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El perro y yo fuimos a mi tumba.
El cementerio Graceland es famoso. Aparece en casi todas las guías de Chicago, y hasta puede que también se hable de él en intemet. Es el cementerio más grande de la ciudad y uno de los más antiguos. Está rodeado por unos muros muy sólidos y sobre él hay un sinfín de historias de fantasmas y guardianes de las sombras. Las tumbas que hay dentro son, desde terrenos normales con sencillas lápidas, hasta réplicas a tamaño real de templos griegos, obeliscos egipcios, estatuas de mamuts e incluso una pirámide. Se trata del Las Vegas de los cementerios. Y mi tumba está en él.
Tal cementerio no está abierto por la noche. La mayoría no lo están y hay una razón para ello. Todo el mundo sabe la razón, pero nadie lo comenta. No es porque haya muertos en ellos. Es porque hay personas que no están muertas del todo. Los fantasmas y las sombras perduran en los cementerios mucho más que nadie, especialmente en las ciudades más antiguas del país, donde los camposantos más viejos y más grandes se sitúan justo en el medio de las urbes. Por esta razón se construyen esos muros alrededor, aunque solo midan un metro: no son para que la gente no entre, son para evitar que salga lo que hay dentro. Los muros tienen una especie de poder en el mundo de los espíritus. Estas paredes que rodean los cementerios están, casi siempre, impregnadas del callado esfuerzo por mantener los dos mundos, el de los vivos y el de los no vivos, sentados a diferentes lados de la mesa comunal.
Las puertas se hallaban cerradas y había un vigilante en una pequeña construcción, demasiado maciza para llamarla cabaña pero demasiado pequeña como para llamarla de otra manera. Ya había estado allí otras veces y sabía bien cómo entrar y salir por la noche si fuera necesario. En la esquina nordeste de la valla había un montículo de gravilla que habían dejado los obreros que estaban trabajando en la carretera. Se elevaba lo suficiente, al lado del muro, como para que hasta un hombre con una sola mano y un enorme y desgarbado perro pudiesen colarse por allí.
Entramos, Ratón y yo. El perro, por muy grande que fuese, seguía siendo un cachorro, y tenía unas patazas descomunales para un cuerpo tan delgado. Había sido esculpido a la misma escala que las estatuas que hay en las puertas de los restaurantes chinos, aunque con un amplio y poderoso pecho y con una cantidad ingente de fuerza en el hocico. Su pelaje era oscuro, de un gris casi uniforme, con manchas negras en la punta de sus peludas orejas, del rabo y de las patas. Ahora parecía un poco torpe y desgarbado, pero dentro de unos cuantos meses habría ganado músculo y se convertiría en un verdadero monstruo. ¡Y vaya si me gustaba la compañía de mi monstruo personal para acudir a una cita con una vampira en mi propia tumba!
La encontré cerca de la tumba de una niñita famosa llamada Inés que había muerto hacía un siglo. El sepulcro de la pequeña tenía una estatua encima. Ya la había visto antes y se parecía mucho a la Alicia original del libro de Carroll: un querubín ataviado con un auténtico vestido victoriano. Supuestamente, el fantasma de la niña adoptaba el cuerpo de la estatua y corría y jugaba no solo entre las otras tumbas, también por el vecindario. Yo nunca la había visto.
Pero… la estatua no estaba.
Mi tumba es una de las más humildes que hay por allí. También está de pie y abierta, el noble vampiro que me la compró la había colocado para que permaneciese así. Me había conseguido un ataúd en estado permanente de emergencia, algo parecido al presidente con el Air Force One, solo que un poco más mórbido: «Dead Force One».
Mi lápida es una piedra vertical de sencillo mármol blanco y tiene una inscripción en letra capital con incrustaciones de oro: «Harry Dresden». Y también, taraceado en oro, un pentáculo, una estrella de cinco puntas dentro de un círculo, que es el símbolo de las fuerzas mágicas contenidas dentro de la voluntad humana. Y más abajo hay algo más: «Murió haciendo lo correcto».
Es un lugar demasiado cargado de desasosiego para ir de visita.
Es decir, todos vamos a morir. Sabemos eso a nivel intelectual. Nos lo imaginamos a menudo cuando somos jóvenes, y nos da tanto miedo que nos intentamos convencer de que seremos inmortales al menos una década más.
