39
Cuando llegamos al exterior, la tormenta se había convertido en algo con su propia voluntad despiadada. La lluvia se derrumbaba ciegamente sobre nosotros como una sábana fría. El viento aullaba como una bestia famélica, los relámpagos quemaban el cielo casi continuamente y los truenos que los secundaban eran un rugido constante y atronador. Este era el tipo de tormenta que tiene lugar solo una o dos veces en el siglo y yo nunca había visto nada igual.
Sin embargo, todo aquello no era más que un efecto secundario de lo que las fuerzas mágicas estaban urdiendo en la ciudad. El temor, la tensión, el miedo, la ira de su gente se había fusionado con el poder oscuro que dominaba Chicago bajo la tormenta. La presencia del Erlking (todavía podía oír los ocasionales alaridos entre los rugidos airados de la tormenta) revolvían esa energía aún más.
Me protegí los ojos de la lluvia lo mejor que pude con una mano, mirando hacia el cielo plagado de hilos luminosos. Allí, a pocos kilómetros dirección norte, encontré lo que estaba buscando: una lenta pero masiva rotación en las nubes, una espiral de fuego y aire y agua que rodaban con pesada elegancia a través del cielo.
—¡Allí! —llamé a Butters señalando—. ¿Ves aquello?
—¡Dios mío! —dijo. Se agarró con firmeza a mis hombros con las dos manos y su tambor bajo me golpeó por detrás—. ¿Es aquello?
—Aquello es —gruñí. Me sequé el agua de los ojos y me agarré a la silla de montar para no desequilibrarme—. Está empezando.
—Menudo desastre —dijo Butters. Miró hacia atrás, hacia donde yacían los ladrillos rotos, los escombros y ruinas de la entrada principal del museo.
—¿Ella está bien?
—Solo hay una forma de saberlo —gruñí—. ¡Arre, mula!
Apoyé mi mano izquierda en la piel áspera y rugosa de mi corcel y lo hice avanzar. La silla de montar se tambaleó y me agarré firmemente con mi otra mano para no caerme.
Los primeros pasos fueron la peor parte. El sillín estaba colocado en un bulto nada propio de los caballos. Pero en cuanto mi nueva montaña cogió velocidad, la mole de su cuerpo se inclinó hacia delante, de forma que su espina dorsal quedaba casi en paralelo con el suelo.
No sabía esto antes, pero resulta que los tiranosaurios pueden alcanzar corriendo una velocidad verdaderamente increíble.
Sería más o menos tan grande como un autobús urbano, pero Sue, a pesar de su peso, se movía con fuerza y elegancia. Había concentrado energía cargada de ectoplasma para vestir aquellos huesos tan antiguos, que se habían cubierto de músculos, de piel densa y de un amago de carne sorprendentemente fina y sensible. Era gris oscura y tenía una marca negra a lo largo de la cabeza y por los costados, casi como un jaguar. Y una vez que le di forma a aquella vasija, localicé y encontré al antiguo espíritu del depredador que lo había reanimado.
Puede que los animales no tengan el potencial que tienen los restos humanos. Pero cuanto más antiguos sean los restos, más magia se puede verter en ellos; y Sue tenía sesenta y cinco millones de años.
Tenía poder. Tenía poder para dar y tomar.
Había instalado las sillas para sentarnos en su espalda, justo en la curva donde se junta el cuello con el cuerpo. Tuve que improvisar cómo atárselas y decidí utilizar las cuerdas para ajustarlas en un lugar fijo. Fue algo peliagudo conseguir que Butters se subiera sin dejar de marcar el ritmo para que no anulase mi control sobre el dinozombi. Pero Butters dio la talla.
Sue emitió un sonido bajo que hizo que los edificios cercanos se estremeciesen sobre sus cimientos y rompió algunas ventanas a su paso, raudo y veloz, por las calles de la ciudad. La lluvia cegadora y la salvaje tormenta habían dejado las calles completamente desérticas, pero, aun así, había terremotos más discretos que aquel pedazo de tiranosaurio. Las calles se sacudían literalmente bajo sus pies. De hecho, dejamos atrás acres de asfalto destrozado.
Y aquí tengo otro dato que estoy seguro que desconocíais sobre los tiranosaurios: no toman las curvas nada bien. La primera vez que intenté girar a la izquierda, Sue osciló hacia un lado y, dada la increíble velocidad a la que iba, perdió el control de su cuerpo y sus músculos dejaron de acatar órdenes. Se montó en la acera y se cargó tres coches aparcados pasando por encima de ellos, tiró dos farolas y golpeó un coche compacto que salió despedido para acabar cayendo sobre su techo. Rompió también todos los cristales de los dos primeros pisos del edificio que había detrás de nosotros cuando su cola se agitaba a izquierda y derecha, en un intento por mantener su cuerpo en equilibrio.
—¡Dios mío! —gritó Butters. Se mantenía colgado de mí, agarrado con las manos, y golpeando alternativamente con una u otra pierna para cada lado, para hacer que sonase el tambor que llevaba a su espalda.
—¡Probablemente estén asegurados! —le grité. Gracias a Dios que las calles estaban vacías esa noche. Tomé nota para cerciorarme de que Sue había bajado un poco el ritmo antes de volver a girar, y mantuve la concentración de mi energía en ella, centrando su atención en la tarea que nos ocupaba en cada momento.
