MARY Y GRAHAM
Mary Helen Stueber había pasado temprano a buscar a Mr. Graham Tune por el Aeroparque de Buenos Aires con uno de los jeeps Willys que tanto le gustaba manejar. Conocía al ingeniero canadiense desde que este había llegado, unos meses antes, al país. Le agradaba ser su asistente delegada e incluso, como en esa jornada excepcional, su chofer.
Tune era el nuevo jefe industrial de la planta que la empresa Kaiser estaba montando en la Argentina. Nacido en Ontario, era un hombre alto, robusto y jovial que vivía su experiencia sudamericana con tanta incomprensión del país como entusiasmo. A punto de cumplir cincuenta años, se le había encomendado la misión del traslado y montaje de la gran planta de automóviles de la empresa Kaiser de Toledo, Ohio, en la ciudad de Córdoba. El proyecto integraba la iniciativa industrialista del gobierno, cuyos primeros pasos en la producción de automóviles no habían alcanzado niveles cuantitativamente aceptables. La mudanza de una planta completa podría abastecer la creciente demanda de vehículos por medio de la producción nacional.
A Tune, Mary Helen le había resultado la acompañante perfecta, salvo por su particular manera de manejar, que combinaba dosis equilibradas de destreza con un riesgoso modo de eludir a los peatones, que cruzaban las calles sin demasiada prevención. Cuando Tune en una ocasión le señaló el riesgo de atropellar a alguno, ella había respondido, con una burlona sonrisa, “Podemos pagarlos”. El ingeniero lo había tomado como una broma y no quiso indagar si se refería al seguro o al tesoro de los Estados Unidos de América.
Salvo por ese estilo de manejo, era una típica americana del servicio exterior. Llevaba la diplomacia en la sangre: era hija de un funcionario del Departamento de Estado con destino en el Japón de preguerra, país que habían abandonado precipitadamente poco antes de Pearl Harbor. Además del español, Mary hablaba aceptablemente la lengua del Sol Naciente y solía utilizarla de manera inesperada para expresar sus sentimientos, entreverando el japonés con algún “shit”, que decía con contradictoria delicadeza. Tune sabía que Mary Helen estaba casada con un argentino.
—¿Poggio? —había indagado Tune, con esa curiosidad de quien debe aprender las palabras más útiles de un país diferente—. Like Chicken? —había preguntado, desatando la risa de la mujer, que trató de explicar las variaciones del hablar argentino.
—“Poggio” es un apellido italiano. Para comer “chicken”, aquí se pide “poyo” no “poyio”. Ni “pollio”.
—¿“Polio”? Suena a enfermedad —comentó Tune con humor negro, refiriéndose a la pandemia que afectaba al planeta esos días y que en la Argentina tenía creciente virulencia.
Los aportes lingüísticos de Mary eran correspondidos por Graham con sus conocimientos mecánicos. No siempre se maneja un auto con el ingeniero jefe de la planta que los fabrica. Los Willys de la embajada estadounidense eran la avanzada de los vehículos que Kaiser había traído a la Argentina para seducir a Perón con la mudanza de la planta de Ohio.
—¿Por qué traer una fábrica entera a este confín del mundo?
Mary esquivó en rápida maniobra a una pareja de jóvenes que pasaron milagrosamente a pocos centímetros de los guardabarros del jeep.
—Negocios. Aunque la pregunta, en realidad, no es solo por qué llega aquí, sino por qué se cierra allá, en Toledo.
La mujer lo miró de reojo sin dejar de manejar su rústico utilitario como si fuera una Bugatti. La velocidad dejaba entrar con fuerza el frío de la mañana de junio por entre los resquicios de su capota verde oliva.
—Kaiser fue capaz de fabricar barcos en solo una semana para compensar los hundimientos de los submarinos alemanes. La batalla del Atlántico se ganó, en parte, en los astilleros de Kaiser. Buques simples, de aluminio, aptos para carga de tropa y vituallas, tanques y aviones desarmados, para algunos pocos viajes, construidos como mecanos. También produjo miles de vehículos como este —dijo golpeando el rústico tablero de chapa del Willys—. Y el “rey del aluminio”, como llaman a Mr. Henry J. Kaiser, pudo con los submarinos alemanes, pero luego de la guerra, no pudo con sus compatriotas de las “tres grandes”.