A nadie le gusta pensar en la muerte, pero es inevitable. No importa lo que hagas, no importa que practiques mucho ejercicio, que te tomes tu alimentación muy en serio, que medites, reces o que dones mucho dinero a la Iglesia. Hay una única verdad, insensible y cruel, a la que se enfrentarán todos los habitantes de la Tierra: llegará un día en el que todo termine. Un día el sol saldrá, el mundo girará, la gente seguirá sus rutinas diarias y tú ya no estarás allí. Te habrás paralizado y te habrás quedado frío.
Y a pesar de todas las creencias religiosas, de los testimonios de aquellos que vivieron experiencias cercanas a la muerte y de las invenciones de los contadores de historias, la muerte sigue siendo un auténtico misterio. Nadie sabe, a ciencia cierta qué es lo que pasa después, si es que hay un después. Todos nos enfrentamos ciegos a lo que sea que haya ahí fuera, más allá de la oscuridad.
Muerte.
No puedes escapar.
Vas a morir.
Es un hecho amargo y horrorosamente cierto, pero créeme, se ve todo desde un nuevo prisma de colores y texturas cuando te encuentras frente a tu propia tumba abierta.
Me quedé allí de pie, entre las silenciosas lápidas y las placas conmemorativas, tan sobrias y estrafalarias a la vez, con la luna de finales de octubre sobre mi cabeza. Hacía demasiado frío para que los grillos cantasen, pero el ruido del tráfico, las sirenas, las alarmas de los coches, los aviones que sobrevolaban, la música lejana… el pulso de Chicago me hacía compañía. La niebla había salido del lago Míchigan como hacía tantas noches, pero esta vez se mostró excepcionalmente densa y, cual enredadera, se fue extendiendo entre las tumbas y las piedras. Había una silenciosa y penetrante tensión en el aire, un tipo de energía sosegada muy frecuente a finales de otoño. Halloween casi había llegado y las fronteras entre Chicago y el mundo de los espíritus, el Más Allá, estaban extremadamente debilitadas. Podía sentir sombras inquietas merodeando por el cementerio, desperezándose en la envolvente niebla y probando el aire cargado de energía; aunque la mayoría de ellas demasiado débiles como para que el ojo de un mortal pudiese apreciarlas.
Ratón se sentó a mi lado con las orejas hacia delante y en alerta, moviendo la mirada con mucha concentración. La atención que ponía hacía que fuese obvio el hecho de que podía ver esas cosas que yo solo podía sentir vagamente. Pero lo que fuera que estuviese ahí fuera, no lo molestaba. Se sentó a mi lado en silencio, contento de poder apoyar su cabeza bajo mi mano enfundada.
Llevaba puesto mi guardapolvo de cuero, cuya capa me llegaba casi hasta los codos, mis pantalones de faena, un jersey y unas viejas botas de combate. Tenía mi arsenal mágico en la mano derecha, un largo y macizo trozo de roble esculpido a mano con runas y diferentes sellos dibujados a lo largo de él. Y el pentáculo de plata de mi madre colgado de una cadena alrededor del cuello. Mi piel cicatrizada apenas podía sentir el brazalete de plata con minúsculos escudos colgado de mi muñeca izquierda, pero estaba allí. Varios dientes de ajo, atados en una gran ristra, descansaban en mi bolsillo y me rozaban la pierna cada vez que cambiaba de postura. El conjunto de útiles raros podría parecer completamente inocuo a los ojos de alguien despreocupado, pero suponía un arsenal mágico que me había sacado de muchos problemas.
Aunque Mavra me había dado su palabra de honor, tengo muchos otros enemigos a los que les encantaría pegarme un tiro, así que no iba a ofrecerme como objetivo fácil. Aunque allí de pie, en la oscuridad de aquel cementerio con tantas presencias, estaba empezando a ponerme cada vez más nervioso.
—Venga —susurré después de unos minutos—. ¿Por qué tardará tanto?
Ratón dejó escapar un gruñido tan bajo y pausado que casi no lo oí, pero sentí la tensión repentina del perro y la cautela temblorosa que subía por mi mano mutilada, sacudiendo mi brazo hasta el codo.
Agarré mi bastón y miré alrededor. Ratón estaba haciendo más o menos lo mismo hasta que sus oscuros ojos empezaron a seguir algo que yo no podía ver. Fuese lo que fuese, a juzgar por la mirada de Ratón, se estaba acercando. De pronto hubo un sigiloso y apurado ruido y Ratón se agachó, alargó el hocico, orientándolo hacia mi tumba abierta, y mostró los dientes.
Di un paso hacia mi tumba. Trozos de niebla fluían hacia abajo dentro de ella provenientes de los verdes campos. Hablé entre dientes, saqué mi amuleto y envié algo de mi voluntad a la estrella de cinco puntas, provocando que desprendiese una tenue luz azulada. Me coloqué el amuleto entre los dedos de mi mano izquierda, mientras agarraba el palo con mi mano derecha e intentaba atisbar el interior de la tumba.
