OTRO SUBSUELO

Perón llegó al subsuelo del Ministerio de Ejército con una comitiva integrada por su secretario de Prensa, Raúl Apold, el médico Ariel Ferrari y el viceministro de Marina, contraalmirante Lestrade.

El presidente vestía un saco sport jaspeado y un pantalón de franela. En la cintura, calzaba su revólver de empuñadura labrada, único elemento que reflejaba la excepcionalidad del momento.

El ministro Lucero y el general Sosa Molina se habían hecho cargo de la represión de la asonada que acababa de bombardear la Plaza de Mayo. También habían convencido al Presidente de ponerse a resguardo en el lugar más seguro del edificio.

Se desconocía la envergadura de la sublevación, pero la violencia del primer ataque aéreo daba la idea de que los rebeldes estaban dispuestos a todo.

Un profundo desasosiego embargaba a Perón, que incluso previendo la posibilidad de un golpe, se había conmocionado ante la imagen de las explosiones y la destrucción desatada en segundos sobre la población. Los viejos fantasmas de una guerra civil, que lo acompañaban desde España quince años atrás, volvían a apoderarse de su ánimo. La muerte lo seguía paso a paso, con persistente eficacia. La imagen de esas víctimas anónimas en las cercanías de su refugio lo abrumaban y le dolían: multiplicaban el peso de sus propias pérdidas. “¿Cuántos muertos vendrán de ahora en adelante?”, se preguntaba.

En la orden “Hágase cargo, Lucero”, dada a su ministro de Ejército, anidaba la peregrina idea de no tener que responsabilizarse él mismo de matar argentinos.

“¿Qué sigue después? ¿Cuántos hombres tendré que fusilar? ¿Cuánta humillación y escarnio si me derrocan? La Historia es clara en demostrar que la derrota del pueblo genera más víctimas que su victoria. Es claro, cuando un gobierno, por muchos defectos que tenga, se planta contra los poderosos de la Tierra, no se lo perdonan. A Rosas, hasta le dinamitaron la quinta de Palermo, para cumplir aquello de José Mármol, que profetizó ‘Ni el polvo de sus huesos la América tendrá’. Y allí está el pobre Rosas, el más criollo de nuestros gobernantes, con sus huesos en Southampton, mientras aquí se honra, ¿si yo mismo lo hice?, a sus enemigos. ¿Qué harán, si me vencen, con la quinta de Olivos o con el Palacio Unzué? ¿Dinamitarlos como a la casa de Rosas? ¿Pueden ser tan imbéciles? Ni Robespierre lo hizo con Versailles o el Louvre. Ellos guillotinaban a sus reyes y aristócratas, pero no destruían los palacios de la monarquía, que se hicieron a costa del sacrificio del pueblo y por ello al pueblo deben pertenecer. Si me derrocan, ¿van a dejar que el pueblo recuerde y peregrine al lugar donde murió Evita o a su sitio de reposo en el edificio de la CGT? ¿Intentarán que ‘ni el polvo de sus huesos’ tenga la Argentina? No podrán evitar que cada casa de un trabajador sea un santuario de Eva. A mí mismo, están tratando de hacerme polvo con sus bombas. Tendrán fragmentos de mi cuerpo, que se encargarán de recoger, para repartir por ahí, cumpliendo mi sueño de tener un destino como el de Licurgo. ¡Me harán entonces más grande e intocable! ¿Cuál será el destino de este pobre país? Si el único proyecto de mis enemigos es el de terminar con el nuestro. Por eso son contreras, porque no los une más que el odio contra mí. ¿Qué quieren para la Argentina? ¡Esas bombas son su programa político!”

Bajó las escaleras sumido por las nubes de esas dudas.

Al entrar a la sala de calderas del edificio, se encontró con otros refugiados de menor rango. Entre ellos, estaba Enrique Ruiz Díaz, secretario privado de Raúl Apold, acompañado de un sargento electricista y dos conscriptos a cargo del mantenimiento del Ministerio. Al verlos, Perón recompuso su ánimo y los saludó, como si fueran miembros de su gabinete. Los soldados y el sargento lo miraron incrédulos. No bien recibió conmovido el apretón de manos del Presidente, Ruiz Díaz fue a abrazar a su jefe Apold, que, aunque enfermo, había llegado hasta el Ministerio, junto con el doctor Ariel Ferrari, su médico personal. Díaz y Ferrari buscaron en el inhóspito sótano un sitio para que Apold se repusiera del precipitado descenso al lugar. Apold se sentó en un sillón desteñido y, al hacerlo, sintió sus resortes vencidos. Reflexionó sobre que, del mismo modo que un sillón viejo es destinado a su último servicio en el sótano de un edificio público, lo mismo podía estar ocurriéndole. Notaba la indiferencia de Perón e incluso cierto reproche en su mirada.

