6

Butters no había tenido tiempo de coger su abrigo cuando nos fuimos, y la última vez que la calefacción del Escarabajo funcionó fue antes de la caída del muro de Berlín. Me metí en la tienda, compré dos cafés y desenrosqué el cable que mantenía el maletero cerrado. Desenterré una manta limpia, aunque gastada, que guardo en el maletero para tapar la escopeta de cañón corto. La llevo por si acaso algún día necesito darles una lección a las tropas de asalto de Napoleón. Teniendo en cuenta cómo estaba transcurriendo la noche, cogí también la escopeta y la dejé en el asiento de atrás.

Butters aceptó la manta y el café muy agradecido, aunque temblaba con tanta fuerza como para derramar un poco de la bebida. Bebí un poco de café y dejé el vaso en el portabebidas que había instalado en el salpicadero. Nos pusimos en marcha. No me parecía buena idea quedarnos quietos mucho tiempo en el mismo sitio.

—Bien —le dije a Butters—. Hay dos cosas que tienes que aceptar si quieres entender qué es lo que está pasando.

—Dispara.

—Primero, la más dura: la magia es real.

Noté como se quedaba mirándome durante un momento.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Existe un mundo paralelo a la vida cotidiana de la humanidad. Hay poderes, naciones, monstruos, guerras, disputas, alianzas…, de todo. Los magos son parte de ello. Por lo tanto, hay un montón de cosas que ya has oído a través de diferentes historias y otras de las que nunca has oído hablar.

—¿Qué tipo de cosas?

—Vampiros. Hombres lobo. Hadas. Demonios. Monstruos. Todo es real.

—¡Ja! —dijo Butters—. ¡Ja, ja, ja! Estás de broma, ¿no?

—Nada de bromas. Venga, Butters, sabes de sobra que hay cosas raras ahí fuera. Has visto las pruebas.

Se pasó una mano temblorosa por el pelo.

—Bueno, sí. Algunas. Pero, Harry, me estás hablando de otro mundo por completo. Es decir, si lo que me quieres decir es que hay gente que tiene la capacidad de sentir e interactuar con el entorno de formas que todavía no entendemos, puedo concebirlo. Puede que tú a eso lo llames magia, otro lo puede llamar percepción extrasensorial, habrá quien lo llame «la fuerza», pero, al fin y al cabo, no es nada nuevo. Tal vez sean personas cuya configuración genética las haga más capaces de emplear estas capacidades. Tal vez incluso les permita cosas como la reproducción del ADN de manera más eficaz que a otras personas, y por eso pueden vivir durante mucho tiempo. Pero esto no es lo mismo que decir que hay un ejército de monstruos extraños viviendo delante de nuestras narices y que no nos hemos dado cuenta.

—¿Qué hay de esos cadáveres que analizaste? —le pregunte—. «Apariencia humana. No humanos». En absoluto.

—Bueno —dijo Butters a la defensiva—, el universo es enorme. Creo que es algo arrogante creer que somos los únicos seres pensantes que hay en él.

—Esos cadáveres eran cuerpos de vampiros de la Corte Roja, y no quieras encontrar a uno con vida. Hubo una época en la que había muchísimos en la ciudad. Ahora no hay tantos, pero hay muchos más en el lugar del que vienen. Los vampiros son de una única clase. Y esta clase es la del depredador sobrenatural. Butters, hay una jungla ahí fuera, y las personas no están nada cerca de la parte más alta de la cadena alimentaria.

Butters sacudió la cabeza.

—¿Y me estás diciendo que nadie lo sabe?

—¡Oh! Mucha gente lo sabe —señalé—. Pero los que lo saben no van por ahí comentándolo.

—¿Por qué?

—Porque, para empezar, no quieren que les encierren en un loquero bajo observación durante tres meses.

—Ah —dijo Butters ruborizándose—. Sí, esa situación me suena. ¿Y qué pasa con la gente normal que ve cosas? Como los avistamientos o los encuentros sobrenaturales y asuntos así.

Resoplé.

—Esta es la segunda cosa que tienes que entender. La gente no quiere aceptar una realidad que los aterroriza. Algunas personas abren los ojos y se involucran, como hizo Murphy. Pero la mayoría de ellos no quiere tener nada que ver con lo sobrenatural, así que lo apartan a un lado y no hablan de ello. No piensan en ello. No quieren que sea real, así que tratan de convencerse de que no lo es.