La niebla de dentro se unió de repente y formó el cadáver marchito de una mujer, escuálida y seca, que parecía haber estado durante años enterrada. El cadáver llevaba una toga verde y una túnica negra, al estilo medieval. La tela era simple algodón, es decir, confección moderna y estilo antiguo.
El bufido de Ratón se convirtió en un gruñido mucho más escandaloso.
El cadáver se reacomodó, abrió sus ojos blancos como la leche y me miró fijamente. Levantó una mano en la que sostenía un lirio blanco y me lo ofreció. Después habló con una voz que no era más que un susurro.
—Mago Dresden, una flor para tu tumba.
—Mavra —le dije—, llegas tarde.
—Había viento en contra —me contestó la vampira. Giró la muñeca y el lirio salió disparado, dibujando un arco, y cayó en mi lápida. Ella lo siguió con el mismo movimiento, tan pausadamente que me recordó a la gracia fantasmagórica de una araña. Me di cuenta de que llevaba una espada y una daga colgadas en un cinturón para armas. Parecían viejas y usadas y me apostaría lo que fuera a que estaban hechas con materiales no actuales. Se paró y me miró desde mi tumba. Yo apenas podía verle la cara, tan lejos de la luz azul de mi amuleto, pero vi que sus ojos enfermos con cataratas estaban fijos en Ratón.
—¿No perdiste la mano? Después de aquellas quemaduras pensé que te la habrían amputado.
—Es mía —le contesté—. Además, no es tu problema. Me estás haciendo perder el tiempo.
Los labios del cadáver de la vampira se tensaron en una sonrisa. Escamas de carne muerta le cayeron por las comisuras. Su pelo encrespado como paja seca estaba completamente roto a un dedo de longitud, pero tenía mechones más largos por el medio, del color del pan de molde, que rozaban los hombros de su vestido.
—Estás permitiendo que tu mortalidad te vuelva impaciente, Dresden. ¿Estás seguro de que quieres desaprovechar esta oportunidad hablando de tu asalto a mi plaga?
—No. —El amuleto me resbaló otra vez y apoyé la mano en la cabeza de Ratón—. No he venido a relacionarme en sociedad. Tienes información sobre Murphy que podría perjudicarla y quieres algo de mí. Vayamos al grano.
Su risa era ronca y su sonrisa estaba llena de telarañas.
—Siempre olvido lo joven que eres hasta que te vuelvo a ver —dijo—. La vida es efímera, Dresden. Si insistes en vivir la tuya, tienes que divertirte.
—Tiene gracia que lo digas, porque precisamente el intercambio de insultos con una superzombi egotista no es la idea que tengo yo de diversión —le reproché. Ratón puntuó mi frase con otro sonoro gruñido. Le di la espalda y empecé a caminar—. Si esto es todo lo que querías decirme, me voy.
Se rió con más fuerza y el sonido de su risa me aterrorizó. Puede que fuera el ambiente, pero había algo raro, no tenía motivos para reírse de esa manera… No había calidez, ni humanidad, ni amabilidad, ni alegría en aquella risa. Era como la propia Mavra, tenía una marchita carcasa humana, pero en su interior todo era como en una pesadilla.
—Muy bien —dijo Mavra—. Seamos breves pues.
Volví a mirarla, cauteloso. Había algo en su actitud que acababa de cambiar y estaba activando todas mis alarmas.
—Encuentra la Palabra de Kemmler —dijo. Se dio la vuelta rápidamente, su falda negra se iluminó y apoyó una mano en la espada con gesto descuidado, preparándose para desaparecer.
—¡Oye! —dije con voz ahogada—. ¿Eso es todo?
—Eso es todo —dijo sin darse la vuelta.
—¡Espera un momento! —grité. Se detuvo.
—¿Qué carajo es eso de la Palabra de Kemmler?
—Es el camino.
—¿Y adónde lleva? —le pregunté.
—Al poder.
—Es lo que quieres.
—Sí.
—Y quieres que lo encuentre yo.
—Sí, tú solo. No le hables a nadie de nuestro trato ni de lo que pretendes.
Cogí aire despacio.
—¿Y qué pasaría si te digo que te vayas al infierno?
Mavra levantó un brazo en silencio. Había una foto entre sus dedos disecados e incluso a la luz de la luna pude ver que era de Murphy.
