CORPUS CHRISTI
Los hechos se habían precipitado, cuando el 5 de junio, la CGT presentó en la Cámara de Diputados un proyecto que proponía la separación definitiva entre la Iglesia y el Estado. Aquella se dispuso a organizar la procesión de Corpus Christi, con un claro sentido político que rápidamente aglutinó a la oposición más allá de cualquier identificación religiosa.
El ministro del Interior, Borlenghi, favorito en las diatribas de los antiperonistas, prohibió la marcha, que debía realizarse, según el calendario católico, el jueves posterior a la festividad de la Santísima Trinidad, sesenta días después del Domingo de Resurrección, con esa calculada interrelación de las fechas sagradas, tan caras a la disciplinada liturgia de las grandes religiones.
La prohibición tuvo por respuesta la convocatoria a una misa en la Catedral el sábado 11 de junio. Ese día la Plaza de Mayo y su muchedumbre no fueron peronistas. Más afuera que adentro de la Catedral, una multitud siguió, desde los altavoces, las palabras latinas con las que los obispos Tato y Novoa alternaron el servicio.
Un gran número de los presentes ignoraba el sentido profundo de la fecha, que conmemoraba la sagrada eucaristía como expresión ritual del cuerpo y la sangre de Jesucristo. Menos aún sabían que la ceremonia había comenzado en el Lazio italiano, un día del siglo XIII, cuando un cura, al romper la hostia, había asegurado ver brotar de ella la sangre de Cristo. El milagro había conmocionado al Papa Urbano IV, que encargó a Tomás de Aquino redactar las bases del ritual conmemorativo, que perduraría siete siglos después, en el otoño porteño, con más clima de rencor político que de piedad cristiana.
Los gritos opositores de “muera el tirano”, “paredón, paredón”, “la horca es tu destino” hablaban más de la transmutación del cuerpo social opositor en odio activo que de la sangre del Redentor en eucaristía.
No hubo represión por parte de la policía, que se limitó a proteger los edificios públicos. Tampoco podía haberla, a riesgo de un desborde incontenible de la mayor manifestación opositora que se recordaba desde la Marcha de la Constitución y la Libertad, en septiembre de 1945.
Terminada la ceremonia, una parte de la multitud marchó hasta el Congreso, donde se produjo el controvertido y confuso episodio de la quema de la bandera argentina.
Lo cierto es que allí, esa tarde, flameó orgullosa la enseña del Vaticano, emparentada en mayor medida con el poder de Roma que con la sangre del crucificado de Judea. Ese poder se tomaba revancha de los recurrentes herejes, sanadores, rabinos y pastores que habían humillado al purpurado. Para completar el milagro, solo faltaba la sangre.
Ángel Cossa había estado aquel día cubriendo para la radio la multitudinaria marcha. La religión no le despertaba el menor interés. Sí el curso vertiginoso de los hechos en esas horas. Sentía un considerable desprecio por los hombres con sotana. Hasta esos meses, lo que menos le había gustado del peronismo había sido su connivencia con la Iglesia. Por el relato de una de sus tías, sabía que el apellido Cossa se remontaba a un lejano Papa del siglo XV. Este prelado había sido en realidad lo que se conoce como un “antipapa”. Algo así como un Papa depuesto. Baldassarre Cossa, tal su nombre, era un pirata o condotiero del mar, caudillo de la isla de Ischia, ubicada frente a Nápoles, que había acumulado suficiente fuerza como para tomar por asalto el papado, que en aquellos años, requería más poder de la novedosa pólvora y de la vieja espada que de méritos sagrados. Tampoco se le exigía a los cardenales el celibato, por lo que Baldassarre prolongó su estirpe con un intenso apetito sexual mediterráneo. El probable antepasado de Tití había sido consagrado como Juan XXIII a principios del siglo XV. Luego fue derrocado por un emperador germano, que lo llevó preso. Tras el pago de un generoso rescate fue designado cardenal bajo la protección de un Médicis en Florencia, donde murió al poco tiempo, dejando una dudosa reputación, un nombre de Papa disponible y una bella tumba diseñada por Donatello en el Baptisterio de San Juan.
