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En el asilo para vagabundos conoció a un segundo Kubizek, un hombre de temperamento débil al que lanzar inflamados discursos contra el imperio austrohúngaro o defendiendo la grandeza futura de Adolf Hitler en el mundo del arte o dónde demonios aguardara su destino. Ese nuevo amigo se llamaba Reinhald Hanish. Al igual que Kubizek, con el tiempo este nuevo amigo le traicionaría escribiendo una biografía de los años pasados junto a Hitler, otro panfleto lleno de mentiras y exageraciones, de esfuerzos para encontrar pistas del futuro dictador en aquel joven pintor fracasado.
Hanish comenzó a vender los cuadros de Adolf y se ganaron algún dinero. Pero pronto riñeron por el precio de unos cuadros e incluso llegaron a ir a juicio. Paradójicamente, Hanish estaría ligado el resto de su vida a Adolf Hitler. Aunque no volvieron a dirigirse la palabra, él afirma en sus memorias que siguieron coincidiendo en mayor o menor medida hasta agosto de 1913. Otra mentira. La única verdad es que según el nombre de Hitler fue haciéndose conocido con el paso de los años, el de Reinhald permaneció en el anonimato. Seguía siendo un vagabundo al borde de la pobreza absoluta en 1933, cuando el partido nazi alcanzó el poder en Alemania. Decidió Reinhald entonces escribir unas memorias medio verdaderas y medio falsas de los años de juventud de su amigo Adolf. Luego buscó un editor, pensando que la gente querría conocer cómo era Adolf Hitler antes de ser el gran Adolf Hitler. Paralelamente, Hanish comenzó a dibujar óleos en un estilo que recordaba al del joven Adolf, falsificando la firma de Hitler en su parte inferior derecha. Aquella extraña opereta de mentiras y mixtificaciones terminó cuando fue arrestado por fraude y llevado al campo de concentración de Buchenwald, donde moriría al poco de llegar de forma sospechosa: y usamos aquí el término «sospechoso» porque se sospecha, y con fundamento, que murió por orden del propio Hitler.