21

Ratón y yo nos alejamos de la ciudad de Chicago bordeando el lago, en dirección norte. Por una vez deseé que la transmisión fuese automática. Conducir con solo una mano y una pierna en buen estado no es nada divertido. De hecho, para mí es casi Imposible. Acabé usando la pierna herida más de lo que debía y la fatiga se fue intensificando. Me acordé de los calmantes que llevaba en el bolsillo, pero pasé de ellos Tenía que estar en plenas facultades. Cuando todo terminase ya tendría tiempo para atontarme la mente con codeína. Así que seguí conduciendo y maldiciendo todo lo que me hiciese cambiar de marcha. Mientras, Ratón iba tan tranquilo en el asiento del copiloto con la cabeza colgando por fuera de la ventanilla.

Cuando estuvimos lo suficientemente lejos de la ciudad para empezar a llamar a mi madrina, el sol ya se había puesto, aunque el velo de nubes del cielo de la zona occidental todavía brillaba con el color de las brasas de una hoguera. Salí de la carretera y me metí por un lateral en el que la vieja gravilla y los testarudos hierbajos convivían en armonía. Me metí por un camino sin salida donde un proyecto de construcción se había quedado a medias. Era el típico sitio donde los jóvenes de la zona quedan para ingerir sustancias ilegales de distintas intensidades. Había latas de cerveza vacías y muchas botellas tiradas por el suelo.

Ratón y yo dejamos el coche cerca de la carretera y caminamos unos cincuenta metros, sorteando árboles y maleza hasta la orilla del lago. En una zona de la orilla se había formado una especie de montículo de tierra de unos veinticinco o treinta centímetros por encima de la superficie del agua.

—Espera aquí —le dije a Ratón. El perro se sentó en la orilla, mirándome atento y moviendo las orejas incesantemente, recogiendo cada sonido que surgía de los alrededores. Caminé hasta la cima del montículo y una brisa heladora se levantó del lago y se arremolinó a mi alrededor, agitando mi abrigo y haciendo peligrar mi equilibrio. Puse cara de dolor y me apoyé en el bastón en aquel punto en el que la tierra, el agua y el cielo se fundían en uno solo. Aglutiné mis pensamientos y dejé fuera el dolor de la pierna, mis temores y mis preguntas. Concentré mi energía, levanté la cara hacia el viento e hice el llamamiento, con voz pausada:

—Leanansidhe, allí donde esté, he venido a rogarle que salga a mi encuentro para poder conversar.

Envié aquellas palabras con toda mi energía y mi potencia mágica. La fuerza hizo que retumbaran intensamente, produciendo eco por toda la superficie del lago, repitiéndose en murmullos en el viento arremolinado y sacudiendo el suelo sobre el que me sostenía.

Después esperé. Podría haberlo repetido, pero estaba seguro de que mi madrina ya me había oído. Si iba a venir, lo haría. Si no, por mucho que repitiese el llamamiento, no iba a cambiar de opinión. El viento sopló más frío y más violento, disparando frías gotas del agua del lago hacia mi cara. Una ráfaga de viento me trajo el sonido de un avión comercial que sobrevolaba aquel lugar y el silbido solitario de un tren de mercancías. En la distancia, en algún lugar del lago, una campana sonó varias veces, un sonido solemne que me recordó a un canto fúnebre. Aparte de todo aquello, no se movía ni una hoja.

Esperé. Por fin, el fuego se apagó en el cielo nublado y en aquel horizonte vislumbrado a mis espaldas solo quedaron tonos morados y oscuros. Mierda. Venía.

Después de pensar en ello, pero antes de que pudiera darme la vuelta, a mis pies se formó un remolino de agua que, lentamente, empezó a disparar agua hacia la superficie del lago de forma muy extraña. La pulverización del agua fue moldeando un cuerpo de mujer desnuda y pálida, comenzando por los pies y cubriéndola con una túnica medieval de color verde esmeralda. La túnica la llevaba atada con una cuerda tejida con hilos de plata y, colgada de ella, portaba un cuchillo algo curvo de un único filo y de algún material oscuro y vidrioso.

