LA VIDA POR PERÓN

El mayor Ignacio Cialceta, sobrino y edecán de Perón, irrumpió en el subsuelo. Andaba despeinado, en mangas de camisa, y la transpiración le hacía brillar la frente y le aureolaba el sobaco. Los custodios tardaron un instante en reconocer al militar que solía cubrir en las ceremonias oficiales las espaldas del Presidente, alguien acostumbrado a cuidar puntillosamente los más mínimos detalles de su apariencia, fuera en ropas de civil o con el habitual uniforme de oficial.

A poco de comenzado el ataque, Perón lo había enviado de enlace con la CGT y sus autoridades. Al llegar, se entrevistó con el dirigente de la central obrera, Hugo Di Pietro. En las cercanías de la sede sindical, miles de trabajadores se agrupaban a la espera de instrucciones por parte de su conducción gremial. Di Pietro se encontraba a cargo de la CGT. Por ausencia de su secretario general, Eduardo Vuletich, habló por la cadena nacional de radiodifusión:

 

Todos los trabajadores de la Capital y del Gran Buenos Aires deben concentrarse inmediatamente en los alrededores de la CGT, todos los medios de movilidad deben tomarse por las buenas o las malas. La CGT los llama para defender a nuestro líder. Concentrarse inmediatamente pero sin violencias.

 

La arenga era contradictoria, aunque efectiva. La violencia ya había sido desatada, y muchos obreros habían asaltado armerías para proveerse del ansiado armamento y las municiones.

La sede de la CGT estaba ubicada a pocas cuadras del lugar donde ocurrían los combates. Su edificio, de varios pisos y de austero aspecto racionalista, parecía refugiarse detrás de las columnas romanas del palacio que la Fundación Eva Perón acababa de construir sobre la Avenida Paseo Colón.

Cialceta llegó hasta Perón:

—Vengo de la CGT, Presidente; Di Pietro le envía su leal saludo y me encargó comunicarle que los gremios se están concentrando para avanzar sobre Plaza de Mayo y, desde allí, marchar en defensa del gobierno para arrasar con los rebeldes que están en el Ministerio de Marina.

—¡Es una locura! ¡Ya mismo vuelve a la CGT y le ordena a Di Pietro que no permita que un solo hombre vaya a la Plaza de Mayo! ¿No se dan cuenta de lo que han hecho estos criminales? Para matarme a mí, han bombardeado a civiles inocentes. Con qué gusto arrojarían sus bombas sobre nuestros trabajadores. ¡Dígale a Di Pietro que este es un enfrentamiento entre soldados, y si hay que combatir y morir, lo haremos como soldados!

—Mi General, no me van a hacer caso. Están decididos…

—¡Basta! Ya mismo vuelva sobre su camino. Va a la CGT y le transmite a Di Pietro mis órdenes. No quiero más inocentes muertos. ¡Cumpla la orden!

Cialceta hizo la venia y salió por donde había llegado.

En el sótano se hizo un silencio, solo interrumpido por el eco de los disparos cercanos.

Perón rompió la quietud:

—¿No hay un teléfono cerca? —preguntó al sargento de mantenimiento que le había convidado un Fontanares negro.

El oficial lo llevó hasta una pequeña oficina del área. Perón comprobó que funcionaba la central telefónica del Ministerio y, luego de identificarse, pidió que lo comunicaran con el jefe de la Policía Federal:

—Gamboa… Sí, soy Perón. ¿Cómo están las cosas en el Departamento Central?

Gamboa le comentó que también habían sido bombardeados y tenían un muerto y algunos heridos.

El rostro del Presidente se ensombreció:

—Mantenga el control de la jefatura. Ya está actuando el Ejército. Hay que aguantar. Saque a sus hombres a la calle para frenar desmanes. Quiero cordones que impidan el acceso de civiles a la Plaza y alrededores. ¿Entendido?

Perón se quedó sentado en una de las sillas del sector de mantenimiento de las calderas.