A Ángel le divertía la anécdota de Baldassarre y exageraba su lazo de sangre con el cardenal condotiero. En especial, le simpatizaban sus tropelías como pirata mediterráneo y Papa depuesto. Encajaban con su reivindicación de los poderes incorrectos y acentuaban su idea de una Iglesia que cobijaba curas como el de su barrio juvenil.
La casualidad hizo que no se encontrara con Celina, que participó de la marcha ese sábado. En cambio, sí se encontró ella con la médica de su madre. Celina solo era una simpatizante de la causa antiperonista; Nora, un cuadro comprometido con el Partido Comunista. Celina se sintió incómoda entre las proclamas cristianas que salían de los altavoces y las consignas menos sacras de los manifestantes.
—Lo importante es fortalecer el frente democrático contra la dictadura peronista —sintetizó Nora, a quien tampoco se la veía demasiado a gusto en la manifestación. Por su mente pasaron los relatos sobre pogromos y persecuciones de la Inquisición que le había contado en idish su abuela paterna.
Celina partió a su casa apenas terminada la misa y solo supo por la radio del episodio de la quema de la bandera. Recién lo escuchó el lunes siguiente, en la voz de Ángel, a quien solía seguir muchas mañanas por Radio El Mundo. Lo extrañaba, pero había decidido no verlo por un tiempo, o nunca más.
Ángel Cossa presenció las corridas que se produjeron en las cercanías del Congreso. Parecían más bien rencillas internas de la marcha, ya que la policía no había intervenido en ningún momento.
De lejos advirtió cómo un grupo intentaba entrar en el Palacio Legislativo. También vio el humo que se desprendía de un fuego, o lo que creyó una barricada, en el cruce de las avenidas Rivadavia y Callao.
Como el tráfico estaba cortado, decidió caminar por Callao rumbo a su departamento.
A la altura de Corrientes se encontró con el “Colorado” Almagro, una de esas figuras que enriquecían su colección de excéntricos personajes porteños.
—El bonapartismo de Perón hace agua, mi amigo. Son los límites del nacionalismo burgués —sentenció Almagro, observándolo, como era su costumbre, por encima de los anteojos, dejando ver su mirada tan punzante como sus comentarios de raro trotskista simpatizante del peronismo. Alternaba su militancia con colaboraciones bajo el seudónimo de Víctor Lorenzo en Democracia, periódico donde se le permitía reflexionar sobre política exterior, situación que lo preservaba de tener que opinar sobre Perón y su gobierno. Él mismo definía su apoyo como “crítico”, y sus opiniones entremezclaban ambos conceptos: era tan agudo en el apoyo como implacable en la crítica. Sostenía que el peronismo era la etapa nacional burguesa de una revolución que, para profundizarse, debía dar lugar a la plena conducción del proletariado con su propio partido. En tal sentido, su punto de vista era rigurosamente marxista-leninista. La diferencia con la izquierda tradicional residía no “en la crítica”, sino “en el apoyo” al peronismo. Para Almagro y algunos camaradas de lo que ellos mismos denominaban la “izquierda nacional”, el gobierno era merecedor de un activo respaldo, aunque descreían de que pudiera llevar a buen puerto la revolución nacional, producto de lo que definían sus “límites burgueses”. Como trotskistas, Almagro y los suyos (un puñado de intelectuales, estudiantes y dirigentes obreros) consideraban que el Partido Comunista había rendido sus banderas con la traición de Stalin a la Revolución de Octubre.
—La izquierda cipaya todo lo confunde. Trasladan las categorías sociales de los países capitalistas desarrollados a un país semicolonial como el nuestro. No saben distinguir la diferencia entre un burgués y un estanciero parasitario y rentista. No comprenden que, en la Argentina, un proyecto burgués autónomo y antiimperialista, con apoyo obrero, como el de Perón, es merecedor de nuestro respaldo, más allá de sus limitaciones.
