36

Las luces de Chicago seguían apagadas y la noche se estaba oscureciendo todavía más. La tormenta había apartado a la mayoría de la gente de las calles y, ahora, los faros aparecían solo intermitentemente. La Guardia Nacional estaba situada alrededor del hospital del condado de Cook. Se habían instalado generadores y había varios trabajadores ocupándose del mantenimiento. De esta manera, y con la presencia de la autoridad en las calles, los ciudadanos se sentirían más amparados. Pero, en realidad, estaban tan desprovistos de teléfonos hábiles y de comunicación por radio como todos los demás, porque la lluvia y la oscuridad los había atrapado en la misma ciénaga de confusión que al resto de la ciudad.

Lo que en realidad se conseguía con aquella iniciativa era que algunas calles estuviesen iluminadas con los faros de los camiones militares y de las patrullas de la Guardia Nacional, mientras que otras estaban tan oscuras y vacías como el corazón de un político corrupto. Una parte de la calle State estaba hundida en las tinieblas, subí el Escarabajo a la acera enfrente de la oscura Radio Shack.

—Quédate aquí, Ratón —le dije al perro y salí del coche. Caminé hacia la puerta de cristal y la estudié, así como a las barras que en ella había. Luego apoyé mi bastón contra ella y concentré mi energía. Susurré—: Forzare.

Ningún destello de luz acompañó al despliegue de energía, ajusté el hechizo lo suficiente como para evitarlo. En lugar de eso, todo se convirtió en una fuerza cinética que atravesó el cristal de forma tan limpia como si hubiese sido cortada con un cúter. Las barras del centro se doblaron en una curva perfecta, lo suficientemente larga como para permitimos colamos.

—¡Joder! —dijo Butters y su voz se convirtió en un grito ahogado—. ¿Estás forzando la entrada?

—No hay nadie vigilando —le dije. Golpeé un par de trozos del cristal de la puerta que no se habían caído y después, con cuidado, me colé en el edificio—. Vamos.

—¡Ahora estás entrando! —me informó Butters—. Estás forzando la puerta y entrando. Vamos a ir a la cárcel.

Metí la cabeza entre las barras y le dije.

—Es por una buena causa, Butters. Somos los redentores secretos de la ciudad. La justicia y la verdad están de nuestro lado.

Miró la fachada del almacén con cara de no estar muy seguro.

—¿Lo están?

—Lo están si te das prisa y vienes antes de que aparezca un tío de uniforme y nos descubra —le dije—. Muévete.

Volví a meterme en el almacén y levanté el amuleto para alumbrar un poco. Miré a mi alrededor y me fijé en todos los aparatos electrónicos que había. La mayoría no sabía lo que eran. Anduve en círculos buscando un aparato en concreto, pero no tenía ni idea de dónde podría estar en aquella tienda.

Butters entró y también miró alrededor. La luz azul de mi pentáculo se reflejaba en sus gafas. Luego asintió decididamente al ver la sección del mostrador y se dirigió hacia ella.

—¿Es esto? —le pregunté.

—¿Te pasa algo en los ojos o qué? —me preguntó.

Le hice una mueca.

—No es que venga mucho a este tipo de sitios, Butters, ¿lo recuerdas?

—Ah, claro, ya. Lo de la tecnología murphiónica.

—¿Murphiónica?

—Claro —dijo Butters—. Emanas un campo murphiónico. Si algo puede salir mal, saldrá mal.

—Esperemos que Murphy no haya oído eso.

—Ya —contestó Butters—. Acerca la luz. —La elevé un poco más y me puse detrás de él—. Sí, sí —dijo—, están justo aquí, bajo el cristal. —Se puso a mirar alrededor del mostrador—. Tiene que haber una llave por algún lado.

Levanté el bastón y golpeé el cristal con él, haciéndolo añicos.

Los ojos de Butters revelaban cierta incomodidad, pero añadió:

—Ah, claro, olvidaba que estábamos robando. —Metió una mano y alcanzó una caja naranja. Luego miró alrededor y escogió un par de cajas de pilas de un estante de la pared. No había tocado nada más que lo que se llevaba, y yo tampoco. Sin los sistemas de seguridad, la única forma de pescamos sería por las huellas dactilares o si nos cogiesen in fraganti, así que me alegré de no tener que perder el tiempo limpiándolo todo para no dejar huellas.