Justo antes de que girásemos hacia el lago Shore Drive, nos cruzamos con un puesto de control de la Guardia Nacional. En unos controles policiales de madera había dos soldados desafortunados con chubasqueros y un par de Hummers armados, con los faros apuntando a conos de luz inútiles en medio de la noche y la tormenta. Cuando Sue corrió hacia ellos, los dos hombres se quedaron boquiabiertos con las caras pálidas. A uno de ellos se le cayó el rifle de asalto de sus manos entumecidas.
—¡Salid del medio, idiotas! —les grité.
Los dos hombres corrieron para esconderse. El pie de Sue se cargó el capó de uno de los Hummers, machacándolo contra el asfalto y enseguida habíamos dejado atrás el puesto policial y estábamos aporreando nuestro camino en dirección a Evanston.
—Oye —dije mirando hacia atrás por encima del hombro—, me encantaría ver cómo le explican esto a sus superiores.
—¡Has machacado su coche! —gritó Butters—. ¡Eres como una bola demoledora humana! —Hizo un silencio para reflexionar y luego dijo—: Oye, el sitio adonde vamos, ¿está cerca de la casa de mi jefe? Porque el tío no para de hablar de su nuevo Jaguar.
—Tal vez después. Por ahora, mantén los ojos abiertos —le dije—. Es mucho más rápida de lo que creía. Llegaremos en un minuto. —Me agaché bajo la esquina de una valla publicitaria cuando Sue se metió por ahí—. Hagas lo que hagas, no dejes de marcar los latidos con el tambor, ¿me has entendido?
—Bien —dijo Butters—. Si paro, se acabó el dinosaurio.
—No —le corregí—. Si paras, el dinosaurio podrá hacer lo que quiera.
Unos gritos surgieron desde un lado de la calle cuando una pareja de soldados de la Guardia Nacional nos vio pasar. Sue giró la cabeza hacia ellos, volvió a soltar uno de sus alaridos desafiantes y a romper más ventanas. Asustó tanto a los guardias que se cayeron al suelo. Sentí una oleada de hambre poderosísima recorriendo el cuerpo de la bestia que yo había invocado; el animal prehistórico que había convocado del mundo de los espíritus estaba empezando a recordar las cosas buenas de la vida. Volví a tocar el cuello de Sue, enviando una oleada de mi energía hacia ella, tirando de su cabeza hacia atrás con una ruidosa tos de protesta.
En mis oídos resonó el golpe de ese vasto sonido y miré hacia atrás para asegurarme de que Butters se encontraba bien. Estaba pálido.
—Si esta cosa se nos escapa —me dijo—, puede ser un mal asunto.
—Y esa es la razón por la que no debes dejar de tocar el tambor —le contesté. Si Sue se liberaba, no quería ni imaginarme la carnicería que podría llevar a cabo. Quiero decir, ¡cielo santo! Y si no, mira todas las víctimas que murieron absurdamente en Parque Jurásico II.
Llegamos a Evanston. Fue la primera zona residencial de las afueras de Chicago y se diferencia de la ciudad básicamente por la presencia de árboles en las calles y porque poseía más casas que rascacielos. Pero teniendo en cuenta que solo está a una o dos manzanas del corazón de la Segunda Ciudad[16] y que tiene árboles y casas, parece más bien un parque acurrucado a los pies de Chicago.
Guié a Sue para girar a la izquierda, con mucha suavidad, hacia Sheridan, aminorando la marcha lo suficiente como para estar seguro de que no hacíamos un viraje muy brusco en la calle. En cuanto Sue se fue adentrando, se apoderó de mí la idea de que aquellas casas eran demasiado frágiles. Madre mía, otro accidente de conducción como el que habíamos tenido en la ciudad, aquí podría significar una casa aplastada en lugar de abolladuras o ventanas rotas. Nos estábamos moviendo con mucha precisión entre personas que estaba intentando proteger, familias, casas con niños y padres, y abuelos, y mascotas. Gente decente, la mayoría, que solo quería vivir en sus casas tranquilamente y a salvo y seguir adelante con sus vidas.
Por supuesto, si no me daba prisa y detenía el Darkhallow, cada una de estas casas se inundaría de muerte.
Miré hacia el cielo cuando volvió a iluminarse y no me gustó lo que vi. Las nubes se movían más rápido, por una zona más amplia, y aparecieron unos colores antinaturales y estriados. Estábamos prácticamente bajo su centro gravitatorio.
Dirigí a Sue hacia otra calle, y ahí fue cuando sentí el nubarrón de poder arremolinándose por detrás de nosotros. Se retorció contra mis sentidos de mago enviando rayos cosquillean tes de calor y frío y otras sensaciones menos reconocibles que me recorrieron el cuerpo. Me estremecí ante la fuerza desorientadora.
Bajo aquella sensación había resistencia mágica. Mucha.
—¡Mira! —gritó Butters, señalando—. ¡Ahí abajo, toda esa manzana es el campus!
Un relámpago volvió a iluminar el cielo cuando encaminé a Sue hacia la calle, y fue por encima de la cabeza del dinosaurio que vi a los centinelas luchando por sus vidas en las calles principales.