Almagro lo invitó a tomar algo en lo que él solía llamar “lecherías” de la calle Corrientes, frecuentadas por “diletantes izquierdistas cipayos” y “fubistas”.
Al pasar por una “librería de viejo”, se detuvo:
—Espere un segundo, Ángel, ya vengo y tomamos el cafecito. Yo invito.
Al poco rato volvió con un libro reencuadernado con unas tapas negras sin título.
Ya en la lechería, Tití pidió una caña Legui y un café, y Almagro, un café con leche.
No tardó en abrir el volumen y, a modo de prólogo, explicó:
—Esto que le voy a leer es un aporte que me hizo el Astrólogo. Para él, es la prueba de que, en esta ciudad, la fecha del Corpus Christi trae cola.
—¿Qué Astrólogo? —indagó Tití.
—“El Astrólogo” de Roberto Arlt, el mismo de Los siete locos. Arlt tomó el personaje de la vida real, como suele ocurrir con otros tipos de sus ficciones. Lo mismo hizo con el “Rufián Melancólico”, a quien también conocí. Usted sabe que la literatura suele caminar entre la imaginación y la vida. Como le decía, cuando lo visité hace unos días, “El Astrólogo” leía en voz alta un capítulo de este libro. En realidad se lo leía a un anónimo interlocutor que lo escuchaba del otro lado del teléfono, mientras caminaba de una habitación a otra. Se preguntará cómo hacía para hablar, leer y caminar. Sucede que el hombre hace predicciones por teléfono, sin dar la cara a sus clientes, con uno de esos aparatos de baquelita negros que provee la Unión Telefónica, que ahora se llama Empresa Mixta Telefónica Argentina por decisión del gobierno, que expropió con mucha razón a esos rapaces imperialistas.
Almagro tenía la particularidad de derivar siempre sus anécdotas al plano político o al análisis histórico o a ambas cosas. A medida que lo hacía, su mirada se encendía aún más, y a Tití, algunas veces, le parecía que se volvía más pelirrojo.
—Me contaba lo del Astrólogo y sus predicciones telefónicas.
—Sí, claro, esto que le voy a contar le hubiera encantado al propio Arlt: para poder caminar por toda la casa, “El Astrólogo” dotó al teléfono de un interminable cable, que estira a medida que va y viene por las ruinosas habitaciones. Como le decía, hace unos días le leyó esto a quien, sospecho, era un alto funcionario del gobierno. Al principio me pareció uno de sus delirios. Usted se imaginará, soy materialista dialéctico, y ese hombre cree en el lenguaje de los astros. Me divierte frecuentarlo porque suele exponer algunas reflexiones interesantes, y a mí me atraen, como a Arlt, esos personajes en extinción.
Tití se guardó de decirle que a él le pasaba lo mismo con el propio “Colorado” Almagro y se dispuso a escuchar el párrafo revelado por “El Astrólogo” de Arlt.
—Escuche qué interesante, Ángel. Esto se escribió hace casi cuatro siglos.
Almagro leyó el texto con un tono de cierto dramatismo:
Después de que volvimos nuevamente a nuestro campamento, se repartió toda la gente: la que era para la guerra se empleó en la guerra y la que era para el trabajo se empleó en el trabajo. Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro capitán don Pedro de Mendoza y un muro de tierra en torno a la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. Este muro era como de tres pies de ancho, y lo que hoy se levantaba, mañana se venía de nuevo al suelo; además la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo que los caballos no podían utilizarse…
A esa altura del relato, Ángel Cossa se preguntó si no había cometido un error al aceptar el convite. Almagro leía con elocuencia y vibrante voz, al punto de atraer la atención de parte de los comensales del lugar. Tití pensaba: “¿Qué tendrá que ver la fundación de Buenos Aires con el ideario de León Trotsky?”.
Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros todo tuvo que ser comido…
A Ángel lo distrajo la imagen de un hombre gordo en una mesa cercana, que, atento a la escabrosa narración, no dejaba de mojar medialunas en su café con leche. “Cuando se le acaben, en una de esas sigue con los zapatos”, pensó.
Almagro siguió con la lectura:
Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se los prendió y se les dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los colgara en una horca. Así se cumplió y se los ahorcó. No bien se los había ajusticiado y se hizo la noche, y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron. También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había muerto.
Almagro levantó la vista y, mirando a Tití por encima de sus anteojos, leyó la última frase:
Esto ha sucedido en el año 1536, en el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires.
Terminada la lectura, cerró el libro.
—¿Y qué me dice? Esto lo escribió Ulrico Schmidl, un alemán que vino con Pedro de Mendoza en el primer intento, fallido por cierto, de fundar Buenos Aires.
Tití bebió de un sorbo su caña y se quedó pensando qué decir.
—Lo ve, Ángel, la historia es recurrente. O, como dice Marx en el 18 de Brumario, se da primero como tragedia y luego como farsa. Buenos Aires tuvo su primer Corpus Christi trágico, con canibalismo, incluso entre hermanos. Y el peronismo se enfrenta hoy a su encrucijada histórica, en una comedia de enredos en la que las sotanas se han transformado en la conducción del frente antinacional. Recién, en la misa opositora, acabo de ver a la cúpula completa del Partido Socialista de Juan B. Justo y a algunos dirigentes del Partido Comunista argentino. Seguramente don Vittorio Codovilla andaría cerca, recibiendo informes sobre el éxito de la misa.
(Almagro se refería al legendario dirigente italiano del Partido Comunista argentino. Ferviente defensor del encuadramiento de su partido en las directivas del Kremlin, había sido comisario político en la Guerra Civil Española y uno de los responsables de la aniquilación de la disidencia trotskista del Partido Obrero de Unificación Marxista, de Andreu Nin. Para Almagro, Codovilla era la representación misma de la perversión estalinista y del encuadramiento del PC argentino en el más recalcitrante antiperonismo.)
—La izquierda comunista hace tiempo que perdió el rumbo. Cuando se resfrían en Moscú, estornudan acá.
El comentario de Ángel, amén de ser una crítica demasiado remanida para el análisis “científico” de Almagro, acarició la sensibilidad de su corazón trotskista, y poniéndose aún más colorado, alegó:
—La izquierda cipaya, mi amigo, porque hay una izquierda nacional. Pero fíjese qué interesante cómo empieza el relato de Ulrico Schmidl:
Después de que volvimos nuevamente a nuestro campamento, se repartió toda la gente: la que era para la guerra se empleó en la guerra y la que era para el trabajo se empleó en el trabajo.
Almagro observaba a Tití como si hubiera develado el misterio de la vida.
—¿Qué tiene de extraño eso? Me parece bastante lógico.
—No digo que sea extraño. Es revelador. Describe la división social del trabajo en una sociedad de clases. Aquí, en esta frase, está la clave del fracaso de Pedro de Mendoza. Los indios que lo vencieron no se diferenciaban entre guerreros y cazadores. Era la sociedad del “buen salvaje”. Si los españoles hubieran peleado todos juntos, sin diferenciar a los caballeros de los villanos, hubiéramos tenido una única fundación, y Juan de Garay hubiera venido de visita y no a refundar Buenos Aires. Pero claro, Pedro de Mendoza era un caballero, como toda la lacra que condenó a España a un atraso que aún perdura. Jamás se le hubiera ocurrido al hidalgo Adelantado soltarle las amarras al bajo pueblo. Para él, valía más un caballo que tres miserables plebeyos; por eso los colgaron. Según lo que relata Ulrico, nadie colgó a los caníbales hispanos que se comieron a los condenados.