Casi no advirtió la llegada de su secretario de Prensa, Raúl Apold, quien se quedó de pie a su lado.

Perón habló:

—No ha servido de nada —dijo.

—General…

Perón no lo dejó seguir. Hizo un gesto con la mano, como llamándolo al silencio.

—Usted sabe mejor que nadie de qué hablo. Toda esa propaganda, todos los esfuerzos que hemos hecho, ¿de qué han servido?

—Presidente… Si me permite, los que lo están atacando son unos inescrupulosos criminales que…

—No hablo de esos asesinos. Hablo de los miles de hombres y mujeres que hoy justifican a estos asesinos. ¿Usted cree que son todos oligarcas? Usted es un hombre inteligente. Hoy no nos odian los ricos ni los curas. Hay muchos, miles, quién sabe si millones que nos desprecian y desean mi caída, que son parte de esa clase media que se benefició con nuestra revolución. ¿De qué sirvió toda la propaganda que hemos hecho describiendo nuestra obra? Ahí arriba, en las calles, debe haber hombres y mujeres que han muerto despreciándome. Muertos por la mano de mis enemigos, convencidos de la justicia de la causa que los ha asesinado. ¿Entiende de qué hablo?

Apold respondió con un leve asentimiento, producto de su propensión a la obediencia más que de una genuina convicción.

—Usted mismo me explicó la importancia de la propaganda y la prensa para consolidar mi obra. Y eso hicimos. Paso a paso, fuimos construyendo un eficaz sistema de comunicación, que no escatimó recursos.

”Desarticulamos a los más reaccionarios, como el diario La Prensa. Pusimos a los dueños de rodillas para que no nos critiquen a riesgo de que podían quedarse sin papel e incluso sin empresa. Nacionalizamos radios y trajimos la televisión. Hicimos propaganda hasta con esas lapiceras que usted reparte o con las escarapelas del partido. Pusimos mi nombre y el de Eva en provincias, ciudades, plazas, barcos o locomotoras. Faltó que lo hiciéramos en los baños, los de mujeres con el nombre de Eva y los de hombre, con el mío. ¿Y dígame, para qué sirvió, aparte de para halagarme y para enervar a muchos argentinos, que detestan tanta adulación?

—Presidente, usted siempre permitió que lo hiciéramos. Es más, lo del diario La Prensa lo urdimos con su respaldo.

Perón se quedó pensativo.

—Sí, es cierto. Y no me arrepiento. Hemos hecho una revolución en paz, pero no sin darle pelea a esos miserables cipayos como Gainza Paz, agente del colonialismo más abyecto. No me arrepiento de eso. Pero insisto, ¿de qué ha servido? Ese era un diario genuflexo de los imperios, pero era el que leían muchos bienintencionados argentinos, que terminaron convencidos en nuestra contra cuando les quitamos su periódico, el que leían en sus casas cada mañana. ¿O no se acuerda de que la elección del ’46 la ganamos con todos los diarios en contra? ¡Todos, menos La Época! Pero igual ganamos.

—También ganamos en el ’51 y el año pasado, con Teisaire.

—No necesito que me lo recuerde. Si nos están bombardeando ahí afuera, es porque no pueden ganarnos una elección.

Perón señaló una imaginaria ventana en ese sótano.

—Pero también se atreven porque un tercio de los argentinos nos odian, desean nuestra perdición. ¡Insensatos! No entienden que están matando su propio futuro. Y dígame con sinceridad, Apold, ¿usted cree que un tercio de los argentinos son oligarcas? Esa batalla que ocurre ahí afuera puede que la ganemos, pero la que estamos perdiendo se da en la cabeza de millares de argentinos que no compraron la chafalonería de nuestras campañas y consignas. Ahí nos están ganando los púlpitos de las iglesias y las aulas de las facultades. Un puñado de predicadores con sotana y otro de laicos con cátedra nos han vencido en esas miles de conciencias malquistadas de fieles, de estudiantes, de profesionales, que son la carne de cañón de nuestros enemigos.

