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Poco antes de comenzar la segunda guerra mundial parecía imposible frenar al Führer. En unos meses se había anexionado Austria, que había caído en manos del Reich sin disparar un solo tiro ante la cobardía especialmente de Inglaterra y de su primer ministro Chamberlain, que quería a toda costa evitar una nueva guerra.
Hitler, como una bestia que huele la sangre, intuyó la debilidad del primer ministro británico y se anexionó con una jugada maestra Checoslovaquia antes de que nadie pudiera reaccionar.
El presidente checo Emil Hàcha, que había acudido a la capital de Alemania para negociar con el Führer, se había encontrado con una encerrona. Luego de sufrir un oportuno infarto, el doctor Morell, ese médico embaucador siempre a la diestra del Führer, le administró una de sus famosas inyecciones. Nunca se supo qué contenía aquella inyección, pero Hàcha, aterrorizado ante la posible invasión alemana y drogado hasta las cejas, consintió en rendir su país.