Estaban en problemas. Luccio los había organizado en un grupo ensamblado en torno a un conjunto de… ¡Campanas infernales!, ¡alrededor de un conjunto de niños con llamativos disfraces de Halloween! Morgan lideraba el grupo, Luccio se hallaba en la retaguardia y Yoshimo, Kowalskí y Ramírez se situaban en los flancos.
Mientras miraba descubrí docenas de formas horrendas que salían de las sombras y cargaban contra ellos. Vinieron más corriendo tras ellos, emitiendo alaridos de ira desaforada.
Luccio se desplazaba en círculos para enfrentarse a ellos. Y madre mía, de repente descubrí la diferencia entre un mago joven fuerte pero tosco y un maestro de la magia de batalla.
De su mano izquierda salía fuego, no eran gotas de llamas como podría emitir yo, era una delgada aguja de fuego tan brillante que dañaba los ojos al mirarla. Hizo un arco con ella, apretando tirantemente, y cada uno de los zombis que venían detrás de ella cayó al suelo entre chasquidos y sonidos de rotura de huesos y de carne chamuscada. Otra ola surgió después de la primera. Luccio atrapó a uno de ellos en una atadura invisible y arrojó al muerto viviente hacia los otros que venían a por ella. Derribó otros tantos, pero un par de zombis consiguieron atravesar su fortaleza.
Luccio esquivó los brazos codiciosos del primero, lo agarró por la muñeca y lo lanzó hacia un lado, golpeándolo con un giro de su cuerpo que me recordó a uno de los movimientos de Murphy. El segundo zombi intentó golpearla en la cabeza con un pesado martillo, pero desenvainó la fina espada que llevaba y le cortó el brazo a la altura del codo. Otro movimiento levantó una oleada de sonido de un poder que sentía incluso a media manzana de distancia. Se trataba de un silbido que surgía del acero plateado de su espada, que blandió con ligereza y decapitó al zombi. En cuanto la espada lo tocó, hubo un resplandor y el zombi cayó bruscamente al suelo; la magia que lo había animado se desactivó ipso facto.
En menos de cinco segundos, Luccio había acabado con treinta muertos vivientes y ni siquiera había tenido complicaciones.
Supongo que tampoco se llega a ser líder de los centinelas repartiendo chapitas en la calle.
Mi mirada volvió a dirigirse al lugar donde estaba el resto del grupo y vi a Morgan enfrentarse a otra oleada. Su estilo era mucho más duro y brutal que el de Luccio, pero obtenía resultados similares. Un fuerte pisotón envió una frecuencia a través de la tierra que acabó golpeando a los muertos vivientes y los tumbó como si fueran bolos. Un gesto que hizo con la mano, un movimiento de muñeca y un grito de esfuerzo dieron paso a ondas en el asfalto y en la tierra que hicieron caer a todos los zombis cercanos. Cerró el puño y la tierra se tensó, los hizo retroceder y los tiró al suelo; destrozó y agrietó su camino a través de los trozos de muertos vivientes, arrancándoles la piel a los que todavía estaban animados. Una de esas criaturas todavía se movía, así que Morgan, con mirada desdeñosa dibujada en la cara, desenvainó un sable que llevaba en la cadera, el que utiliza para las ejecuciones de los magos que rompen las leyes de la magia, paró un segundo para coger fuerza y se balanceó, una vez, dos veces, pin, pan, pun, y el zombi se deshizo en no sé cuántos trocitos.
Algunos de los que quedaban lograban escabullirse por un lado u otro. Kowalski golpeó a uno hasta dejarlo en el suelo con una fuerza oculta, mientras, a su lado, Yoshimo, giró la mano y las ramas del árbol más cercano descendieron por propia voluntad, se enrollaron alrededor de la garganta de un muerto viviente y lo levantaron del suelo. Ramírez, que luchaba con una sonrisa en la cara, lanzó algún tipo de energía verde luminosa que nunca antes había visto, y el zombi más próximo a él simplemente se deshizo en lo que parecían granos de arena. Después, se le ocurrió sacar su pistola cuando una segunda criatura se acercaba, y tranquilamente le disparó dos balas en la cabeza, a una distancia de más de tres metros. Seguro que estaba cargada con balas de punta hueca o algo así, porque la cabeza de la criatura explotó como una fruta podrida y el resto se derrumbó agitándose en el suelo.
Ninguno de los zombis se acercó a menos de tres metros de los asustados niños. Muchos de ellos se materializaban entre la lluvia y la noche, pero Luccio y los centinelas seguían moviéndose con denuedo hacia ellos, quemando, aplastando, rebanando y picándolos en su camino de furiosa obsesión hacia los niños.
Por esta razón probablemente no vieron el chaparrón de golpes que se les venía encima.
Se oía el rugido de un motor que salía de ninguna parte y un viejo Chrysler apareció en la calle. El conductor realizó un giro muy cerrado a la izquierda, en cuanto se acercó a los centinelas y a sus enemigos y la humedad de la lluvia lo convirtió en un patinazo hacia un lado. El coche se precipitó como una enorme escoba de hierro y acero y ninguno de los centinelas estaba mirando hacia ese lado.
Le pegué un grito a Sue y me agarré a la silla de montar.
El coche resbaló produciendo un gran oleaje con el agua de la calle.
