LOS GALLOS DE MORÓN

Cerca del mediodía, la Base de Morón, asiento de la poderosa Séptima Brigada Aérea, se encontraba en estado de máxima alerta.

Eran las 11.40 de la mañana. Apremiado por las llamadas del comandante en jefe de la fuerza, brigadier Juan Fabri, el comandante en jefe de la base, Carlos Alberto Soto, decidió salir con un Gloster a evaluar las condiciones climáticas y el plafond para concretar el desfile sobre la Catedral.

En vuelo, recibió por radio la orden de retornar con urgencia. Ya en tierra se enteró de que estaba en marcha el plan de conmoción interior: se había detectado la incipiente conspiración.

Los aviones formados en la pista para el desfile fueron dispersados ante la eventualidad de un ataque aéreo.

Se movilizó a la tropa y se ubicaron armas antiaéreas en las cabeceras de las pistas.

En la emergencia, rodeaban a Soto los principales jefes de la base y, entre ellos, el jefe de las tropas terrestres, mayor De la Vega. Soto ignoraba que, en el corazón de su Estado Mayor, daba instrucciones a quien se preparaba para arrebatar el mando del lugar.

Con el capitán de la marina Cáceres, enlace entre De la Vega y Toranzo Calderón, habían acordado dar el zarpazo cuando aviones de la fuerza aeronaval sobrevolaran la Base de Morón. Pero no había noticias de Cáceres ni de la jefatura rebelde. De la Vega ignoraba la desazón que cundía en la cúpula naval insurrecta por el retraso del ataque y asentía nervioso ante las instrucciones que le daba el brigadier Soto. Su preocupación fue aún mayor cuando vio llegar al brigadier Mario Emilio Daneri, quien, por instrucciones del ministro San Martín, venía a hacerse cargo del Comando Aéreo de Defensa.

De inmediato Daneri dispuso la partida de algunos aviones Gloster Meteor en acción preventiva.

Una llamada del Comando de Aeronáutica informó que Ezeiza había sido capturado por fuerzas navales rebeldes. Uno de los jefes de Morón, el vicecomodoro Carlos Alberto Sister, decidió tripular personalmente un Gloster para hostilizar a los sublevados. Sister era tal vez el piloto más experimentado con ese tipo de “avión a chorro”, como se los llamaba. Había encabezado la misión de compra de las máquinas y capacitación en Gran Bretaña. Pidió autorización a la torre de control y decoló rumbo al aeropuerto internacional más moderno de Sudamérica.

No todos los Gloster estaban en condiciones de salir en vuelos de combate. Además, a diferencia de Sister, algunos pilotos se mostraron poco dispuestos para reprimir una rebelión con la que simpatizaban. Daneri lo ignoraba, pero aviadores como los capitanes Mones Ruiz, Arrechea o Carús eran parte de la conspiración. Solo esperaban la acción del comandante Agustín de la Vega, jefe aeronáutico de la rebelión, que debía entrar con otros oficiales armados y tomar la base.

De la Vega suponía que el ataque aéreo a la Casa de Gobierno se había frustrado por el mal tiempo y la defección de las grandes unidades. Horas antes, se había reunido en un bar cercano con el capitán de marina Julio César Cáceres. Allí le había manifestado su temor de que un alzamiento en Morón derivara en un enfrentamiento sangriento entre camaradas. Cáceres lo había tranquilizado:

—Esto no da para más, estamos haciendo patria y actuando como verdaderos cristianos, De la Vega. No bien vea algún avión naval sobrevolando Morón, proceda con el plan, ya que ese vuelo es la señal convenida con la Armada, ¿me entiende? Insisto en que actúe con firmeza, y la victoria será nuestra. Yo voy a ingresar en la base para reforzarlo. Cuanto antes definamos el asunto, menos sangre correrá entre camaradas.

En el comando, el brigadier Daneri se enteró del ataque aeronaval contra la Casa de Gobierno. Rápidamente logró alistar dos escuadrillas de Gloster.

Primero salieron tres jets comandados por los tenientes Roseto, García y Oleizza. Unos minutos después, despegó con su unidad el teniente Ernesto Adradas.

Daneri y Soto observaron decolar al último Gloster. Sobresalían sus dos poderosos motores Rolls Royce, grandes y desproporcionados en sus pequeñas alas.

Una segunda escuadrilla partió al mando del capitán Jorge Mones Ruiz rumbo al centro de la Capital. Poco antes, Daneri había arengado a los pilotos:

—Vamos a cumplir con nuestro deber y demostrar nuestra capacidad de combate. Nuestra misión es defender la Constitución y las autoridades. ¡Espero que estén a la altura de las circunstancias!

