EL PRIMER BOMBARDEO

Los aviones entraron a la ciudad desde el Río de la Plata. Iban de a uno en fondo, presididos por los Beechcraft bimotores de bombardeo liviano, que comandaba el jefe del ataque, Néstor Noriega. El capitán había dispuesto el bombardeo de ese modo, volando en fila india, con el objetivo común de destruir la Casa de Gobierno y matar a Perón.

Rápidamente sobrepasaron las construcciones portuarias y vieron delante de sí el blanco de muros color rosa. Aprovechando el plafond, el piloto Fraguío había elevado el avión para evitar el riesgo de ser alcanzado por la deflagración de sus bombas. A una corta distancia del edificio presidencial, Noriega dio la orden, en el mismo momento en que distinguía sobre la Avenida Paseo Colón un par de trolebuses detenidos.

—¡Soltar bombas!

Las compuertas del Beechcraft dejaron salir dos tubos negros con cien kilogramos de explosivos cada uno. En simultáneo, Noriega apretó el gatillo de las ametralladoras. Las ráfagas salieron del avión flanqueando la Casa y pegando en la recova del Ministerio de Hacienda.

Fraguío ganó altura para eludir los efectos de la explosión. Noriega miró hacia atrás, pero solo alcanzó a distinguir un estampido rojizo y sintió luego un fuerte sacudón.

Detrás del avión de Noriega, en el segundo Beechcraft, el capitán Jorge Imaz se alegró al ver que una de las bombas del avión nodriza hacía blanco en la Casa de Gobierno. Repitió el procedimiento y lanzó sus respectivas cargas. Una se perdió más allá de la Rosada, sin dar señales de explosión. La otra impactó de lleno en un trolebús, que de inmediato se transformó en fuego y humareda. Imaz vio también a cientos de personas corriendo en todas las direcciones para escapar de las balas y las bombas. Distinguió a algunos que caían o saltaban por el aire como si fueran muñecos.

El tercer Beechcraft, a la vez, lanzó sus bombas y repitió la doble maniobra de ametrallar y levantar vuelo. Lo mismo hicieron los dos restantes y luego los Catalina, desde mayor altura y con la consiguiente imprecisión. Por último, los North American entraron en doble hilera sobre el blanco.

Los Catalina, que llevaban una carga mayor, soltaron sus explosivos y las consecuencias fueron nefastas para los transeúntes que estaban incluso a doscientos metros del blanco. Diseñados para avistamiento de barcos, rescate de náufragos o lanzamiento de torpedos, sus bombas de deflagración hicieron estropicios en un amplio sector de la Plaza y sus alrededores.

—¡Dios mío! ¿Qué estamos haciendo? —le escuchó decir García Mansilla, comandante de los hidroaviones, a su copiloto.

Miró por la ventanilla inferior de su cabina. Debajo se expandían nubes de polvo y humo que tapaban la plaza.

Los aviones ya habían encarado el regreso rumbo a su prefijado destino en el Aeropuerto de Ezeiza, rebautizado Base Roja, curiosa reiteración del modo en que los colores se asociaron a los bandos en pugna en la historia argentina. El rojo, que había sido federal en el siglo XIX y devenido en socialista y comunista en el siglo siguiente, identificaba ese día el núcleo rebelde que bombardeaba Buenos Aires.

Allí el capitán de fragata Jorge Alfredo Bassi, ideólogo fundacional del golpe, controlaba sin inconvenientes la situación, después de recibir en cinco aviones Douglas de transporte las tropas de la compañía número 5 de Infantería de Marina provenientes de Punta Indio.

Desde hacía un tiempo venía preparando los recambios de explosivos y combustible para avituallar a los aviones rebeldes. La operación se había enmascarado en un depósito destinado a proveer logística a las bases antárticas, que la fuerza aeronaval tenía en el moderno aeropuerto. El aviador jefe de Ezeiza, el vicecomodoro retirado Pérez Aquino, no solo cedió al ímpetu de Bassi y su Fuerza, sino que expresó su adhesión a los rebeldes.

Las bombas recibidas para la operación no eran las esperadas. Para destruir la Casa de Gobierno, convenía contar con las llamadas de demolición. Las disponibles ese día eran de fragmentación. Al explotar soltaban miles de municiones que buscaban el blanco de los cuerpos enemigos, sin mucho poder destructivo sobre los edificios.

En el aeropuerto, la actividad parecía seguir su curso normalmente. Las operaciones de vuelo comercial estaban interrumpidas, pero no por la acción aeronaval, sino por las malas condiciones climáticas. La niebla había comenzado rápidamente a despejarse. Un DC-4 de Aerolíneas Argentinas se preparaba para recibir el pasaje. Otro avión, de la compañía Scandinavian Airlines, cargaba combustible cerca de los galpones donde Bassi esperaba impaciente la llegada de sus camaradas.

Desde la torre de control se escuchó la voz exultante del capitán Noriega.

—Aquí Noriega, primera etapa cumplida. Regresamos.

Minutos después, sintió una profunda emoción al ver la primera escuadrilla aeronaval acercándose a Ezeiza.

Por primera vez aviadores argentinos habían entrado en combate, ametrallado y bombardeado blancos reales, y lo habían hecho sin aparentes pérdidas propias. Eran pilotos de la Armada, la misma que un almirante irlandés había creado para defender a un país que todavía no se llamaba Argentina. Casi un siglo y medio después, su brazo alado no se enfrentaba a marinos imperiales de España, Brasil, Francia o Inglaterra, como lo habían hecho soldados y marinos argentinos en la Vuelta de Obligado, sino contra la sede del Gobierno nacional, en una ciudad abierta y desprevenida.

Ninguno de los pilotos vaciló durante el ataque. Solo una bomba no fue lanzada por la falla de un dispositivo mecánico. El resto desplegó una unánime capacidad destructiva, con pésima puntería aunque inconmovible decisión.

A cuarenta kilómetros de allí, “los enemigos” yacían muertos, heridos o presas del pánico. No eran uniformados ni extranjeros, con la excepción de algunos de los inmigrantes que habían huido de la pobreza y la guerra para rehacer su vida en una tierra de paz.

Desde la cabina del avión, Noriega distinguió en la pista a los señaleros que preparaban el aterrizaje. Mientras su Beechcraft daba brincos en la cabecera de asfalto, percibió aún más el dolor y la humedad sanguinolenta que se le escabullía hasta la tela gruesa de sus pantalones. Se dijo que no sería de la partida en el segundo ataque. Ya tenía su porción incuestionable de gloria. Podría dirigir desde Ezeiza el resto de las operaciones.

El bombardeo
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