La cabeza de Ramírez se giró para mirar alrededor, vio el coche y lanzó una voz de alerta. Pero era demasiado tarde para apartarse de su camino. El grupo todavía recibía ataques y a las creaciones sin cerebro que los asaltaban no les preocupaba nada su supervivencia. Ellos seguirían luchando, e incluso si los centinelas se pusiesen a correr hacia el coche, jamás sobrevivirían mientras les atacase la muchedumbre de muertos vivientes en medio de aquel caos. En un fogonazo de perspicacia me di cuenta de que esta era la misma técnica que había usado Grevane en mi apartamento: sacrificaba sin piedad a sus subordinados para acabar con el enemigo.
Todos los demás se giraron hacia el coche que se acercaba.
Los músculos de las piernas de Sue se tensaron y la montura se tambaleó. Una de las niñas pequeñas gritó.
Entonces, el tiranosaurio apareció de un salto en el lugar en el que los centinelas eran asediados. Sue aterrizó apoyando una pata, llena de garras, en la calle y la otra directamente en el capó del Cadillac, como un halcón cazando un conejo. Hubo un chillido ensordecedor y metálico, se rompieron los cristales y la silla volvió a tambalearse.
Me incliné para ver lo que había pasado. El capó del coche y el motor habían sido reducidos a un trozo de metal de medio metro. Incluso mientras yo miraba, como si fuese un pájaro curioso, Sue abrió sus enormes mandíbulas y le arrancó el techo.
Dentro estaba Li Xian, vestido con una camisa negra y pantalones. La frente del necrófago tenía un enorme corte y un hilo de sangre verdinegra le salía por un lado de la cabeza. Tenía los ojos en blanco y algo idos; debía de haberse golpeado la cabeza con el volante o con la ventana cuando Su e detuvo de manera brusca su coche deslizante.
Li Xian sacudió la cabeza e intentó salir del coche. Sue volvió a gruñir y el sonido debió aterrorizar a li Xian, porque sus extremidades empezaron a temblar con espasmos y se cayó al suelo. Sue se inclinó otra vez, con la boca entreabierta, pero el necrófago rodó hasta meterse bajo el coche y ocultarse de ella. Sue golpeó el coche y le dio unas tres o cuatro vueltas de campana calle abajo.
El necrófago dejó salir un grito y se quedó mirando a Sue, muerto de miedo, cubriéndose la cabeza con las manos.
Sue se lo comió de un bocado. ¡Zasca! ¡Ñam! Se acabó el necrófago.
—¿Pero qué ha sido eso? —gritó Butters con voz aguda y altamente asustada—. ¿Se puso a cubrirse la cabeza con las manos? ¿Este tío no vio lo que le pasó al abogado de la película?
—Aquellos que no aprenden las lecciones de historia están condenados a repetirlas —le contesté haciendo girar a Sue—. ¡Agárrate!
Dirigí al dinosaurio hacia el río de zombis, siguiendo los pasos de los centinelas y dejándola que se encaminase hacia la ciudad. Sue masticó, pisoteó y zarandeó zombis desde cuatro metros de altura con los balanceos y soplidos de su hocico. Su cola lanzó a un zombi, con una pinta particularmente siniestra, contra la pared de ladrillos del edificio más cercano, y el zombi recibió una sacudida tan fuerte, y era tan fangoso, que se quedó pegado a la pared como un imán de la nevera, con los brazos y las piernas extendidos.
Dirigí a Sue hacia el edificio e hice que descendiera hasta el suelo.
—Ven, pero sigue tocando el tambor —le dije a Butters.
Nos bajamos de las sillas y corrimos un par de pasos bajo la pesada lluvia hacia la puerta en la que estaba Luccio.
—¡Hola! —les dije—. Siento llegar tarde.
Luccio se quedó mirándome durante un momento y luego miró al dinosaurio. Sus ojos reflejaban asombro, enfado, gratitud y repugnancia.
"ERROR"
—Yo… Dio, Dresden, ¿qué es lo que has hecho?
—No es un mortal —le dije—. Es un animal. Ya sabes que las leyes están ahí para proteger a nuestros colegas magos y a los mortales.
—Es… —Por su cara parecía que iba a vomitar—. Es nigromancia —me dijo.
—Es necesario —le dije y mi voz sonó áspera. Levanté un dedo para señalar—. ¿Has visto el tornado que se está formando?
—Sí, ¿qué es eso?
—Es la magia negra. La gente de Kemmler ha sido convocada y van a devorar las sombras que puedan conseguir, y si lo consiguen y uno de ellos se convierte en un dios…
Los ojos de Luccio se abrieron de par en par mientras se lo imaginaba y lo iba comprendiendo.
—Será como una aspiradora —dijo ella—. Arrastrará a su interior toda la magia. Arrastrará vidas.
—Eso es —le dije—. Y ellos estarán allí, justo bajo el torbellino. Pero si alguien tratase de entrar ahí sin un campo de energía nigromántica a su alrededor, el tornado se lo tragaría de golpe antes de que pudiera acercarse lo suficiente. Necesitamos entrar ahí para detenerlos. Esa es la razón por la que he cogido prestada a la criaturita. Así que no me vengas con gilipolleces de las leyes de la magia, o por lo menos espera a después, porque hay demasiadas vidas en juego.
La ira se asomó por su cara y abrió la boca. Luego frunció el ceño y la volvió a cerrar.
—¿De dónde has sacado esa información?
—Del libro de Kemmler —le dije.
