EL COMENDADOR
En el Ministerio de Marina, el vicealmirante Gargiulo se despidió del teniente Mayorga, enlace con el ministro Olivieri. No pudo evitar pensar en la imagen del enfermo Olivieri, tapado por sábanas de internado, a modo de inusual camuflaje. Mayorga tenía a su cargo la misión de controlar cualquier vacilación del ministro, al que los rebeldes consideraban de dudosa fidelidad, atendiendo a sus antecedentes de “leal funcionario peronista”.
Compartía la responsabilidad con los jóvenes oficiales Oscar Montes y Emilio Massera. Ambos se turnaban en el Hospital Naval, en su doble tarea de custodios y vigilantes de Olivieri. El teniente Massera, por su parte, venía participando activamente en la conspiración, actuando como representante y agitador en las bases navales de Trelew y Puerto Belgrano, con la ventaja que le otorgaba ser asistente ministerial.
Gargiulo miró por la ventana y vio la envidiable mole del Ministerio de Ejército. También, la del viejo y familiar edificio de la Casa de Gobierno.
Un escalofrío recorrió su cuerpo como un mal pálpito. Allí enfrente no había soldados extranjeros. Y en la Rosada, era sabido, residía un destacamento de granaderos a caballo.
¿Cómo reaccionarían esas tropas frente al ataque de la Infantería de Marina? Sus oficiales eran hombres seleccionados criteriosamente por el comando de Ejército, juramentados en el cumplimiento del mandato por el cual habían sido designados a principios del siglo: “Escolta presidencial de la República Argentina”.
Sería fundamental el trabajo de los aviones navales para neutralizarlos.
—Matarlos —se dijo.
¿Qué pasaría luego? Gargiulo era un marino y un soldado, pero su vocación se había disparado por un inusual amor a los explosivos, en especial a la artillería. La guerra había sido una remota posibilidad casi siempre determinada por la hipótesis de un conflicto con los chilenos. Esa era la principal preparación de un jefe naval. Planificar una estrategia adecuada para enfrentar a la flota del país trasandino, hermana en la tradición y la admiración por la marina británica. La segunda hipótesis se había tornado en una quimera: la recuperación de las Islas Malvinas.
Esa madrugada, el objetivo no estaba ni en el Beagle ni en las Malvinas, sino en ese edificio rosado, que, a menos de trescientos metros, albergaba al hombre más odiado. Unos doscientos metros más al sur, estaba la incógnita del Ministerio de Ejército.
Para la operación prevista, no necesitaban maquetas. Bastaba con mirar desde las ventanas para distinguir el espacio donde tendría lugar la batalla, si así podía llamársela: un triángulo con vértices en los edificios de los dos ministerios y la Casa de Gobierno. En el medio, la “tierra de nadie”, conformada por una amplia playa de estacionamiento rematada por las instalaciones del Automóvil Club Argentino y su estación de servicio. Más hacia el sur, la Plaza Colón. En el flanco del Ministerio de Marina, el imponente edificio del Correo Central.
Habiendo precipitado la fecha del golpe, no habían tenido tiempo de planificar algunos detalles esenciales para una operación semejante. Por ejemplo: ¿Qué ocurriría si la ofensiva no daba resultados inmediatos y eran atacados con artillería? ¿O si fuerzas leales les disparaban desde el Correo Central? ¿Qué podría suceder si los combates hacían estallar los depósitos de combustible del Automóvil Club?
¿Qué pasaría con la población civil y los vehículos de transporte que a diario circulaban por la zona?
Y la peor pregunta de todas: ¿Qué hacer si fracasaba la asonada?
El núcleo de las operaciones excluía en la primera etapa la flota de mar, cuya adhesión era tan dudosa como ineficaz, al menos que los grandes buques se sumaran al operativo y lanzaran sus cañones contra el corazón mismo de la ciudad y, en ese caso, el Ministerio de Marina no sería un lugar seguro.
A diferencia de Toranzo Calderón y de Noriega, Gargiulo tenía demasiado tiempo para pensar y, al hacerlo, caía en una creciente desazón.
Miró la foto de su mujer y de su hijo sobre el escritorio de su despacho y revisó por décima vez el cargador de su arma. Amaba los grandes “caños”, como le gustaba llamar a las piezas de dieciséis pulgadas de los cruceros navales, o los cañones cada vez más en desuso de las defensas costeras.
Hacía más de veinticinco años que el entonces teniente había deslumbrado a sus superiores con la redacción del proyecto de “Reglamento de tiro para baterías de costa”.
“Tiene mucho ascendiente entre sus subordinados”, había quedado escrito en su foja de servicios de 1938.
