UN HELICÓPTERO

Como buscando un claro donde aterrizar, el helicóptero sobrevoló a baja altura el parque del Ministerio de Ejército. Era un Sikorsky H-5, verdadera rareza en los cielos argentinos, incorporado no hacía mucho a la Fuerza Aérea. Muchos curiosos miraron el aterrizaje vertical en la Plaza Colón. Otros se asomaron a las ventanas de los edificios públicos cercanos. El aparato hacía un ruido intenso, distinto al de los aviones. La mayoría nunca había visto semejante máquina voladora.

Pascual Landriscina se acercó lo más que pudo al aparato. Había llegado un par de años atrás desde el Chaco, y esa mañana había descendido del trolebús para llegar hasta el Banco Industrial, donde estaba gestionando un crédito para la compra de maquinaria destinada a su taller de carpintería. La visión de la máquina le recordó a un gigantesco ventilador de techo, de esos que funcionaban con parsimonia mecánica y sin pausa en los bares del verano chaqueño.

Su vuelo antes de tocar el piso había sido irregular e inestable. Más que aterrizar parecía que iba a caerse, pero se afirmó en el pasto de la plaza y enseguida comenzaron a ralentizarse sus largas aspas.

Un oficial de aeronáutica bajó de la máquina corriendo, y el artefacto levantó vuelo nuevamente dentro del edificio del Ministerio de Ejército.

Landriscina se sorprendió al ver que el uniformado empuñaba un revólver.

Chaqueño por adopción y nacido en Italia, Pascual era el mayor de ocho hermanos, hijos de una pareja de inmigrantes, fallecidos hacía un tiempo. Habían llegado a la Argentina a buscar fortuna, y apenas si habían encontrado el sacrificio del trabajo mal pago y luego la muerte temprana, en uno de los territorios más agrestes del país.

Recién en el último año, el Chaco había adquirido la categoría de provincia, designándosela con el nombre del Presidente. Por eso algunos locales como Landriscina se jactaban de ser de la provincia de Perón. El hermano menor, Luisito, tenía el don del humor y cierta tendencia al ocio, que su hermano mayor, siendo italiano, asignaba a los males de su criollaje adoptivo. Luis contaba cuentos en cada oportunidad que le brindaba una reunión o una sobremesa. “Ahora no somos chaqueños, chamigo, somos Peroños.”

Pascual era un poco el padre postizo de sus hermanos menores, y su desembarco en Buenos Aires era un intento de sacarlos del desamparo en que vivían.

A diferencia de muchos de sus comprovincianos, que venían a poblar las fábricas como obreros, Pascual se jactaba de ser parte de la última oleada inmigratoria y era dueño de una empresa de carpintería, que aspiraba agrandar con el crédito que el banco otorgaba a los pequeños emprendedores. Ese día terminaría el trámite y pronto adquiriría las máquinas para modernizar el taller y producir “como Dios manda”.

Por origen y edad era el más “gringo” de los hermanos y el más emprendedor. Luisito, en el otro extremo, soñaba con venir a Buenos Aires para ser artista y trabajar en la radio.

Con la ampliación de las instalaciones, Pascual podría traerlo a la ciudad y en una de esas, quién sabe, contaría sus chistes en la pausa del almuerzo o en las fiestas de fin de año.

Una máquina voladora de apariencia inaudita, como las que alguna vez había visto en los bocetos utópicos de Leonardo da Vinci, se posaba como un presagio y soltaba en la acera a un uniformado exaltado que blandía un arma. Ignoraba que esa máquina era el diseño de otro inmigrante, ruso, Igor Sikorsky, que después de la Revolución de Octubre de 1917 había escapado a los Estados Unidos con sus planos e ingenios en busca de otros horizontes. “¿Qué estará pasando?”, se preguntó.

Desde una ventana del quinto piso, el hombre que le había dado nombre a la provincia de Pascual Landriscina se preguntaba lo mismo.

