevó a la cama la primera vez. Después uno dice, y bueno, a lo hecho pecho, y el castigo es el mismo por robar diez dólares que veinte. Creo que así funcionan las cosas, y empecé a quererlo. Era un hombre encantador en muchas cositas que nadie conoció porque era muy reservado. Pero déjame decirte una cosa: cualquier hombre que haya tenido las esposas que él tuvo debe de tener algún atractivo. Espero que me entiendas. De todos modos, junto con el amor llegaron los planes. Lo pensé todo. Algún día se divorciaría de Josie y se casaría conmigo, y el hijo lo convertiría en una persona más amable. Luego llegó la noticia del cáncer, y así fue que el plan se fue a la mierda. Entonces hubo otro plan. Lo atendería y lo cuidaría y viviría mucho tiempo, y la enfermedad lo purificaría. Destruiría su fase desagradable. Entonces lo mataron y me sentí muy mal. Pero rehíce mi vida, y soy una mujer realizada, una mujer de negocios. Y aquí estoy, enamorándome, y no estoy haciendo ningún plan con los dos, y eso me hace pensar si en realidad es amor. En lo único que pienso es que quizás nuestras vidas son como el fin de un largo período de planes. Yo estoy aquí y tú estás allí, y vamos a vernos de vez en cuando hasta que estemos demasiado viejos para atravesar Florida. Pero sé que me estoy enamorando porque pienso en ti y siento como un vacío adentro, y el mundo cambia de rumbo. ¿Sabes? Como si por un instante se inclinara hacia un lado. Caramba, quería decirte todo esto como si fuera algo importante. Y cuando termine de hablar no quiero que te sientas en la obligación de decir nada sobre el amor. A los hombres no les gusta que los pongan entre la espada y la pared. Si lo sientes, algún día lo dirás, y estará bien. Si no llegas a sentirlo nunca, también estará bien, siempre que nunca intentes mentir amor.
—Escúchame…
—No digas nada, mi amor. Puedo hablar por los dos. A cualquier hora y en cualquier lugar. Así que vuelve a dormirte. Buenas noches. Clic.
Dejé el teléfono. Habíamos estado unidos por un rato gracias al General Tel, y la suavidad de su voz en mi oído en la oscuridad recreó para mí un mundo hacía mucho olvidado, cuando me tendía en el sillón de cuero en el pasillo, con el teléfono apoyado en mi pecho adolescente y, mientras la familia escuchaba la radio en la habitación de al lado, a Fred Allen o Amos y Andy, yo me enlazaba a la erótica e infartante magia de Margaret que, a los catorce años, besaba con los ojos muy muy abiertos.
Recordé la noche anterior cuando, con la cabeza apoyada en mi pecho, Anne miraba hacia una pensativa distancia. Bajé la mirada y vi moverse las negras pestañas cuando ella cerraba los ojos. Veía una ranura del gelatinoso globo ocular. Uno puede repetir una palabra una y otra vez hasta que no tiene significado, hasta que se convierte en un sonido extraño. Se puede hacer lo mismo cuando se mira un objeto familiar hasta que se lo ve de un modo totalmente diferente. Este era un extraño globo húmedo, una rápida cosa moviente con fluidos, membranas y nervios, inserto en un músculo que podía moverse a uno y otro lado, que podía cerrar el párpado para rechazar cualquier partícula de polvo, para humedecer la superficie. Me había mirado y había transmitido imágenes de mí al sebo gris del cerebro detrás de ese ojo, donde se quedarían, disponibles al instante en que ella me recordara. Acaricié el pelo oscuro. El ojo húmedo volvió a parpadear. Los pensamientos soñadores detrás eran insondables. Yo nunca podría alcanzarlos, ni los de ella ni los de nadie. Y los míos serían igual de impenetrables para los demás.
El teléfono volvió a sonar. Era ella.
—Estuve tan ocupada exponiéndote mi hermosa alma, Travis, que me olvidé de decirte otra cosa por la que llamé.
—¿Qué?
—Hablé con Prescott de las drogas para Ellis. Me dijo que cuando volvió a Stamford recibió una llamada de Josie. Ella sabía que él había venido a ver a Ellis, y llamó para saber cómo estaba. Él le dijo cuál era, a su criterio, la expectativa de vida de Ellis, y esto la deprimió mucho. Él sabía que Josie tenía todavía una cierta influencia sobre Ellis, de modo que le dijo que le dijera que no tenía ningún sentido ser tan valiente con su dolor y que lo instara a hacer alguna conexión y comprar algo. Pienso que ella debe de haber tratado de hacerlo porque a principios de julio lo llamó varias veces, y todas las veces él se enojó mucho. Más de lo usual. No le gustaba que la gente se metiera en su propia vida.
