22

Ratón saltó cuando el primero de los zombis se lanzó contra mí y provocó un desagradable sonido con el impacto. El perro y el muerto viviente cayeron por las escaleras. El zombi estiró un brazo hacia Ratón; el perro ser revolcó y recibió un golpe en el hombro que provocó que se agudizase su gruñido. El perro se alzó contra las piernas del zombí y le clavó los dientes en la cara al cadáver. Sacudió la cabeza con violencia mientras el zombi se retorcía y se tambaleaba ante la ferocidad del ataque.

El segundo zombi eludió a la pareja luchadora y se dirigió a mí. Casi no tuve tiempo para blandir mi bastón a la criatura y gritar:

—¡Forzare!

Una fuerza invisible sacudió al zombi como si fuera una ola del océano y lo envió de vuelta escaleras arriba y lo dejó fuera de la vista.

Ratón soltó un alarido de dolor, clavó de nuevo sus colmillos en la cara del zombi e intentó echarlo de allí. La cara del zombi estaba tan destrozada y magullada que resultaba irreconocible. Los ojos se le habían dado la vuelta y aquella cosa muerta se sacudía salvajemente, asombrosamente ciega, con pesados movimientos de brazos. Ratón se apoyó con fuerza contra mí, manteniendo una pata levantada del suelo y gruñendo.

Tres zombis más estaban listos para bajar las escaleras. No tendría tiempo para hacer otra cosa que no fuera volver a utilizar mi bastón. Lo levanté, pero el primer zombi había sido más rápido de lo que me había imaginado: cuando me quise dar cuenta ya estaba delante de mí y le había propinado una patada a mi palo de madera arrebatándomelo de la mano. El bastón chocó contra la pared de cemento del hueco de la escalera y rebotó contra el zombi ciego, quedando fuera de mi alcance. El zombi me asió del brazo y apenas pude esquivarlo.

La puerta se abrió a mi espalda y Thomas gritó:

—¡Abajo!

Me tiré al suelo e hice todo lo que pude para agarrar a Ratón y llevármelo conmigo. Se oyó un bramido atronador y el primero de los zombis fue decapitado, provocando una ducha de sangre podrida. Sus restos se sacudieron durante un segundo y enseguida cayeron bamboleándose hacia un lado, desplomándose, para volverse inertes.

Thomas se quedó de pie en la puerta, con unos pantalones vaqueros por toda vestimenta. Sostenía la pistola contra su hombro y sus ojos grises brillaban con furia. Llenó el cargador y disparó tres veces más, destrozando o por lo menos alejando a mis enemigos más próximos. Después me agarró por el cuello del abrigo y me arrastró dentro del apartamento. Ratón vino con nosotros y Thomas cerró la puerta de golpe.

—Echa el cierre —le dije. Corrió los grandes cerrojos de seguridad mientras yo repté hacia la puerta, apoyé mis manos en ella y con un susurro de fuerza reactivé los conjuros que protegían el apartamento. El aire retumbó como un zumbido cuando los conjuros se reinstalaron en su lugar.

El silencio cayó sobre el apartamento.

—Vale —dije jadeando—. Ya está. A salvo en casa. —Miré alrededor y descubrí a Butters pegado a la chimenea, con el atizador en la mano—. ¿Estás bien, tío?

—Eso creo —dijo Butters. Sus ojos transmitían cierta desesperación—. ¿Se han ido ya?

—Si todavía no lo han hecho, lo harán. Estamos a salvo.

—¿Estás seguro?

—Claro —le dije—. No hay forma de que puedan entrar aquí.

Las palabras apenas habían salido de mi boca cuando un crujido estridente y un golpe sordo derribaron decenas de libros de mis estanterías, y nos dejó a todos tambaleándonos como el elenco de la Star Trek original.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Butters.

—Los conjuros de protección —gruñó Thomas.

—No —dije—. Es decir, ¡venga ya! ¡Intentar cruzar esos hechizos es un auténtico suicidio!