Para Perón, creador diez años atrás de la Fuerza Aérea, el vuelo del Sikorsky tampoco era una visión habitual. Había aterrizado frente al Ministerio de Ejército, adonde se había trasladado desde la Casa Rosada dos horas antes. Miró el reloj: eran las 12.30 pasadas. En el Ministerio se encontraban el ministro Lucero, el brigadier San Martín, el vicepresidente Teisaire, el ministro de Asunto Técnicos, Raúl Mendé, y el viceministro de Marina, Gastón Lestrade.

Perón entendía que las cosas no andaban bien en la Armada. Lestrade sabía mucho más. Como conspirador a medias, las circunstancias lo habían llevado a estar en la reunión de gabinete en la Casa Rosada, primero, y luego en el comando instalado en el enorme edificio militar ubicado a cien metros de la sede del Ejecutivo. Actuaba en reemplazo del almirante Olivieri.

Volvía a ser parte del selecto grupo de hombres y militares que acompañaban a Perón en el Ministerio de Ejército. Perón lo trataba con especial deferencia, que el marino no sabía si interpretar como ausencia de sospechas o simulación. Lestrade sentía, no obstante, considerable alivio. Para ese entonces, la rebelión parecía haberse frustrado no solo por razones climáticas, sino por falta de adhesiones. Algunos “pagarían el pato”, y no sería él, con su coartada de marino leal, había estado junto a Perón casi toda la mañana. Ni siquiera Olivieri tenía una excusa semejante. Una investigación podría develar que el ministro de Marina convaleciente conocía los pormenores de la asonada.

Perón esperaba ansioso el desarrollo de los hechos. Cerca de él, Lucero había armado una mesa de comando con los generales Sosa Molina, Embrioni, Sánchez Toranzo y Jáuregui, entre tenientes coroneles, coroneles y capitanes. Desde hacía rato, el brigadier San Martín intentaba comunicarse por teléfono con las bases aéreas. Sabía que Morón, sede de los escuadrones de cazas a reacción, estaba en orden bajo el mando del brigadier Soto. Había hablado con él y le había ordenado el alistamiento de aviones Meteor por cualquier eventualidad. Los mismos que habían estado a punto de desfilar sobre la Catedral tenían munición de guerra para intervenir en caso de que fuera necesario defender al gobierno. Aun así, San Martín había encargado al brigadier Daneri que se ocupara del Comando Aéreo. Sin admitirlo públicamente, tenía sus dudas con algunos oficiales.

—Todo bien en Morón, Presidente —había comentado el brigadier ministro de Aeronáutica—. La Fuerza Aérea responderá con lealtad ante cualquier incidente —agregó con una convicción que perdería a lo largo del día.

La palabra lealtad resonó en los oídos de Perón una vez más. Era uno de los términos más usados en su entorno. Evita había contribuido a imponerlo tempranamente en su círculo íntimo.

Si la política nacional se dividía en peronistas y oligarcas o contreras, a su vez el peronismo, según Eva, se conformaba con dos variantes: leales y traidores. “Tal y cual son traidores, Juan”, le decía, o “Tal otro es leal, tenelo cerca”.

Para Eva, los traidores habían sido más frecuentes que los leales, y los leales de la primera hora habían devenido en traidores. Esa percepción aligeró al peronismo de algunos de los principales hombres que habían forjado sus iniciales y exitosos pasos.

Allí, en el quinto piso, estaba el secretario de Prensa, Apold, recién llegado, se había levantado de una convalecencia por gripe para estar, como él mismo definió, “al pie del cañón junto a usted, General”.

Apold era uno de los leales recomendado por Eva. Surgido de la actividad periodística y cinematográfica, se transformó en un hombre fuerte del gobierno: manejaba los hilos de la propaganda y la comunicación. Administraba cada detalle. Con gran inventiva había diseñado una moderna política de prensa, propaganda y medios, que agradaba a Perón y que había brindado resonantes éxitos, como en 1954, durante el Festival de Cine de Mar del Plata, realizado en acuerdo con la Motion Pictures Association de los Estados Unidos.

