4

En Chicago hay una morgue impresionante. Ya no recibe el nombre de «morgue», ahora es el instituto forense. Lo lleva un médico legista que ahora es el médico forense. Está en la calle West Harrison, en un parque industrial bastante ostentoso, especializado en la industria biotecnológica. Es bonito. Cuenta con unos terrenos muy amplios y verdes cubiertos de césped, cuidadosamente atendidos y recortados, en los que incluso hay árboles y arbustos escrupulosamente podados. Tiene unas vistas fantásticas a la ciudad, con el horizonte al fondo y el acceso a la autopista es muy rápido y cómodo.

Es exclusivo, claro, pero también muy tranquilo. A pesar del maravilloso paisaje y del antiséptico nuevo nombre, es adonde traen los muertos para ser analizados y agujereados.

Aparqué el Escarabajo azul en el aparcamiento para visitantes, en el complejo de al lado. La morgue tenía un servicio de seguridad mejor de lo habitual y no quería llamar su atención. Cogí el soborno del asiento trasero y me dirigí a la puerta principal de la oficina del médico forense. Llamé a la puerta y enseñé el carné plastificado que me dieron en el Departamento de Policía y que me convierte en algo parecido a un oficial. Una especie de zumbido salió de la puerta y entré. Saludé con la cabeza a un guardia de seguridad, con sobrepeso, que leía una revista tras un anodino escritorio situado a un lado del vestíbulo.

—¡Phil! —le dije.

—Buenas tardes, Dresden —contestó—. ¿Visita oficial?

Saqué la caja de madera con cervezas artesanales del McAnally.

—Extraoficial.

—Hosanna —dijo Phil arrastrando las palabras—. Prefiero las extraoficiales.

Volvió a poner los pies encima de la mesa y abrió de nuevo la revista. Le dejé la cerveza en el suelo cerca de la mesa para que no se viera desde la puerta.

—¿Cómo es posible que nunca haya oído hablar de este bar?

—Es una pequeña taberna local —lo informé. Pero no mencioné que no la conoce porque abastece a la comunidad sobrenatural, y no es que se dedique precisamente a atraer la atención de los locales.

—Voy a tener que pedirte que me lleves algún día.

—Por supuesto —le dije—. ¿Está él aquí?

—Está en los laboratorios —me respondió cogiendo una de las cervezas. Le sacó la tapa con el dedo pulgar y dio un trago con los ojos puestos ya en la revista—. Aaaah —dijo con tono filosófico—. Ya sabes que a todo el que cruce esa puerta debo decirle que más le vale sacar su culo de aquí en cuanto alguien aparezca.

—¡Ya me fui! —le dije avanzando a toda prisa hacia el fondo del recibidor.

Había varios laboratorios, conocidos ahora como salas de análisis, en la morgue, es decir, en el instituto forense. Pero sabía que la persona a la que buscaba se encontraría en la peor sala, la más pequeña y la que estuviese más lejos de la puerta de entrada.

A Waldo Butters no le llegaba con la mala suerte de que sus padres no hubiesen sido capaces de ponerle un nombre lo suficientemente masculino[3], sino que además estaba maldecido con un gran sentido de la honestidad, de la integridad y tenía suficiente coraje moral como para seguir sus impulsos. Después de analizar todo tipo de cadáveres que yo había quemado o convertido en ladrillos, él cubría sus informes con las siguientes palabras: «Apariencia humana. No humano».

Era una descripción muy acertada de los restos de un puñado de vampiros de la Corte Roja. Pero como todo el mundo sabía que aquello de «no humano de apariencia humana» no existía y que los restos eran, obviamente, cadáveres humanos con muy mala pinta por haber sido sometidos a demasiado calor, Butters terminó pasando noventa días en observación en un hospital psiquiátrico. Después de eso, tuvo que vivir una auténtica batalla legal para recuperar su trabajo. Sus superiores no querían tenerlo cerca, así que le asignaron las peores condiciones de trabajo que se les ocurrieron; pero Butters las aceptó. Normalmente trabajaba en el turno de noche y los fines de semana.

El feliz efecto secundario de esta historia fue que un médico forense pasó, alegremente, a perderle el respeto al sistema, como tantas veces lo había hecho yo. Lo cual era muy práctico cuando, por ejemplo, necesitaba que me quitasen una bala del brazo: ahora podía ahorrarme la espera de la apretada agenda de las fuerzas de la ley.