Llevé a Butters de vuelta hasta el coche y nos fuimos de allí.

—No veo nada —dijo Butters—. ¿Puedes encender esa luz otra vez?

—No tan cerca del aparato —le dije—. Si fuese un minuto o dos no habría problema, pero cuanto más juegue con la energía cerca de eso, más probable es que se estropee.

—Necesito algo de luz —me dijo.

—Está bien, espera.

Encontré un lugar cerca de un callejón y aparqué con los faros del Escarabajo apuntando al toldo de un restaurante que sobresalía por allí. Dejé el coche encendido y salí con Butters. Abrió la caja, sacó las pilas y se puso a revolver los aparatos mientras yo vigilaba que no se acercase ningún malo ni ningún policía.

—Vuelve a explicarme por qué crees que es esto lo que buscamos —me dijo Butters. Había sacado de la caja un aparatito de plástico, del tamaño de un pequeño walkie talkie, y hurgó en él hasta que encontró la tapa de las pilas.

—Los números del código de Bony Tony son la longitud y la latitud —le dije— del lugar donde escondió el libro. Tiene que haber grabado las coordenadas con uno de esos chismes de los satélites contra los que despotricaron los soldados durante la Tormenta del Desierto.

—Sistemas de posicionamiento global —me corrigió Butters.

—Lo que sea. El tema es que se necesita un GPS para encontrar las coordenadas específicas. ¿Cuál sería el margen de error? ¿Unos diez o doce metros?

—Más bien unos tres —dijo Butters.

—¡Hala! Entonces, Bony Ton y sabía que la mayoría de los magos no tendrían ni idea de cómo se usa un GPS, y otros tantos no podrían usarlo porque es alta tecnología. Debió pensar que cuando se utilizase uno al lado de un mago se estropearía. Era la garantía que le aseguraba que Grevane no lo conseguiría.

—Sin embargo, Grevane ya lo ha conseguido —dijo Butters.

—Grevane ya lo ha conseguido —repetí—. Menudo idiota. Nunca se planteó que Bony Ton y pudiese ser más astuto que él. Con lo cual sabe que Bony Tony tiene la clave para encontrar La palabra de Kemmler, pero Grevane jamás considerará la posibilidad de que sea algo a lo que no puede tener acceso. Él se está dedicando a ir ahí metiendo la pata, como siempre ha hecho.

—Mientras que tú —dijo Butters—, ¿vas a leer libros a las bibliotecas?

—Y revistas, porque son gratis —repliqué—. Aunque debo cederle el mérito al todoterreno de Georgia. Si el coche no hubiese tenido un GPS, probablemente no habría llegado a esa conclusión.

—Muy bien utilizado el tiempo pasado en esa frase —dijo Butters—. «Hubiese tenido». —Me miró al lanzarme la indirecta—. Estoy a punto de encenderlo. ¿Puedes apartarte?

Asentí, retrocedí hasta el coche e intenté pensar en cosas bonitas relacionadas con la tecnología. Butters se acercó a la luz de los faros durante un minuto, con el ceño fruncido, y mirando el dispositivo primero para luego desviar la vista hacia el cielo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No tiene muy buena señal. Tal vez sea por la tormenta.

—La tormenta no ayuda —le contesté—. Y la magia tampoco. —Me mordí el labio un momento y dije—: Apágalo.

Butters lo apagó y asintió. Me acerqué a él y le dije:

—Sujétalo.

Saqué una tiza del bolsillo de mi guardapolvo y tracé un círculo a su alrededor en el asfalto.

Butters frunció el ceño otra vez, dirigiendo la mirada a la tiza, y dijo:

—¿Esto qué es?, ¿algo así como… un juego de mímica? ¿Quieres que vaya apoyando las manos en una pared invisible?

—No —le dije—. Vas a dibujar un círculo a tu alrededor y de él saldrá una pared imaginaria. De esta manera, se alzará una barrera entre la influencia mágica del exterior y tú.

—¿Yo haré eso? —me preguntó—. ¿Y cómo?

Terminé el círculo, busqué mi navaja y se la pasé.

—Tienes que poner una gota de tu sangre en el círculo y dibujar un muro en tu cabeza.

—Harry, yo no sé nada de magia.

—Cualquiera puede hacer esto —le dije—. Butters, no hay tiempo. El círculo mantendrá fuera la influencia de Cowl y te dará la oportunidad de conseguir la señal.