—No —dijo Butters—. Lo siento, pero no me lo creo.

—No tienes que creértelo —le dije—. Es verdad. Como especie, somos una auténtica legión de idiotas. Somos más que capaces de ignorar los hechos si las conclusiones nos llevan a situaciones demasiado incómodas. O temibles.

—Espera un minuto. Estas diciendo que todo el mundo, los estudios científicos de las múltiples civilizaciones, los avances teóricos y prácticos, todo lo que está basado en la idea de observar el universo y el estudio de sus leyes es… ¿qué? ¿Un error porque considera que la magia es una superstición?

—No es solo un error —le dije—. Es un error garrafal. A la gente le da miedo enfrentarse a la verdad. Les produce terror admitir que hay un universo desconocido.

Dio un trago de café y sacudió la cabeza.

—No sé.

—Venga, Butters —le dije—. Piensa en la historia. ¿Durante cuánto tiempo creyeron las instituciones eruditas de las civilizaciones que la Tierra era el centro del universo? Y cuando apareció gente con pruebas de que no era así, hubo motines en las calles. Nadie quería creer que vivimos en una manchita de piedra común que hay en una galaxia olvidada sin nada especial. También se suponía que el mundo era plano, hasta que se demostró que no lo era cuando alguien navegó de un lado a otro. Nadie creía en los microbios, hasta que años y años más tarde por fin alguien vio uno. Los biólogos se burlaron de las historias que hablaban de bestias salvajes parecidas a los hombres que vivían en las montañas de África, pese a que había testigos oculares que lo aseguraban, y lo tacharon de absoluta fantasía, justo hasta el instante en que alguien dejó caer un cadáver de un gorila de las montañas en su mesa de disección.

Se mordió los labios y miró las farolas.

—Una vez tras otra, la historia ha demostrado que cuando la gente no quiere creer algo, tiene una enorme capacidad para ignorarlo por completo.

—Estás diciendo que la raza humana vive en la negación.

—Casi todo el tiempo —le respondí—. No es algo malo. Es lo que somos. Pero en el otro mundo eso no les importa, las cosas siguen pasando. En todas las familias hay una historia de fantasmas. Casi todas las personas con las que he hablado en mi vida han vivido alguna situación que no saben cómo explicar. Pero eso no quiere decir que luego vayan por ahí contándolo, porque todo el mundo sabe que ese tipo de cosas no existen. Si te pones a decir que sí que existen, lo único que vas a conseguir son miradas condescendientes y camisas de fuerza.

—Todo el mundo —dijo con voz todavía escéptica—. Todo el tiempo. Simplemente guardan silencio e intentan olvidarlo.

—Te propongo una cosa, Butters. Vamos a ir al Departamento de Policía de Chicago y les cuentas que acabas de ser atacado por un nigromante y cuatro zombis. Les explicas que estuvieron persiguiendo un coche a toda velocidad y que asesinaron al guardia de seguridad, el cual enseguida se levantó y lanzó tu mesa contra la pared. —Hice una pausa para dejar entrar al silencio—. ¿Qué crees que harán?

—No sé —contestó inclinando la cabeza hacia delante.

—Cosas antinaturales ocurren todo el tiempo —le dije—. Pero nadie habla de ellas. Por lo menos, no abiertamente. El mundo sobrenatural está en todas partes. Solo que nadie nos lo anuncia.

—Tú lo haces —dijo Butters.

—Pero no hay mucha gente que me tome en serio. En la mayoría de los casos, incluso los que aceptan mi ayuda, simplemente me pagan la factura y se marchan dispuestos a ignorar mí existencia y volver a sus vidas normales.

—¿Cómo puede alguien hacer eso? —preguntó Butters.

—Porque da miedo —le dije—. Piensa en ello. Descubres monstruos, y a su lado los de las películas de terror parecen teleñecos, y no hay absolutamente nada que puedas hacer para protegerte de ellos. Descubres que suceden un montón de cosas que serías más feliz si no supieras. Así que, antes de vivir con miedo, tiras para delante con la situación. Después de un tiempo puedes convencerte a ti mismo de que quizá solo te lo imaginaste. O de que tal vez estés exagerando el recuerdo. Racionalizas todo lo que puedes y olvidas lo que está en tu mano para volver a tu vida. —Miré el guante de mi mano y le dije—: No es culpa suya, tío, no los juzgues.

