23
Me levanté y, en absoluto silencio, contemplé la ventana rota, durante unos segundos.
—Harry —dijo Thomas ansioso—. Tenemos que irnos.
—No —dije—. No lo voy a dejar.
—Probablemente ya esté muerto.
—Estar muerto —le contesté—, no lo protegerá de Grevane. No lo dejaré aquí.
—¿Tenemos alguna posibilidad de ganar si nos enfrentamos a él?
Sacudí la cabeza.
—Ayúdame a levantarme.
Lo hizo. Cojeé hasta la ventana y grité:
—¡Grevane!
—Buenas noches —dijo Grevane con ese tono de voz que denotaba tanta riqueza y cultura y que contrastaba con los golpes torpes y repetitivos que sacudían mi puerta—. Te felicito por la elección del constructor. Esa puerta es verdaderamente resistente.
—Me gusta mantener mi privacidad —repliqué—. ¿Está vivo el forense?
—La experiencia me dice que ese término se ha vuelto muy polémico —señaló Grevane—. Pero, hasta el momento, está en bastante buen estado.
Me temblaron las piernas al relajarse con el alivio. Bien. Si Butters todavía estaba bien, tenía que mantener a Grevane en la conversación. Apenas habían pasado cinco minutos desde que había comenzado el ataque. Incluso si los malos habían cortado las líneas de teléfono de toda la pensión, los vecinos tenían que haber oído el jaleo y casi seguro que habrían visto la luz de mis hechizos. Seguro que alguien habría llamado a las autoridades. Si mantenía a Grevane ocupado el tiempo suficiente, llegarían. Y apostaría a que Grevane no se quedaría a probar suerte teniendo tan cerca su objetivo y se daría a la fuga.
—Tú lo tienes y yo lo quiero.
—Yo también —dijo Grevane—. Supongo que encontró la información en el cadáver del traficante.
—Sí —le dije.
—Y ya sabrás que me la quedé yo.
—Sí.
Hizo un ruido como de estar pensando. Estaba muy cerca de la ventana rota pero no podía verlo.
—Eso supone un problema para mí —dijo Grevane—. No tengo intención compartir la Palabra con nadie. Me temo que va a ser necesario que te silencie.
—Soy la menor de tus preocupaciones —le insinué—. La habitacadáveres y Li Xian me arrebataron la información esta tarde.
Hubo un silencio únicamente perturbado por el golpeteo regular de la puerta.
"ERROR"
—Si eso hubiese ocurrido —dijo Grevane—, no estarías vivo para hablar de
—Tuve suerte y me escapé —le dije—. La habitacadáveres estaba muy sulfurada por el tema del Darkhallow que os traéis entre manos.
Oí un gruñido enfadado y un escupitajo.
—Si me estás diciendo la verdad —dijo Grevane—, no obtendré ningún beneficio dejándoos vivir al forense y a ti.
—Es una manera de verlo —le dije—. Pero también podrías pensar que no te costaría nada hacerlo. La otra noche querías proponerme un trato. ¿Todavía quieres hablar de ello?
—¿Con qué objetivo? —me preguntó.
Se oyó el crujido del acero que cedía después de toda la tensión. Una de las esquinas superiores de la puerta se torció y dejó que se colase el frío del exterior.
—Date prisa —me apuró Thomas—. Tenemos que actuar rápido.
—Entrégame a Butters —le dije a Grevane— y te proporcionaré la información que encontré.
—No me estás ofreciendo nada. Ya lo tengo a él —dijo Grevane—. Puedo extraer la información de él yo mismo.
—Podrías —le dije—, si la supiese. Pero no es el caso.
Grevane rezongó algo en una lengua que yo no conocía. Oí unas pisadas, luego el ruido de una bofetada y murmullos de un Butters aturdido.
—¿Es eso verdad? —le preguntó Grevane—. ¿Tienes información sobre la Palabra?
—No sé lo que es —farfulló Butters—. Había un lápiz de memoria. Números. Era una retahíla de números.
—¿Qué números? —gruñó Grevane.
—No lo sé. Un montón. No los recuerdo. Los tiene Harry.