—Te detendré —vaticiné—. Y si no puedo, te perseguiré. Si le haces daño te mataré y te haré sufrir tanto que tus diez últimas víctimas se recuperarán milagrosamente.
—No tendré que tocarla —señaló ella—. Mandaré las pruebas a la policía y las autoridades mortales la procesarán.
—No puedes hacer eso —le dije—. Puede que magos y vampiros estemos en guerra, pero debemos mantener a los mortales al margen de todo esto. Si metes a las autoridades mortales, el Consejo se meterá también. Y luego los Rojos. Podrías intensificar los conflictos hasta generar un caos global.
—Tal vez, si intentase contratar a las autoridades mortales contra ti —dijo Mavra—. Tú eres del Consejo Blanco.
El estómago me dio un vuelco cuando empecé a entender lo que estaba ocurriendo. Yo era miembro del Consejo Blanco de magos, un ciudadano consagrado en los reinos sobrenaturales.
Pero Murphy no lo era.
—¡La protectora de la gente! —Mavra no estaba siendo nada sutil—. La defensora de la ley se convertirá en una asesina convicta y la única explicación que podrá dar hará que parezca que ha perdido el juicio. Está preparada para morir en el campo de batalla, mago. Pero yo no la mataré sin más. La destrozaré. Destruiré su corazón echando por tierra todo el trabajo de su vida.
—¡Zorra! —exclamé.
—Claro. —Me miró por encima del hombro—. Y a menos que estés decidido a cargarte la civilización mortal, o por lo menos gran parte de ella, para imponer tu voluntad, no hay nada que puedas hacer para pararme.
Una explosión de ira se liberó en mi pecho y se extendió como una bola de fuego por todo mi cuerpo y mis pensamientos. Ratón avanzó un paso en dirección a Mavra, peleando con la niebla que nos rodeaba y gruñendo cada vez más, no me di cuenta hasta pasado un rato de que estaba siguiendo mi ejemplo.
—¡Y una mierda que no hay nada que pueda hacer! —gruñí—. Si no hubiese aceptado la tregua…
Los dientes amarillos del cadáver de Mavra se mostraron en una espantosa sonrisa.
—Mátame cuando quieras, mago, pero no te hará ningún bien. A menos que le ponga freno a todo esto, las fotos y las otras pruebas serán enviadas a la policía. Solo me detendré si me siento satisfecha cuando me entregues la Palabra de Kemmler. Encuéntrala. Tráemela antes de que pasen tres medias noches más y todas las pruebas serán tuyas. Tienes mi palabra.
Dejó caer la foto de Murphy y no sé qué luz morada asquerosa se encendió alumbrándola durante un segundo hasta que cayó al suelo. Un olor acre, como de productos químicos chamuscados, inundó el ambiente.
Cuando volví a mirar a Mavra ya no había nadie.
Caminé despacio hacia la foto, luchando por dejar mi ira a un lado lo suficientemente rápido como para lograr desplegar con mi mano mis poderes sobrenaturales. Ya no sentía en absoluto la presencia de Mavra a mi alrededor, y durante los siguientes segundos, los gruñidos del perro fueron cesando poco a poco, desde prudentes bufidos de incertidumbre hasta el profundo silencio. Aunque no tenía muy claros los detalles, Ratón no era un perro normal y si él no notaba a los malos acechando era porque los malos no estaban por allí.
La vampira se había ido.
Recogí la foto. Se había estropeado. La energía oscura había hecho unas quemaduras con forma de números en la cara de Murphy. Un número de teléfono. Qué monada.
Mi justificado ataque de ira se iba apaciguando y ya lo estaba echando de menos, porque sabía que en cuanto desapareciese daría paso a la preocupación enfermiza.
Si no trabajaba para una de las peores personas con las que jamás había tratado, a Murphy la colgarían hasta dejarla seca.
Esa mala persona buscaba el poder y, por si fuera poco, había un plazo que cumplir. Si Mavra necesitaba algo así tan rápido, significaba que algún tipo de lucha de poder se nos venía encima. Y aquella fecha: dentro de tres medias noches era la noche de Halloween. Además de arruinarme el cumpleaños, significaba que la magia negra entraría en juego en un futuro cercano, y a esta altura del año eso solo quería decir una cosa: nigromancia.
Me quedé allí de pie, en el cementerio, observando mi tumba, hasta que empecé a tener escalofríos. En parte, por el frío.
Me sentí muy solo.
Ratón suspiró aunque no parecía preocupado. Se apoyó contra mí.
—Vamos, chico —le dije—, vamos a llevarte a casa. Con que uno de nosotros se ocupe de todo esto, es suficiente.