Cuando la espuma llegó al semblante de la mujer, busqué la saludable cara de mi madrina, cargada de rizos y tirabuzones cobrizos y escarlata, así como su mirada felina y ámbar. Busqué en su rostro aquellos rasgos que siempre le habían dado un aire petulante y una expresión exclusivamente orgullosa y engreída.

En vez de eso se alzó ante mis ojos un cuello largo y ebúrneo, unas vertiginosas facciones de gélida belleza y unos ojos oblicuos y de un verde más verde que cualquier verde que se pueda encontrar en el mundo natural. Tenía el pelo largo, sedoso y del blanco más puro. Lo llevaba recogido en un anillo y el conjunto recordaba a una enredadera de rosas rodeada de relucientes y preciosos trozos de hielo, quebradizo y cruel.

Detrás de mí, un gruñido grave salió de la garganta de Ratón, que seguía esperando en la orilla.

—Saludos, mortal —dijo el hada.

Su voz sacudió el agua, la tierra y el cielo con un poder imperceptible. Noté que resonaba en todos los elementos que me rodeaban al tiempo que la escuchaba.

Se me secó la boca y la garganta se me tensó. Me apoyé en el bastón para no perder el equilibrio mientras hacía una reverencia cortesana en su dirección.

—Saludos, reina Mab. Le ruego que me perdone, pues no era mi intención molestarla.

De repente un pensamiento volvió a mi mente, presa del pánico. La reina Mab había aparecido y eso no podía significar nada bueno. Mab, la monarca de la Corte de Invierno de los sidhe, la reina del aire y de la oscuridad, no era alguien muy agradable. De hecho, era uno de los seres poderosos más temidos, sin contar a los arcángeles y a los dioses antiguos. Una vez utilicé mi vista mágica para profundizar en Mab, porque había dejado al descubierto su verdadero ser en un trabajo de mucha energía, y estuve a punto de volverme loco.

Mab no era un mísero ser mortal como Grevane o Cowl o la habitacadáveres. Era muchísimo mayor, muchísimo más cruel y muchísimo más letal de lo que ellos podrían llegar a ser jamás.

Yo le debía un favor. Dos, para ser exactos.

Se quedó mirándome durante un largo y silencioso momento, pero yo no la miré a la cara. Después soltó una carcajada y dijo:

—¿Molestarme? En absoluto. Estoy aquí exclusivamente para cumplir mis obligaciones y las tareas que tengo designadas. No es culpa de su merced que estas llamadas lleguen a mis oídos.

Me puse recto despacio y evité mirarla a los ojos.

—Esperaba poder hablar con mi madrina.

Mab sonrió. Sus dientes eran pequeños, blancos y perfectos. Los caninos estaban delicadamente afilados.

—Qué contratiempo. En este momento, Leanansidhe está bajo custodia.

Suspiré. Mi madrina era un miembro muy poderoso de la Corte de Invierno, pero al lado de Mab no tenía nada que hacer. Si Mab quisiese tumbar a Lea, lo haría sin problemas. Por alguna razón este pensamiento hizo aflorar mi instinto protector e irracionalmente me enfadé mucho. Sí, Lea no era un ser nada benevolente. Sí, había intentado convertirme en su esclavo varias veces durante los últimos años. Pero a pesar de todo eso, seguía siendo mi madrina y pensar que algo le podía pasar me encolerizaba.

—¿Por qué razón la ha detenido?

—Porque no tolero que se desafíe mi autoridad —dijo. Una mano pálida trepó hasta la empuñadura del cuchillo de su cinturón—. Ciertos acontecimientos han hecho creer a su madrina que ya no debía acatar mi voluntad y mi palabra. Ahora está aprendiendo que estaba equivocada.

—¿Qué le ha hecho? —pregunté. Bueno. Más que una pregunta sonó como una exigencia.