—¡Mentiroso! —dijo Grevane. Se oyó el golpe de otro sopapo y un grito de Butters.
—¡No lo sé! —exclamó Butters—. Había un montón de números y yo solo vi algunos durante un segun…
Otro golpe, esta vez más sordo y pesado, como de un puño golpeando la piel.
Apreté los dientes, la rabia se apoderó de mí.
—No lo sé, no lo sé, no lo sé… —decía Butters. Parecía que estaba llorando.
—Mírame —exclamó Grevane—. ¡Mírame!
Cerré los ojos y me aparté un poco de la ventana. Podía imaginarme lo que estaba sucediendo: Butters estaría probablemente de rodillas, agarrado por dos zombis, y Grevane, de pie con su gabardina, le estaría sosteniendo la barbilla con el pulgar y el índice. Podía imaginar cómo forzaba a Butters a mirarlo a los ojos para iniciar una visión del alma. Grevane estaría intentando mirar en el interior de la cabeza de Butters, en un veloz y urgente intento de llegar a la verdad.
Y Butters estaría expuesto a la corrupción de un alma abocada a la magia negra y a una vida de asesinatos.
Surgió un sonido muy agudo que fue aumentando rápidamente hasta que se convirtió en un alarido de terror y enajenación. Aquel gemido estaba falto de dignidad, estaba fuera de sí. Jamás habría reconocido aquello como la voz de Butters si no supiese que era él quien estaba allí fuera. Pero lo sabía. Butters gritó y prolongó aquel aullido sin pausas hasta que se quedó sin aliento y se petrificó. A partir de ahí, el eco se fue diluyendo.
—¿Y bien? —preguntó otra voz, una desconocida. La de aquel hombre era ronca, como si se hubiese pasado la vida entera bebiendo whisky barato y fumando puros aún más baratos.
—No lo sabe —informó Grevane pausadamente, con voz de desagrado.
—¿Estás seguro? —dijo la segunda voz. Me moví un poco hacia un lado y me puse de puntillas para tratar de vislumbrar. Descubrí al segundo interlocutor: era Manchas Hepáticas.
—Sí —dijo Grevane—. No tiene ninguna fuerza, si lo supiese habría contestado.
—¡Si matas al forense vas a tener que matarme a mí! —grité—. Y, por supuesto, soy el único que tiene esa información, además de la habitacadáveres. ¡Psicópatas aspirantes a nigromantes con delirios de grandeza! ¡Estoy seguro de que no deseáis precisa mente compartir vuestra información con los maniacos de vuestros colegas!
Hubo un silencio en el exterior.
—Podéis empezar por sacarme de aquí —les dije—. Por supuesto, en cuanto caiga sobre vosotros mi hechizo de muerte os resultará mucho más difícil derrotar a la habita cadáveres para conseguir el Darkhallow, pero ¿qué es una vida sin aprietos que le den un poco de interés? —Hice una pause y proseguí—. No seas idiota, Grevane, si no pactas conmigo estarás firmando tu propia sentencia de muerte.
—¿Es eso lo que piensas? —dijo Grevane—. Tal vez me vaya de aquí sin más.
—No, no lo harás —le dije—. Porque cuando la habitacadáveres consiga su carné de socia del club de campo del monte Olimpo, lo primero que hará será buscar a su rival más cercano, es decir, a ti. Y lo siguiente: extraerte el páncreas por la nariz.
La puerta se rompió de forma diagonal repentinamente y la parte superior cedió como si estuviese hecha de papel vegetal. No se cayó totalmente, pero sí lo suficiente como para que asomasen dedos de muertos ansiosos por arrancar la parte destrozada.
—Harry —dijo Thomas con voz temerosa. Desenvainó el sable, se dirigió a la puerta y cortó de cuajo los dedos que sobresalían. Salieron disparados por el aire y cayeron al suelo, todavía retorciéndose y serpenteando como gusanos de tierra disecados.