—Quizás —dijo—. Pero no entiendo cómo esos seres que cazan y matan seres humanos pueden estar entre nosotros sin que lo sepamos.

—¿Cuántos erais en el acto de graduación en tu universidad?

Butters parpadeó.

—¿Qué?

—Tú contéstame.

—Eh, unos ochocientos.

—Vale —asentí—. El año pasado, solo en los Estados Unidos, se denunciaron más de novecientas mil desapariciones, personas que nunca han sido encontradas.

—¿En serio?

—Sí —le dije—. Puedes comprobarlo en el FBI. La población total es de unos trescientos millones de personas; por lo tanto, significa que aproximadamente hay una persona desaparecida de cada trescientas veinticinco. Cada año. Hace más o menos unos veinte años que te graduaste, ¿no? Eso quiere decir que entre cuarenta y cincuenta personas de tu clase han desaparecido. Simplemente desaparecido. Nadie sabe dónde están.

Butters se revolvió incómodo en su asiento.

—¿Y?

Levanté una ceja y lo miré.

—Y están desaparecidos. ¿Adónde han ido?

—Bueno, están desaparecidos. Si están desaparecidos, nadie lo sabe.

—Exactamente —afirmé.

No dijo nada.

Dejé que nos inundara el silencio durante un minuto, solo para plantear mi idea. Y la retomé enseguida:

—Tal vez sea una coincidencia, pero esta tasa de pérdida coincide más o menos con la de los animales gregarios muertos en la sabana africana a manos de los grandes depredadores.

Butters encogió las rodillas y se las llevó al pecho, acurrucándose todo lo posible bajo la manta.

—¿De verdad?

—Sí —le dije—. Nadie habla de esto. Pero toda esa gente sigue sin aparecer. Tal vez muchos de ellos solo cortaron sus ataduras y dejaron sus vidas anteriores atrás. Otros, tal vez, perdieron sus vidas en accidentes de algún tipo y nunca se encontraron sus cuerpos. El caso es que la gente no lo sabe. Porque da demasiado miedo pensar en ello y porque es muchísimo más fácil volver a tu vida y tratar de olvidarlo. Ignorarlo. Es más fácil.

Butters sacudió la cabeza.

—Es de locos. Quiero decir, si lo vieran lo creerían. Si alguien saliera en la televisión y…

—¿E hiciera qué? —le pregunté—. ¿Doblar cucharas? ¿Tal vez si alguien hiciera desaparecer la Estatua de la Libertad? ¿Si convirtiera a una mujer en un tigre blanco? Joder, yo ya he hecho magia en televisión y los que no gritaban porque les parecía que era una patraña, se quejaban porque los efectos especiales les parecían demasiado cutres.

—¿Te refieres a aquel vídeo que se salió en el canal de noticias WGN hace unos años? ¿Contigo, Murphy, un perro enorme y aquel chalado con un palo?

—No era un perro —le dije temblando un poco con el recuerdo—. Era un loupgarou. Una especie de hombre lobo. Lo maté con un hechizo y un amuleto de plata, en auténtico directo.

—Sí, todo el mundo habló de esos los días siguientes, pero oí que descubrieron que era todo una farsa.

—No. La grabación desapareció.

—Oh.

Paré bajo una farola y miré a Butters durante un segundo.

—Cuando viste la grabación, ¿te lo creíste?

—No.

—¿Por qué?

Cogió aire.

—Bueno, porque la calidad de la imagen no era muy buena. Quiero decir, había mucha oscuridad…

—Que es donde ocurren las cosas sobrenaturales que más miedo dan —le dije.

—Y la imagen estaba movida…

—La mujer de la cámara estaba muerta de miedo. También muy frecuente. Butters hizo un sonido de frustración.

—Y en la grabación había mucha electricidad estática, parecía como si alguien hubiese estado jugando con ella.