Mab se echó a reír y el sonido resultó argénteo y más suave que la miel. La risa atrajo las olas, la tierra y los vientos y los hizo chocar contra sí de una manera que me erizó el vello del cuello y obligó a mi corazón a latir con repentino discernimiento. Sentí una extraña presión, como si estuviese encerrado en una pequeña habitación. Apreté los dientes y esperé a que la risa se disipase, intentando no mostrar lo mucho que me había afectado.

—Está atada —dijo Mab—, un poco incómoda. Pero no se halla en peligro. Una vez que entienda quién gobierna el Invierno, será devuelta a su lugar. No puedo permitirme perder una vasalla tan poderosa.

—Necesito hablar con ella ahora —le dije.

—Por supuesto —dijo Mab—. Sin embargo, ahora ella se encuentra aprendiendo una lección que la llevará de vuelta al camino de la iluminación. Por ventura, aquí estoy yo para cumplir con sus obligaciones y enseñarle y guiarle a usted en lo que precise.

Fruncí el ceño.

—La tiene encerrada en alguna parte, ¿y mantiene sus promesas haciendo su trabajo?

Frialdad y altanería se reflejaron en los ojos de Mab.

—Las promesas deben mantenerse —murmuró. Las palabras provocaron oleaje, viento y temblor en las rocas—. Los juramentos y acuerdos de mi vasalla dependerán de mí tanto tiempo como yo tenga a bien retenerla e impedir que ella misma los lleve a cabo.

—¿Quiere eso decir que me ayudará? —le pregunté.

—Quiere decir que le daré lo que ella le hubiese dado —dijo Mab—, y le proporcionaré la información que ella le habría facilitado si se encontrase presente. —Inclinó la cabeza despacio hacia un lado—. Usted bien sabe, mago, que yo jamás diré una falsedad. Es mi palabra lo que le estoy dando.

La miré cautelosamente. Era verdad que los más altos sidhe no podían mentir, pero eso no era lo mismo que decir la verdad. La mayoría de los sidhe que había conocido eran maestros del arte de la decepción. Hablaban proponiendo acertijos, intercalando alusiones e inferencias. Acababan debilitando la sinceridad de sus palabras tan concienzudamente que podrían estar transmitiendo una mentira más respaldada que si directamente hubiesen dicho una falsedad. Confiar en la palabra de un sidhe era una tarea que debía ser asumida con extrema cautela y escrupuloso cuidado. Si tuviese elección, la evitaría.

Pero no había nada que pudiese hacer que no fuese seguir adelante. Todavía tenía que descubrir qué estaba haciendo en Chicago la banda del Club de los Corazones Solitarios del sargento Kemmler, y eso incluía correr el riesgo de hablar con mi madrina. Mab solo aumentaba ese riesgo.

Lo aumentaba mucho más.

—Busco información —dije— sobre el llamado Erlking.

Mab arqueó las cejas.

—Él —dijo—. Sí, tu madrina sabe un poco del tema. ¿Qué es lo que quieres saber de él?

—Quiero saber por qué todos los discípulos de Kemmler están haciéndose con todos los ejemplares que tiene el Consejo Blanco de su libro.

No podía imaginarme nada que pudiese poner nerviosa a Mab, pero aquella frase estuvo cerca. Su expresión se congeló y con ella el viento se detuvo de repente. Las olas de la orilla, se frenaron de manera abrupta y el lago se convirtió en un plato de sopa bajo sus pies, reflejando débilmente el brillo del horizonte de la ciudad en la distancia y los últimos brillos de la luz violeta del cielo.

—Los discípulos de Kemmler —dijo. Sus ojos se volvieron más profundos que el lago sobre el que se encontraba—. ¿Puede ser?

—¿Si puede ser el qué? —pregunté.

—La Palabra —dijo ella—. La palabra de Kemmler. ¿La han encontrado?

—Humm —dije—. Más o menos.