El médico estaba allí. De camino a su sala, desde el recibidor, oí el animado ritmo de la polca que salía de ella. Sin embargo, la música estaba apagada. Butters solía escuchar discos y grabaciones de polca a un volumen muy alto, y yo ya reconocía a los mejores músicos del mundo en este estilo. Quienquiera que estuviese tocando ahora, sonaba muy enérgico, pero desafinado y descoordinado. Había tirones y silencios bruscos en la música, a pesar de que, en conjunto, conseguía seguir el ritmo marcado por un bombo. En general, la música sonaba alegre, marchosa y, de alguna manera, deforme.

Abrí la puerta y contemplé la fuente de la que surgía la polca de Quasimodo.

Butters era un tipo pequeño, mediría un escaso metro sesenta con los zapatos puestos, y pesaría unos cincuenta y cinco kilos si estuviese calado hasta los huesos.

Iba vestido con uno de esos pijamas azules de médico y unas botas de montaña. Tenía una mata de pelo negra y áspera que siempre hacía que pareciese que acababa de electrocutarse. Llevaba gafas de sol, a lo Tom Cruise, y estaba transformándose en un fanático de la polca.

El bombo le colgaba de la espalda con una correa y un par de cables iban desde sus tobillos hasta unas tapas colocadas en una montura. El tambor marcaba el ritmo cuando lo golpeaba con los pies. Una pequeña tuba de verdad pendía de los estrechos hombros y tenía aún más correas anudadas a los codos, que se movían para delante y para atrás a ritmo de marcha. Sostenía en las manos un acordeón atado al cuello por un arnés. Llevaba un clarinete enganchado al acordeón para que el extremo le quedara cerca de la boca y tenía, lo juro por Dios, un platillo enganchado a la cabeza.

Butters estaba tocando sin moverse del sitio, pero fingiendo que marchaba. Tenía toda la cara roja, sudaba y sonreía cuando golpeaba y atronaba la música del acordeón. Me quedé allí quieto de pie, mirándolo, porque, aunque había visto muchas cosas raras en mi vida, nunca había visto nada parecido. Butters entonaba la polca y a la vez acercaba la cara a la tuba, produciendo un ensordecedor ruido de platillos. El movimiento hizo que yo acabase en su ángulo de visión y se sobresaltó.

El susto le hizo perder el equilibro y se cayó entre el estrépito de los platillos, el graznido de la tuba y el intermitente balbuceo del bombo. Se quedó tirado en el suelo mientras el acordeón resollaba.

—¡Butters! —saludé.

—¡Harry! —jadeó entre su montaña de incondicional de la polca—. ¡Bonitos pantalones!

—Veo que estás ocupado.

Obvió el sarcasmo.

—Caray, pues sí. Tengo que ponerme al día. La batalla de bandas del Oktoberfest es mañana por la noche.

—Creía que lo ibas a dejar después de lo del año pasado.

—Sí —dijo Butters adoptando un aire desafiante—. Pero no voy a dejar que Jolly Rogers se ría de mí así. Es que, hombre, ¡venga ya!, ¡cinco tíos que se llaman Roger! ¿Cuánto sentimiento de polca puede haber en sus almas?

—No tengo ni la más remota idea —dije con sinceridad.

Butters me sonrió abiertamente.

—Este año me los voy a comer.

No pude evitar reírme.

—¿Necesitas ayuda para salir de ahí?

—Qué va, todo controlado —dijo alegremente y empezó a desatarse todas las correas—. Qué sorpresa verte por aquí, tu visita ordinaria no es hasta la semana que viene. ¿Algún problema?

—La verdad es que no —le contesté—. Solo quería hablar contigo de…

—¡Oh! —me interrumpió. Dio un salto para salir del follón de cosas y lo dejó todo en el suelo para poder corretear hasta la mesa de la esquina—. Antes de que digas nada, encontré algo muy interesante.

—Butters —insistí—, me gustaría charlar contigo, tío, pero es que estoy muy apurado.

Dejó lo que estaba haciendo y me miró alicaído.

—¿En serio?

—Sí, tengo un caso y necesito descubrir si sabes algo que me pueda servir de ayuda.

—Ah —dijo—. Pero bueno, tú siempre tienes algún caso. Esto es importante. He estado investigando mucho desde que empezaste a visitarme por lo de tu mano y las conclusiones que he logrado extrapolar de…

—Butters —resoplé—. Mira, tengo mucha prisa. Tienes cinco palabras. O menos. ¿Vale?

Apoyó las manos en la mesa y me miró con los ojos brillantes.

