GRANADEROS
Cerca de las once de la mañana, le pasaron al capitán Ernesto D’Onofrio, jefe de la Casa Militar en la Rosada, una dramática llamada. Del otro lado del teléfono escuchó la voz alterada de una mujer.
—Soy la esposa del capitán Dionisio Fernández. A mi marido lo tiene preso Toranzo Calderón en el Ministerio de Marina. ¡Hagan algo! ¡Tengo miedo de que me lo maten!
—Tranquilícese, señora, por favor. ¿Su marido es capitán de la Armada? —indagó D’Onofrio.
—Sí, ya le dije, el capitán Dionisio Fernández. Está preso porque se negó a unirse a una sublevación contra el gobierno.
—¿Pero usted cómo lo sabe?
—Me llamó desde el Ministerio de Marina. Me dijo que les avisara que hay una rebelión en marcha. Que quieren matar al Presidente y que los van a atacar desde el ministerio y con la aviación —insistió la mujer al borde del llanto.
—Dijo que el capitán estaba detenido. ¿Cómo hizo para llamarla?
De a poco D’Onofrio pudo reconstruir los hechos que confusamente relataba la mujer.
D’Onofrio dio la orden de redoblar las defensas. La tropa relevada que permanecía en los precarios dormitorios de la Casa Rosada, ubicados en el subsuelo del ala este con salida a la Plaza Colón, fue alistada y los granaderos, provistos de armas y de munición.
Estaban al mando del subjefe del regimiento, el teniente coronel Oscar Goulú. Este distribuyó soldados y armas de acuerdo con un elemental plan de defensa. Cubrió los cuatro frentes de la Casa, con tropa y con las pocas ametralladoras pesadas disponibles.
Reforzó doblemente el acceso vehicular principal, con salida a la calle Rivadavia, conocido como la explanada. Allí dispuso una ametralladora Colt y otra Madsen. Aseguró de este modo el ala que miraba en dirección noreste y al Ministerio de Marina, ubicado a tres cuadras.
Previendo un ataque aéreo, encargó las medidas preventivas al teniente Di Paolo, a quien consideraba uno de los oficiales más eficientes de su plantel. La misión fue cumplida ubicando tres ametralladoras aéreas livianas en la terraza del edificio. Allí Di Paolo miró en todas las direcciones posibles, tratando de interpretar de dónde podría venir un ataque.
—¿Quién puede imaginar un bombardeo a este edificio? —se dijo y tuvo en ese instante una intuición de destrucción y muerte que se esfumó rápidamente, dejando lugar a sensaciones más reales. De rutinario oficial granadero, de paradas y cambios de guardia rimbombantes, se vio obligado a pensar como un militar en pie de guerra.
—La Casa de Gobierno no es Pearl Harbor —razonó para tranquilizarse, ignorando que, con esa comparación, compartía un lugar común de los sublevados.
En una revisión de los 360 grados posibles de ataque, calculó que, por los edificios que rodeaban la Casa de Gobierno, el más probable vendría desde el río. Así se lo hizo saber a los soldados y suboficiales que, a razón de dos, servían las armas antiaéreas. Dos de las ametralladoras apuntaron entonces hacia el este y una hacia el oeste, respetando la premisa de que el fuego antiaéreo se dispara en la entrada y la salida de los aviones atacantes, ya que el giro de 180 grados suele ser más lento que el vuelo fugaz de las máquinas.
Cuando descendió de la terraza, se encontró con el teniente José María Gutiérrez, que con una partida de los granaderos relevados la noche anterior corría a cumplir con la cobertura del ala que daba a la Plaza Colón.
Recién entonces Di Paolo reparó en el personal civil del edificio. Nadie les había advertido del riesgo de un ataque. Se preguntó si tal cosa existía realmente.
Vio cómo un grupo numeroso de empleados se dirigía con sus portafolios, carteras y abrigos en dirección a la salida administrativa de Plaza de Mayo. Otros parecían no preocuparse e incluso se los veía entretenidos por la agitación militar, como si estuvieran presenciando una puesta teatral o una película. Decidió desentenderse de los civiles; no tenía instrucciones al respecto.
Se dirigió al lugar en que el teniente coronel Goulú organizaba la defensa terrestre.