—¿Cómo si alguien hubiese estado jugando con mis radiografías? —Sacudí la cabeza sonriendo—. Y hay otra razón más por la que no te lo creíste, tío. Está bien, puedes decirlo.

Suspiró.

—Porque los monstruos no existen.

—¡Bingo! —exclamé y volví a arrancar el coche—. Mira, Butters. Tú eres tu propio ejemplo perfecto. Has visto cosas que no puedes explicar. Has sufrido intentando decirle a la gente que las habías visto. ¡Por Dios! Hace veinte minutos has sido atacado por un muerto andante. Y aun así estás discutiendo conmigo si la magia es real o no.

Pasaron unos segundos.

—Porque no quiero creérmelo —dijo despacio, en voz muy baja.

Exhalé pausadamente.

—Toma un poco de café —propuse.

Lo hizo.

—¿Estás asustado?

—Sí.

—Estupendo. Es la opción inteligente.

—Pues qué bien —murmuró—. De… debo de ser la persona más inteligente del mundo.

—Sé cómo te sientes —le dije—. Acabas de caer dentro de un mundo en el que no crees y da un miedo que te cagas. Pero en cuanto aprendas una cosa que hay que saber sobre él, se te hará más fácil. El conocimiento contrarresta el miedo. Siempre lo hace.

—¿Qué hago? —me preguntó Butters.

—Te estoy llevando a un sitio en el que estarás a salvo. En cuanto estés allí pensaré en mi próximo movimiento. Por ahora, pregúntame lo que quieras y te contestaré.

Butters dio un trago muy despacio y asintió. Sus manos se iban calmando.

—¿Quién era ese tío?

—Le llaman Grevane, pero dudo que sea su nombre real. Es un nigromante.

—¿Qué es un nigromante? Encogí un hombro.

—La nigromancia es la práctica de la magia que pierde el tiempo con las cosas muertas. Los nigromantes pueden animar y controlar los cadáveres, manipular a los fantasmas, acceder al conocimiento que hay almacenado en los cerebros de los muertos…

Butters explotó:

—¡Eso es imposi…! —Se frenó y tosió—. Ah. Bien. Lo siento.

—También pueden hacer un montón de cosas terribles que implican a las almas —le dije—. Incluso en círculos extraños, este no es el tipo de cosas de las que se habla normalmente, pero he escuchado historias que dicen que pueden habitar cuerpos con conciencia y poseer a otros. Hasta he escuchado que pueden revivir a los muertos.

—¡Jesús! —exclamó Butters.

—Con ese dudo que tengan algo que ver.

—No, no, quería decir…

—Ya sé lo que querías decir. Era una broma, Butters.

—Ah. Vale. Lo siento. —Bebió más café y empezó a mirar a la calle, a un lado y a otro—. Pero ¿revivir a un muerto? Eso no suena mal.

—Estás dando por hecho que a donde los trae un nigromante es mejor que la muerte. Por lo que he oído, no lo suele hacer por razones humanitarias. Pero puede que sea todo mentira. Como te he dicho, nadie habla del tema.

—¿Por qué no?

—Porque está prohibido —le dije—. La práctica de la nigromancia viola una de las leyes de la magia que estableció el Consejo Blanco. La pena capital es la única sentencia posible y nadie quiere ni acercarse a ser sospechoso del Consejo.

—¿Por qué? ¿Quiénes son?

—Ellos son yo —le dije—. Más o menos. El Consejo Blanco es… bueno, la mayoría de las personas hablan de él como un cuerpo de gobierno de los magos de todo el mundo, pero es más como una logia masónica. O como una fraternidad.

—Nunca he oído nada de una fraternidad que dicte sentencias de muerte.

—Sí. Bueno, el Consejo solo tiene siete leyes, pero si las rompes… —Me pasé el pulgar por el cuello—. Por cierto, no les gusta que la gente normal sepa que existen, así que no hables de esto con nadie.

Butters tragó saliva y se tocó la garganta con los dedos.

—Ah. Entonces este tío, Grevane, ¿era como tú?

—¡No es como yo! —lo dije con un gruñido que me sorprendió hasta a mí. Butters se revolvió violentamente. Suspiré e hice un esfuerzo por bajar la voz de nuevo—. Probablemente sea un mago, sí.