—Descubrí que los magos viven eternamente. —Hizo una pausa de un segundo y dijo—: Espera, eso son seis palabras. Pues entonces nada. ¿De qué quieres hablar tú?

Me quedé con la boca abierta. La cerré y lo miré.

—A nadie le gustan los listillos, Butters.

Se aguantó la risa.

—Ya te dije que era importante.

—Los magos no viven eternamente —le dije—. Aunque sí durante mucho tiempo. Butters se encogió de hombros y siguió sacando informes. Encendió el proyector para ver radiografías y empezó a sacarlas de las carpetas y a ponerlas bajo la luz.

—Oye, todavía no estoy seguro de creer en todo ese rollo del mundo oculto y la magia, pero por lo que me has dicho, los magos pueden vivir unas cinco o seis veces lo que vive un humano común. Eso es lo más parecido a «para siempre» que se conoce. Y por lo que he visto hasta ahora, sospecho que debe de haber algo más ahí. Ven aquí.

Lo hice y miré las radiografías con el ceño fruncido.

—Pero ¿esto no es mío?

—¡Ajá! —me confirmó Butters—. Cuando me cambiaron la máquina y me dieron una de las viejas, conseguí recuperar alrededor del quince por ciento del material que tenía. Sobrevivieron tres o cuatro radiografías tuyas, incluso a pesar de esa cosa rara que tienes que hace que te cargues los rayos X cuando te acercas.

—¡Uf! Eso es el disparo de bala que me dieron en Míchigan —comenté señalando la primera radiografía. Mostraba unas cuantas líneas de fractura en el hueso de la cadera, donde una bala de bajo calibre me había alcanzado. Había estado a punto de destrozarme la pelvis y, probablemente, de matarme—. Me hicieron esta cuando me sacaron el proyectil.

—Ya —dijo Butters—. Y aquí hay una de hace un par de años. —Señaló la segunda—. ¿Ves las líneas de rotura? Son más nítidas donde el hueso se osifica. Queda una marca.

—Vale —asentí—, ¿y?

—Y —continuó Butters—, ahora mira esta otra.

Me enseñó una tercera radiografía. Se parecía mucho a las demás, pero faltaban las líneas nítidas y las oscuras. Las señaló con el dedo y me miró, con los ojos abiertos par en par.

—¿Qué? —pregunté.

Parpadeó despacio y me dijo:

—Harry, esta es una radiografía que te hice hace dos meses. No hay nada mal.

—¿Entonces? —pregunté—. Estoy curado, ¿no?

Hizo un sonido como muestra de exasperación.

—Harry, estás muy espeso. Los huesos no hacen eso. Cuando un hueso se osifica, te quedan marcas de por vida. Es decir, a mí me quedarían, pero a ti no.

Fruncí el ceño.

—¿Y qué tiene esto que ver con la duración de la vida de un mago?

Butters agitó la mano impacientemente.

—Mira aquí; hay más cosas. —Sacó de golpe más radiografías—. Esta es una rotura del tendón del brazo en el que no te dispararon. Te la hiciste cuando te caíste de un tren un par de noches antes de que nos conociésemos —me dijo—. Fue solo un golpe, ni siquiera sabías que lo tenías. Como no era mucho habría sido suficiente con que llevases una férula un par de días. Pero te desapareció en cuanto te volviste a incorporar.

—¿Y qué hay de raro en todo esto?

—Nada —dijo Butters—. Pero mira aquí. Otra vez. En esta hay una marca de unos plomos y en la tercera, ¡chas!, se esfuma. Tu brazo vuelve a estar normal.

—A lo mejor es porque bebo mucha leche o algo así —le dije.

Butters resopló.

—Mira, Harry, eres un tío con mucha resistencia. Te han herido muchas veces. —Sacó mi historial médico y lo levantó con gran esfuerzo. Es verdad, hay guías telefónicas más finas que mi historial—. Y me atrevo a apostar a que has tenido muchas heridas por las que no has ido al médico.

—Claro —asentí.

—Has sido, por lo menos, tan machacado como un deportista profesional —señaló Butters—. Me refiero, por ejemplo, a los jugadores de hockey o de fútbol americano. Tal vez tanto como los conductores de coches de carreras.

—¿Esos reciben golpes? —pregunté.

—Cuando tu medio de vida consiste en andar por ahí conduciendo media tonelada de acero a un tercio de la velocidad del sonido, acabas con toda clase de heridas —dijo muy serio—. Incluso esos choques que no son tan espectaculares, son muy dañinos para el cuerpo humano, a la velocidad a la que van. ¿Nunca has tenido un accidente yendo a poca velocidad?

