LA CARTA

Celina pensó en la cita con Nora y en la necesidad de encontrarse con ella. También, en la carta que debía entregarle. Se preguntó si Ángel la había visto. Y tratando de evitarlo, apuró el paso.

Decidió que lo mejor era entremezclarse entre los autos detenidos y cortar camino andando en diagonal por la Plaza, para perderse entre la gente.

Sintió el ruido de motores, que reconoció, con experiencia de azafata, como el de numerosos aviones a pistón. Ni siquiera se molestó en mirar hacia el cielo. Percibió que venían desde atrás y no le interesaba ese despliegue de obsecuencia aérea. Solo quería perderlo a Tití y llegar sin inconvenientes al Tortoni para encontrarse con Nora y terminar “el asunto”.

Se lanzó a cruzar la calle cuando, de pronto, sintió un fuerte golpe en el muslo que la hizo caer. Un auto la había atropellado a baja velocidad al intentar retroceder. Desde el pavimento distinguió los amenazantes paragolpes traseros del sedán Mercedes Negro que la había golpeado y que volvía a retroceder. Alcanzó a salir arrojándose a la vereda con sorprendente rapidez, dolorida y rengueando, temiendo ser aplastada entre dos coches.

Logró hacer unos veinte metros, pero una fuerza más inesperada que el golpe del auto la rodeó como una ráfaga. Sintió una explosión y vio cómo los vehículos que dejaba atrás desaparecían envueltos en fuego. La fuerza asesina se frenó en el Mercedes. Quedó envuelta en una nube de humo. Aturdida por el golpe y el dolor corrió hacia el medio de la Plaza. Miró hacia arriba y vio a muy baja altura la panza de un avión y, de inmediato, una, dos y más explosiones a su alrededor. A poco más de cien metros de donde se encontraba, explotaba el trolebús, alcanzado de lleno por una bomba.

—¡Los chicos! —gritó.

Le resultaba difícil pensar y más aún comprender qué ocurría. El ruido de los motores que aceleraban, entrando y saliendo del espacio aéreo de la Plaza, se mezclaba con las explosiones y el tableteo de la metralla. Todo se deshacía a su alrededor. La Casa de Gobierno dejaba escapar de su interior una columna de humo que de inmediato cubrió otro estallido en su flanco derecho. Pensó en Nora y en que iba a morir sin hablar con ella. No podía ver bien, enceguecida por las partículas de polvo y el humo que le hacían arder los ojos cada vez que los abría. Andando casi a ciegas, tropezó con algo. Miró hacia el suelo y vio el cuerpo de una mujer. Tenía los ojos abiertos, pero era evidente que ya no miraba a ningún lado. Era un cuerpo inerte y desarticulado por la explosión. Se quedó un instante junto a ella. Se sacó el impermeable y la cubrió. Sujetó fuerte su cartera y se dispuso a correr, desorientada y sin rumbo. Le dolía mucho el muslo donde había recibido el golpe del auto. Cerca de ella trataba de escapar del inesperado infierno una pareja. El hombre llevaba a la rastra a la mujer. Una explosión los hizo desaparecer, y Celina sintió el aire caliente que la empujaba. Cayó de bruces y solo atinó a pensar que había perdido su cartera. Se puso a gatear buscándola y encontró otro cuerpo, cubierto de polvo y sangre. Era la mujer que había visto huyendo con el hombre. Lo que quedaba de él, estaba a varios metros de distancia. Entonces sintió que la sujetaban fuerte del brazo.

—¡La carta, la carta! —repetía.

Al final, se desvaneció.

El bombardeo
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