Apold no era político. No le interesaban las razones ni la verdad de lo que debía promover y defender. Era un técnico, un publicista que sabía interpretar lo que a Eva y a Perón les agradaba. Con una mezcla de estilo, prudencia y una obsecuencia moderada por su discreción, había progresado en el entorno del Presidente, al punto de ser temido por los propios ministros del gobierno.

Años anteriores, la animosidad de Apold significaba una alta posibilidad de enfrentamiento con Eva y, desde su muerte, con Perón. Los alejamientos del canciller Bramuglia o, más recientemente, del ministro de Salud, Carrillo, habían sido precedidos de discusiones con el responsable de la comunicación.

Íntimamente se jactaba, no solo de interpretar el gusto de Perón, sino de modelarlo, como cuando había convencido al mandatario de traer a la estrella italiana del momento, Gina Lollobrigida, y declararla visita ilustre.

La exitosa operación se había repetido con Ginger Rogers, y esas presencias en la Argentina eran los ecos del encuentro de cine, que había reunido a figuras de todo el mundo, como Errol Flynn, Walter Pidgeon y la actriz de Hitchcock Joan Fontaine.

Tamaños logros despertaban celos en el entorno de Perón y tanta fidelidad estaba matizada por sombras y sospechas.

En la oposición lo llamaban el “Goebbels del peronismo”, y esto hacía sonreír a más de uno, quienes, siendo parte del gobierno, soñaban con ver su caída.

Otro rumor más inquietante lo asociaba con la muerte de Juan Duarte, el hermano de Eva y exsecretario presidencial, quien, salpicado por negociados con cuotas de exportación y mercado negro, había aparecido muerto de un tiro en la sien en su departamento. En una nota de suicida, Juancito, el adorado hermano mayor de Eva, había proclamado su lealtad a Perón y pedido perdón por la mala caligrafía antes de matarse. Los que señalaban a Apold decían que él mismo había disparado el arma asesina y, como “experto comunicador”, redactado la misiva final. Apold había contribuido a que el gobierno tuviera un férreo control de los medios de comunicación. Lo que no podía controlar era el rumor, y este había crecido a niveles tan intensos que lo ponían en el centro de las más terribles acusaciones.

En los últimos meses había fantaseado con alejarse. Intuía que se avecinaban horas difíciles y que los diez buenos años de su carrera junto a Perón podrían estar llegando a término. Uno de sus últimos trabajos había sido la redacción del comunicado que anunciaría por cadena nacional el traspaso de la Catedral al Estado nacional, para transformarla en mausoleo. El tema venía siendo manejado por Méndez San Martín, cuya creciente influencia sobre Perón debilitaba la suya.

—Me parece que esto de la Catedral es demasiado —le había comentado a su mujer, Adela Goldkuhl. Ambos eran católicos y se habían casado por Iglesia. En 1954, Apold había conseguido una audiencia con el Papa Pío XII. No le preocupaba tanto el aspecto sacrílego de la medida como el sentido de oportunidad. Su olfato de comunicador le decía que esa “mercadería” era difícil de vender. Su especialidad era la exaltación de Perón y su obra, no la confrontación. En eso lo superaban Méndez San Martín o su rival en los medios de comunicación oficiales, el gobernador Aloé. La realidad era que a los ojos de la oposición y de una parte resentida del nacionalismo católico, durante el conflicto con la Iglesia, se había transformado en “el judío” Apold, al igual que el ministro del Interior, Ángel Borlenghi, y como a este, se le asignaba la responsabilidad de la persecución al catolicismo. Curiosamente, el jefe de propaganda había pasado de ser el “Goebbels argentino” al rol de un agente sionista enemigo de la Iglesia.