—Bueno, comerse a un hermano ya es bastante castigo, y por lo que sé a don Pedro lo derrotó la sífilis.
Tití recordó su propia “lúes” contraída en el Brasil, que había sido controlada con fuertes dosis de penicilina.
Almagro pareció no escucharlo. A esa altura de la conversación, estaba sumido en el hallazgo de una idea reveladora. Para él, Tití era solo el “sparring” de sus propios golpes de dialéctica, y con el relato de Ulrico Schmidl sobre la primera fundación de Buenos Aires, “El Astrólogo” había disparado una de sus originalísimas elucubraciones.
—¡Es extraordinario! —exclamó llamando nuevamente la atención de los comensales. De inmediato bajó la voz en un arranque de prudencia—: ¿Se da cuenta, Ángel? Perón enfrenta hoy el mismo dilema que don Pedro de Mendoza. Si se vale solo de los hombres de armas para la lucha contra sus enemigos, la revolución está perdida. Si, en cambio, arma y moviliza a los trabajadores, podría vencer a las fuerzas de la oligarquía. Y mi opinión es que no lo va a hacer. Es un militar y su proyecto arrastra el límite de su pertenencia. Si Perón liberara completamente “las furias” del poder popular, podría ganar, claro que sí.
Almagro se quedó pensando en su propia reflexión, y Ángel Cossa aprovechó el silencio para afirmar:
—Yo creo que lo va a hacer, y es probable que, de seguir así las cosas, tengamos otro 17 de octubre. Acuérdese del año ’45, Almagro. Parecía que todo estaba perdido. Hasta le escribió una carta a Eva desde Martín García diciéndole que, si zafaba de la prisión, se quería ir a vivir a la Patagonia a trabajar de granjero. Y mire después… La tenía armada. Se vino todo el pueblo para la Plaza de Mayo y cambió la historia.
—Ya le dije: primero una tragedia y luego una farsa. No hay repetición posible para un 17 de octubre como aquel, salvo que sea de un carácter más profundo y revolucionario, o sea, socialista.
—Me alcanza con que sea justicialista.
—El justicialismo es el nombre que encontró Perón para unir fuerzas sociales dispares con intereses comunes en un tramo de la Historia. Hoy esos intereses están quebrados. En la marcha de Corpus Christi, no solo había viejos carcamanes cipayos. También estaban amplios sectores de las clases medias que, en el ’45, acompañaron a Perón. Ese frente está roto. A Perón solo le queda la clase trabajadora.
—Y el Ejército.
—El Ejército ha sido un factor central en la revolución nacional y lo seguirá siendo. Pero si bien fue favorable hasta hoy, ¿quién sabe si mañana no lo será en contra? Y el dilema de Perón, que también es militar, el mejor de todos —subrayó golpeando el librito de Ulrico Schmidl—, es si se va a arriesgar a que las fuerzas desatadas de la revolución se lo devoren a él también con Ejército incluido.
Almagro apuntó con su dedo a Ángel mientras le preguntaba:
—¿Sabe por qué triunfó la Revolución rusa? Porque no la condujeron los oficiales del Ejército, sino el partido de los trabajadores, su vanguardia consciente. Y porque al frente del Ejército rojo hubo un hombre como León Davidovich Bronstein, Trotsky, que no vaciló en aniquilar a los marinos del Kronstadt, en aras de la revolución. ¿Usted qué hubiera hecho, Ángel? ¿Hubiera disparado los cañones del pueblo sobre las aguas heladas del Báltico para que se hundieran en ella cientos de marinos disidentes con la conducción bolchevique?
Almagro no esperó la respuesta. Llamó al mozo y pagó los cafés, como había prometido. No así la caña Legui, cuya cuenta le quedó a Tití junto con la sensación confusa de haber estado también con un astrólogo, trotskista y socialista científico. Una verdadera joya en su colección de excéntricas personalidades. Lamentó no tener un atlas a mano para consultar dónde quedaba ese mentado Kronstadt del Báltico.