—Teniente Gutiérrez, ubique a sus hombres en la entrada y en el primer piso posterior. Ponga allí una Colt y mire para arriba; no sé si me entiende —ordenó Goulú.
Gutiérrez acató de inmediato sus órdenes y con una parte de su tropa se dirigió al piso superior. Allí apostó la ametralladora pesada y a varios de los soldados con sus viejos Mauser.
—Usted, Di Paolo, refuerce el acceso de la explanada, por allí pueden intentar entrar los sublevados o nuestros refuerzos. Considere las dos posibilidades, pero no las confunda —continuó Goulú.
Mientras tanto, desde su comando del Ministerio, a doscientos metros de la Rosada, Lucero dio instrucciones a los mandos del Ejército para alistarse en caso de que la rebelión tuviera distintos focos en la ciudad y sus alrededores. Cada uno de los mandos de regimientos y brigadas recibió el alerta.
El coronel de granaderos Guillermo H. Gutiérrez estaba de buen humor esa mañana. En la estación de Retiro, rebautizada Presidente Perón, esperaba a su padre, que llegaba de la provincia de San Luis.
Allí lo alcanzó un suboficial con la orden de Sosa Molina, ministro de Defensa, de apersonarse en la Casa de Gobierno y redoblar su defensa.
Sin más, marchó hacia el regimiento en el vehículo que lo aguardaba a la salida de la estación.
Para el teniente primero Carlos Mulhall era un día aún más especial: su mujer estaba a punto de dar a luz. Cuando recibió la orden de presentarse en el Regimiento de Granaderos, donde actuaba como asistente principal de su jefe, el coronel Gutiérrez, solo atinó a ir al Hospital Militar para darle un beso a la esposa, que ya estaban en los trabajos de parto. Para la ceremonia de recibimiento de su primer hijo, vestía su mejor uniforme. En el Regimiento de Granaderos, ubicado en el barrio de Palermo, se reunió con Gutiérrez.
—No estamos para desfiles, teniente —le dijo el coronel después de ver su impecable prenda.
—Hoy voy a ser padre, mi coronel —le aclaró a su jefe, que le respondió con una palmada de congratulación, y enseguida ordenó:
—Vístase de fajina y disponga de inmediato que salga del regimiento la columna del capitán Amavet hacia la Casa de Gobierno, teniente. Y prepare un jeep, que nosotros nos vamos a adelantar.
Además, Mulhall estaba a cargo de la unidad antiaérea del regimiento, que, por decisión del jefe de la Casa Militar, se había instalado en la Rosada el último año. Mientras partían, vieron cómo se alistaban los refuerzos en cuatro ómnibus cargados de tropas. Eran las mismas unidades que los transportaban para su misión más frecuente: la escolta presidencial en actos y desfiles. El jeep con el coronel Gutiérrez y el teniente Mulhall salió primero, sin esperar la columna de los otros vehículos, conducidos por conscriptos.
Antes de partir, Gutiérrez había ordenado que se prepararan en reserva las unidades blindadas del regimiento. Poco después se arrepentiría de haber invertido el orden de movilización de las tropas. Después de todo, no podía imaginar lo que ocurriría en menos de media hora frente a la Casa de Gobierno.
Allí, el teniente José María Gutiérrez controlaba la ubicación de sus hombres, parapetados en las ventanas traseras del edificio. El monumento a Colón se erguía mirando al río como si fuera un guardián más de su defensa. Fue entonces cuando escuchó el ruido de los aviones, y los vio dirigirse directamente hacia él y sus tropas.
Sus órdenes y gritos de alerta apenas se escucharon. A su lado, en la ventana, la Colt 7.65 disparaba contra los aviones navales.
En la terraza los servidores de las antiaéreas hicieron fuego con tanta incredulidad como buena disposición y regular puntería. La Casa de Gobierno emulaba finalmente a Pearl Harbor, tal cual lo había soñado el capitán de fragata Bassi. Pero los atacantes no eran japoneses, sino argentinos, como aquellos que respondían con fuego de metralla desde las ventanas y la terraza.
Enseguida se sintieron las explosiones. Una de ellas fue ensordecedora. La Rosada había recibido un primer impacto y, en pocos segundos, otro, que hacía pedazos las oficinas del Presidente de la República.