Hubo otro estacazo y el apartamento volvió a sacudirse. Un resplandor azulado iluminó el exterior de la pensión, e incluso se reflejó en las ventanas altas que tenía mi apartamento, casi a la altura del techo. Era dolorosamente brillante.

—No puedes suicidarte si ya estás muerto —dijo Thomas—. ¿Cuántas cosas de esas había fuera?

—No estoy seguro —le dije—. ¿Muchas?

Thomas tragó saliva, sacó la caja de proyectiles de la repisa y empezó a cargarlas en la recortada.

—¿Qué pasaría si se pone a tirar un zombi tras otro contra el conjuro de protección?

—No está preparado para recibir una descarga continua —dije. Resonó otro bramido y destelló otra ráfaga de luz, pero esta vez apenas si tembló el suelo—. Va a acabar apagándose y colapsándose.

—¿Cuánto puede durar? —preguntó Thomas.

Se oyó un zumbido fuera, esta vez muy lento comparado con los bramidos de antes. La luz blanca azulada brilló débilmente.

—No mucho. ¡Mierda!

—Ay, Dios —dijo Butters—. Ay, Dios, ¡ay, Dios! ¿Qué pasará cuando se apague el conjuro de protección?

Resoplé.

—La puerta es de acero. Les llevará un rato atravesarla. Y después de eso, está el umbral que debería frenarlos o por lo menos hacerles disminuir el ritmo. —Me metí los dedos entre el pelo—. Tenemos que pensar en algo, rápido.

—¿Qué hay de las defensas extras? —dijo Thomas.

—Están fuera —dije.

—Por lo tanto necesitamos defensas extras —dijo Thomas. Se puso a jugar con la recámara de la pistola y metió más balas en la ranura extra del gancho.

—Esas defensas están pensadas para detener un asalto de magia —le dije—. No una entrada física.

—¿Mantendrá a los zombis fuera? —preguntó Butters.

—Sí, pero también nos mantendrá a nosotros dentro.

—¿Y eso qué tiene de malo? —inquirió Butters.

—Nada —dije—, hasta que Grevane incendie el edificio. Una vez que suban, no puedo hacerlos bajar. Estaremos atrapados. —Apreté los dientes—. Tenemos que salir de aquí.

—¡Pero los zombis están ahí fuera! —dijo Butters.

—No soy el único que vive aquí —señalé—. Si quema la casa para atraparme, otra gente morirá. Thomas, vístete y ponte los zapatos. Butters, hay una escalera debajo de la alfombra navaja. Quiero que enciendas una vela y te metas ahí. Encontrarás una mochila negra de nailon en la mesa y una calavera blanca en la estantería de madera. Mete la calavera en la mochila y tráemela.

—¿Qué? —dijo Butters.

—¡Hazlo! —grité.

Butters salió disparado hacia la alfombra navaja y encontró la trampilla hacia mi laboratorio. Cogió una vela y desapareció escalera abajo.

Thomas había dejado la pistola y había abierto su baúl. No le llevó nada ponerse los calcetines, las botas negras de combate, una camiseta blanca y una chaqueta negra de cuero. A lo mejor formaba parte de sus poderes sobrenaturales de vampiro del sexo: capacidad para vestirse rápido en una huida precipitada.

—¿Ves? —me dijo mientras se vestía—. Lo de Butters.

—Cállate, Thomas —le dije.

—¿Cuál es el plan? —me preguntó.

Cojeé hacia el teléfono y me lo puse en la oreja. Nada.

—Han cortado la línea.

—No podemos pedir ayuda —dijo Thomas.

—No. Lo único que podemos hacer es intentar llegar al coche como sea.

Thomas asintió sacudiendo la cabeza.

—¿Cómo quieres que lo hagamos?

—¿Tú qué crees?

—El clásico muro de fuego será suficiente. Nos cubrirá la banda izquierda y mantendrá a los malos alejados. Yo iré por la derecha y dispararé a todo lo que se mueva.