—¿Lo has encontrado?
Hice una mueca.
—Brevemente. Grevane se me abalanzó y me lo arrebató.
Butters seguía la conversación como si fuese un partido de tenis, marchando en el mismo sitio y sin avanzar, para que así el traje de polca continuara emitiendo el golpeteo.
Luccio parpadeó mientras lo examinaba y luego cogió aire profundamente y dijo:
—¿Y este quién es?
—El batería que necesitaba para llevar esto a cabo —le dije—. Y un buen amigo. Me ha salvado la vida esta noche. Butters, ella es Luccio. Jefa, este es Butters.
Luccio hizo una breve inclinación de cabeza hacia Butters y él agachó la cabeza tímidamente como respuesta.
—¿Dónde habéis encontrado a esos niños?
Hizo una mueca.
—Este edificio es un complejo de apartamentos. Llegamos aquí justo cuando los primeros zombis aparecieron. Uno de los padres no paraba de gritar que los niños estaban en una fiesta de Halloween en un edificio del campus. Llegamos demasiado tarde para salvar a la mujer que los cuidaba, pero por lo menos logramos salvar a los niños.
Me mordí el labio inferior estudiando a la centinela.
—¿Tenéis que acabar con unos magos malvados y paráis en el camino para apartar a esos niños de la línea de fuego? Pensaba que los centinelas habrían eliminado primero a los malos para después poner a salvo a los civiles.
Levantó la barbilla y me miró con una ceja arqueada.
—¿Esa es la opinión que tienes de nosotros?
—Sí —le contesté.
Frunció el ceño y miró hacia abajo, a la empuñadura de su espada.
—Dresden… los centinelas, en general, no están interesados en sentimientos como la compasión o la empatía. Pero en este caso eran niños. No estoy orgullosa de todo lo que he hecho como centinela. Pero me arrojaría a los demonios antes que dejar a un niño morir.
Fruncí el ceño.
—Lo harías —dije pensativamente—, ¿verdad que sí?
Me sonrió un poco, su pelo gris estaba todo pegoteado a su cabeza, por culpa de la lluvia y eso dejaba al descubierto sus múltiples patas de gallo.
—No todos somos como Morgan. Pero incluso él jamás ha dado la espalda a un niño en peligro. A veces puede ser muy tocahuevos, pero es un guerrero excepcional. Y bajo todas sus imperfecciones, es un hombre decente.
La puerta del edificio se abrió de golpe y Morgan entró empuñando la espada con ambas manos.
—¡Te lo dije! —le espetó ferozmente a Luccio—. ¡Te dije que se volvería en nuestra contra! la última violación de las leyes deja muy claro lo que he estado diciendo todo este tiempo… —Su voz empezó a quebrarse despacio cuando me vio de reojo y se dio la vuelta para comprobar que estaba allí de pie, con Sue tumbada a un par de metros de distancia.
—Sí —le dije a Luccio, y mi voz era lo único seco de mí—. Ya veo a qué te refieres.
—Morgan, ha encontrado el libro. —Me miró—. Cuéntaselo.
Le expliqué a Morgan todo lo que había averiguado. Frunció el ceño mirándome con gran desconfianza, pero cuando llegué a la parte en la que miles de personas morirían si no conseguíamos detener el hechizo, en su cara se dibujó la preocupación primero y más tarde la determinación. Me escuchó sin interrumpirme.
—Necesitamos llegar al centro del hechizo —terminé—. Tenemos que atacarlos en cuanto intenten descenderlo.
—Es imposible —dijo Morgan—. Me acerqué lo bastante como para echar un vistazo cuando fuimos a rescatar a los niños. Están en un pequeño merendero con mesas que hay entre los edificios. Hay varios cientos de cadáveres animados en camino.
—Para eso —dije inclinando mi cabeza hacia Sue—, he traído yo también un cadáver animado, para defendernos esta noche. Con ella abriré paso.
Morgan se quedó mirándome durante un segundo y luego asintió, la idea fue despejando sus pensamientos a toda velocidad.
—Vale. Entonces debemos intentar derribarlos cuando terminen el hechizo. Eso les dará tiempo suficiente para que se traicionen entre sí y cuando lleguemos y perturbemos el desarrollo de algo tan poderoso, el contragolpe probablemente los mate.
—De acuerdo —dijo Luccio—. ¿Cómo está Yoshimo?
—Ramírez dice que tiene el muslo desgarrado —gruñó Morgan—. No está en peligro, pero no podrá luchar más esta noche.
—¡Maldita sea! —dijo Luccio—. Tenía que haber derribado a aquel antes de que entrase.
—No, jefa —dijo Morgan implacablemente—. Ella nunca debió haber utilizado la espada en una situación como esa. Es una esgrimista mediocre, en el mejor de los casos.
—¡Madre mía, Morgan, qué cariñoso eres! —le dije.
Me echó una larga mirada y la espada vibró bajo sus manos.
Luccio extendió la mano entre nosotros dos con un gesto de absoluta autoridad.
—Caballeros —dijo en voz baja—. Dejen eso para más tarde, no tenemos tiempo.
Morgan respiró profundamente y asintió.
Me crucé de brazos y mantuve el ceño fruncido, pero no había sido yo al que le había salido el punto violento. Bien hecho, Dresden.