—Sí. Las heridas me duraron una semana.

—Exacto —siguió Butters—. Haz la multiplicación. Esos tíos y los otros deportistas reciben muchos golpes, pero desarrollan una fortaleza física y mental que les permite ignorar su dolor en gran parte, y les ayuda a reponerse. Sin embargo, la herida la sufren igual. Y es acumulativa. Esa es la razón por la que los jugadores de fútbol americano, los boxeadores y muchos de estos tíos que reciben golpes todo el rato, cuando llegan a los treinta, a pesar de recuperar casi todas las funciones, no se reponen del daño. Y uno tras otro, se van acumulando.

—Y te vuelvo a preguntar: ¿qué tiene eso que ver conmigo?

—Tú no eres acumulativo —dijo Butters.

—¿Qué?

—Tu cuerpo no abandona cuando ya ha conseguido una recuperación funcional —dijo Butters—. Continúa reparando el daño hasta que lo elimina. —Se quedó mirándome—. ¿Entiendes lo increíblemente importante que es eso?

—Supongo que no —le dije.

—Harry, para empezar, probablemente esta sería la razón por la cual la gente envejece —explicó—. Tu cuerpo es una auténtica colección de células, ¿entiendes? La mayoría de ellas se dañan, se agotan o mueren. Tu cuerpo las sustituye. Es un proceso continuo. Pero el tema es que, cada vez que un cuerpo hace una sustitución, es un poco menos perfecto que el que había antes.

—Es ese asunto de copiar las copias —le dije—. Sí, he oído algo del tema.

—Bien —concedió Butters—. Pues así es como has sido capaz de ir curándote estas heridas. Es la razón por la que tienes potencial para vivir tanto tiempo. Tus copias son perfectas. O por lo menos muchísimo más perfectas que las de la mayoría.

Parpadeé.

—¿Quieres decir que puedo curarme de cualquier herida?

—Bueno —dijo—, no es como un factor X mutante de curación. Si alguien te corta una arteria, vas a sangrar. Pero si sobrevives, pasado cierto tiempo, parece que tu cuerpo sería capaz de reponer lo que ha perdido casi a la perfección. Puede que te lleve meses, incluso varios años, pero podrás reponerte, mientras que los demás no pueden.

Lo miré primero a él y luego me miré la mano del guante. Intenté replicar, pero mi garganta no funcionaba.

—Sí —dijo despacio el pequeño médico—. Creo que vas a recuperar tu mano en algún momento. No se pudrió ni se te cayó. Todavía tiene tejido muscular vivo. Dándole suficiente tiempo, creo que serás capaz de regenerar tejido cicatrizal y los nervios crecerán de nuevo.

—Eso… —Empecé a hablar, pero me atraganté. Tragué—. Eso estaría bien.

—Creo que podemos acelerarlo —dijo Butters—. Terapia física. Tenía pensado hablarte de esto en tu próxima visita. Podemos estudiarlo cuando vuelvas.

—Butters —le dije—. Uf. Uau, tío… Esto es…

—Muy emocionante —dijo con los ojos brillantes.

—Yo iba a decir increíble —susurré—. Y luego iba a darte las gracias.

Sonrió y encogió un solo hombro.

—Solo llamo a las cosas por su nombre.

Me quedé mirando hacia abajo, hacia mi mano e intenté encoger los dedos. Tuve un tic.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué estoy capacitado para hacer buenas copias?

Dejó salir un profundo suspiro y sonriendo se llevó la mano a su pelo fosco.

—No tengo ni la más remota idea. Pero ¿a que mola?

Me fijé en la radiografía durante un momento y luego me metí la mano en el bolsillo del guardapolvo.

—Espero que me puedas ayudar a conseguir cierta información —le dije.

—Claro, claro —respondió Butters. Se acercó a su traje artilugio de polca y lo separó—. ¿Pasa algo?

—Espero que no —le dije—. Pero digamos que tengo un mal presentimiento. Necesito saber si han tenido lugar muertes raras entre ayer y antes de ayer.

Butters frunció el ceño.

—¿Raras en qué sentido?

—Pues inusitadamente violentas —contesté—. O algún indicio de que se haya puesto en práctica un ritual en algún asesinato. Joder, hasta me vale si tienes alguno con signos de haber sido torturado antes de morir.

—No me suena a ninguno que haya visto —dijo Butters. Se quitó las gafas de sol y se puso las de montura negra de siempre—. Aunque esta noche no he terminado todavía. Déjame comprobar los archivos y ver qué tenemos por aquí.