Gargiulo sabía muy bien que esos papeles sobre tiro y puntería naval eran tan descartables como la tecnología militar. Pocos años después, otros superiores pondrían en duda sus méritos de conducción: “Estimo que como conductor será un poco indeciso para actuar sobre una línea de conducta o propósito”.
¿Cuál de los dos diagnósticos se impondría en las horas por venir?
La decadencia de su especialidad lo había transformado paulatinamente en un burócrata y su paso por la embajada argentina en los Estados Unidos le había dado las satisfacciones que negadas como oficial naval de una fuerza sin batallas.
Eran tiempos en que la admiración por la armada del almirante Nelson se desplazaba hacia la fuerza que había iniciado su gloria con el legendario escocés John Paul Jones, considerado el padre de la marina norteamericana. Enfrentado en 1779, en inferioridad de condiciones, a los invencibles ingleses e intimado a rendirse, el testarudo scottish respondió: “Aún no he empezado a pelear”, desde un barco que tenía la arboladura destrozada. La frase de Jones había revivido luego del episodio de Pearl Harbor, con la marina de los Estados Unidos ejerciendo el nuevo rol de gendarme naval de Occidente.
Como muchos oficiales de su generación, Gargiulo pertenecía a una fuerza pensada como subsidiaria de otra mayor, imperial y todopoderosa. No sentían vergüenza por ello, sino más bien una servil veneración.
Los héroes navales de la Independencia sudamericana eran también diestros y valientes marinos llegados del Imperio británico. Tal el caso del inglés Cochrane, el maltés Azopardo o el mítico irlandés William Brown, progenitor de la marina local.
El relato oficial de la academia naval había resuelto saltear la “nimiedad” de sus causas, poniendo en el pináculo de todos ellos al almirante Nelson, vencedor de Napoleón en Trafalgar.
Hippolyte Bouchard era la excepción francesa y jacobina. El marino había enarbolado los colores azul y blanco de las Provincias Unidas en dispares puertos del Pacífico, dejando su estela de corsario grabada en banderas como las de El Salvador, Guatemala y Honduras. Había izado, además, la enseña creada por Belgrano en la ciudad de Monterrey, de la entonces California española.
La Armada argentina padecía una suerte de insularidad identitaria y no comprendió la tendencia nacionalista de los oficiales del Ejército que habían impuesto su hegemonía militar a partir del golpe de 1943. Menos aún le agradó la entrada en escena de Perón, con sus preocupaciones sociales y sus proclamas antiimperialistas. Nacionalismo, vaya y pase, ¿pero con basamento popular? ¡Todo un escándalo!
—¡Qué disparate desafiar a las fuerzas que habían derrotado a Alemania y a la poderosa armada imperial japonesa! —pensaban.
Les parecía una insensata propuesta. Una demagogia que solo servía para perder influencia en el reparto de prebendas y rezagos que cada tanto equipaba las fuerzas navales sudamericanas. En relación con la estadounidense, la Marina argentina era un pariente pobre, que recibía la “ropa usada” de sus primos acaudalados. Compensaba su ánimo con una suerte de hidalguía prestada por las glorias del león imperial en decadencia.
Gargiulo estaba instalado en el centro mismo de esa maquinaria de dependencia prebendaria. Él se había destacado como ayudante del agregado naval en los Estados Unidos a partir de 1947. Había tenido el privilegio de participar en ejercicios aeronavales de la Sexta Flota. Con sus poderosos acorazados, cruceros, destructores y portaaviones. Estos, equipados con los nuevos jets que rompían la barrera del sonido e incluso con modernos cohetes que prometían reemplazar los cañones en la guerra naval. Sin duda, el mar del planeta tenía un nuevo dueño, con esa magnífica fuerza invencible, de la que solo se podía ser respetuosa escolta.
Su trabajo en Washington había sido llevado adelante con esa certeza inamovible de continuar siendo, más allá del cambio histórico, “cola de león”.
Había tratado con empeño de ganar la confianza de sus pares de Norteamérica. Su buen manejo del inglés le había permitido desplegar su explícita lealtad al flamante poseedor de los mares y “the freedom’s cause”.
Adaptado a los tiempos, había bregado por promover las adquisiciones de armas en los arsenales yanquis. Y había sobreactuado sus nuevas convicciones para compensar ciertos prejuicios del mando del Norte para con una marina como la argentina, famosa por su anglofilia. En reuniones, ejercicios militares y vernissages, aprendió de las sutiles desconfianzas entre las dos potencias anglosajonas. A su modo, algo semejante a lo que había descubierto no hacía tanto el presidente Perón. Los Estados Unidos eran del lado occidental los únicos ganadores de la guerra. Lejos estaban las deslumbrantes glorias de la Armada Real que había hundido al Bismarck o acorralado al Graf Spee en el estuario del Plata, frente a la vista deslumbrada de los marinos criollos. Los combates de la Royal Navy habían sido escaramuzas comparados con las descomunales batallas del Pacífico: Pearl Harbor, Guadalcanal, del mar de Coral, Midway. Allí había nacido una nueva manera de hacer la guerra y, con esa convicción, Gargiulo había construido su ardiente preferencia por la calidad de los materiales navales norteamericanos.
