EL GENERAL VERGARA RUZO
VA EN COCHE AL MUERE

La historia confirma que, a diferencia del siglo anterior, en la Argentina del siglo XX, como en la mayoría de los países sin guerras, era más riesgoso ser comisario o bombero que general.

Estas presunciones y estadísticas no pasaban por la cabeza del general de brigada Tomás Vergara Ruzo, convocado con urgencia al Ministerio de Ejército por el general Lucero.

Su chofer, Antonio Misischia, estaba habituado a los largos silencios de quien incluso solía dormitar en los viajes más prolongados, desplegando con cierta incomodidad su metro ochenta y cinco en el auto oficial. Esa mañana el general sabía que algo grave estaba pasando, por el modo y la urgencia del llamado. Ese día estaba prevista también la adhesión de los generales al Decálogo del soldado argentino, proclama de fidelidad de los oficiales de mayor rango a la Constitución Nacional, votada en 1949, y al Presidente.

Vergara Ruzo había sido ascendido a general el 31 de diciembre del año anterior y formaba parte de un núcleo de militares del máximo grado, considerados leales a Perón y a Lucero.

Su formación profesional era la de un ingeniero, con amplia experiencia en la construcción de puentes militares y comando de arsenales, como parte de un ejército que solo había tenido escaramuzas en dos oportunidades durante los últimos diez años, en el marco de una tradición frecuente de luchas intestinas, casi siempre por la definición de un proyecto de país y sus correspondientes hegemonías.

Tomás Vergara Ruzo había nacido en Catamarca un día antes de Reyes de 1909, en un hogar de gran linaje provinciano: su antepasado Eusebio Gregorio Ruzo había sido tres veces gobernador de Catamarca en el siglo anterior, hasta su prematura muerte a los 33 años. Los Vergara eran descendientes de los primeros terratenientes y encomenderos de la región. En especial, admiraba a su tío materno, Benedicto Ruzo, oficial del Ejército, que lo había orientado con orgullo en su temprana vocación militar. Esa vocación se entreveraba con otra: la afición por la ingeniería. Ambas se encauzaron una vez finalizada la etapa del Colegio Militar, cuando ingresó a la escuela técnica.

Los primeros años fueron difíciles. Sobre todo, la adaptación a Buenos Aires. Su tío lo recibía los fines de semana de franco en su elegante chalet de la calle Teodoro García, en el barrio de Belgrano, a solo tres cuadras de donde construiría su casa Eva Duarte en 1945 y donde viviría con el ya designado presidente Perón, en 1946, durante los primeros meses de su matrimonio.

En la Capital aprendió rápido que su abolengo provinciano se deshacía ante los códigos preeminentes de otras jerarquías sociales. Para los porteños, él era un “payuca” y su acento, el mismo de las mucamas. Solo en el Ejército lo reconfortaba la convivencia con esa Babel de modismos de los numerosos jóvenes cadetes venidos del interior. A veces, incluso valiéndose de su mayoría numérica, se burlaban de algún porteño tildado de fanfarrón, sin “banca” de un pariente militar como en su caso. La tradicional manteada era el remate de las cargadas. A Tomás lo protegían su buen porte y su coraje. También, la habilidad con las armas, que manejaba desde chico, incluyendo una destreza con las boleadoras que deslumbraba a los porteños. En esos días en que disfrutaba de sus relucientes galones de general de brigada, recordaba sus años de formación como si se tratara de un paraíso perdido, con algunas sombras, como el arresto de treinta días que le habían dado como consecuencia de un hecho confuso y absurdo, que lo tuvo como acusado de haber robado un libro de francés.

El auto que lo llevaba al Ministerio de Ejército tomó por la Avenida Rivadavia. Mientras salía de sus recuerdos juveniles, el general Vergara Ruzo ordenó a su chofer:

—Apure un poco, Misischia, que ya son casi las doce.

Antonio Misischia era personal civil de la Fuerza y vecino del barrio donde vivía el general. Tenía treinta y tres años. Aceleró.

La maniobra casi generó un accidente: el chofer no advirtió el paso de un colectivo por la esquina de Junín, a la altura de Once.

—Me quiere matar, Misischia —lo sermoneó Vergara sujetándose del asiento delantero con la mano mutilada por una vieja e indisimulable herida.

El chofer miró de reojo el dedo anular de su jefe, al que le faltaba ostensiblemente una falange. Vergara le devolvió la mirada por el espejo.

—¿Ve este dedo, Misischia? —preguntó levantando la diestra con el anular mutilado.

—Sí, mi general.

—Son las terribles heridas que recibí en combate, durante la guerra —comentó solemne.

—¿La guerra, mi general? Lo siento mucho.

De inmediato, Vergara Ruzo soltó una carcajada. Con un dejo de su mejor acento catamarqueño, algo desdibujado por los múltiples destinos de oficial, aclaró:

—¿La guerra, Misischia? ¿Usted recuerda alguna guerra? En este país, claro.

—No, ¿qué sé yo, mi general? Pensé que podía haber estado en otra, en la Segunda, en Europa.

—No sea huevón, hombre. Además, ¿le parece una herida muy terrible?

—No, la verdad que no.

—Este trozo de dedo lo perdí hace ya mucho en un ejercicio, cuando un chambón como usted cometió un error. Estábamos de maniobras y un ametralladorista del bando que simulaba al enemigo me tiró con salva tan de cerca que me sacó medio dedo. ¡Me sangró que daba gusto! Me llevaron al hospital para coserme y me dieron licencia. Es bueno que vea lo que puede hacer un torpe. Lo hubiera hecho cagar al tonto ese. Pero era un cabo y creo que le dieron la baja. Mire si usted choca ese colectivo, ¿qué habría que hacerle? ¿Fusilarlo?