Entre los recién llegados, solo el contraalmirante Lestrade no estaba ganado por la sorpresa. Sabía de la posibilidad del ataque y lo había esperado con nerviosismo en la reunión de gabinete que había convocado Perón, tres horas antes, en la Rosada. Había visto las bombas caer sobre el edificio del Poder Ejecutivo, y sintió escalofríos al pensar qué le hubiera pasado si el mal tiempo no hubiera retrasado la asonada. Por el momento estaba a salvo y cumpliendo su rol de inesperado miembro del entorno subterráneo del presidente. Sus propios camaradas, a quienes respetaba por su valor, habían estado a punto de matarlo. Cuando la rebelión parecía perdida, se había sentido aliviado de estar del lado “leal”. Habiendo visto la furia del ataque y la convicción de los pilotos, se preguntó si no terminaría su carrera siendo considerado un traidor a la Marina.

Perón parecía haber recuperado su ánimo. Los soldados acercaron unas tazas de mate cocido, que aceptó con una sonrisa.

—Como en los viejos tiempos del cuartel —dijo a los presentes alzando el desgastado jarro de estaño con la verde infusión—. Qué locura. Fíjense si estos canallas necesitaban hacer este desastre. Bastaba con que uno solo de esos miserables tuviera lo que hay que tener y me pegara un tiro en cualquier reunión o ceremonia. Qué necesidad de asesinar a tantos inocentes.

El marino Lestrade miró a Perón y, por su cabeza, pasó la idea de arrebatarle el revólver y pegarle un tiro. Con eso terminaría todo. Pasaría a la Historia como un héroe o un magnicida, o las dos cosas. A fin de cuentas, la idea se la estaba dando el mismísimo primer mandatario, pero había dejado su arma en la guardia presidencial que había seguido a Perón dentro del Ministerio. Solo necesitaba una oportunidad, una distracción, y podría hacerse del revólver que asomaba en el apretado cinturón presidencial.

Perón palpó su saco en actitud de buscar un cigarrillo. De modo diligente, se le acercó el sargento electricista con su atado listo para convidarlo:

—¿Son Fontanares negros? —preguntó el Presidente.

—Sí, mi General —respondió el sargento.

—Bueno, creo que este es un momento adecuado para fumar un criollito —dijo al tiempo que lo encendía y aspiraba muy fuerte el humo.

De ropa sport, bebiendo mate cocido y fumando un cigarrillo negro, Perón parecía recomponerse para enfrentar la situación o para negarla, como prefirió suponer el contraalmirante Lestrade. Afuera resonaban los ecos de las explosiones y el tiroteo que arreciaba.

En los hechos, comandaban las acciones Lucero y los mandos del Ejército. Sin embargo, la sola presencia de Perón en el subsuelo lo fue transformando en el verdadero comando político y militar de la jornada. Por fuerza de las circunstancias, en esa tarde se accedía al corazón del poder político argentino descendiendo y no trepando.

El primero en llegar fue el ministro de Aeronáutica, brigadier Juan Ignacio San Martín.

Nervioso y embargado por la incertidumbre, brindó a los presentes un inquietante informe:

—Ezeiza está en manos de los rebeldes. Desde allí podrían atacarnos con más facilidad. La situación en el Aeroparque es confusa, lo mismo que en otras bases.

Tomándolo del hombro, Perón lo apartó del resto.

—Brigadier, ¿qué pasa con la Fuerza Aérea? —preguntó mirándolo fijo.

—Presidente, en menos de media hora, la fuerza de bombardeo estratégico que ha despegado de San Luis estará sobre Ezeiza con la orden de arrasarlo —dijo con un dejo de tenso orgullo.