—Pero no había problema si él se metía en la vida de los demás.
—Exacto. Así era él. ¿Sabes una cosa? Eres un buen analista de las personas. Me pone nerviosa.
—¿Por qué?
—A alguien que capta a la gente con mucha facilidad le es muy fácil descubrir las zonas donde la gente es vulnerable y puede aprovecharse de esa vulnerabilidad. ¿Entiendes?
—Le pediré a Meyer que te explique cómo soy.
—¿No puedes hacerlo tú mismo?
—No tan bien como él. Según él, me tomo todas las relaciones sentimentales demasiado en serio.
—Es muy lindo que lo tomen en serio a uno.
—Mantuve esta misma conversación con una chica llamada Margaret antes de que tú nacieras. Tenía catorce años, y quería que la tomaran en serio.
—¿Lo hiciste?
—Hasta tal punto que no podía comer y me chocaba contra los edificios.
—Estoy celosa de ella. Buenas noches otra vez, mi amor.
Una vez más colgó rápido, antes de que yo hablara. Meyer dice que si yo pudiera de una vez por todas sobreponerme a mis temblequeos puritanos sobre la responsabilidad emocional, sería un hombre mucho más feliz y menos interesante. En la infancia me enseñaron que todo placer tiene precio. De adulto aprendí que el pecado terrible y censurable es herir a alguien a propósito, sin ninguna razón válida excepto el placer de lastimar. Gretel, con su sabiduría sobre mí, dijo una noche: “Nunca estás del todo aquí. ¿Sabías? Siempre estás un poquito más lejos. Siempre preocupándote por las consecuencias en lugar de entregarte por completo al momento”.
Una los ingredientes, mezcle bien y puede encontrarse con un caso duradero de impotencia psicológica.
—Pasas mucho tiempo entre bambalinas —me decía Meyer—, mirando tu representación en escena, ansiando volver a escribir tus parlamentos, tu propio destino.
—¿Y qué diablos es mi destino? Nunca olvidaré su extraña sonrisa.
—Es un destino clásico. El caballero de los molinos. El hombre que sube la roca cuesta arriba por la montaña. La eternidad del esfuerzo, Travis, de modo que el esfuerzo se convierte en la meta.
Cierto, en un sentido. Pero Meyer no es tan infalible. Hay momentos. Annie fue un total ahora. Una inmersión. Tan vital y hambrienta que no tuve necesidad de ser el hombre entre bambalinas. Encendí el proyector en la parte de atrás de mi cabeza y recorrí una caja de diapositivas, de instantáneas de ella en el verde acuático de la toalla sobre la lámpara de la mesa de luz, cuando se mordía el labio y los ojos eran grandes y pensativos, y ella brillaba con la niebla del esfuerzo. Al ser el neurótico que Meyer cree que soy tengo la ventaja de contar con un foco de placer mucho más preciso que si no me importara un rábano. El ahora es ese lugar inesperado, insospechado, donde la mente y el cuerpo y las emociones se encuentran en el momento justo, destruyendo la identidad, dejando sólo una intensidad de placer que celebra todas las partes de esta tríada: cuerpo, mente y espíritu.
Es la diferencia entre el gourmet y el gourmand. En un mundo de cadenas de comida rápida, el gourmet rara vez come bien. Pero esto no es más que la apología de la sensibilidad: “Ay, Señor, miren qué vulnerable y sensible soy”. Lo cual es una pose. Y lo convierte a uno en ese tipo de gourmet que busca las salsas en lugar de la carne.
La única actitud apropiada hacia uno mismo y el mundo es tomar conciencia de la comedia patética, bufonesca. Uno va a los tumbos por la arena del circo mientras le pegan con bolsas rellenas, lo meten en unos extraños autitos con otros dieciocho payasos, y lo persiguen con patos. Yo ando por la pista de aserrín con mi propio traje de payaso, comprado en la liquidación fin de temporada de L.L. Bean: armadura rebajada, yelmo de otro talle, corcel cansino, lanza remendada, y espada herrumbrada. Y a veces con el pañuelo de mi dama anudado al yelmo, sea quien fuere mi dama en el momento decisivo.
Meyer ha señalado esa condición, esa contradicción que afecta a cualquiera capaz de pensar: cuanto más lucha uno por ser sensato, serio y expresivo, menos posibilidades tiene de llegar a serlo. El objetivo primordial es reír.