—He terminado con el batería de Grevane, y Sue se acaba de comer al compinche necrófago —les dije—. Lo que quiere decir que ahora quedamos nosotros, esos dos, Cowl y su ayudante.
—Cuatro de ellos y cinco de nosotros —dijo Morgan.
Luccio hizo una mueca.
—Podría ser peor —admitió—. Pero solo tú y yo tenemos algo de experiencia en este tipo de batalla. —Levantó la vista hacia mí—. No te ofendas, Dresden, pero eres muy joven y no has vivido este tipo de duelos antes, aunque aun así tienes más experiencia que Ramírez o Kowalski.
—No me ofendo —le dije empezando a tiritar bajo la lluvia—. Preferiría estar en casa en la cama.
—Morgan, por favor, avisa a los demás centinelas y que entren aquí. Después coloca a Yoshimo en algún punto desde el que pueda vigilar la puerta principal y defender el edificio. Si las cosas no salen bien, tal vez necesitemos un lugar donde resguardarnos.
—Si las cosas no salen bien —le dije—, no vamos a tener que preocuparnos por eso. Morgan sacudió la cabeza mirándome.
—Ahora vuelvo.
Me quedé allí parado durante un momento. Un zombi hecho polvo subía por la acera. Me acerqué de nuevo a Sue y toqué su costado y sus pensamientos, y ella movió el rabo, golpeando lo que hubiese en la oscuridad de su camino.
Después me volví hacia donde estaba Luccio.
—Es increíble —dijo en voz baja, mirando a Sue—. Dresden, este tipo de magia es una abominación. Tal vez sea algo necesario esta noche, pero es igualmente espantoso. Y aun así, míralo, es increíble.
—Y también es muy buena machacando zombis —le dije.
—Y tanto. —Volvió a mirar hacia el cielo—. ¿Cómo vamos a saber que están bajando la energía?
Empecé a hablar:
—Tienes tantas posibilidades de adivinarlo como yo… —Pero no me dio tiempo a acabar la frase cuando, de repente, las nubes empezaron a rodar y a revolverse y, de pronto, empezaron a acelerarse en una espiral gigantesca. Aparecieron más fogonazos y me mostraron la forma turbia de lo que parecía un tornado de trazos finos y oscuros, que se desprendió de las nubes y empezó a descender hacia el suelo.
Me puse tenso y asentí.
—Ahí lo tienes —le dije—. Están empezando ahora mismo.
—Muy bien —dijo Luccio—. Entonces tenemos que ponernos en camino inmediatamente. Quiero que tú…
A Luccio no le dio tiempo a decirme lo que quería que hiciese yo, porque la tierra empezó a hervir de repente, retorciéndose con grandes masas de luz verdosa que se desprendía del suelo. Fueron cogiendo forma según emanaba de la superficie, primero eran vagamente humanos y luego se fueron convirtiendo en imágenes de lo que parecían hombres de las tribus amerindias. Conforme fueron dibujándose sus bocas, iban dando salida a gritos y alaridos de emoción y furia, y armas fantasmas fueron apareciendo en sus manos: lanzas, hachas, garrotes y arcos.
Uno de ellos se giró y me lanzó al pecho una lanza translúcida y brillante. Apenas tuve tiempo para pensar, pero mi brazo izquierdo se levantó y mi carbonizado brazalete escudo explotó en una nube de chipas azules y blancas, y enseguida la lanza de deshizo en verdes y coléricas llamas contra mi escudo. Oí un grito breve tras de mí y me agaché para esquivar el balanceo de un hacha espectral, cuyo controlador flotaba por encima de mí. Me lancé hacia delante y rodé, volviendo con mi escudo preparado. Mi voluntad se concentró en mi bastón y provocó que los sellos tallados a lo largo de él se encendieran con fuego plomizo.
Un fantasma amenazó a Luccio con un garrote y, aunque rodó al recibir el garrotazo, se llevó un buen garrotazo en la mandíbula y la boca. Recuperó el equilibrio, se inclinó para esquivar un segundo golpe, y una vez más desenvainó la espada plateada de centinela que llevaba en la cadera. De nuevo, el filo silbó con ese poder que ya había sentido antes, y Luccio le propinó una estocada limpia al espectro: la hoja atravesó inmaculadamente su corazón. El espectro se retorció de dolor y después simplemente explotó en destellos de luz enfermiza, dando paso a globos de ectoplasma. Luccio volvió a guardar su espada y giró sobre sus talones para enfrentarse a dos más de los espíritus cuasi sólidos.
Bloqueé un segundo hachazo con mi escudo mientras buscaba nervioso a Butters. Lo encontré a unos cinco metros, a gatas en el paso de peatones, con las piernas todavía golpeando sin tregua el tambor. Tres de los fantasmas se le estaban acercando gritando con furia e ira.
—¡Butters! —grité y me levanté para ir hacia él, pero otros dos espectros se cruzaron en mi camino y me obligaron a agazaparme bajo mi escudo. Solo podía mirar lo que estaba ocurriendo y cómo los tres muertos vivientes se iban aproximando a Butters para atacarlo.
Butters se sacudía salvajemente, con los ojos en el suelo, evidentemente sin saber lo que se le venía encima. Uno de ellos agitó con las dos manos un garrote y Butters se llevó una mano a la boca y luego se volvió a caer al suelo. El arma espectro se balanceaba con una limpia y letal elegancia, directamente dingida hacia la cabeza de Butters.
