A LA ESPERA DEL DESFILE
Ángel Cossa se instaló en la esquina de Paseo Colón e Hipólito Yrigoyen. El lugar era depositario de una frondosa historia que iba de la fundación de la ciudad al presente. No pensó que se encontraba en lo que había sido uno de los ángulos del fuerte de la ciudad. La Plaza de Mayo tenía más historia acumulada que todo el resto de la ciudad. En el extremo oeste de la Plaza de Mayo estaba el Cabildo reformado, como una reseña arquitectónica de un país tantas veces truncado. A la edificación solo le quedaban cinco de las once arcadas originales que vieron los hombres de mayo de 1810. Poco menos de diez años atrás, la Plaza también había sido el escenario que había marcado el destino de la Argentina con la movilización obrera del 17 de octubre de 1945, en rescate de Perón, prisionero en la isla Martín García.
Ángel había sido uno de los cientos de miles que ovacionaron al coronel rescatado de las garras de la Marina y sus enemigos. No todos los entusiastas de ese día llevaban overol de fábrica o delantales de frigorífico. También había estudiantes nacionalistas, adversarios de los activistas universitarios de la FUBA, empleados bancarios, públicos y de comercio. La obra del coronel y su equipo de la Secretaría de Trabajo había alcanzado, además, a los trabajadores de la clase media. Borlenghi, ministro del Interior en ese año del ’55, había sido uno de los más activos desde su gremio que nucleaba a los empleados de comercio. Miembro del Partido Socialista, había visto en Perón la oportunidad de llevar adelante las postergadas conquistas esbozadas con legisladores como Palacios y Repetto.
Para esos días, ambos dirigentes del socialismo opositor eran algo más que la vanguardia de la justicia social: el ariete “progresista” de la oposición conservadora. Aliados desde 1945 con las fuerzas más retrógradas, proclamaban una democracia republicana con libertades que sus socios nunca habían respetado.
La infancia de Ángel había sido de considerable bienestar. Su primer hogar, un chalet de estilo inglés, junto al Riachuelo, en los terrenos cercanos a la estación Ingeniero Brian, de la que su padre era el jefe, en Barracas. En la casa tenían mucama y hasta un cocinero chino.
Luego de la muerte de su padre, se había sumergido en la calle sin perder ese dejo de cajetilla y de bon vivant.
En él cohabitaban los dos mundos: el de las pretensiones de una clase media erosionada por la crisis de los años treinta, que veía tambalear su mítico sueño de ascenso social con los saberes del “fango”, que había transitado no solo en Buenos Aires, sino más allá de las fronteras, en viajes de aventura por el Paraguay de la guerra del Chaco, y el Brasil del primer Vargas y de Prestes, el guerrillero que anticipó la larga marcha de Mao en esas tierras tropicales.
En aquellos tiempos, su hermano menor, Chicho, al que le decían “el Gordo”, era su mejor guardaespaldas. “El Gordo” no era pendenciero, pero si veía a Tití en peligro se volvía una fiera. Chicho, que se llamaba Edmundo, era la antítesis de Ángel. Tenía una naturaleza altruista. Le gustaba la calle como a su hermano mayor, pero para caminarla y vivirla en sus expresiones más amables.
Cuando Ángel llegaba de madrugada a la casona de Barracas, luego de sus farras y tropelías nocturnas, su hermano Chicho ya estaba levantado y mateando. Tenían diálogos tan extraños como el intercambio de las anécdotas noctámbulas de Ángel y las descripciones de los jilgueros y cardenales que “el Gordo” atrapaba con sus tramperas en el fondo de la casa.
Los dos amaban las aventuras, pero por razones distintas. Casi saliendo de la adolescencia, habían viajado con otros amigos al Paraguay durante el conflicto del Chaco, en 1934, para vivenciar una guerra. Pensaban servir como soldados voluntarios o enfermeros. Ángel soñaba con combatir y ser un héroe, Chicho con conocer el lago azul de Ypacaraí y amar a alguna cuñataí. Al intentar alistarse como voluntarios, un oficial les agradeció a los jóvenes su colaboración. En realidad, pocos paraguayos confiaban en los curepas, como llamaban todavía entonces a los argentinos.