—Disculpe, mi general, pero usted dijo que acelere.

—Y métale nomás, acelere, pero tenga cuidado. Ya una vez me fracturé por una caída del caballo, no quiero pensar si chocamos con un colectivo, qué joder.

Por un instante, supuso que las jinetas de general no lo protegerían de un choque contra otro vehículo. “Como a Quiroga”, pensó.

La referencia le vino de golpe al recordar algo que había leído hacía bastante.

A principios de ese año, un vecino del barrio se había acercado a saludarlo con motivo de su nombramiento como general. Era un riojano jubilado de la Marina mercante, y habían estado hablando un rato sobre historia argentina. En realidad, el viejo había hablado solo, tomando su silencio como aprobación. Poco después, le había enviado un escrito. Fragmentos de un libro que, según le dijo, deseaba editar. Seguramente buscaba su respaldo para hacerlo. El texto refería la tragedia de algunos caudillos: Güemes, Lavalle, Quiroga, el Chacho Peñaloza y Urquiza. Recordaba que todos ellos eran generales de la Nación, muertos de forma artera y violenta en entramados de emboscadas y traiciones.

Vergara Ruzo había aprendido en su familia a respetar a los héroes de la historia, como San Martín, Belgrano o Sarmiento. Siempre le habían atraído los relatos orales que, en su provincia, se contaban sobre los viejos caudillos. Le gustaba escuchar canciones como la zamba de Vargas, que en su versión original reivindicaba a Felipe Varela, a diferencia de la más difundida, que exaltaba la gesta de los generales mitristas Paunero y Taboada. Pero esas eran cosas de pueblo. Él era un Vergara Ruzo en Catamarca y un peronista en el Ejército de Perón, quien había bautizado a los ferrocarriles nacionalizados Mitre y Sarmiento, los enemigos de Facundo, Varela y del Chacho. Lo cierto es que el vecino le había vuelto a remover esa curiosidad por la historia juvenil y acercado la crueldad del destino de tantos generales en el siglo anterior. ¿Cómo se llamaba el marino jubilado e historiador aficionado? Tantos otros se habían acercado a saludarlo para esos días.

—Riojano, radical de Yrigoyen y peronista de la primera hora —le dijo al darle esos papeles mecanografiados, que para el pobre viejo seguramente eran más importantes que la Biblia.

El auto siguió su marcha veloz por Rivadavia y, cerca de la Plaza de Mayo, el general y su chofer percibieron un clima extraño. Ese día nublado muchos miraban hacia arriba, mientras otros corrían señalando el cielo.

Vergara Ruzo recordó haber leído en el diario sobre un desfile aéreo de desagravio a la bandera. El vehículo ya doblaba frente al Cabildo para tomar por Hipólito Yrigoyen.

Al llegar a la altura de Balcarce, frente al edificio del Ministerio de Hacienda, un taxi se detuvo, cerrando el paso del auto militar. Impaciente, Misischia empezó a tocar bocina. Vio cómo el taxista, en lugar de avanzar, se bajaba del auto, más atento a lo que ocurría en el cielo que al tránsito callejero.

—¡¿Qué hace, viejo?! —gritó el chofer sin dejar de tocar bocina.

Vergara Ruzo no prestó atención al inconveniente, ni siquiera reparó en los bocinazos de Misischia ni en la maniobra nerviosa de retroceso con la que su chofer intentaba eludir al taxi detenido. Tampoco se dio cuenta de que, en ese brusco movimiento, su auto había atropellado a una joven.

Bajó rápidamente la ventanilla para intentar ver los aeroplanos. Escuchó el ruido de los motores, que no correspondían con el de los aviones a chorro, aunque sí alcanzaban a tapar con su sonido las quejas de su chofer, fuera de sí ante los inconvenientes generados por el taxista. El general ingeniero no tenía dudas: eran motores a pistón y no reactores los que atronaban en el cielo. Revivió el texto de su vecino historiador y tuvo un mal presentimiento. Lo que siguió fue algo que solo había visto en los campos de ejercicios militares. Escuchó fuertes detonaciones y vio sus efectos: una explosión sobre la Casa de Gobierno. Otra en la calle Paseo Colón e Hipólito Yrigoyen, sobre un trolebús detenido. Enseguida sintió detonaciones menos estruendosas y multiplicadas que rebotaban en los adoquines, hasta que una ráfaga dio de lleno en el taxi y su chofer destrozándolo.

La voz de Misischia apenas se escuchó:

—¡¿Qué mierda pasa, general?!

Vergara Ruzo vio por el parabrisas una nube de humo que cubría la calle Yrigoyen. Vio desintegrarse vehículos a veinte metros. Sacó el cuerpo por la ventanilla como para ver alguno de los aviones que estaban haciendo lo inimaginable: bombardear el corazón de Buenos Aires, la Plaza de Mayo.

Mientras lo hacía recordó, como en un déjà-vu, haber sido él mismo un general federal asomándose de su galera y al mismo tiempo preguntando: “¿Quién manda la partida?”.

Distinguió el vuelo de un bimotor a unos doscientos metros de altura sobre la calle Paseo Colón y cómo se desprendían de él dos tubos negros, iguales a los cientos que tuvo a resguardo cuando era jefe del arsenal Holmberg en la provincia de Córdoba. Supo al instante, con sabiduría de ingeniero, adónde los llevaría la inercia del vuelo matriz.

—No maten a un general —murmuró. Y fue lo último que hizo.

El bombardeo
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