—¡Decídete, Grevane! —le grité—. Si vas más allá, haré todo lo que esté en mi poder para matarte. No soy más fuerte que tú, eso lo sabemos los dos, pero no conseguirás la información si yo no quiero. No soy ninguna piltrafa, puedo ponerte tan al límite como para que desees matarme.
—¿Quieres hacerme creer que podrías llegar al suicidio? —me preguntó Grevane.
—¿Para hundirte conmigo? —repliqué—. ¡Ya lo creo! ¡Puedes contar con ello!
—¡No lo escuches! —bufó Manchas Hepáticas—. Mátalo, sabe que está terminado y se encuentra desesperado.
Mierda. Tenía toda la razón y lo último que necesitaba era que alguien se lo dijese a Grevane. El dedo de un zombi pasó volando por delante de mi cara; otro rebotó en mi guardapolvo y cayó al suelo, al lado de mi pie. Este todavía estaba retorciéndose y tenía una uña amarillenta que arañaba mi bota de manera ciertamente perturbadora. El aporreamiento de la puerta se volvió más sonoro y tal presión hizo que el marco comenzase a agitarse.
Pero de repente, sin motivo aparente, paró. El silencio se apoderó del apartamento.
—¿Cuáles son tus condiciones?
—Tendrás que liberar a Butters —le dije—. Dejarás que nos alejemos en mi coche y nos llevaremos a tu secuaz. Una vez que estemos lejos, le daré los números y lo dejaremos marchar. Y a partir de ahí, estaremos en tregua hasta el amanecer.
—Esos números —dijo Grevane—, ¿qué significan?
—No tengo ni idea —le dije—. Por lo menos, no por ahora. La habitacadáveres tampoco lo sabe.
—Entonces, ¿qué valor tienen? —preguntó.
—Alguien lo averiguará, pero si no pactas conmigo ahora, está más que claro que ese alguien no serás tú.
Hubo otra pausa larga y luego Grevane dijo:
—Dame tu palabra de que cumplirás las condiciones.
—Cuando tú me des la tuya.
—La tienes —dijo Grevane—. Te lo juro por mi poder.
—¡No…! —susurró Manchas Hepáticas—. No lo hagas.
Levanté las cejas e intercambié una mirada especulativa con Thomas. Los juramentos y las promesas tienen poder en sí mismas. Esa era una razón por la que están tan bien consideradas entre los miembros de la comunidad sobrenatural. Cuando alguien rompe una promesa, una parte de la energía que invirtió en hacerla se vuelve contra él. Para la mayoría de las personas no supone un problema demasiado grave, ya que puede manifestarse simplemente como un poco de mala suerte, un resfriado, un dolor de cabeza o algo así.
Pero cuando un ser más poderoso o un mago hace un juramento por su poder, el efecto es letal. La ruptura de muchas promesas puede acabar inutilizando la magia de un hechicero e incluso destruyendo por completo su condición No he oído jamás que un mago rompiese un juramento hecho en nombre de su poder. Esa es una de las constantes del mundo sobrenatural.
—Te juro por mi poder que cumpliré la promesa acatando las condiciones que hemos establecido —le dije.
—Harry —susurró Thomas—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Salvar nuestros culos, espero —le dije.
—No te habrás creído que él va a cumplir su parte, ¿no? —susurró Thomas.
—Lo hará —le dije y al hacerlo me di cuenta de lo seguro que estaba de tener razón—. Si quiere sobrevivir, no tiene otra elección. El objetivo de Grevane es conseguir el poder. No va a ponerlo en peligro rompiendo esta promesa.
—Eso te crees tú.
—Incluso si decide jodernos, es bueno que lo hagamos hablar. Cuanto más lo retrasemos, más posibilidades tenemos de que aparezca la policía. Se dará media vuelta en cuando los vea venir.
—Pero si la policía no aparece, le darás lo que necesita para convertirse en una auténtica pesadilla —dijo Thomas.
Sacudí la cabeza.
—Tal vez no sea tan mala idea. No puedo destruirlo. Y a la habitacadáveres tampoco. Meter a Grevane en el lío hará que les resulte más difícil centrarse en mí.
Thomas cogió aire despacio.
—Es demasiado arriesgado.
