EL DUELISTA

Con los datos aportados por Ángel “Tití” Cossa, el cabo destituido Asencio había logrado ubicar al exdiputado Rodolfo Wacker. Después de varias llamadas telefónicas, el abogado aceptó encontrarse con él. Por teléfono, Asencio le había anticipado sus razones.

Acordaron una cita en la Confitería Ideal, ubicada en Suipacha y Corrientes, por sugerencia de Wacker, que tenía su estudio en la zona.

Asencio esperaba en el lugar que solía ser ambientado con los acordes del pianista Osvaldo Norton. El músico no trabajaba de mañana, pero un combinado tocaba un popurrí de melodías de moda, como fox-trot, valses y algún bolero de Pedro Vargas, brindando el clima propicio para que las clientas de las tiendas de pieles de la zona tomaran el aperitivo. Eran las once, y Asencio optó por un mate cocido con leche y unas medialunas de grasa. El mozo lo miró con algo de desprecio, lo que dejaba en evidencia que la confitería no era un lugar adecuado para clientes como él.

Asencio tenía otras preocupaciones. Temprano, había llamado con insistencia a su informante, el cabo Gómez, sin resultado. Había dado algunas vueltas cerca del Ministerio de Marina, donde detectó movimientos inusuales. Por la parte trasera del edificio, vio cómo estaba reforzada la guardia habitual. No parecía un ejercicio de rutina. Pero tampoco eran los preparativos de un golpe.

Inquieto, merodeó la Casa de Gobierno, donde todo parecía normal. Era un día gris, lluvioso y frío. “Una mañana de perros”, pensó, que le recordaba sus jornadas de marinero en el mar del sur argentino.

De la Plaza de Mayo caminó hasta la Ideal. Reflexionaba sobre los antecedentes de su futuro interlocutor.

Rodolfo Wacker había sido un diputado muy joven del primer peronismo, el del ’46, en tiempos en que el movimiento aún no se llamaba así. Había sido colaborador directo del brazo derecho de Perón, el coronel Mercante, acompañándolo como asesor en la Secretaría de Trabajo, redactando leyes y organizando gremios que sentarían las bases de la política social. En 1946 Mercante había sido nombrado gobernador de la Provincia de Buenos Aires y desde allí había desplegado una obra en consonancia con los planes de su camarada y jefe. Luego del 17 de octubre, y frente a las precipitadas elecciones del verano del ’46, Wacker había ayudado a crear el Partido Laborista en tiempo récord, para dar sustento institucional a un candidato sin partido. Luego de formar el laborismo argentino, el joven abogado había sido elegido diputado y, con solo 26 años, habría de encabezar el bloque oficialista. También sabía Asencio que había dirigido el diario Democracia, fundado por Evita para sostener el gobierno y compensar la hostilidad de la prensa opositora, mayoritaria en los kioscos y voceos de los canillitas porteños.

Desde el periódico, había defendido en marzo de 1948 el honor de Eva, cuando un militar retirado la había acusado poco menos que de “mujer de mala vida”. Wacker no la dejó pasar. Hizo sus averiguaciones: alguien le susurró que el militar en cuestión tenía una esposa infiel.

Se non è vero, è ben trovato —se convenció y procedió a titular un ejemplar de Democracia con letras en escala de catástrofe: “ANTES DE DIFAMAR EL HONOR DE LA PRIMERA DAMA, EL CORONEL FERNÁNDEZ DEBERÍA ATENDER LAS PROTUBERANCIAS QUE LUCE EN SU FRENTE”.

La nota publicada daba profusa información sobre la vida privada del militar y su esposa.

La respuesta no se hizo esperar. Al día siguiente llegaron hasta la oficina de Wacker dos enviados del coronel. Eran dos famosos diputados radicales, correligionarios del hombre mancillado. Wacker los conocía muy bien: el general Pomar era un viejo militar que había sido edecán de Hipólito Yrigoyen y protagonista de una revolución en 1931 contra el gobierno golpista de José Félix Uriburu, y el doctor Luis Dellepiane, un destacado militante del mismo signo, excompañero de Jauretche en el grupo FORJA, que a la inversa de este, había devenido en opositor al gobierno. Le exigieron al joven abogado una retractación por el titular, es decir, debía batirse a duelo con el coronel cornudo, “de acuerdo con las estrictas reglas del honor”.