Particular reflejo de su trayectoria eran los reconocimientos obtenidos en el extranjero: en 1954 recibió de parte del gobierno de los Estados Unidos la Condecoración Legión del Mérito en Grado de Comendador. Las consideraciones abundaban en frases de rigor sobre la amistad panamericana y su responsable dedicación al deber como marino.
Gargiulo sabía que el éxito logrado en Washington tenía un nombre o, para ser más precisos, dos: USS Phoenix y USS Boise. Cruceros livianos adquiridos a la marina de ese país durante su misión. El Phoenix, tal el nombre original del crucero clase 38 que había comprado la Armada argentina en 1951, fue rebautizado crucero ARA 17 de Octubre. El Boise recibió el nombre 9 de Julio.
Gargiulo había sido uno de los gestores de la compra de esas naves legendarias. En particular, el Phoenix, por haber sido uno de los pocos grandes navíos sobrevivientes al ataque japonés a Pearl Harbor. Honrando su nombre había surgido, como el ave mitológica, de las cenizas de la gran base del Pacífico, anticipando el otro gran resurgimiento que tendría en esas aguas inabarcables hasta entonces la bandera del buque.
Había servido durante toda la guerra y sobrevivido a zeros, torpedos y kamikazes japoneses, en frentes tan dispares como Australia o las islas Molucas.
Gargiulo había admirado las enormes bocas de sus cañones e imaginado sus disparos sobre la flota nipona. Sabía que esa nave no era de las más modernas, pero su gloria honraría a la flota argentina, en su rol subsidiario de acompañar a la norteamericana en sus pujas de la guerra no declarada con la Unión Soviética.
Con gran dedicación, había enviado todos los informes necesarios para avalar una compra establecida en poco más de siete millones de dólares.
Gargiulo sabía que ese crucero botado en 1938 poco tenía que ver con los nuevos navíos que había conocido en su paso por el servicio exterior. El comando naval argentino precisaba barcos que establecieran al menos una paridad con las flotas “hermanas” de Chile, equipada por los ingleses, y la de Brasil, recompensada por los Estados Unidos por su participación directa en el duro frente italiano durante la guerra.
El marino consideraba la compra un logro personal; no ocurría lo mismo con el nuevo nombre, 17 de Octubre, elegido para el crucero Phoenix. La fecha había sido instituida como el “Día de la Lealtad” en el santoral peronista, para honrar la histórica movilización obrera que había rescatado a Perón, precisamente de manos de la Marina. Su captor de entonces, el almirante Vernengo Lima, había propuesto que la flota de mar bombardeara la Plaza de Mayo y adyacencias con el objetivo de eliminar de cuajo el ultraje de esos desarrapados a la Capital argentina.
Era frecuente en la oficialidad naval recordar la oportunidad perdida de un bombardeo contundente sobre la multitud, que “hubiera evitado a la Patria los excesos del régimen”, como gustaba llamar la oposición al gobierno de Perón.
Gargiulo había sugerido la posibilidad de bautizar al crucero con el nombre de ARA General Belgrano, y la idea había circulado con éxito, hasta llegar a los mandos navales presididos por el almirante Teisaire, quien no dudó en imponer la fecha peronista para rebautizar el buque.
Pero más allá de ese traspié, Benjamín Benedicto Gargiulo llevaba con orgullo la legión de comendador. “Un Gargiulo comendador”, se decía, pensando en lo que hubiera expresado su padre, el inmigrante italiano don Alfonso.
Muy atrás habían quedado las rimas burlonas de esos cadetes de apellidos ingleses, franceses o vascos, como su superior en Puerto Belgrano, el contraalmirante Etchichury, que lo había denigrado como comandante de artillería de costas: “Tendencia de este jefe a hacer primar sus propias convicciones en el cumplimiento de algunas órdenes de sus superiores. El teniente general Gargiulo tiene un concepto algo exagerado de sus atribuciones”.
Esa “mácula” había sido puesta por Etchichury en su foja de servicios de 1944.
Once años después, en la madrugada del 16 de junio de 1955, el vicealmirante de Infantería de Marina, experto en artillería y sin ninguna batería bajo su mando, con la seguridad de un “comendador”, aceptaba con algo de resignación ir tras su destino de gloria o de fracaso.