—Che, Paraguay tiene sus hombres para defenderlo, che ra’a. Lo que nos faltan son balas, fusiles y cañones, pero nos sobra con el coraje paraguayo, y hay brazos dispuestos para el Chako ñorairó —explicó el coronel, que paradójicamente no estaba en el frente; le faltaba un brazo a causa de un obús alemán disparado por los bolivianos.
La barra de porteños debió quedarse en Asunción sin arrimarse siquiera al frente de batalla, en las ardientes planicies del Chaco paraguayo, donde dos grandes empresas petroleras alimentaban la carnicería con la expectativa de que ganara el bando de sus amores.
En Asunción, a diferencia del campo de batalla, faltaban hombres y sobraban mujeres. Los porteños se alojaron en una pensión atendida por las seis hijas del dueño, que honraban la tradición de belleza y dulzura de las mujeres guaraníes.
Libraron allí una guerra muy distinta, entre ellos, disputando las atenciones de las jóvenes.
Replicaron en esos días las dichas de Irala y sus hombres, que llegados cuatro siglos antes, luego de la fallida primera fundación de Buenos Aires, habían encontrado junto al río Paraguay las mieles de un Edén tan inesperado como pecaminoso.
Los jóvenes curepas debieron partir de prisa cuando supieron de un par de embarazos, precisamente entre las hijas menores. El que quedó entrampado fue el gordo hermano de Tití, que enamorado de la menor de las mujeres, alcanzó a admitir ante el hombre de la casa su futura paternidad. Con la excusa de celebrar el acontecimiento, su hermano y los amigos lo emborracharon y subieron al vapor, que por aquellos días, recorría en poco más de una semana el trayecto río abajo, de Asunción a Buenos Aires.
En aquellos años juveniles, Ángel no sabía de su esterilidad. Su adhesión posterior al peronismo se había alimentado fuertemente del desprecio por lo que él intuía podía haber sido su vida de no haber mediado la muerte de su padre. En aquellos profesionales y mujeres elegantes que insultaban a Perón y cantaban a cada rato La Marsellesa, veía el mundo vano de su madre, cuya aristocracia se remitía a tomar el té a las cinco de la tarde con vajilla inglesa y mantequera de plata, al uso de los jefes de su difunto marido, esos ingleses que había visto circunspectos y sin lágrima alguna en el velatorio de Juan Cossa, su fiel gerente. A ellos les endilgaba desde su adolescencia la enfermedad paterna adquirida en las frías mañanas en las que madrugaba para controlar el tendido de vías del Ferrocarril Oeste. Más de una vez lo había escuchado mandar a los obreros criollos o italianos del sur con una impiedad que también había aplicado, ya enfermo, sobre su propio cuerpo.
En los agitados días de octubre de 1945, Ángel se había entremezclado, sin llamar la atención por su elegante apariencia, con la muchedumbre que manifestaba en la Plaza San Martín contra el gobierno militar.
Se había detenido a observar a un grupo de jóvenes de Barrio Norte, en especial, a una muchacha de ojos claros y desabrida apariencia anglosajona o escandinava.
Muchos de ellos tomaban champagne y comían sandwiches de miga, provistos por las confiterías de la zona, cuyos mozos despachaban las cargas de sus bandejas en el parque, con servicial naturalidad. Todo el lugar era una rara mezcla de picnic de primavera con insurrección girondina. Coreaban estribillos que tenían siempre como destinatario a ese coronel que detestaban y que sabían preso en algún lugar de la Argentina:
—¡Perón, ladino, la horca es tu destino! —repetían una y otra vez, con esa poca gracia y controlada algarabía que suelen tener las clases altas para los actos multitudinarios.
—¡Perón, ladino, la horca es tu destino!
Una abigarrada multitud se arremolinaba en torno al Palacio Paz, sede del Círculo Militar, desde donde intentaban dar discursos algunos de los uniformados antiperonistas. La muchedumbre despreciaba a cualquiera que llevara galones, con el ánimo predispuesto, una vez derrotado Perón, de ir por la caída de todo el gobierno militar de Farrell. El general Eduardo Ávalos, hombre fuerte del gobierno, que había pasado de ser aliado de Perón a sublevar en su contra Campo de Mayo, intentaba formar un gabinete de notables apellidos, que diera satisfacción a las clases altas y medias, que parecían ir ganando la partida.