—¿Tres grandes?
—Las grandes marcas de Detroit: Ford, Chrysler, General Motors. Los dueños del negocio automotriz en el mundo. En materia de automóviles, nadie ha sobrevivido demasiado a su competencia. Y no porque sean los mejores en ingeniería. Lo son en materia de lobby.
—¿Lobby? ¿No es lo que está haciendo su empresa aquí en la Argentina?
—Es la última posibilidad de salvar algo. A Mr. Kaiser lo traicionó su empecinamiento alemán. Americano alemán, pero alemán al fin.
—Kaiser, todo un nombre para ser jefe.
—Nuestro “führer” es un americano leal, pero como alemán replicó el sueño de Hitler de tener un “auto del pueblo”, como el Volkswagen.
—Sí, he visto algunos de esos autos. También parecen escarabajos.
—Kaiser quiso llenar los Estados Unidos de un vehículo popular, con la consigna de vender masivamente “el automóvil que todo americano pueda tener”. Un coche de aluminio, pequeño y barato, al alcance de los sectores más humildes. Y le puso “Henry J.” en homenaje a su propia idea. Hemos traído algunos.
—Feos y vulgares, pero con una pretenciosa cola de pescado al estilo del Cadillac —acotó Mary.
—Hoy todos los autos imitan la cola de los jets. El Henry J. se ofreció al mercado americano, como si fuera el alemán. Los europeos fabrican esos coches horribles y pequeños porque no pueden producir ni pagar el combustible para nuestros “potros” de seis y ocho cilindros. Solo por eso. Y lo que le ocurrió al Henry J. es que ningún americano, por pobre que sea, quiere tener el auto que “todo americano pueda tener”.
—Claro, nos gustan los autos “únicos”, prueba de nuestro individualismo.
—Eso sonó muy japonés.
—Los japoneses no fabrican autos.
—Tampoco los compran. Pero fabrican trenes, que es lo adecuado para una isla. Lo cierto es que la aventura automovilística de Henry J. Kaiser con su socio Frazer lo puso al borde del colapso en todos sus negocios. Aunque el hombre saldrá a flote.
—¿Y qué hay de Mr. Graham? —preguntó Mary señalándolo.
—Aquí estoy, he desarmado “la chatarra” de Kaiser en Ohio y la estoy trayendo a este lejano sur. Después de todo, nadie mejor para desarmarla que quien armó sus plantas en esa ciudad.
—¿Y realmente crees que en este país se podrán fabricar autos? —indagó Mary.
—Por lo que he visto en Córdoba, en este país se fabrican aviones. ¿Cómo no van a hacer autos? Ya los hacen, aunque de un modo artesanal. Les falta experiencia en líneas más efectivas de producción. Hay muy buenos ingenieros y técnicos capacitados. Lo harían con nosotros o solos. Con nosotros, ganarían algunos años de ventaja y no tendrían que depender de las grandes marcas. Es un buen arreglo para ambas partes, salvo por algunos detalles.
—El diablo está en los detalles —sonrió Mary, que conocía el entramado de las negociaciones entre Mr. Kaiser Junior y el equipo de Perón.
Había participado como asistente en una reunión en la que el Presidente argentino negociaba con Edgard Kaiser y su operador Lloyd Cutler. En este tipo de tratativas, Perón solía consultar a uno de sus colaboradores. Un hombre joven, de origen árabe, que discutía los planes de inversión y de cupos de importación con datos que apuntaba en un cuaderno escolar. Recordaba que se llamaba Antonio, un apellido con apariencia de nombre.
El jeep conducido por Mary entró veloz por la Diagonal Norte rumbo a la Plaza de Mayo, ignorando al policía que, desde una garita elevada, le prohibía el paso con señas de sus brazos, rematados con ostensibles mangas blancas, y la censura del agudo sonido de su silbato.