—Tendrán que comprenderme, señores. Me es imposible aceptar un duelo con el coronel Fernández —alegó Wacker.

Los padrinos se sorprendieron, sospechando cobardía por parte del diputado.

—Las reglas del honor establecen claramente que un hombre que no logra controlar la conducta de su mujer no es un caballero. No podría batirme con él —completó el retado.

La dupla se miró y, de inmediato, el general Pomar lo intimó:

—Entonces deberá batirse con nosotros.

—No tengo inconveniente, señores. Ustedes dispondrán la forma y el día —respondió el joven abogado.

Fue así como pocos días después, Wacker se batió a duelo de pistola con los padrinos del coronel Fernández, en una inusual jornada de doble cita con la muerte.

Con el general Pomar se enfrentó por la mañana y con el exforjista Dellepiane por la tarde.

Sobrevivió a ambos duelos y marcó uno de los más extraños récords en las reglas del honor, algo pasadas de moda para la época.

El duelista Wacker llegó a la confitería y enseguida ubicó al destinatario de su cita. Allí estaba, frente al cabo Asencio, siete años después, sano y salvo.

Por supuesto que Asencio compartía la aseveración de Ángel “Tití” Cossa:

—Ese tipo tiene los cojones grandes como una casa.

Wacker se sentó a la mesa y pidió un café cortado y un vaso de soda.

Asencio lo semblanteó: era un hombre grueso, de atildada presencia, joven y con modales que parecían corresponder a alguien de otra época. En su rostro destacaban sus ojos celestes clarísimos, a tono con el apellido alemán.

El abogado saludó al cabo y rápidamente fue al tema que los convocaba.

—Así que usted es el marino que alborotó en el acto del viaducto de Sarandí. Me acuerdo perfectamente. Hasta Perón escuchó sus gritos.

—Sin embargo, no me hizo mucho caso. Le habrá contado Ángel Cossa.

—Yo estaba ese día, era parte de la comitiva.

—¿Tampoco me creyó?

—¿Qué querían derrocar a Perón? ¿Y traicionarlo? ¡Vaya novedad, che! Hay verdades que, de tan obvias, no son dignas de consideración.

Asencio se quedó pensando si no residía en ello la clave de su persistente fracaso.

—No me diga, mi amigo, que pidió verme para decirme lo mismo que gritó aquella mañana en Sarandí.

Wacker hablaba con ese tono entre formal y de cajetilla, propio de muchos abogados.

—Sí, pero con una diferencia. Va a ocurrir muy pronto. En una de esas, mañana mismo.

Asencio devoró con ansiedad una de las medialunas.

—Mire, cabo, yo ya no soy diputado ni dirijo el diario Democracia. Así que a mal puerto va por leña. Tengo muchas otras cosas importantes que hacer, aparte de lidiar con conspiraciones.

—¿Usted es peronista, doctor?

—Lo soy. Desde antes de que existiera el peronismo.

—Entonces, como peronista, tiene la obligación de ayudarme. Me consta que la conspiración para matar a Perón tiene su guarida en el Ministerio de Marina.

—¿Qué pruebas tiene?

—Tengo informantes. Viejos camaradas, suboficiales como yo que me tienen al tanto de todo —exageró pensando en el cabo Gómez.

—Rumores.

—Nombres —dijo y le estiró la lista con los civiles que visitaban el Ministerio con asiduidad.

Wacker tomó el papel y leyó los apellidos.

—¿Los conoce? —preguntó con impaciencia Asencio.

—A algunos. Los habituales “contreras” de la oposición.

—Son la prueba que le decía. Están entrando y saliendo todos los días del Ministerio de Marina. Lo que confirma mis temores.

—¿Y qué quiere que haga?