Sus delicadas cejas blancas se alzaron.

—¿Qué quiere decir? Le ruego que me conteste.

—Quiero decir que el libro ha sido encontrado —le dije—. Lo encontró un ladrón local. Intentó vendérselo a un hombre llamado Grevane.

—El primer estudiante de Kemmler —dijo Mab—. ¿Consiguió el libro?

—No —le dije—. El ladrón usó la tecnología de los mortales para esconder el libro, para evitar que Grevane se lo quitase sin pagarle.

—Y Grevane lo mató —adivinó Mab.

—Y tanto.

—Y esa hierromancia mortal, la tecnología, como usted la llama, ¿todavía oculta el libro?

—Sí.

—¿Y Grevane?, ¿todavía la busca?

—Sí. Él y por lo menos dos más: Cowl y la habitacadáveres.

Mab levantó una de sus blancas manos y se golpeó con un dedo sus preciosos labios del color de las moras. Sus uñas estaban pintadas con un bonito brillo opalescente que distraía la mirada. Me sentí un poco mareado hasta que me obligué a apartar la vista.

—Peligroso —murmuró—. Se ha rodeado de una compañía letal, mortal. Incluso en el Consejo los temen.

—¡No me diga!

Mab abrió mucho los ojos y una pequeña sonrisa se le escapó entre los labios.

—Qué insolencia —dijo—. Resulta muy dulce en usted.

—¡Cielos! Eso es halagador —le dije—. Pero no me ha dicho ni una palabra sobre la razón por la cual pueden estar interesados en el Erlking.

Mab se mordió los labios.

—El ser sobre el que usted me está preguntando es a los trasgos lo que soy yo a los sidhe. Un gobernante. El maestro de los de su especie. Artero, malvado, poderoso y rápido. Es quien domina los espíritus de los cazadores caídos.

Fruncí el ceño.

—¿Qué tipo de espíritus?

—Los espíritus de aquellos que cazan —dijo Mab—. La energía de la caza. El entusiasmo, el hambre, la sed de sangre. De vez en cuando, el Erlking reclama a esos espíritus en forma de grandes y oscuros perros de caza y cabalga los vientos y los bosques en representación de la Caza Salvaje. Detenta un gran poder mientras está en marcha. Ese poder llama a los restos de los cazadores que vienen desde la vida de los mortales.

—Está hablando de fantasmas —le dije—. Los espíritus de los depredadores.

—Así es —respondió Mab—. Las sombras que permanecen en tranquilo descanso, inaceptable para los mortales, se elevarán por la noche, bajo las estrellas, y harán sonar su cuerno para unirse a la Caza.

—Sombras poderosas —dije tranquilo.

—Los espectros más potentes —dijo Mab, asintiendo con ojos brillantes y casi alegres cuando me miraba.

Me apoyé en mi bastón, intentando liberar mi pierna herida del mayor peso posible, para que así cesase el dolor y me dejase pensar.

—Entonces, una pandilla de hechiceros (que se abastece de muertos esclavizados para aumentar su poder) está interesada en un ser cuya presencia atrae a los espíritus más poderosos, aquellos que no podrían alcanzar de otra manera. —Seguí la cadena lógica desde ahí—. Hay algo en el libro que les dice cómo reclamar su atención.

—Querido niño —dijo Mab—. Demasiado listo para ser tan joven.

—¿Y cuál es? —le pregunté—. ¿Qué parte del libro?

—Su madrina —dijo con una sonrisa que crecía por momentos— no tiene ni idea. Apreté los dientes.

—¿Y usted?

—Soy la reina del aire y de la oscuridad, mago. Hay pocas cosas que desconozca.

—¿Me lo dirá?

Se tocó los labios con la punta de la lengua como si fuese a saborear las palabras.

—A estas alturas debería conocernos mejor, mago. Nada que te pueda entregar un sidhe es gratis.

Me dolía el pie. Tenía que dar un saltito sobre la pierna buena cada vez que perdía el equilibrio.