Fuego mágico. Un recuerdo repentino de mi mano quemada se apoderó de mi mente, de forma tan intensa que sentí verdadero dolor físico en el nervio que me cauterizaron. Pensé en lo que necesitaría para poder invocar la pared que Thomas había propuesto, y el mero pensamiento llenó mi estómago de repugnancia y, aún peor, de dudas.

Para hacer un truco de magia tienes que creer en él. Tienes que creer que puedes y debes hacerlo, a pesar de lo que tengas en mente, o no conseguirás nada. Mi mano ardía con agonía fantasmagórica y me di cuenta de que no podía reconocerlo. Ni siquiera a mí mismo.

No estaba seguro de poder volver a usar fuego mágico.

Algún día.

Si lo intentaba y no lo lograba se me haría más difícil concentrar mi energía en ello otra vez en el futuro. Cada fracaso intentando levantar una pared solo me abriría más la brecha. Podría dejar de creer en mis poderes.

Miré hacia abajo, me fijé en mi mano mutilada y durante un segundo pude ver la carne rota y ennegrecida, los dedos hinchados y todo filtrado de sangre y fluidos. Esa visión se esfumó en un segundo y volví a ver mi mano bajo un guante de piel y supe que dentro de ese guante había una cicatriz con varias sombras blancas, rojas y rosas.

No estaba preparado. Dios, ni siquiera para salvar vidas que incluían la mía. No estaba seguro de si sería capaz de invocar al fuego otra vez. Me quedé allí sintiéndome impotente, enfadado, aterrado, estúpido y, sobre todo, avergonzado.

Sacudí la cabeza frente a Thomas y evité encontrarme con sus ojos mientras le ponía una excusa:

—Estoy muy cansado —le dije despacio—. Tengo que ahorrar la energía que me queda para impedir que Grevane nos alcance si decide atacarnos directamente. No sé de cuánto seré capaz.

Busqué la expresión adecuada durante un segundo y acabé frunciendo el ceño. Se encogió de hombros bajo su chaqueta y mantuvo la cara seria. Metió el sable en la vaina y se lo abrochó en la hebilla de su cinturón de piel. Se lo colocó en la cadera y volvió a coger la pistola.

—Supongo que entonces será cosa mía.

Asentí.

—No sé con cuánta fuerza podré atacar —dijo tranquilo.

—El año pasado estuviste muy bien con la Corte Negra de vampiros —le dije.

—En aquel entonces me alimentaba de Justine todos los días —dijo—. Tenía mucha fuerza para expulsar. Ahora… —Sacudió la cabeza—. No estoy seguro.

—No es que tengamos exceso de personal precisamente, Thomas. Cerró los ojos durante un segundo y luego asintió.

—Bien.

—Este es el plan. Llegamos hasta el Escarabajo y nos vamos.

—¿Y luego qué? ¿Adónde vamos después? —preguntó.

—Yo no soy tan quisquilloso con tus planes, ¿o sí?

De repente hubo un golpe contra la puerta de acero de seguridad. Se sacudió en el marco. Partículas de polvo cayeron desde el techo. Y luego otro. Y otro. Grevane había mandado suficientes zombis contra el hechizo de protección como para desactivarlo.

Thomas puso mala cara y dirigió la mirada hacia mi pierna.

—¿Puedes subir las escaleras sin ayuda?

—Lo haré —le dije.

Butters apareció por la escalera, jadeando, recién llegado del laboratorio. Tenía la cara pálida. Llevaba mi mochila de nailon puesta y me fijé en que la calavera Bob sobresalía por un lado.

—¡Pistola! —le dije a Thomas y me pasó la recortada—. Vale. Así es como va a ser.

Abrimos la puerta. —Gesticulé con la pistola—. Hago un barrido para dejarlo despejado y esperamos a que Thomas llegue hasta la puerta de arriba. A partir de ahí Thomas va delante. Butters, vas a llevar la recortada.

—No me gustan las pistolas —dijo Butters.

—No te tienen que gustar —le dije—. Solo tienes que llevarla. Tal y como tengo la pierna no puedo subir las escaleras sin apoyarme en el bastón.