Sin embargo, esa mañana, el hombre más activo en el tercer piso del Ministerio no era Apold, sino su máximo responsable, el general Franklin Lucero. A las doce del mediodía, actuaba rodeado de sus colaboradores más directos y del Estado Mayor del Ejército.

Media hora antes había dado al Presidente un informe bastante completo de la situación. Lo apartó para ello del resto de los mandos, teniendo en cuenta la presencia de los marinos, como Lestrade, y los almirantes Brunet y Piva, recién llegados y en quienes no confiaba.

—General, Punta Indio se sublevó, con la totalidad de sus oficiales; Ezeiza podría ser utilizada como base alternativa rebelde.

—¿Ezeiza? ¿Cómo es posible? Es un aeropuerto pensado para civiles. Para transformar este rincón perdido del mundo en un destino razonable. ¿Qué canalla puede pensar Ezeiza para la guerra? Nos ha costado millones de pesos y es un orgullo nacional.

Lucero hizo silencio. Se preguntaba si ese hombre al que admiraba y servía estaba comprendiendo la gravedad de la situación. No actuaba como militar, sino como administrador. ¿Hablar de costos económicos cuando todo se derrumbaba? Debía considerar entonces que la mayor responsabilidad recaería sobre él.

—No tenemos claro qué actitud tomarán la Escuela de Mecánica de la Armada ni el Arsenal de la Marina. El comando “revolucionario” estaría en el Ministerio de Marina. Lestrade y Brunet dicen haber frenado la conspiración, pero no sé si creerles.

—¿Y el ministro Olivieri? —indagó Perón.

Lucero levantó los hombros como diciendo “¿quién sabe?”.

—Hoy lo visitamos en el Hospital Naval. Siempre fue un peronista leal. Pero…

—¿Pero qué? —preguntó Perón dejando ver su fastidio.

—Usted sabe, Juan, que en los últimos tiempos manifestó con sinceridad su descontento con todo este embrollo con la Iglesia. El es muy católico —dijo Lucero con un dejo de confianza que pareció enfurecer aún más al presidente.

—¿Y usted no lo es? ¿Y yo qué soy? ¿Quiénes hicieron más por la Iglesia que nosotros? ¡Qué embromar! ¿Cómo se puede confundir la fe en Dios con la fe en esos entogados hijos del privilegio? ¿Usted va a misa, Lucero? ¿Me puede decir si hay un Dios que pueda oponerse a la justicia social? ¿Qué Dios puede desconocer lo que hicimos en este valle de lágrimas que era la Argentina antes de mí? Si Cristo bajara de su reino celestial los correría a latigazos como a los mercaderes del templo. Hoy la Iglesia argentina es un nido de contreras, una madriguera de oligarcas —concluyó, para enseguida sumergirse en un silencio en el que no parecía haber menguado su furia.

Acostumbrado a la disciplina, Lucero aguantó a pie firme lo que no sabía si era una descarga emocional o la proclama de una nueva disidencia cristiana, y Perón, un Savonarola o un Lutero argentino.

Sin comentar las reflexiones religiosas de su jefe, Lucero prosiguió:

—También sabemos que hay tropas de infantería de marina movilizadas en la zona. Ordené que la guardia de granaderos de anoche se quede en la Casa Rosada, por lo que con el relevo se duplican las tropas en caso de un ataque. Estamos movilizando más tropas del Regimiento de Granaderos de Palermo y ya está en camino el Motorizado Buenos Aires, con artillería y blindados.

Lucero sintió que Perón ya no lo escuchaba. Era un hombre hundido en sus dilemas. El ministro de Ejército no podía entrar en esa mente en la que desfilaban las imágenes de la Guerra Civil Española, entreveradas con fragmentos de su propia y tumultuosa vida. El “gran temor” retornaba una vez más, como en octubre del ’45, cuando el país había estado a punto de estallar.

El bombardeo
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