—Genial —murmuré—. ¿Qué es lo que quiere?

—A usted —dijo Mab, entrelazando sus manos delante de su cuerpo—. Mi ofrecimiento para recibir el título de caballero sigue abierto para usted.

—¿Qué tiene de malo el chico nuevo? —le pregunté—. ¿Lo van a echar por mí?

Mab me mostró sus dientes otra vez.

—Todavía no he reemplazado a mi actual caballero, a pesar de que es un traidor —cuchicheó.

—¿Todavía está vivo? —pregunté.

—Supongo —dijo Mab—. Aunque desearía no estarlo. Me he tomado mi tiempo para explicarle que cometió un gran error.

Tortura. Había estado torturándolo en venganza por su traición durante más de tres años.

Se me revolvió un poco el estómago.

—Si quiere, puede considerarlo un hecho de compasión —me dijo—. Acepte mi oferta y le perdonaré la deuda y contestaré todas las preguntas libremente.

Me encogí de hombros. El último caballero de Mab había sido un violador, asesino, abusador, psicótico y drogadicto. Nunca había tenido muy claro si le habían dado el trabajo gracias a esas cualidades o si se lo habían inculcado. De cualquier forma, el título de caballero de Invierno era permanente. Si aceptaba el ofrecimiento de Mab tendría que serlo para toda la vida, claro que, por supuesto, nadie me podía asegurar cuánto iba a durar mi vida.

—Ya se lo dije una vez —le recordé—. No estoy interesado.

—Las cosas han cambiado, mago —dijo Mab—. Ya conoce el poder al que se enfrenta con los herederos de Kemmler. Si fuese el caballero del Invierno, tendría una fuerza muy superior a sus ya considerables dones. Tendría medios para enfrentarse a sus enemigos en vez de andar escondiéndose en la noche, susurrando hechizos destructores.

—¡No! —la frené—. Y «no» significa no.

Mab se encogió de hombros con un movimiento suave, que atrajo mi mirada hacia las curvas de sus pechos bajo la túnica plateada.

—Me defrauda, joven. Pero puedo esperar. Puedo esperar hasta que el sol se congele.

Unos truenos resonaron sobre el lago. Se acercaban por el sudoeste, saltando de nube en nube.

Mab se giró para observar.

—¡Qué interesante!

—¿Eh? ¿Qué es interesante?

—Hay energía en acción, se está preparando el camino.

—¿Qué se supone que quiere decir eso? —pregunté.

—Que tiene poco tiempo —dijo Mab. Se dio la vuelta para volver a mirarme—. Debo hacer lo posible por mantenerlo con vida. Entienda esto, mortal: si los herederos de Kemmler se hicieran con la información que reside en la Palabra, se encontrarán en situación de reunir tanto poder como no ha visto el mundo.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Kemmler era —los ojos de Mab se volvieron distantes, como si estuviera recordando— un loco. Un monstruo. Pero era brillante. Aprendió a controlar con su fuerza no solo carne muerta, también sombras (partirlas por la mitad y devorarlas para alimentar su poder). Era el secreto de la fuerza, que le hacía capaz de derrotar al Consejo Blanco.

Sumé dos más dos y me dio cuatro.

—Los herederos quieren reunir a los antiguos espíritus. —Respiré—. Y devorarlos para conseguir su poder.

Los profundos ojos verdes de Mab estaban a punto de estallar con tanta intensidad.

—El propio Kemmler lo intentó, pero el Consejo lo venció antes de que pudiese terminar.

Tragué saliva.

—¿Qué pasaría si uno de sus discípulos lo consiguiese?

—El discípulo conseguiría más poder del que ningún mortal ha tenido jamás en sus manos desde que existe su raza —dijo Mab.

—El Darkhallow —dije. Me froté los ojos—. Eso es. Un ritual, mañana por la noche. Halloween. Todos quieren convertirse en dioses de la alianza júnior.