Y, de repente, se destrozó contra la cortina curva de un círculo de poder.
Butters miró hacia arriba, a los fantasmas, mientras fracasaban en su Intento traspasar el círculo. Tenía el trozo de tiza que yo le había dado en una mano y había rasgado con los dientes el pequeño corte que ya había usado antes Se levantó y siguió batiendo el tambor y con el pulso tembloroso levantó el dedo pulgar para mostrarme que estaba a salvo.
—¡Muy bien, Butters! —le grité—. ¡Quédate ahí!
Asintió, completamente pálido y siguió marchando en el lugar para mantener ritmo del tambor.
Agité mi bastón ante un espectro y lo golpeé. El guerrero fantasma reaccionó como si le hubiese atizado con un pesado ladrillo. Era muy curiosa la sensación golpe, aunque no era igual que cargar contra un cuerpo sólido, con el típico golpe que retumba, seguía teniendo algo de impacto. Sabía, por lo que había visto, que espectros habían salido de la tierra y que solo eran parcialmente materiales. Un impacto material tendría muy poco efecto en ellos y la fuerza que mi brazo adquiriese con el balanceo no significaba nada para ellos. Pero el poder de energía que había concentrado y que ya tenía preparado en mi bastón, era otra cosa. Esa energía era frente a la cual los espectros reaccionaban y aproveché mi ventaja, agitando mi bastón a través de la cabeza y la barriga del espectro en dos golpes distintos, haciendo que la aparición se desintegrase con gritos de dolor.
Durante el tiempo que me llevó hacer eso, Luccio se había despachado cinco más de los espectros con el poder de su espada de centinela, que tan bien le funcionaba. Me miró, con los ojos muy abiertos y levantó un dedo señalando. Gruñó una palabra y otro punzante y amenazador disparo de fuego pasó rozando mis hombros, a unos veinte centímetros de mi oído derecho. Hubo otro alarido y me giré para descubrir que otro espectro pretendía abalanzarse sobre mi espalda, consumido en fuego rojizo.
Sentí que una fiera sonrisa se apoderaba de mi cara y me di la vuelta para asentir y agradecérselo a Luccio. En ese momento descubrí a la habitacadáveres saliendo bajo un velo de magia y agitando su tulwar tras la espalda de luccio.
—¡Comandante! —grité.
El brazo en el que Luccio llevaba la espada hizo un barrido a su alrededor, con el filo en paralelo a su espina dorsal dibujó alrededor de ella un círculo y evitó el ataque de la habitacadáveres sin ni siquiera darle la cara. Luccio saltó hacia delante como un gato y se giró en el mismo lugar, pero la habitacadáveres la redujo con su ataque y consiguió que la comandante de los centinelas retrocediese unos pasos.
La joven cara de la habitacadáveres dibujó una sonrisa amplia y maniaca, los hoyuelos se marcaron en sus mejillas y su pelo rizado volaba salvajemente alrededor de su cabeza mientras contraatacaba. Llevaba un pequeño tambor de algún tipo de piel atado a la cintura con una cuerda y lo golpeaba con ritmo rápido con una mano, mientras peleaba con la otra. Una nube fresca de espectros se arremolinó para socorrerla y una flecha voladora dibujó una línea roja en una de las mejillas de Luccio.
Gruñí desafiante, blandí mi bastón y grité:
—¡Forzare!
Una lanza de energía oculta se dirigió a la habitacadáveres, pero la nigromante saltó hacia atrás y la esquivó. Chilló unas palabras en una lengua desconocida y media docena de espectros se precipitaron a por mí.
Desplegué mi escudo, pero pronto no pudo soportar la presión, m siquiera aguantar los repetidos ataques de los espectros, que seguían rodeándome y atacándome. Si me hubiese mantenido firme me habrían matado, y por mucho que quisiese ayudar a Luccio no tenía otra elección que ir retrocediendo paso a paso, hasta que mis hombros tocasen el costado de Sue.
Pero mi ataque a la habitacadáveres había permitido a Luccio hacer lo que necesitaba para ponerse a la defensiva, ya que le había dado tiempo a reponerse del efecto sorpresa. Se deshizo de dos espectros más con agujas de llamas y desdeñosamente recibió otro corte del tulwar de la habitacadáveres. Por fin pudo dar comienzo a la batalla con la nigromante, con la capa gris agitada por el viento de la tormenta, presionándola con fuerza con la estocada plateada y haciendo retroceder a la habitacadáveres paso tras paso.
Dejé caer el bastón y con mi mano descubierta me agarré a la piel de Sue. A pesar de que el dinosaurio parecía una bestia viva, era solo una apariencia. Su propia carne estaba confeccionada con el mismo ectoplasma del que estaban hechos los espectros que había allí, simplemente había vertido un poco más de energía en ella para hacerla parecer más sólida. Pero era del mismo material que el resto de los espectros y eso significaba que podía hacerles daño.