“Puede pagar la multa o mostrar las credenciales diplomáticas”, supuso Tune.
Estacionó en la puerta de un edificio ubicado en la esquina de Rivadavia, ángulo noroeste de la Plaza. Allí esperaban a Tune los representantes jurídicos de Kaiser en la Argentina.
El canadiense miró la hora y pensó que aún tenía unos minutos. Le agradaba la compañía de esa mujer joven y mundana, que manejaba el rústico Willys con solvencia de infante de marina. Con el jeep estacionado se sentía más seguro.
—Hemos llegado a salvo, madame Fangio.
—Poggio, Mary para los amigos. No pienses que soy la chofer de la embajada. Solo una asistente, que acompaña a quienes vienen por “sus asuntos”. Últimamente he tenido mucho trabajo.
Mary no mentía. En dos años, el flujo de visitas norteamericanas había crecido ostensiblemente con una troupe que iba desde Milton, el hermano del presidente Eisenhower, hasta científicos, industriales, petroleros y muchos otros personajes de indefinible profesión (lo que los ubicaba en el casillero de probables agentes de inteligencia). La relación con el gobierno expresaba una ambigua política: inversores como Mr. Kaiser o gerentes de aerolíneas como la Braniff se juntaban con el almirante Carl Espe, jefe del espionaje naval estadounidense.
—Lo cierto es que tendrás al menos un par de años de trabajo por aquí —comentó Mary en un tono que agradó a Graham.
—Eso espero, aunque la situación es algo inestable. El New York Times habla del inminente fin del peronismo.
—¿Y crees que eso es malo para Kaiser?
—La política no es lo mío. Solo armo y desarmo mis máquinas.
—Sin embargo, aquí donde estás llegando se hace política.
Mary señaló la oficina cuya puerta aguardaba la entrada de Graham. El momento coincidió con la llegada de un lujoso vehículo, que rápidamente identificó como un Kaiser Manhattan modelo 1954.
—Mi jefe anda con mejor auto que nosotros, ¿no crees? —dijo Graham.
—Con esos no se ganó la guerra —respondió Mary mientras acariciaba el volante de su jeep.
La puerta de un garaje se abrió y el auto de color negro desapareció en las entrañas del edificio.
—Pareciera ser que hoy tenemos una jornada importante. ¿Nos vemos?
—Debo reunirme con una chica de la embajada, que está en ese cónclave. Aquí la esperaré. Una recién llegada de Washington que se perdería si no la rescato. Descuento que regresas al hotel en el auto de tu jefe. Eso me dijeron. Yo me distraeré con la novela.
Señaló un libro apoyado de canto entre el asiento de Mary y la palanca de cambio.
—¿Qué lees?
—The quiet American, de tu tocayo Graham Greene. Muy interesante. Una novela que cuenta la diferencia de estilos entre un diplomático inglés y uno americano, ambos destinados a Cochinchina, en Vietnam.
—¿Y cuál es mejor?
—El inglés, digamos, que se ha adaptado hasta ser parte de ese mundo caótico. Tiene una amante vietnamita y fuma opio. El americano llega para transformar Vietnam.
—Me parece que te cae mejor el inglés.
—Me cae bien Greene. Es un novelista que deberían leer nuestros diplomáticos. Debería leerlo usted también, Mr. Tune, que es embajador industrial.
—Lo haré, con toda la imparcialidad de ser un americano británico, que es lo que se supone que somos los canadienses.
—No es muy británico llegar tarde —completó la mujer estirando su mano y agregando una frase ininteligible para Graham—: Suki desu.
—¿Qué significa?
Por toda respuesta, Mary volvió a sonreír, más enigmática que nunca. El japonés de su juventud le permitía adular a un hombre o decirle “me agradas”, sin necesidad de dar explicaciones ni adquirir compromisos.
El canadiense se apuró a colocarse el abrigo para enfrentar el frío, siempre más intenso en la vieja Plaza de Mayo, de espaldas al río.