SIN PLAFOND
Noriega había recibido el mismo parte climático que el comando de la Brigada Aérea de Morón había transmitido al ministro de Aeronáutica, brigadier Juan Ignacio San Martín. El día iba a estar nublado y era poco propicio para el vuelo a baja altura.
La escuadrilla de aviones Gloster Meteor con asiento en la base de Morón tenía encomendado un vuelo rasante y pacífico sobre la Plaza de Mayo, como gesto de desagravio a la bandera y al Libertador San Martín, cuyos restos reposaban en la sede de la Catedral porteña.
Los aviones a chorro comprados a Gran Bretaña en 1947 junto con una veintena de bombarderos pesados a hélice Avro Lincoln y Lancaster eran el núcleo más ofensivo de la Fuerza Aérea, equipada con un centenar de aeronaves jet adquiridas con crédito de la deuda contraída por Inglaterra durante la guerra.
La Fuerza Aérea argentina era, detrás de las grandes potencias, una de las mejor dotadas del mundo. Las aeronaves inglesas habían sido ensambladas en los talleres de la fábrica militar de Córdoba, incluyendo el armado de los motores Rolls Royce y la mejora de su capacidad de vuelo. Una nave reformada por técnicos de las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado (IAME) había batido el récord de altura para un Gloster: había alcanzado los catorce mil metros de elevación. La planta industrial de Córdoba, también había diseñado los prototipos de dos aviones a reacción, los Pulqui I y II. El segundo de ellos, diseñado por el ingeniero alemán Kurt Tank, estaba por ser producido en serie. Los especialistas lo consideraban si no superior, al menos del nivel de los Sabre norteamericanos o los Mig-15 soviéticos, que habían combatido en la reciente Guerra de Corea. Para ese entonces, la Argentina estaba entre una media docena de países que poseían capacidad tecnológica aérea propia.
La escuadrilla de Punta Indio, mucho más precaria, estaba integrada por aeroplanos a hélice entre los que predominaban los North American AT-6, de entrenamiento, caza y ataque terrestre, y los Beechcraft AT-11, un modelo de bombardero liviano bimotor ya anticuado en la Segunda Guerra Mundial. Completaban las escuadrillas aeronavales tres aviones Catalina, grandes y pesados, más adecuados para el rescate de náufragos o la guerra antisubmarina que para el bombardeo terrestre.
El capitán Noriega había decidido reunir toda esa gama de equipos en Punta Indio para conformar la fuerza de ataque que garantizara el éxito de la rebelión.
Cualquier piloto sensato entendía que los viejos aviones navales serían presa fácil de los cazas de la Fuerza Aérea si no se cumplían los planes previstos de sublevarla. En la Base de Morón, un grupo de oficiales complotados esperaba la oportunidad de reducir a sus mandos y poner los Gloster al servicio de la sublevación. Al frente de los jefes de aeronáutica que conspiraban, estaba el capitán Agustín de la Vega, ferviente católico que creía en un cielo más elevado que los doce mil metros de altura que alcanzaba el jet diseñado por la Gloster Aircraft Company inglesa a finales de la guerra.
Perón había alentado al brigadier San Martín a realizar el vuelo de desagravio con esos aviones. La finalidad no era solo simbólica, sino también un modo de intimidación. Por el éter volarían también las palabras del locutor oficial anunciando el futuro destino de la Catedral, como mausoleo republicano de la Patria.
Noriega tampoco ignoraba que la Fuerza Aérea tenía una poderosa flotilla de bombarderos pesados, con base en Villa Reynolds, provincia de San Luis. Esa fuerza, sabía, era muy difícil de neutralizar. A su favor, solo jugaba la distancia de Buenos Aires, que les daba al menos tres o cuatro horas para lograr un efecto cuya contundencia inhibiera a los pilotos de intervenir. Los Avro podían destruir Punta Indio en pocos minutos. Por esa razón, Noriega había decidido evacuar esa base. Ezeiza era, por su carácter de aeropuerto civil, un blanco menos factible y les daría una plataforma de operaciones más próxima a los objetivos.
Las noticias del comando rebelde eran las esperadas. Solo bastaba con preparar los aviones y esperar una mejora del tiempo para salir tras la gloria o la muerte.