El tiranosaurio se revolvió y chasqueó su mandíbula hacia un lado. Cuando la cerró tenía un espectro dentro; lo redujo a luz desteñida y trozos de mugre. Se impulsó para ponerse de pie y buscó a su alrededor al próximo espectro. Este cogió un arco y disparó una larga y resplandeciente flecha verde que se clavó en el músculo de su cuello y le hizo soltar un grito de dolor, a pesar de que la flecha no era más que un aguijón de avispa. Una garra apareció desde arriba y aplastó al segundo espectro. Los otros empezaron a gritar y a gemir con miedo e ira y se desplegaron para atacar a Sue, mientras el dinosaurio agitaba su cola y buscaba a su próxima víctima.
Vi cómo Luccio acorralaba a la habitacadáveres en la esquina del edificio, fuera de mi vista. Les había dado a los espectros un problema mayor del que preocuparse y fui tras Luccio.
—¡Harry! —gritó Butters señalando.
Miré hacia lo alto del edificio y oí niños gritando desde el interior. Alguien, creo que fue Ramírez, gritó:
—¡Bajad!, ¡bajad!
En las ventanas aparecieron destellos de luz verde arremolinándose. Oí a Morgan gritar desafiante y un estridente ruido retumbó. Los centinelas que allí había también estaban siendo asediados.
—¡No te muevas! —le dije y corrí tras Luccio.
Por detrás del edificio había una oscuridad demasiado densa y no se veía nada bien, pero en un fogonazo distinguí a Luccio realizando otra embestida; su técnica era preciosa, la pierna de atrás se estiraba hacia delante, la espalda recta, la espada hacia delante y con la fuerza de todo el peso de su cuerpo tras el furioso filo de su arma. Luccio sabía lo que estaba haciendo. Clavó la punta de la hoja bajo el tulwar de la habitacadáveres y la punta se hundió en la nigromante, justo bajo las costillas flotantes. La sonrisa de lunática de la habitacadáveres no desapareció en ningún momento.
El resplandor se apagó y oí un grito breve y ahogado.
Cogí el pentáculo de mi madre con una mano y lo levanté, tratando de que me iluminase. Una luz azul y plateada llenó el espacio que había entre los edificios. Vi a Luccio plantar bien los pies en el suelo, retorcer la espada despiadadamente y extraerla.
La habitacadáveres cayó de rodillas. Se miraba el pecho y presionaba con fuerza sobre su herida. Volvió a mirar hacia arriba para fijarse en Luccio y luego en mí. En sus ojos se atisbaba la confusión y se fue desmoronando lentamente hacia un lado para, finalmente, caer sobre la hierba.
—Excelente —dijo Luccio, dándose la vuelta. Descubrió sangre en el filo plateado de su espada y se quedó observándola un momento, luego emprendió la marcha, con pasos resueltos, hacia el otro lado del edificio de nuevo—. Vamos, mago, no hay tiempo que perder.
—¿La vas a dejar ahí?
—Está acabada —dijo Luccio con dureza—. Vamos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Me echó una mirada desafiante.
—Perfectamente. Todavía nos faltan Grevane y Cowl. Tenemos que encontrarlos y matarlos. —Su mirada se dirigió hacia las nubes que giraban en espiral sobre nuestras cabezas—. Y rápido. Tenemos muy poco tiempo. Date prisa, idiota.
Me quedé allí quieto durante un segundo, mirando la espalda de Luccio. Levanté el pentáculo y me fijé en el cuerpo de la habitacadáveres, que yacía sobre un costado, bajo la lluvia. Se retorció un poco, tenía los ojos muy abiertos, con la mirada perdida y la cara completamente pálida.
De pronto sentí mucho miedo y el estómago me dio un vuelco.
Di la vuelta al edificio con mi 44 en la mano, apuntando a Luccio a la nuca, le quité el seguro y grité con voz áspera y severa:
—¡Habitacadáveres!
Luccio se bamboleó y movió la cabeza para mirarme. En sus ojos descubrí una brutalidad que jamás habría podido pertenecer a la comandante de los centinelas.
Sentí el primer tirón de la visión del alma, pero ya había tomado la decisión en el momento en que mi voz hizo tambalear su equilibrio. Abrió la boca y vi la locura de la habitacadáveres haciendo girar los ojos de Luccio y, de repente, noté la oscura tensión que producía al concentrar su fuerza.
No llegó a hacerlo. En ese mismo segundo de duda, la habitacadáveres estaba convencida de que su disfraz la protegería y tenía la mente ocupada pensando en cuál sería su próximo paso y no en preparar la maldición por su muerte. La bala de mi 44 penetró justo bajo su pómulo.
La cabeza se le fue, primero hacia atrás y luego hacia adelante. Era cierto que se trataba del cuerpo de Luccio, pero la expresión de impacto y sorpresa cuando el cuerpo robado cayó al suelo en cuanto le flaquearon las piernas, era de la habitacadáveres.
Oí un grito quedo y sofocado.
Miré hacia arriba para descubrir a Morgan, en la puerta del edificio con la espada en la mano. Miró hacia el cadáver de Luccio y susurró:
—Comandante…
Lo miré durante un segundo y busqué las palabras.
—Morgan, esto no es lo que parece.
Los ojos de Morgan se alzaron y se clavaron en mí, la ira se apoderó de su cara.
—Tú… —Su voz sonaba amenazadoramente tranquila. Desenvainó la espada, la puso en guardia y salió a la lluvia. Su voz sonaba cada vez más iracunda mientras el suelo, el puto suelo, empezó a sacudirse—. ¡Asesino! ¡Traidor!
Oh, mierda.