—Nuestras campañas han sido claras explicando su obra —alegó Apold entre toses de su bronquitis—. Disculpe, General, me levanté de la cama para estar a su lado.

—No se preocupe, Apold, va a estar bien. Usted es un hombre fuerte.

—Tengo mis años, general.

—Las toses que me preocupan son esas de allá afuera, que hablan de un país más enfermo que usted, Apold, enfermo de odio. ¿Y sabe qué? El tronar de las bombas ocurre porque no permitimos los susurros de nuestros rivales. Ya me lo advirtió el padre Benítez: “Presidente, deje que chille el diario socialista La Vanguardia, esos pasquines lo favorecen a usted, señalan algunos errores que los tiene todo gobierno y, por sobre todo, le van a permitir controlar a nuestros indeseables, controlar al movimiento de su propia omnipotencia. Hacen falta alcantarillas para que se escurra la porquería de mentiras y calumnias que están apestando la sociedad. ¡No se deje aturdir con adulaciones y zalamerías!”. ¿Qué estará pensando de todo esto el confesor de Eva? ¿Qué hubiera dicho Benítez si hoy escuchaba en cadena nacional que le quitábamos la Catedral a la Iglesia?

Apold omitió decirle que el padre Benítez ya lo sabía.

—General, no sea injusto con usted mismo. En estos años le dio todo a su país y a su pueblo.

—Sí, claro, también por eso nos están bombardeando. No piense que lo ignoro. Esas bombas dan testimonio de nuestra justa causa. ¿Pero sabe, Apold? La adversidad es mejor consejera que la adulación. En estas dos horas he aprendido más que en los últimos años, y ¿qué es lo que aprendí? ¡Que nuestros discursos y nuestra propaganda los dirigimos a los nuestros, a quienes convencimos a su vez de que les regalábamos un país justo, libre y soberano!

—Y bien que es cierto…

—¡Claro que es cierto! Pero quien recibe un regalo, no conquista su fruto. Nuestro pueblo se está adormeciendo en los dones regalados y pierde día a día el hábito de pelear por sus derechos. Se sienta a esperar que le sean dados. ¡Se achanchan! Nos votan, claro, pero mientras tanto nuestros enemigos se ejercitan y fortalecen para reconquistar sus privilegios. Son como los espartanos de Leónidas en las Termópilas, unos cientos contra millones.

Una explosión muy fuerte y luego otra hicieron que Perón se quedara en silencio.

Las toses de Apold llamaron la atención de su médico, que intentó acercarse para asistirlo, pero él lo frenó con el gesto de una mano abierta y el brazo extendido. Sacó de su bolsillo un jarabe y lo bebió. Perón continuó:

—¿Y ahora? ¿Qué debo hacer? No me preocupa tanto fusilar con la legalidad de la ley marcial a tres o cuatro o más de esos malnacidos, que usan las armas de la Nación, que son del pueblo, para masacrarlo. El dilema es si ese es el remedio. El problema es que hoy hay muchos argentinos, no la mayoría, pero sí muchos, que están deseando el triunfo de esos criminales. ¿Y entonces qué debo hacer, Apold? ¿Usted cree que se arregla con un discurso? ¿Con propaganda? ¿Con un “Perón cumple”? ¡Para cumplir, tendría que arrasar mucho más que las cuevas de la oligarquía, sus asquerosas guaridas, como decía Eva! Mucho más… Mucho más… —dijo con creciente pesadumbre—. Como en España —completó en un susurro.

Apold tuvo otro ataque de tos. Su médico se acercó a auxiliarlo y esta vez, el secretario de Prensa lo dejó hacer. También se juntó con el enfermo su asistente Ruiz Díaz.

Perón observó cómo lo sentaban en el sillón desvencijado. La figura alicaída de su principal propagandista era una metáfora de la hora.