El capitán Carús escuchó con desprecio a quien ya no consideraba su superior. Al igual que el resto de los pilotos dispuestos a sublevarse, se sentía atrapado en el dilema de cómo actuar ante la orden recibida. Si se negaba, dejaría al descubierto su condición, sería detenido y no habría revancha.

Ya en vuelo, Mones Ruiz, que comandaba la segunda escuadra, había resuelto ese dilema: no cumpliría las órdenes que recibía.

—Morón torre de control, la orden del comando en jefe es derribar a todo avión que sobrevuele el área correspondiente a la Capital Federal.

Con una seña a otro piloto, Mones Ruiz indicó que no respondiera la transmisión. De ese modo, fingieron una falla en las comunicaciones adjudicable a la tormenta.

Rumbearon hacia la zona de Aeroparque y volaron en inofensivos círculos esperando que los hechos se precipitaran.

En esos momentos los aviadores miraron hacia el cielo atraídos por el ruido de un avión a pistón. Era un North American de la Marina. Se había acordado que el vuelo de una de esas naves sería la señal para que De la Vega y el marino Cáceres dieran inicio a la captura de Morón.

Acompañado por el comodoro retirado Jorge Rojas Silveyra, Cáceres había llegado hasta la entrada de la guarnición, donde comunicaron que venían a defender al gobierno y la Constitución. El verdadero plan era que Rojas Silveyra tomara el mando de la base.

No obstante, a ambos les impidieron el ingreso. La guardia de soldados y suboficiales era como peón de un juego ajeno. Si bien estaban bajo el mando de De la Vega, este aún no había manifestado su rebeldía. Confundidos, Cáceres y Rojas Silveyra optaron por irse a Buenos Aires, seguros del fracaso de la rebelión.

El vuelo del avión naval sobre el cielo de Morón había desencadenado los hechos.

El comandante Agustín de la Vega decidió no esperar a su enlace naval: irrumpió en el comando con la tropa terrestre a su cargo equipada con armas largas. Se sumaron a la acción los aviadores Carús, Arrechea, Imadevilla y Ozaita, que conducían otro grupo de soldados bien armados. El operativo fue tan audaz como rápido. En pocos minutos redujeron a los leales y llegaron hasta la comandancia, apresando a los comodoros Soto y Daneri, jefes de la base. También desarmaron y detuvieron a un nutrido grupo de suboficiales. Otros, en especial los mecánicos, fueron obligados a punta de pistola a colaborar con la preparación de las aeronaves.

—¿Qué hace, De la Vega? No sea insensato. Está manchando la reputación de la Fuerza y arruinando su carrera —le reprochó Daneri.

Por toda respuesta, el jefe sublevado ordenó la detención de sus superiores.

Encomendó al primer teniente Juan Álvarez que se ocupara de la tropa reducida. El hombre se paró frente a los detenidos y los arengó:

—Una revolución está en marcha y la base está a cargo del comandante De la Vega. Acá no hay medias tintas: o se es revolucionario o se está con el gobierno que vamos a derrocar. Los que estén con la revolución, es decir, con la Patria, un paso al frente.

Ningún suboficial dio el paso propuesto. Álvarez ordenó a sus soldados que encerraran a los leales en un hangar.

La primera etapa de la sublevación de la principal base de la Fuerza Aérea estaba cumplida. La siguiente sería sencilla, teniendo en cuenta que pocas veces los escuadrones de caza integrados por los reactores Meteor se encontraban alistados del modo en que lo estaban ese día. El desfile previsto por el ministro San Martín se transformó en un boomerang. El complejo entramado cultural de los cuadros de la Fuerza que comandaba animó a gran parte de los pilotos a sumarse a la rebelión. Mientras tanto, otros cumplían con las órdenes de los jefes detenidos e inauguraban los primeros combates aéreos en la historia argentina.

Una escuadrilla de tres Gloster se preparó para intervenir al mando del capitán Carús. Su misión era complementar el esfuerzo aeronaval contra la Casa de Gobierno y alrededores.

Otra despegó enseguida al mando del capitán Orlando Arrechea, con la tarea de destruir antenas de comunicación e interceptar las fuerzas del Ejército que amenazaban Ezeiza. La autonomía de los Gloster era limitada, pero compensada por su tremenda capacidad de fuego.

Orlando Arrechea y Carlos Carús eran pilotos decididos a todo. Hijos de ganaderos de la provincia de Buenos Aires, cumplirían el designio de ser el brazo armado de su clase.

El bombardeo
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