—¡Oh, no! ¡Algo arriesgado! —ironicé—. Arriesgarnos es algo que no nos gusta nada, ¿a que no?
—A nadie le gustan los listillos, Harry.
—Butters cuenta conmigo —le dije—. Ahora mismo, soy todo lo que tiene. ¿Te reservas alguna idea mejor?
Thomas negó con la cabeza.
—¡Muy bien! —gritó Grevane—. ¿Cómo lo hacemos?
—¡Llévate a tus zombis de aquí! —le dije. En ese momento encontré un bolígrafo y un trozo de papel; cogí un papel doblado de mí bolsillo y copié los números—. Tú vete con ellos. Manchas Hepáticas y Butters esperarán junto al coche. Nos subimos y nos vamos. En cuanto estemos a unas manzanas de distancia, dejaremos a Manchas Hepáticas con los números, sano y salvo.
—De acuerdo —convino Grevane. Esperamos un minuto y luego Thomas dijo:
—¿Oyes algo?
Me acerqué a la puerta y Escuché. Oí la respiración rápida y agitada de alguien. Butters. Nada más. Sacudí la cabeza y miré a Thomas.
Se acercó a la puerta, con la espada todavía en la mano. La abrió despacio. Los golpes recibidos la habían atascado y tuvo que tirar muy fuerte para desencajarla. Thomas miró hacia fuera y vio que todavía había un par de trozos de zombis retorciéndose en las escaleras, pero aparte de eso, estaba vacío. Subió despacio por las escaleras mirando a su alrededor. Mi bastón seguía tirado en el suelo enfrente de la puerta. Thomas lo empujó con el pie de vuelta al apartamento.
—Está despejado.
Me hice con la recortada y recogí el bastón. Como pude, cargué las dos cosas en la mano buena. Ratón cerró filas a mi lado, con una cresta todavía erguida y produciendo, cada pocos segundos, un gruñido subsónico desde la profundidad de su pecho. Cojeé hasta la puerta y subí las escaleras.
Caía una fría lluvia, ligera pero continua. Estaba oscuro. Muy oscuro. No se veía luz por ninguna parte. El maleficio que Grevane había desatado al comienzo del ataque debía de haber afectado a gran parte de la electricidad de la ciudad. Como yo no tenía nada eléctrico en mi apartamento, no fuimos conscientes de este hecho.
Me sentí un poco mareado. Si se habían cortado todas las luces y los teléfonos no funcionaban era probable que por allí no apareciese ningún policía. En el momento en que los conjuros de protección comenzaron a hacer ruido, las líneas ya habían sido cortadas. Al no haber luz, existía la maravillosa posibilidad de que nadie hubiese visto nada extraño. Por su parte, la lluvia podría haber amortiguado los ruidos considerablemente. La gente tiende a quedarse en casa, en lugares cómodos, cuando se dan estas situaciones, y si alguien hubiese visto u oído un crimen pero no tuviese manera avisar a las autoridades, era poco probable que hiciese otra cosa que no fuese quedarse en casa y esconder la cabeza.
Había pedacitos de zombis tirados en las escaleras, en la gravilla del aparcamiento y en el césped. Algunos parecían quemados, mientras que otros parecían haberse derretido como cera al sol del verano. Habían quedado algunos puntos negros quemados en el suelo, en zonas carbonizadas. No podía contar cuántos zombis habían sido aniquilados, pero debían de haber sido por lo menos los mismos que atisbé en el momento inicial del ataque.
Grevane había traído más. La lluvia los escondía casi por completo, pero a lo lejos, hasta donde me llegaba la vista, descubrí los cuerpos inmóviles de más zombis. Había docenas de ellos. ¡Campanas infernales! Si hubiésemos intentado el plan de la carrera hasta el coche, no habría sido suficiente con rezar. Aquel sonido atronador de un bajo estéreo seguía palpitando de fondo a ritmo constante.
