GUERRILLAS

Perón ignoraba que había columnas civiles comprometidas en los combates. Muchos hombres se amontonaban detrás de los tanques Sherman que avanzaban lenta pero firmemente sobre las posiciones de la Marina. Otros ayudaban a los soldados arrastrando cañones para apostarlos en posición ofensiva. Las balas zumbaban a su alrededor. Los rodeaba el estropicio de cadáveres y heridos que testimoniaban el poder destructivo de los sublevados. El plan corrió de boca en boca, y se expresó en el grito de una mujer que encabezaba una de las columnas:

—¡Hay que tomar el Ministerio y lincharlos a esos oligarcas hijos de una gran puta!

Otros se emboscaban en la recova de Leandro Alem con las armas disponibles. Grupos de hasta diez se apretaban detrás de los pocos que tenían fusiles.

Disparaban sin demasiado profesionalismo contra el edificio de la Armada, cuyos vidrios habían desaparecido por el fuego leal y las explosiones rebeldes.

Una columna avanzó bordeando el Automóvil Club anticipándose a las fuerzas del Regimiento Motorizado Buenos Aires, que ya alistaban sus cañones. La defensa rebelde estaba a cargo del capitán de navío Rubén Ramírez Mitchell. Conducía hombres bien entrenados, que luego de fracasado el ataque a la Casa de Gobierno se habían replegado ordenadamente y sin bajas fatales, para atrincherarse en el Ministerio de su fuerza. En el tercer piso, el teniente de corbeta Spinelli servía con un asistente una ametralladora pesada. Una nutrida columna de hombres avanzaba sobre ellos al grito de “¡La vida por Perón!”.

Para Spinelli, eran blancos fáciles y, por sobre todo, la revancha por su humillación en el fallido ataque a la Rosada, en el que había debido refugiarse tras el monumento a Colón, para escapar arrastrándose entre los despojos de carne y hierro que saturaban la zona.

A unos pocos metros, el cabo de Marina retirado Ernesto Asencio hostigaba con su improvisada brigada civil a los rebeldes del ala oeste del edificio. Descubrió el insensato avance de esa columna que vivaba a Perón y continuaba sin medir consecuencias. Temió lo peor y empezó a gritarles que se detuvieran. No alcanzaba a ver el frente del Ministerio, pero suponía que allí estaban sus mejores defensas.

No se equivocaba. En los primeros tres pisos, se agrupaban los infantes replegados de Argerich. Contaban con sus modernos fusiles belgas y varios nidos de ametralladoras.

Spinelli observó con interés la columna que avanzaba al grito repetido:

—¡La vida por Perón! ¡La vida por Perón!

No eran más de doscientos e iban desarmados, pero la bandera que los presidía los animaba hasta la insensatez. Estaban a menos de cuarenta metros del Ministerio cuando Spinelli amartilló su arma. Su ayudante lo miró sorprendido. Él también había advertido que iban desarmados.

—¡La vida por Perón! ¡La vida por Perón! —gritaban.

—¿Qué va a hacer, mi teniente? —indagó el infante que asistía a Spinelli.

—¿Cómo qué voy a hacer? ¿No gritan “La vida por Perón”? Les tomo la palabra —explicó al tiempo que gatillaba tirando a los cuerpos, que empezaron a caer alrededor de la bandera—. ¡¿La vida por Perón?! ¡Denla, carajo! ¡Les doy el gusto! —gritaba Spinelli mientras disparaba a los manifestantes.

Varios quedaron tendidos, otros se arrojaron al suelo o se escondieron detrás de los autos destruidos, muchos corrían en todas direcciones. La bandera también cayó, pero enseguida uno de los hombres alcanzó a levantarla y corrió con ella hacia la recova. Al ver la escena, el cabo Asencio avanzó con algunos de sus hombres disparando en dirección a la ventana asesina.

Spinelli siguió tirando, hasta que su fuego atrajo los disparos de la ametralladora pesada de un tanque del Regimiento Motorizado Buenos Aires. Logró tirarse al piso con su ayudante. El arma quedó inutilizada, no obstante, Spinelli sentía que se había cobrado su cuota de revancha.

En otro piso, los oficiales Beretta y Sommariva dispararon desde sus nidos de ametralladora contra lo que más temían “la enfurecida turba peronista”. El fuego entre ambos bandos recrudeció. Desde una ventana, el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón observó con preocupación el avance de los blindados. También les disparaban desde el Ministerio de Ejército y había unidades leales que flanqueaban el edificio por el lado del puerto.

Fue en ese momento cuando llegó al Ministerio su máximo responsable, el contraalmirante Olivieri, acompañado de sus asistentes, los tenientes Massera y Mayorga.

Años después, el ministro de Marina relató aquellos instantes: “Las circunstancias eran singularmente críticas. Durante el breve trayecto debía tomar mi resolución. El bombardeo continuaba y a medida que nos acercábamos al Ministerio de Marina el tiroteo de armas automáticas se hacía más intenso. La gente miraba atónita hacia el cielo”.

El automóvil que lo llevaba atravesó la calle Leandro N. Alem y, tras una rápida evaluación, Olivieri y sus ayudantes detectaron que el frente menos comprometido era el que miraba hacia el imponente edificio del Correo Central.

El vehículo se acercó a la puerta lateral y, rápidamente, descendió Olivieri: “Al lanzarme del automóvil mis ayudantes (Massera y Mayorga), en un gesto que jamás olvidaré, se colocaron a mis espaldas, cubriéndome con sus cuerpos, pero felizmente ellos, yo y el conductor del automóvil, conseguimos entrar indemnes.