La puerta de acero volvió a sacudirse y el ritmo de los golpes empezó a aumentar de nuevo.

—¡Butters! —grité—. ¡Butters! Tienes que coger la pistola en cuanto te la pase y seguir a Thomas, ¿entendido?

—Sí —dijo.

—Una vez que estemos en la parte alta de las escaleras, Thomas los entorpecerá mientras yo arranco el coche. Butters, te sentarás en el asiento de atrás. En cuanto Thomas suba, nos largamos de aquí.

—Eh… —dijo Butters—. Grevane destrozó mi coche para que yo no me pudiese escapar, ¿te acuerdas? ¿Qué pasa si ha hecho lo mismo con el tuyo?

Me quedé mirando a Butters durante un segundo e intenté no desvelarle lo mucho que aquello acababa de preocuparme.

—Butters —dijo Thomas tranquilamente—, si nos quedamos aquí, moriremos.

—Pero si han destrozado el coche… —empezó Butters.

—Moriremos —repitió Thomas—. Pero no tenemos elección. Lo hayan destrozado o no, nuestra única opción para salir vivos de aquí está en llegar hasta el Escarabajo y tener la suerte de que funcione.

El hombrecillo se puso aún más pálido y de repente se dobló y se tambaleó, apoyándose en la pared que había debajo de una de mis ventanas altas. Vomitó. Se incorporó después de un minuto y se apoyó en la pared, temblando.

—Odio esto —susurró y se secó la boca—. Odio esto. Quiero irme a casa. Quiero despertar.

—Espabila, Butters —le dije con voz muy seria—. No estás ayudando. Dejó salir una risa nerviosa.

—Nada que pueda hacer será de ayuda, Harry.

—Butters, tienes que tranquilizarte.

—¿Tranquilizarme? —Señaló la puerta agitando la mano—. Nos van a matar. Igual que a Phil. Nos van a matar y vamos a morir. Tú, yo, Thomas. ¡Vamos a morir todos!

Me hizo olvidar mi pierna mala durante un segundo, crucé la habitación hasta donde estaba Butters y lo agarré por la camisa. Lo levanté hasta que sus talones no tocaron el suelo.

—Escúchame —le gruñí—. ¡No vamos a morir!

Butters se quedó mirándome, pálido, con ojos aterrorizados.

—¿No?

—No. ¿Y sabes por qué?

Sacudió su cabeza por toda negativa.

—Porque Thomas es demasiado guapo para morir. Y porque yo soy demasiado terco. —Lo agarré por la camiseta con más fuerza aún—. Y, sobre todo, porque mañana es el Oktoberfest, Butters, y la polca nunca morirá.

Parpadeó.

—¡La polca nunca morirá! —le grité—. ¡Dilo! Tragó saliva.

—¿La polca nunca morirá?

—¡Otra vez!

—La po-po-polca nunca morirá —tartamudeó. Lo sacudí un poco.

—¡Más alto!

—¡La polca nunca morirá! —chilló.

—¡Lo vamos a conseguir! —grité.

—¡La polca nunca morirá! —vociferó.

—No me puedo creer lo que estoy oyendo —murmuró Thomas.

Le eché una mirada amonestadora, solté a Butters y avisé:

—Preparaos para abrir la puerta.

En ese momento la ventana que estaba justo encima de Butters estalló, despidiendo trozos de cristal por el aire. Llegó un olor penetrante a mi nariz. Tropecé, mi pierna herida cedió y me caí al suelo.

Butters gritó.

Miré hacia arriba y vi como unos dedos grises sin vida agarraban al hombrecillo y lo sujetaban en el aire. Otras dos manos de zombis se pegaron a él y lo arrastraron para fuera de la ventana. Pasó rapidísimo, antes de que pudiera levantarme. Antes de que Thomas desenfundara su sable.

Se oyó un grito sobrecogedor que se cortó de repente.

—Dios mío —susurré—. ¡Butters!