—Gracias.

Butters separó unos folletos que había encima de la silla y se sentó. Sacó un teclado de debajo de una revista médica y me echó una mirada cargada de intención.

—Ah, vale —le dije y me alejé de su mesa colocándome en un lugar apartado de la habitación. Mi proximidad solía hacer que muchos ordenadores no funcionaran bien. Murphy todavía no me perdonaba que me hubiese cargado su disco duro, y eso que solo había pasado una vez.

Butters siguió buscando en su ordenador.

—No —dijo después de un rato leyendo y aporreando el teclado—. Espera. Hay un tío al que acuchillaron, pero fue en la zona alta del noroeste del estado.

—No me vale —le dije—. Tiene que ser algo por esta zona. En un radio de uno a tres condados de distancia de Chicago.

—Ajá —apuntó Butters—. Tus investigaciones siempre tienen este tipo de cosas.

Recorrió la pantalla con la vista.

—¿Una víctima de disparo desde un coche en movimiento?

—No. Un ritual de asesinato requiere mucha más intimidad.

—Pues entonces me parece que no estás de suerte, Harry —me dijo—. Llegaron algunos casos difíciles de perfil alto, pero el turno de día se encargó de todos.

—Humm.

—Y que lo digas. Al principio de la noche estuve analizando un caso de un cabrón borrachuzo que encontraron bajo un tractor, tuve que comprobar el consumo de alcohol y drogas, pero eso… —Hizo una pausa—. ¡Ajá!

—¿Ajá?

—Esto sí que es raro.

Aquello despertó mis oídos, metafóricamente hablando.

—¿Qué es raro?

—Mi jefe, el señor Brioche, pasó por alto uno de sus casos y fue trasladado a mi archivo de causas pendientes. Sin embargo, no recibí ninguna notificación. Ni siquiera un correo electrónico, menudo cabrón.

Fruncí el ceño.

—¿Eso suele pasar?

—¿Intentos de que parezca que estoy desatendiendo mi trabajo para que pueda despedirme? —me preguntó Butters—. Este estilo es nuevo, pero está en la línea de mi vida aquí.

—Puede que hoy estuviera muy ocupado.

—Y puede que Liv Tyler me esté esperando en casa para hacerme un masaje en los pies —contestó Butters.

—¡Ja! ¿Quién es el fiambre?

—Un tal don Eduardo Anthony Mendoza —leyó Butters—. Es la víctima de un choque frontal con un Buick en la autopista. Lo curioso es que él era un peatón. —Butters arrugó la nariz—. Parece que va a ser uno de los desagradables. Ahora me explico porqué el todopoderoso Brioche no quería ocuparse de él.

Reflexioné. No era lo que estaba buscando, pero había algo acerca de ese cadáver que activaba mis alarmas internas.

—¿Te importa si te pido que satisfagas mi intuición?

—Claro. De todas formas ya tengo toda la energía polca que puedo conseguir. Espera a que acabe con mis cosas y ahora vamos a echarle un vistazo al difunto Eddie Mendoza.

—Bien —le dije. Me apoyé contra la pared y me crucé de brazos preparándome para esperar un rato.

La puerta de la sala de análisis se abrió de golpe y Phil, el guardia de seguridad, hizo su aparición andando como si fuese un alto ejecutivo.

La garganta de Phil había sido abierta de oreja a oreja, y salpicaduras de sangre cubrían la parte superior de su cuerpo. Su cara estaba completamente blanca. No había ninguna duda de que el pobre Phil estaba muerto.

Sin embargo eso no le impidió entrar andando en la sala, coger la mesa de Butters, el ordenador, un pesado archivador y todo lo que allí había, para lanzarlo contra la pared. Todo se hizo añicos tras un ensordecedor impacto. Butters miraba a Phil con horror cuando se le escapó un alarido de conejo asustado y se alejó de él.

—¡No te muevas! —rugió una profunda y resonante voz desde el vestíbulo. Phil el Muerto se paralizó donde estaba. Un hombre muy grande con una gabardina beis y, lo juro por Dios, con un sombrero de fieltro, entró en la sala con paso firme directo a por Butters. A mí no me vio porque estaba contra la pared. Dudé durante un segundo, todavía conmocionado por lo repentino de la situación. Otros tres hombres con abrigos, todos con caras grises y movimientos resueltos, lo flanquearon.

—No hagan daño al pequeño juez de instrucción, caballeros —dijo uno de los hombres—. Lo vamos a necesitar durante un tiempo.