—Un campo antimurphiónico, ¿eh?

—Has visto demasiadas reposiciones de Star Trek, Butters. Pero algo así, sí. Apretó los labios y asintió. Me retiré otra vez hasta el Escarabajo. Butters puso cara de estar pensando en algo y tocó la navaja con la zona inferior de su pulgar izquierdo, donde la piel es fina y frágil. Después se inclinó tímidamente y apretó el pulgar hasta que una gota de sangre cayó en el círculo de tiza.

La barrera del círculo se alzó invisible inmediatamente. Butters miró a su alrededor unos segundos y luego dijo:

—No ha funcionado.

—Sí que lo ha hecho —le dije—. Está ahí. Puedo sentirla. Vuelve a intentarlo. Butters asintió y volvió sobre el aparatito. Cinco segundos después se le iluminó la cara.

—¡Oye! ¿Qué te parece? Ha funcionado. Entonces este círculo, ¿mantiene fuera la magia?

—Solo la magia —le expliqué—. Cualquier cosa física puede cruzarlo y perturbar la barrera. Aunque es muy útil para mantenerse aislado de demonios y ese tipo de cosas.

—Lo recordaré —dijo Butters. Miró el aparato—. ¡Harry! —exclamó—. Tenías razón. ¡Los números coinciden con las coordenadas de un lugar de aquí mismo, de Chicago!

—¿Dónde es? —le pregunté.

—Ah, sí —contestó—. Además de sintonizar la radio AM y FM, la información del tiempo, información deportiva y de pesca, mapas de las principales ciudades, localizaciones de restaurantes, hoteles para turistas, cosas de todo tipo.

—Eso —le dije— mola mucho.

—Sí. La verdad es que tiene de todo para ser un modelo de quinientos pavos. —Durante todo el tiempo no paraba de darle a los botoncitos del aparato—. Bien —dijo—. A nuestro noroeste, a un kilómetro y medio de donde estamos.

Fruncí el ceño.

—¿No te dice la calle o algo así?

—Sí —dijo Butters presionando más botones—. Ah, espera. No, para eso tienes que comprar una tarjeta extra. —Me miró pensativo—. Podríamos volver y cogerla.

—Un pequeño robo y ya te has acostumbrado —le dije—. No. Es una mala idea. Alguna patrulla puede haber visto la ventana rota y en ese caso habría policía allí. Aunque dudo que alguien nos haya visto, no hay razón para correr riesgos.

—Bueno, ¿y entonces cómo lo encontraremos? —me preguntó.

—Apágalo. Rompe el círculo con tu pie y súbete al coche. Vamos a ir en esa dirección, hacemos una parada y lo vuelves a comprobar. Enjuagar y volver a aplicar.

—Bien, buena idea. —Apagó el aparatito y emborronó el círculo de tiza con el pie—. ¿Así?

—Así. Vamos.

Butters se subió al Escarabajo y nos dirigimos hacia las oscuras, frías y húmedas calles. Después de varios bloques de edificios nos detuvimos con los faros apuntando a la fachada de un edificio de apartamentos. Butters salió del coche y repitió el proceso. Se llevó la tiza, derramó un poco de sangre en el círculo y volvió a probar el GPS. Luego corrió de vuelta al coche, bajo la lluvia.

—¡Más hacia el norte! —apuntó.

Miré hacia la oscuridad y continué el camino siguiendo mi mapa mental de Chicago.

—¿El Soldier Field?[14]

—Puede ser —me dijo—. No veo nada.

Condujimos en dirección norte y pasamos de largo la casa de los Bears. Paré justo al lado contrario y Butters lo comprobó de nuevo, de frente al estadio. Parpadeó y se dio la vuelta. Tenía los ojos muy abiertos cuando se acercó corriendo al coche.

—Estamos muy cerca. Creo que es en el museo Field.

Puse el coche en movimiento.

—Tiene sentido —dije—. Bony Ton y tiene muchos contactos allí. Comerció con excedentes de antigüedades.

—¿Te refieres a cosas robadas?

—¿Qué acabo de decir? Probablemente tenía algún chanchullo con los guardias de seguridad de allí. Tal vez guardaba sus cosas en una taquilla de personal o algo así.

Aparqué enfrente del museo Field, bajo una señal de prohibido aparcar. Había un par de sitios en los que podría haber aparcado, pero la entrada hubiese quedado más lejos. Además, me resultaba estéticamente satisfactorio saltarme las leyes municipales.