—¿Quién es? ¿Qué es lo que quiere?

Resoplé.

—Es algo así como un discípulo de Kemmler, ese cochino mesías. El Consejo desterró a Kemmler hace un tiempo, pero varios de sus discípulos pueden haber escapado. Creo que Grevane está buscando un libro que su profesor escondió antes de morir.

—¿Un libro mágico?

Resoplé.

—No, a por unas chucherías no vendrían. Si no me equivoco, este libro contiene más información acerca de los saberes y las teorías que Kemmler utilizó en sus magias más poderosas.

Butters asintió.

—Entonces… si Grevane se apodera del libro y aprende lo que hay en él, ¿se convertirá en el próximo Kemmler?

—Sí. Y mencionó que había más personas involucradas en este asunto. Creo que surgió el rumor acerca del libro Kemmler y, con él, aparecieron los estudian­ tes que sobrevivieron; que se quieren hacer con el libro antes que otros nigromantes. En realidad, cualquiera que esté interesado en la magia negra querría conseguir ese libro.

—¿Y por qué el Consejo no los atrapa y los…? —Se pasó el dedo pulgar por el cuello.

—Lo han intentado —le dije—. Pensaron que todos los discípulos ya habían rendido cuentas.

Butters frunció el ceño y luego dijo:

—Supongo que los magos también pueden recurrir a la negación ante los hechos demasiado desagradables, ¿no?

Solté una carcajada.

—A la hora de la verdad todos somos iguales, tío.

—Pero ahora puedes alertar al Consejo y contarles lo de Grevane y el libro, ¿no? Se me revolvió el estómago.

—No.

—¿Por qué no?

Porque si lo hago, Mavra acabará con mi amiga. La idea se pasó por mi mente y la frustración se apoderó de mí. Intenté disimular.

—Es una larga historia. La versión corta es que el Consejo no me tiene mucho cariño que digamos y, además, últimamente están muy ocupados.

—¿Con qué?

—Con una guerra.

Arrugó la nariz e inclinó la cabeza mirándome atentamente.

—Esa no es la única razón por la que no los llamas, ¿verdad? —me preguntó.

—¡Caray, Holmes! —exclamé—. No, no lo es. Pero no insistas.

—Lo siento. —Terminó el café e hizo un esfuerzo por sacar un nuevo tema de conversación—. Entonces, ¿aquellos tíos eran zombis de verdad?

—Nunca había visto uno —le dije—. Pero todo apunta a que tienes razón.

—Pobre Phil —se quejó Butters—. No es que fuera un santo ni nada, pero no era un mal tipo.

—¿Tenía familia? —pregunté.

—No —contestó Butters—. Estaba soltero. Es una suerte. —Guardó silencio durante unos segundos y volvió a hablar—: No, supongo que no lo es.

—Ya.

—Si esos tíos eran zombis, ¿cómo es que no querían sesos? —preguntó Butters. Levantó los brazos y los estiró hacia delante, puso los ojos en blanco y con voz ronca dijo—: Seeeeeesoooooos.

Resoplé y me miró sonriendo.

—En serio —dijo Butters—. Esos tíos se parecían más a Terminator.

—¿Para qué sirve un soldado de infantería que no puede hacer nada más que cojear por ahí y pedir sesos con voz ronca?

—Buena pregunta —dijo Butters. Se puso a pensar y arrugó la nariz—. Recuerdo que se decía que para matar a un zombi había que coserle la boca con aguja e hilo. ¿Eso funciona?

—Ni idea —le dije—. Pero ya los viste. Si quieres acercarte y comprobarlo, ¡adelante! Yo prefiero observarte desde un puto telescopio.

—No, gracias —dijo Butters—. Pero ¿cómo se puede acabar con ellos?

Suspiré.

—Son fuertes, pero siguen siendo de carne y hueso. Un ataque muy duro los acaba matando tarde o temprano.

—¿Cómo de duro?

Me encogí de hombros.

—Pues algo como pasarles por encima con un camión. Cortarlos en trozos con un hacha. Quemarlos y reducirlos a ceniza. Una pistola o un bate de béisbol no serían suficiente.