—Cossa me dijo que usted es un hombre con contactos. Dirigió Democracia y tuvo los cojones que hay que tener para defender el honor de Evita. Lo felicito. Yo hubiera hecho lo mismo —sostuvo, aunque íntimamente pensaba que hubiera tenido mejor puntería que Wacker para abatir a esos “contreras de mierda”.

El abogado no pudo evitar recordar el disparo del primer duelo, la duda de saber si el tiro le había dado y luego el alivio, que le duró muy poco, porque cinco horas después debía desafiar nuevamente a la muerte. Se preguntó si volvería a hacerlo. Evita estaba muerta y el peronismo no era el mismo.

—Avísele al General. Hay que redoblar la vigilancia. Rodearlo y cuidarlo de esos…, perdóneme la expresión, doctor, de esos hijos de puta.

Wacker se quedó en silencio. Percibió que el cabo tenía de él referencias incompletas. Era un peronista de la primera hora e incluso de “media hora antes”. Su cercanía con el Presidente había quedado atrás después de la caída en desgracia del gobernador Mercante y de la partida de Evita, a la que había acompañado con fidelidad en la Fundación que llevaba su nombre.

Ahora era un abogado de cierto prestigio y con buenos contactos políticos. Continuaba siendo peronista, aun cuando pensaba que los enemigos de Perón anidaban especialmente en su entorno.

“Al general hay que cuidarlo, sí, pero de la pléyade de alcahuetes, chupamedias y traidores que lo rodean desde que dejó de lado a los verdaderos leales. A los que formamos el movimiento y le dimos fuerza al primer gobierno. Hoy no queda mucho de esos primeros años. Yo me refugié en mi estudio de abogado porque, para ser parte de este gobierno, hay que tener una bisagra en la espalda”, pensó sin decírselo al cabo en un acto de piadoso mutismo.

“¿Para qué amargar a este pobre hombre, más propenso a las devociones simples e incondicionales que a las lides de la política real de un gobierno rebosante de aspirantes a traidores? Pobre hombre, está medio loco”, concluyó para sí.

—Bueno, déjeme la lista. Yo veré qué puedo hacer —mintió y, estirando la mano, dio por terminado el encuentro.

Asencio la apretó fuerte con la suya, curtida en nudos marineros, y sin soltarlo le dijo:

—Una cosa más, doctor. ¿Usted no podrá averiguar cuál de estos cosos es el más importante? Porque de ese modo, yo y algunos compañeros podríamos vigilarlos y ver qué milicos los visitan. ¿Me entiende? Así tendríamos a los peces gordos de la Marina que conspiran.

“El tipo está realmente desequilibrado”, pensó Wacker leyendo la lista.

Entre los nombres escritos en el arrugado papel, descubrió uno, el de Raúl Lamuraglia. Recordó tenerlo marcado cuando dirigía la Comisión Investigadora de Actividades Antiargentinas, especie de bicameral parlamentaria, que había nacido con la pretenciosa misión de defender la democracia de los riesgos que la amenazaban, una versión criolla y lavada del método que el senador McCarthy había instalado en los Estados Unidos. La comisión había prohibido algunos libros de escritores marxistas y armado profusas listas de opositores de todos los signos. Recordaba a ese Lamuraglia, había sido uno de los más activos “contreras” y uno de los financistas más generosos de la Unión Democrática.

Para apurar la despedida y sacarse de encima a ese loco, le prometió darle alguna dirección. ¿Qué perdía con ello?

Asencio no se quedó mucho más en la Ideal. Le molestaba ese ambiente y, en especial, la música. Era de los llamados “veinte y veinte”, por gastar veinte centavos en una porción de pizza y otros veinte en la “rockola” para escuchar un disco de Antonio Tormo, el folklorista conocido como “el cantor de los cabecitas negras”.

—Acá ni en pedo te van a pasar “El rancho ’e la cambicha”, ¿no? —le dijo al mozo, que volvió a mirarlo con desprecio, y sin dejar propina, pagó la cuenta, incluyendo el café del doctor Wacker, y se fue. Calculó que por la misma plata hubiera comido un puchero de los buenos en su barrio.

El bombardeo
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