Eché el freno de mano del Escarabajo y me ubiqué bajo la lluvia.

—Quédate ahí, Ratón —ordené—. Vamos, Butters. ¿Esa cosa no puede acercarnos más al libro?

—En un radio de unos tres metros —me dijo—. Pero Harry, el museo está cerrado, ¿vamos a…?

Volé los cristales de la puerta principal con el bastón, tal y como había hecho en Radio Shack.

—Ah —dijo—. Vale.

Me planté en el vestíbulo principal con Butters pegado a mis talones Una luz se encendió bruscamente e iluminó a la tiranosaurio Sue en todo su esplendor huesudo y jurásico. Butters no se lo esperaba y se le escapó un gritito ahogado.

Unos truenos retumbaron y yo saqué mi amuleto para alumbrar, levantándole una ceja a Butters.

—Lo siento —dijo—. Es que… estoy un poco nervioso.

—No te preocupes —le contesté mientras mi corazón latía con fuerza. La revelación repentina de ese esqueleto monstruoso también me había alterado a mí.

No me miréis así. La tarde estaba siendo de lo más movidita.

Eché un vistazo alrededor y Escuché durante un momento. No percibí ninguna presencia. Abrí de nuevo mi Vista para revisar rápidamente, pero no parecía que nadie se estuviese ocultando tras un velo de magia. Me retiré.

—Vuelve a comprobarlo.

Lo hizo, a pesar de que el brillante suelo del museo no aceptaba la tiza tan bien como el asfalto. Unos minutos después asintió mirando a Sue y dijo:

—Por ahí.

Rompió el círculo y se apresuró a través de la enorme estancia.

—Intenta no hacer ruido —le dije—. Puede que haya personal de seguridad por aquí. Nos paramos ante los pies de Sue y volvimos a comprobar. Butters frunció el ceño y miró alrededor.

—Algo está fallando —dijo—. De acuerdo con el GPS, estas coordenadas están dentro de esa pared. ¿Puede ser que Bony Ton y lo ocultase en la pared?

—Es de piedra —le dije—. Y creo que alguien lo habría notado si se hubiese cargado una pared del vestíbulo principal y la hubiese reemplazado.

Sacudió el GPS un poco.

—Pues entonces no lo entiendo. Me mordí el labio y miré a Sue.

—Arriba —le dije.

—¿Qué?

—¡Vamos! —Señalé hacia arriba—. Hay una galería que tiene vistas al vestíbulo principal. Tiene que ser allí o en un piso más abajo.

—¿Y cómo sabremos cuál?

—Lo comprobaremos. Empezando por las escaleras. Los niveles que hay bajo nosotros son una especie de laberinto infernal. —Empecé a subir escaleras y Butters me siguió. Subir aquello fue horrible, pero mis instintos me gritaban que estaba en el buen camino y la emoción eclipsaba mi dolor.

En cuanto llegamos a la galería, pasamos de largo una exposición de artículos del espectáculo «Salvaje Búfalo Bill del Oeste»: monturas, rifles de madera que llevaban los vaqueros y los indios en la función, cornetas de la caballería, sombreros de plumas de guerra, chalecos, mocasines, viejas botas, viejos y gastados tambores y alrededor de un millón de fotos viejas. Detrás de eso había una especie de exposición de ecología interactiva y después de eso había una mesa con la pesada y enorme calavera de un dinosaurio deforme.

Butters volvió a comprobarlo y asintió hacia la calavera.

—Creo que está ahí.

Me acerqué a la calavera. La exposición decía que era el verdadero cráneo de Sue, pero los cambios geológicos y las presiones la habían deformado y por eso el museo había creado una calavera artificial para la exposición. Mantuve mi luz encendida, caminé alrededor de la calavera, que ahora era un enorme trozo de piedra. Me fijé en las oscuras hendiduras de la piedra y al no encontrar el libro me tumbé en el suelo y empecé a buscar bajo la pesada plataforma que sostenía la calavera.

Descubrí un sobre de papel de manila pegado con cinta adhesiva en la parte de debajo de la plataforma. Lo arranqué. Salí de debajo del armazón y abrí el sobre con dedos temblorosos.