El almirante Vernengo Lima, carcelero del coronel Perón, que permanecía preso en la base naval de la isla Martín García, quiso dar un discurso desde uno de los balcones del Círculo Militar. La masiva silbatina general lo había acallado y debió despedirse con una inútil aclaratoria que gritó a la muchedumbre:
—¡Yo no soy Perón!
Ángel sentía una inquietante mezcla de atracción y desprecio por esa jovencita pecosa que gritaba con voz desafinada y aflautada:
—¡Perón, ladino, la horca es tu destino!
La aparición de la policía montada produjo el primer desbande, que se acentuó con algunos disparos realizados por muchachos comunistas de la Federación Universitaria.
Eran jóvenes dispuestos a arriesgarse, convencidos de que protagonizaban la etapa argentina de la lucha contra el nazismo. Creían que “el monstruo fascista” había renacido en Buenos Aires y estaban preparados para correrlo a tiros como lo había hecho con Hitler el venerado Stalin de la Unión Soviética.
Esa tarde de octubre de 1945, los “cosacos” eran recios criollos de la policía montada y repartían sablazos a discreción contra esa muchedumbre blanca y elegante que los consideraba invisibles cuando paseaban por Plaza Italia del brazo de alguna sirvienta provinciana como ellos.
Ángel seguía de cerca a la pecosa “niña de la sociedad”, que, al primer tiro, optó por correr.
Consumando una perversa fantasía, la sujetó de la falda, apretando fuertemente la mano muy cerca de sus nalgas. La joven corría en falso sin avanzar un solo centímetro y sin siquiera intentar mirar quién era su captor. Ángel se divertía sin decir palabra y sin temer a los de la montada, que pasaban cerca repartiendo sablazos. Vio cómo caía del caballo uno de los policías alcanzado por un disparo y, a pesar del peligro, siguió sujetando a la joven, que lloriqueaba temiendo el peor de los destinos. Al final la soltó, pero la chica solo atinó a caer en el pasto, muy cerca de unas copas y unas botellas de champagne, dejadas de prisa por los viandantes en fuga. Viéndola caída y llorosa, se arrimó para ayudarla.
—Tranquila, señorita, tranquila.
La abrazó para darle a entender que la protegía del peligro que la rodeaba. Con aplomo, tomó champagne de una de las botellas abandonadas. Convidó a la joven que, para su sorpresa, aceptó. De inmediato, Ángel arrojó a un lado la botella, se puso de pie y, levantando a la chica del barro, la sujetó de la cintura y la sacó del pandemónium. Caminaron por el parque entre los cosacos y los fubistas, que se batían a los tiros en una tarde primaveral que dejó un muerto y varios heridos de gravedad en los jardines de Plaza San Martín.
Ángel llevó a la joven a su departamento, y le hizo el amor esa tarde y algunas otras. Nunca se encontraron de noche; la joven era novia de un “dos apellidos” como ella. Las escapadas terminaron cuando Luján (el primero de sus varios nombres) supo que su salvador había estado en la Plaza de Mayo el 17 de octubre de ese año, vivando al “ladino de Perón y sus secuaces”. Se lo contó mientras la tenía debajo de su cuerpo, desnuda y de espaldas, montándola con ansias de cosaco. Nunca volvió a verla.
De todo aquello habían pasado diez años. La Argentina no era la misma, aunque el odio se expresaba con idéntica pasión.
Perón había concretado y superado las metas prefiguradas por sus seguidores y sus enemigos. Era el amado líder para las masas trabajadoras y el supremo enemigo para las clases altas, y Luján sería una respetable dama de las tantas familias que habían brindado con champagne francés el día de la muerte de Eva Perón.
Todos esos recuerdos y reflexiones pasaron por la mente de Ángel mientras vigilaba los movimientos de la cuadra en la que estaban las oficinas de Aerolíneas Argentinas.