—Puede que esto te sorprenda, Harry, pero ahora mismo no llevo un hacha encima. ¿Podría valer otra cosa? ¿Tal vez algo un poco menos «bunyanesco»?[7]

—Hay muchas formas —le contesté—. Si consiguieras cortar el flujo de energía hacia ellos, se desplomarían.

—¿Y eso cómo se hace?

—Tienes que destruirlos. El agua corriente es la mejor forma, pero tendría que haber una gran cantidad. Un riachuelo por lo menos. Probablemente yo también podría encerrar a uno en un círculo mágico y aislarlo de cualquier energía que pudiera llegarle. De una manera u otra, ¡plaf!, se acabarían derrumbando.

—Círculos mágicos. —Butters sacudió la cabeza—. ¿Y nada más?

—Ten presente que no son inteligentes —le dije—. Los zombis solo siguen órdenes, no son más inteligentes que cualquier animal común. Tienes que pensar más rápido que ellos, o que el nigromante que les está dando las órdenes. También podrías aislarlos del control del nigromante.

—¿Cómo?

—Acabando con el ritmo del tambor.

—¿El qué?

Sacudí la cabeza.

—Perdón. Veamos, bueno… El zombi no es una persona realmente, con pensamientos, con sentimientos, pero el cadáver hace que parezca una persona; lo «utilizan» para comer, respirar, para tener un corazón que lata. El nigromante encuentra en esa circunstancia la forma de controlarlos. Él toca un ritmo, o cualquier música rítmica, y utiliza la magia para sustituir ese pulso por el latido del corazón del zombi. El mago se conecta al ritmo, y este se supedita al corazón del zombi. Gracias a este vínculo, cuando el nigromante da una orden, el zombi piensa que viene de dentro de sí mismo y siente que quiere hacerlo. De esta forma, el nigromante consigue tener al zombi completamente a sus pies.

—¡El libro! —dijo Butters—. Grevane estuvo todo el tiempo golpeándose la pierna con un libro. Y después, fuera, los bafles del Cadillac emitían el sonido atronador de aquel bajo.

—Exactamente. Tienes que conseguir frenar ese ritmo o alejar a los zombis hasta donde no puedan oírlo para que el nigromante pierda el control. Pero eso es muy aleatorio.

—¿Por qué?

—Porque eso no destruirá al zombi, solo lo libera del control del nigromante. Podría pasar cualquier cosa. Podría apagarse o empezar a matar a todo el que se le ponga por delante. Es totalmente impredecible. Si en la sala de análisis se me hubiese ocurrido detener el golpeteo puede que nos hubiera matado a todos. O que se hubiese puesto a correr en diferentes direcciones golpeando a los que allí estábamos. No podíamos correr el riesgo.

Butters asintió, interiorizando aquello durante un minuto. Después abrió la boca y dijo:

—Grevane afirmó que no eras un centinela. ¿Qué es un centinela?

—Los centinelas son algo así como la policía del Consejo —le expliqué—. Hacen que se cumplan las leyes de la magia, llevan a los criminales a juicio y luego les cortan la cabeza. A veces se emocionan y les cortan la cabeza directamente.

—Bueno. No suena mal.

—En teoría —le dije—. Pero son tan paranoicos que a su lado, Joe McCarthy parece un cachorrito adorable. Casi no hacen preguntas y no dudan al tomar decisiones. Si ellos creen que has incumplido la ley, será porque lo has hecho.

—Eso no es justo —dijo Butters.

—No, no lo es. No es que me tengan mucho cariño, los centinelas. NI siquiera sé si vendrían a ayudarme si se lo pidiera.

—¿Y qué hay de los otros magos del Consejo? Suspiré.

—El Consejo Blanco ya está rozando el límite de sus medios. E incluso aunque no fuera así, siempre prefieren mantenerse al margen.

Frunció el ceño.

—¿Y la policía podría detener a Grevane?

—De ningún modo —le dije—. No hay nadie que, ni por asomo, esté tan bien preparado como para enfrentarse a él. Y si lo intentaran, un montón de gente inocente moriría.

Butters se atragantó.

—¿Se quedarán sentados mirando como asesina a personas como Phil? —preguntó indignado—. Si la gente normal no puede hacer nada y el Consejo no quiere implicarse, ¿quién coño lo va a detener?

—Yo —le dije.