Lo sostuve en la mano durante un momento. El libro no desprendía ningún cosquilleo ni energía misteriosa, no había en él ninguna sensación de maldad acechante ni de peligro inminente. No era más que un libro, pero aun así estaba seguro de haber encontrado La palabra de Kemmler. Mis dedos temblaron aun más cuando lo abrí.

En la portada estaba escrito a mano, con una caligrafía de trazo delgado y oscuro: «La palabra de Heinrich Kemmler».

—Oye, ¡esto ha sido divertido! —exclamó Butters—. ¿A que sí?

—Aquí está —le dije—. Lo hemos encontrado. —Levanté la mirada para dirigirla a Butters y le dije—: De hecho, lo has encontrado tú, Butters. No podría haberlo logrado sin tu ayuda. Gracias.

Butters sonrió.

—Me alegro de haber ayudado.

Me pareció oír un sonido.

Levanté una mano, anticipándome a lo que Butters estaba a punto de decir.

El sonido no se repitió. Solo se oían rayos y lluvia.

Puse un dedo en mis labios y Butters asintió. Cerré los ojos y desplegué mis sentidos, despacio y con cuidado. Durante un segundo sentí cómo mis pensamientos se agolpaban contra un hilo de energía helada.

Nigromancia.

Me alejé de aquello rápidamente y muy alterado.

—Butters, vete.

El pequeño forense parpadeó.

—¿Qué?

—¡Vete! —le dije con voz áspera—. Hay una escalera de incendios al otro lado de la galería. Vete por ahí. Sal por la escalera y no pares hasta llegar a algún lugar seguro. No mires atrás. No aminores la marcha.

Se quedó mirándome, con los ojos muy abiertos y con la cara pálida.

—¡Ahora! —gruñí.

Butters salió disparado. Oí algunos sonidos asustados que se le escapaban por la garganta mientras corría hacia el fondo de la galería.

Cerré los ojos y volví a concentrarme, preparando mi energía y mi poder mientras lo hacía, explotando mis sentidos en un esfuerzo por averiguar dónde se encontraba esa fuente de magia negra. Volví a rozar la energía oscura y esta vez no intenté ocultar mi presencia.

Quienquiera que fuera había entrado por la puerta que yo había roto. Sentí una especie de fuerza deslizándose y mezclándose con el frío deseo, con la pasión de la desesperación.

Caminé hacia la verja de la galería y miré hacia abajo, hacia el vestíbulo principal.

Allí estaba Grevane, balanceándose, con su gabardina empapada y con agua goteando desde el ala de su sombrero de fieltro. Había un semicírculo de hombres muertos de pie, detrás de él, y golpeaba en su pierna un ritmo calmado, con una de sus manos.

Me hubiese gustado salir pitando, pero no podía. Tenía que hacer tiempo allí hasta que Butters estuviera lejos. Y además, si corría hacia la puerta de atrás, con mi coche tan lejos de allí, los zombis de Grevane me alcanzarían y me harían añicos.

Me mojé los labios, sopesando mis opciones.

De pronto tuve una idea. Con la cadena de mi pentáculo colgando de los dientes, para alumbrarme, abrí el libro y empecé a hojearlo, pasando una página tras otra. No lo leía, ni siquiera intentaba leerlo. Solo pasaba las páginas y fijaba la mirada en un par de puntos de cada una, y seguía adelante.

No era un libro muy largo. Lo terminé en menos de dos minutos. Oí un ruido en la escalera y me levanté, preparando mi brazalete escudo.

Grevane había llegado al piso de la galería, los zombis marchaban detrás de él. Se quedó allí mirándome durante un momento, con una expresión indescifrable.

—Aléjate —le dije.

Parpadeó muy despacio y dijo:

—¿Por qué?

Alcé el libro con una mano.

—Porque tengo la Palabra aquí, Grevane. Y si no te alejas, lo quemaré hasta convertirlo en cenizas.

Sus ojos se abrieron y se sacudió dando un paso más hacia mí, mojándose los labios.

—No lo harás —me dijo—. Lo sabes. Quieres ese poder tanto como yo.

—Dios, sois una panda de disfuncionales —le dije—. Pero para ahorrar tiempo te daré una razón que puedas entender. Ya he leído el libro. Ya no lo necesito. Así que si me presionas estaré encantado de abrasarlo ante ti.

—No lo has leído —me espetó Grevane—. No lo has tenido en tu poder ni diez minutos.

—Hago lectura rápida —mentí—. Puedo leer Guerra y paz en treinta minutos.