También lo era su soledad en la instancia. Miró a su alrededor. Lo acompañaba un puñado de desconocidos, una corte digna de un príncipe en derrota. Miró a su alrededor y pensó:

“¿Dónde están todos? ¿Dónde se fueron los que empezaron conmigo la empresa de poner la Argentina a flote? No veo conmigo a mis leales ministros, los que me animaron en esta misión contra la curia, la ofensiva final, como dijo alguno, contra la oligarquía. ¿Me abandonaron o los expulsamos, entre otras razones, por la alcahuetería y la difamación interna vertida sobre su criterio por ‘leales’ como Apold. Ese hombre que tose en este sótano húmedo y agorero, u otros como él, me calentaron la cabeza más de una vez con acusaciones contra mis mejores funcionarios: ‘Presidente, me preocupa la epidemia de polio; Carrillo pareciera no reaccionar, si seguimos así…’; ‘Es una vergüenza que el ministro Bramuglia hablara en una conferencia sin siquiera mencionarlo, señor Presidente’; ‘El ministro San Martín habla del avión Pulqui como si fuera su obra. Ni una sola vez dijo ‹Perón lo hizo posible›’; ‘¿Qué se cree Espejo? ¿Que la CGT es de él? El movimiento obrero es su obra, General. No deberían olvidarlo’; ‘¿Y ahora Mercante quiere ser presidente? Debo advertirle que no es justo que alguien que le deba tanto sea su rival’”.

Tanta lealtad de sus guardianes había agriado su ánimo y especialmente el de Eva, tan sensible a los infundios palaciegos. El resultado se plasmaba al fin en ese sótano que olía a orines y a yerba usada, donde la voz protectora de su comunicador estrella había devenido en una infecta flema.

Recordó un diálogo con Eva:

—Juan, haceme caso, cuando las papas quemen, te van a dejar solo. Por eso tenés que saber rodearte de los que verdaderamente te quieren y darían la vida por vos. Te hablo de tu pueblo.

—Negrita, hoy mi tarea es gobernar, para eso me tengo que rodear de los más capaces. De los que sepan cómo hacer las cosas.

—De esos digo que te cuides, de los sabiondos que te van a abandonar tarde o temprano, como las ratas abandonan el barco que se hunde.

Perón se preguntaba si admoniciones como esa no habían sido la causa de su manifiesta debilidad. Analizó otra probabilidad, en el mismo momento en que vio llegar a su lado a uno de los soldados que le acercaba una segunda taza de mate cocido.

Perón lo miró y aceptó el convite.

—Dígame, soldado, ¿usted presta servicios en este sótano?

—Sí, mi General, estoy en mantenimiento hace seis meses.

—¿Y hay ratas?

El soldado lo miró intrigado y respondió balbuceando.

—Sí, hay noches en que estoy de guardia y andan por ahí como si no nos tuvieran miedo. Al principio me daban asco, pero después uno se acostumbra y las ignora. El problema es el daño que hacen. Comen la tela de los cables o los muebles. Esas alimañas no le hacen asco a nada. Y no hay con qué darles, mire que les hemos puesto trampas y veneno. Pero no se van.

—Sí, me imagino. Si por lo menos se fueran, como en un barco que se hunde.

—Claro, señor Presidente, pero este sótano, como bien sabrá, no es un barco.

El soldado hizo la venia y volvió a su puesto.

Perón se quedó pensando en la descripción del conscripto.

—Toda una lección… —murmuró.

Había aprendido que las peores alimañas no son las que abandonan el barco, sino las que se quedan en él, y, con sus dientes voraces, le mastican la madera de las cuadernas y el casco. Las que, con su apetito inagotable, le hacen el agujero por donde se cuela el agua que habrá de hundirlo.

—Hay algo peor que un traidor que se va: uno que se queda horadando desde adentro la nave. ¿Viste, Negrita? —le dijo a su fantasma, mientras miraba a Apold, inmóvil, ya sin tos, en un sillón cuya tela roída dejaba entrever los hábitos nocturnos de las ratas.

El bombardeo
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