ERAN TRES ALMIRANTES

Olivieri miró al mayor Vicente, atraído por la mención de su nombre.

El mayor se plantó delante de él mirándolo. Hasta ese momento el oficial del Ejército había sido un discreto ejecutor del copamiento del edificio.

—Almirante, usted es consciente de su responsabilidad. Va a tener que enfrentar una corte marcial y se imaginará el resultado. Se espera de usted que asuma su responsabilidad como un hombre, como un soldado, ahorrándoles a sus camaradas tan dolorosa misión —dijo mientras extraía una pistola de uno de sus bolsillos y la depositaba en el escritorio de Olivieri.

El marino observó el arma unos segundos.

—No puedo —murmuró.

—Tiene que asumir su responsabilidad.

—Me es imposible hacerlo. Soy católico.

—Piénselo —dijo el mayor y salió de la habitación, dejando el arma donde la había apoyado.

Caminó hasta el siguiente despacho.

Entró a la habitación y se encontró con Toranzo Calderón de pie junto a la ventana. A diferencia de Olivieri, parecía nervioso y fumaba. Había en un mueble una taza de café vacía. El olor a cigarrillo se mezclaba con el que venía de los estragos de la calle.

El verdadero jefe de la sublevación miró al oficial.

Sin mediar palabra, Vicente extrajo otra pistola. Toranzo Calderón retrocedió instintivamente.

—Haga lo que tenga que hacer —le dijo.

—Yo no le voy a disparar —respondió el mayor y repitió la ceremonia de dejar el arma en la mesa, junto a la taza vacía, que estaba llena de colillas humedecidas—. Es usted quien debe asumir su responsabilidad. De lo contrario, será sometido a la ley marcial en vigencia. Y ya sabrá cuáles serán sus conclusiones. Debería ahorrarles a sus camaradas una misión tan dolorosa —dijo el mayor.

Toranzo Calderón lo miró con furia:

—¿A quiénes? ¿A los almirantes y jefes que nos dejaron en la estacada como Lestrade o el canalla de Bengoa? ¿Usted se piensa que estábamos solos en esta patriada? ¡Que se hagan cargo de mi muerte, ya que no se hicieron responsables de su deber de terminar con la tiranía! ¡Yo no me suicido! ¡Que me fusilen y se hagan cargo de su conciencia!

—Usted sabrá lo que tiene que hacer —contestó Vicente con pasmosa tranquilidad y, dándole la espalda, abandonó el lugar.

Para ese momento, pensaba que el ejemplo de Rommel no había sido tan buena idea. Para llevar a un hombre al suicidio hacía falta una serie de condiciones que no se daban en esa situación. Perón no era Hitler y los marinos argentinos tampoco respondían al código prusiano de valores. ¿Qué hubiera ocurrido si Rommel se hubiera negado al suicidio y, peor todavía, encima despotricado contra el nazismo y su jefe?

No era difícil imaginar la respuesta. Aun así, debía cumplir con la orden recibida.

En el tercer despacho, el mayor Vicente miró a su alrededor. Pensó que el vicealmirante Gargiulo, jefe de los infantes de marina sublevados, se había fugado. Se dio vuelta y vio que el hombre estaba a sus espaldas, de pie contra la pared, sumido en una extraña meditación, como si rezara.

Por tercera vez Vicente repitió la sombría rutina de dar su preparada argumentación sobre la ley marcial y el honor, dejó el arma y salió.

Gargiulo esperó a que el militar se retirara y caminó hasta la ventana de su despacho. Miró hacia afuera. Distinguió el resplandor de un incendio que venía desde el lado de la Plaza, un poco más al sur. Se dirigió hacia su escritorio, de donde sacó un papel con membrete del Ministerio de Marina. Quitó el capuchón de su lapicera fuente y comenzó a escribir.

Terminada la carta, tomó un rosario, que envolvió en su mano, y mientras miraba el retrato que presidía la mesa de trabajo, colocó el arma sobre su cabeza.

Recordó el atronador ruido de los cañones del crucero Phoenix, rebautizado, para su disgusto, con el nombre “17 de Octubre”, disparados como prueba de su potencia hacia un mar inmenso y azul.

El mayor Vicente escuchó el disparo. Esperó unos minutos y se dispuso a averiguar cuál de los tres condenados había adelantado por mano propia la justicia. Miró el reloj: eran las 5.45 del 17 de junio.

El bombardeo
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