—Dame el libro —dijo Grevane— y te dejaré vivir.

—Sal de mi camino o lo quemaré.

Grevane sonrió.

De pronto descendió sobre mí un gran peso, como si alguien hubiese tirado una manta forrada de plomo alrededor de mis hombros. Mis oídos se llenaron de susurros apurados. Me tropecé y me deslumbraron miles de destellos y pinchazos de agujas, y entre eso y el peso extra, caí de rodillas. Me llevó un segundo darme cuenta de lo que estaba pasando.

Serpientes.

Me hallaba cubierto de serpientes.

Había demasiadas para contarlas o identificarlas, y estaban furiosas. No sé qué tipo de reptil verde oscuro, tan largo como mi brazo, me alcanzó en la cara, hundiéndome los colmillos en mi mejilla izquierda y sujetándome. Otros me mordieron en el cuello, en los hombros, en las manos… mientras yo gritaba asustado y dolorido. Mi guardapolvo me libró de algunos mordiscos, pero el hechizo de la tela se resistió a algunos de ellos. Empecé a arrancarme serpientes del cuello, de los hombros y de la cabeza, extrayendo sus colmillos de mi piel mientras lo hacía.

Luché por poner en orden mis pensamientos y me levanté porque sabía que Grevane estaría acercándose. Intenté recoger mi escudo mientras apoyaba mis manos y rodillas en el suelo, pero la imagen de unas botas muy pesadas y brillantes viniendo hacia mí explotó en mis ojos y volví a caerme al suelo, ligeramente aturdido.

Parpadeé despacio, dándole tiempo a mis ojos a enfocar.

Manchas Hepáticas apareció en mi campo visual, con mal aspecto y con su pelo canoso y metálico bajo el sombrero. Su piel caída y arrugada, bajo aquella luz, le daba aspecto de reptil.

—Te conozco. —Arrastré las palabras sin comprobarlas a su paso por mi cerebro—. Ahora ya sé quién eres.

Manchas Hepáticas se arrodilló sobre mí. Cogió mis muñecas y me las encadenó. Mientras lo hacía, Grevane se acercó y se hizo con La palabra de Kemmler, arrebatándomela de entre mis débiles dedos. Lo abrió y hojeó hasta llegar al pasaje que estaba buscando. Lo leyó, se quedó mirando la página durante un largo momento y luego abrió la boca, despacio y resollando socarronamente.

—Esta noche —dijo con voz polvorienta y divertida—. Es muy fácil, ¿cómo pude no haberlo visto antes?

—¿Estás satisfecho? —le preguntó Manchas Hepáticas a Grevane.

—Completamente —contestó Grevane.

—¿Y vas a mantener nuestro acuerdo?

—Por supuesto —dijo Grevane. Leyó otra página del libro—. Es un placer trabajar contigo. Es todo tuyo.

Grevane se dio la vuelta, todavía siguiendo el ritmo con su pierna y arrastrando a los zombis tras él.

—Bueno, Dresden —dijo Manchas Hepáticas en cuanto se fueron los demás. Su voz era un cómico y áspero ronroneo—. Me parece que estabas diciendo que me habías reconocido.

Lo miré inexpresivamente.

—Deja que te refresque la memoria —me dijo. Cogió el petate verde militar que llevaba al hombro y lo colocó en el suelo. Después, prácticamente con una sola mano lo abrió.

Sacó un bate Louisville Slugger.

Dios mío. Intenté moverme, pero no lo logré. Las esposas de metal me quemaban las muñecas.

—Tú —le dije—. Destrozaste mi coche.

—Humm… De la misma manera en que tú destrozaste mis tobillos, mis rodillas, mis muñecas y mis manos; con un bate de béisbol Louisville Slugger mientras yacía indefenso en el suelo.

Quintus Cassius, el Culebras, el encantador de serpientes, hechicero y exmiembro de la Orden de los Denarios Negros. Me sonrió. Se inclinó, arrodillado, demasiado cerca de mí como para que pudiese parecerme una situación cómoda, y me susurró como se le susurra a una novia:

—Había soñado con esta noche, chico —ronroneó y con suavidad me dio una palmadita en la cara con el bate de béisbol—. En mis tiempos se solía decir que la venganza era dulce. Pero los tiempos han cambiado, ¿cómo se dice ahora? La venganza es un arma de doble filo.