”Fuera, cientos de guerrilleros bien pertrechados y adiestrados buscaban protección en cuanto objeto encontraban y agazapados avanzaban cerrando el cerco. Era evidente que se trataba de gente hacía tiempo reclutada y pertrechada”.

Algunos de los infantes dudaron al ver llegar la reducida comitiva del máximo jefe de la fuerza naval.

Olivieri se preguntó si lo mataría una bala de esos amenazantes “guerrilleros” que había visto avanzar sobre el Ministerio o si moriría víctima de los propios infantes rebeldes. Un oficial naval resolvió la encrucijada al reconocerlo. De inmediato se abrieron las puertas del ala este, poniendo a salvo a él y a sus tenientes.

Massera sentía una tremenda agitación. Miró a su alrededor y absorbió la energía de un lugar tan caótico, que apenas reconoció como el edificio de la burocracia naval. Por primera vez en su carrera, comprendió lo que significaba ser un hombre de armas. Llevaba su propio revólver en la mano.

En cambio, Mayorga sentía alivio. Al llegar al edificio, terminaba el doble juego de secretario y custodio de su jefe. Recordó la orden que se le había dado: apresar e incluso matar a Olivieri si permanecía leal al gobierno. Los hechos lo habían relevado de cumplir esa indicación. Mientras subían las escaleras, el alivio fue reemplazado por la impresión de que habían entrado a una ratonera. Un edificio con grandes ventanales, diseñado según el gusto de marinos burócratas, para llevar la luz del día a prolijos escritorios y resaltar el blanco de los uniformes navales. ¿Qué quedaba de eso? Mayorga no dejaba de pisar vidrios rotos ni de respirar polvo. La Armada había construido su Ministerio con las reglas de una arquitectura racionalista, que imitaba el puente de comando de un barco, uno destinado a apacibles y luminosos cruceros de turismo y no a ominosos combates.

Al llegar al segundo piso Olivieri se reprochó haber aceptado esa sede que lo había albergado varios años. El lugar era la expresión acabada de la desconfianza del gobierno hacia la Marina. A trescientos metros se erguía su contracara, el poderoso bloque de cemento que alojaba al Ministerio de Ejército. Más que David contra Goliat, era la lucha de un jarrón contra un garrote. “¿Qué estrategia sensata podía haber elucubrado un comando de sublevación desde esa ‘pecera’?”

Ya en su oficina se reencontró con el vicelmirante Gargiulo. Estaba mucho más pálido que en el Hospital Naval y mostraba trazos de suciedad en su uniforme y en su rostro.

—¿Quién está al mando, vicealmirante? —preguntó Olivieri.

—El almirante Insussarry es el oficial de mayor rango, ministro.

—¿Él está al mando?

—No… Insussarry está en el edificio, pero no se sublevó.

—¿Está detenido?

—Digamos que sí —respondió vacilante Gargiulo. Su juego pendular lo había puesto en ninguna parte y de alguna manera era lo que deseaba: no estar.

—El viceministro Lestrade está en el Ministerio de Ejército, con el jefe de operaciones navales, el almirante Brunet, y con el Presidente —explicó Gargiulo.

—¿Lestrade está con Perón? ¿Pero qué dice?

Olivieri se había puesto rojo de furia.

—Eso suponemos.

—¡¿Quién carajo conduce este despelote?! —exclamó Olivieri.

—El almirante Toranzo Calderón.

Olivieri ordenó que lo llamaran. La situación era un embrollo que no había buscado. Perón era el gran responsable de toda esa furia y, para peor, parecía haber sobrevivido al ataque aéreo y estaba a salvo en compañía de su segundo inmediato.

Pocos minutos después subían el jefe rebelde y algunos oficiales que lo secundaban. No bien vio a Olivieri, Toranzo Calderón le dio un fuerte abrazo. Escuchó las exclamaciones de aprobación de los oficiales que, para entonces, parecían veteranos de una larga guerra. De inmediato, la desazón que le había transmitido Gargiulo desapareció. Olivieri sintió que el corazón le latía con fuerza. Esos hombres le habían contagiado el vértigo que los animaba desde que las bombas de la escuadrilla aeronaval habían comenzado su raid.

Un fuerte estruendo rompió el clima del instante. Era un sonido aéreo bien distinto al de los primeros aviones. Enseguida, el ruido de una metralla y explosiones. Instintivamente, se tiraron al piso. Pero en el edificio nada explotó. Encaramados y en cuclillas, el capitán Argerich, que había llegado con Toranzo Calderón, observó el espectáculo de los aviones Gloster Meteor atacando la Casa de Gobierno.

—¡Los Gloster están de nuestro lado! —gritó Toranzo Calderón.

—¡La Fuerza Aérea se sublevó! —exclamó Olivieri.

Ya no tenía dudas: el triunfo era posible. Toranzo Calderón lo miró sonriendo.

—Usted está al mando, almirante —dijo, mientras le hacía la venia detrás de un escritorio.

Los tenientes Massera y Mayorga observaron la escena desde sus “barricadas”, que unas horas antes albergaban formularios y folios que yacían desperdigados sobre todo el amplio despacho del ministro. En una de las paredes, un enorme cuadro del almirante Brown colgaba torcido pero indemne a las balas que marcaban con sus toscas huellas las paredes.

El bombardeo
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