—El poder es la cosa más dulce, ¿verdad?

Pensé en ello un poco más. Tenía más cosas de las que preocuparme aparte de los coleguitas de Kemmler. Mavra también quería la Palabra. Campanas infernales. Si Mavra conseguía convertirse en una especie de diosa oscura, no existía la posibilidad de que no acabase conmigo a las primeras de cambio.

—¿Pueden hacerlo sin la Palabra?

En la boca de Mab se dibujó una sonrisa.

—Si pudieran, ¿por qué habrían de buscarla tan desesperadamente? —El viento empezó a soplar de nuevo y las corrientes del lago se reactivaron—. Tenga cuidado, mago. Se ha envuelto en un juego letal. Estoy muy decepcionada por que haya rechazado mi ofrecimiento.

—Pues acostúmbrese —le dije—. Nunca seré su guerrero.

Mab echó la cabeza hacia atrás y dejó salir otra vez esa carcajada que me ponía los pelos de punta.

—Tengo tiempo —dijo—. A ustedes, los mortales, les parece que la vida es muy dulce. Me debe ya dos favores, y no se confunda, me los voy a cobrar. Un día de estos se arrodillará a mis pies.

De repente, ríos de agua se arremolinaron en la superficie en espirales serpenteantes, formando pequeñas cascadas que ampliaban el lago hasta hacerlo invisible en el oscuro cielo. El viento rugía y me forzó a guardar el equilibrio sobre un lado, al final se me doblaron las rodillas y me caí sobre ellas.

Tan repentinamente como comenzó la tormenta, se fue. El lago recuperó la calma. El viento soplaba dulcemente a través de las ramas escasamente cubiertas de hojas muertas. No había ni rastro de Mab.

Hice un esfuerzo y conseguí ponerme de pie. Me fijé en Ratón, que seguía sentando en la orilla y me miraba con preocupados ojos perrunos.

—Siempre tiene que decir la última palabra —le dije.

Ratón corrió hacia mí y le rasqué las orejas un par de veces antes de que me olisqueara. Miró cautelosamente hacia el lago.

—Cada cosa a su tiempo —le dije—. Ya nos ocuparemos de Mab más adelante. Como podamos.

Caminé de vuelta hacia el Escarabajo más despacio que nunca, y Ratón se fue parando para esperarme cada uno o dos pasos. La adrenalina se me había bajado y me había dejado más agotado de lo normal. Tuve que esforzarme para mantenerme despierto todo el camino de vuelta a casa. Una lluvia, fría y fina, empezó a caer.

Acababa de llegar a casa y había salido del coche cuando Ratón empezó a alertarme con gruñidos. Me giré y me tambaleé. Clavé mi bastón en el suelo para apoyarme y no caerme.

Desde la oscuridad y la lluvia salieron algo más de una docena de personas. Salieron de las tinieblas y se pusieron a la vista. Todos caminaban hacia mí, seguros y sin prisa.

Todos andaban al mismo ritmo.

En la distancia oí los golpes estrepitosos de un tambor proveniente de un gran bajo estéreo.

Detrás del primer grupo venía otro. Y detrás de este, otro. Para entonces ya había podido ver los ojos del primero: vacíos, con la mirada fija, dentro de una cara hundida y sin vida.

Mi corazón se sacudió sumido en terror a medida que los zombis se me acercaban. Me arrastré escaleras abajo y tropecé contra mi puerta. Nervioso, saqué las llaves e intenté desconectar el hechizo para que mi propio conjuro de seguridad no acabase con mi vida al entrar. Ratón se quedó detrás de mí, gruñendo y echando espuma entre sus dientes desnudos.

—¡Thomas! —grité—. ¡Thomas, abre la puerta!

Oí un ruido muy cerca y me giré.

Aquellas caras sin cerebro aparecieron por la parte alta de las escaleras que llevaban a mi apartamento. Las máquinas de matar de Grevane comenzaron a bajar, directas hacia mí.