—¿Los Avro Lincoln? ¿Arrasar Ezeiza? ¿Pero qué dice? Lo responsabilizo si se llega a arrojar sobre Ezeiza una sola bomba. Ese aeropuerto es patrimonio de la Nación y de su pueblo. Nos ha costado miles de millones. Tenemos que actuar con sensatez. Los aviones deben sobrevolar Ezeiza de manera intimidatoria, solo eso. Insisto, lo hago responsable de lo que ocurra —le ordenó.

—¿Intimidar a los rebeldes? Presidente, los aviones de la Marina pueden derribar a los Avro —insistió.

—¿Y los Gloster a reacción? ¿Para qué tenemos aviones tan veloces? ¿Para los desfiles? ¿Dónde están? ¿Por qué no derriban a los aviones navales, que son una antigualla?

El brigadier San Martín tardó un instante antes de responder:

—La situación en la base de Morón es incierta. Perdimos contacto con sus mandos. No sabemos qué pasa —confesó apesadumbrado.

—¿Usted quiere decir que podemos tener a los Gloster en nuestra contra?

—Para serle sincero, no lo sé.

Perón miró la hora y dijo:

—Vaya y cumpla mi orden. Ni una bomba sobre Ezeiza. En todo caso, veamos qué pasa con Morón, y Dios nos libre de que los Avro estén también del lado de los sublevados. Si es así, este sótano será mi tumba —murmuró para no ser escuchado por el resto de los compañeros de refugio.

San Martín abandonó presuroso el lugar.

Fue entonces cuando llegaron al subsuelo el secretario privado de Perón, mayor Renner, y el comisario inspector Zambrino, jefe de la custodia presidencial, portadores a su vez de otras noticias.

—Señor Presidente, en estos momentos se combate en las inmediaciones de la Casa de Gobierno, que está rodeada por fuerzas de la Infantería de Marina. Los granaderos están actuando con valor, nos consta. Desde el puesto de comando del ministro Lucero, vimos cómo piezas antiaéreas respondieron desde la terraza de la Casa Rosada a un segundo ataque de la aviación naval.

—¿Hay bajas?

—Es altamente probable que las haya. Los granaderos que llegaron de refuerzo en varios colectivos del regimiento fueron emboscados cerca de la explanada. Pero la siguen resistiendo y ya cuentan con el respaldo del Motorizado Buenos Aires. También hay fuego enemigo sobre el ala norte de este Ministerio.

—¿Tienen artillería y blindados?

—Por el momento, no se han visto. Se dice que estaría sublevado el general Bengoa, en Paraná.

—¿Bengoa sublevado?

Dos años antes, Perón había puesto a Bengoa al frente de una comisión para investigar probables ilícitos con los cupos de exportación de carne. De ese modo, hizo frente a un escándalo en el que aparecía involucrado Juan Duarte, su cuñado y secretario privado. Convocó a un militar de prestigio para dar un informe confiable sobre el caso, que, por la proximidad del involucrado, podía salpicarlo. La corrupción en su gobierno era un escándalo, pero dentro de su propia familia se tornaba intolerable.

Bengoa cumplió con su misión y dio un informe completo que desnudó la mecánica de un incipiente negociado. Perón se enfureció al descubrir la podredumbre que se había instalado dentro de un sistema creado para defender la economía nacional. Mucho más cuando supo que Juancito estaba implicado.

Y ese día reaparecía Bengoa, el honorable y honesto militar, en el corazón de la conspiración, rompiendo su juramento a la Constitución. ¿Cabía mayor corrupción que asesinar civiles a mansalva?

En estas ideas se detuvo antes de ordenar a Renner:

—Gracias, mayor, lo quiero de enlace con Lucero. Dé instrucciones para que el Motorizado Buenos Aires intervenga en ayuda de nuestros hombres. Esos granaderos hacen honor a su uniforme y al creador de su regimiento.

Renner se dispuso a cumplir las indicaciones. El jefe Zambrino permaneció con dos custodios en el subsuelo. Antes de subir, el secretario de Perón le advirtió:

—Todo esto es para matar al Presidente. Si ven llegar a un marino cerca de Perón, le tiran —Zambrino miró al contraalmirante Lestrade, que, con ostensible palidez, se mantenía próximo al mandatario—. Ese es el viceministro de Marina. Igual me lo vigilan. Parece leal, pero nunca se sabe.

El bombardeo
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