Cerca del Escarabajo se encontraba ya Manchas Hepáticas. Llevaba el mismo abrigo, el mismo sombrero de ala ancha de la última vez y tenía la misma expresión amargada en su cara arrugada y llena de lunares. Las zonas de su pelo fino y canoso que no estaban mojadas por la lluvia se levantaban con cada pequeño soplido de viento. Lo estudié detenidamente. Era unos siete u ocho centímetros más bajo que la media. Su cara me resultaba familiar. Estaba seguro de que lo había visto antes pero no lograba ubicarlo. Me incomodaba muchísimo, pero no era el momento de entretenerme para jugar a las adivinanzas.
Butters se encontraba en el suelo, en postura fetal, sobre la gravilla húmeda y fangosa, a los pies de Manchas Hepáticas. Respiraba muy rápido y de manera ruidosa. Tenía los ojos fijos en el infinito.
Manchas Hepáticas hizo un gesto cortante señalando a Butters. En respuesta, le enseñé brevemente la copia de los números y la volví a dejar en el bolsillo.
—Mételo en el coche —le dije a Manchas Hepáticas.
—Hazlo tú —respondió aquel hombre de voz ronca y grosera.
Ratón, que no le quitaba ojo a Manchas Hepáticas, dejó salir un gruñido sordo y grave.
Entrecerré los ojos y exclamé:
—¡Thomas!
Mi hermano envainó la espada y cogió a Butters, como si fuese un niño pequeño, manteniendo la mirada en Manchas Hepáticas. Volvió hacia el coche y Ratón y yo vigilamos a Manchas Hepáticas mientras tanto.
—Ponlo detrás —le dije.
Thomas abrió la puerta y colocó a Butters en el asiento trasero. El hombrecillo echó la cabeza hacia la pared y se sentó encogido. Cabría dentro de una de las bolsas de papel de la tienda de comestibles.
—¡Ratón! —ordené—. ¡Entra!
Ratón merodeó por el asiento trasero y se apoyó en Butters, sin apartar jamás sus ojos oscuros y serios de la figura de Manchas Hepáticas.
—Bien —dije mientras le pasaba la recortada a Thomas—. Esto va a ser así. Thomas, súbete a la parte de atrás. Manchas, vas a tener una recortada oliéndote la nuca. Y con esto me refiero a que Thomas te volará la tapa de los sesos si intentas algo raro.
Se quedó mirándome. Sus ojos no decían nada.
—¿Me has entendido? —le pregunté. Asintió y sus ojos se estrecharon.
—¡Dilo! —le ordené.
Sus palabras desprendieron puro odio:
—Te he entendido.
—Bien —le dije—. ¡Sube al coche!
Manchas Hepáticas caminó hacia el coche. Tuvo que rodearme para llegar a la puerta del copiloto y cuando estuvo a mi altura frenó en seco y se quedó mirándome. Tenía el ceño fruncido. Permaneció así durante un segundo, mirándome de arriba abajo.
—¿Qué? —inquirí.
—¿Dónde está? —dijo. Parecía como si estuviese hablando más en su propio beneficio que en el mío—. ¿Por qué no está aquí?
—He tenido un día muy largo —le expliqué—. Cierra la boca y súbete al coche.
Durante un segundo vi que sus ojos ardían frenéticos con repugnancia y aversión ante mis palabras. Pude ver que, sin ninguna duda, Manchas Hepáticas quería verme muerto. No había nada racional ni tranquilo en aquello. Quería hacerme daño, deseaba mi muerte. Estaba escrito con tanta fuerza en sus ojos que casi parecía que lo tuviese tatuado en la cara. No me hacía falta la visión del alma ni ningún tipo de magia para reconocer el odio de un asesino cuando lo veía.
Y aunque me seguía sonando muchísimo aquella cara, os juro por mi vida que no era capaz de recordar de dónde.
Evité su mirada a tiempo para impedir la visión del alma y le dije:
—Sube al coche.
—Te voy a matar. Tal vez no sea hoy, pero será pronto. Voy a ver cómo mueres —me dijo.
—Vas a tener que hacer cola, Manchas —le contesté—. He oído que quedan pocas entradas para esa actuación.
Entrecerró los ojos y empezó a hablar.
Ratón dejó salir un repentino ladrido de alerta.
Me puse en tensión al mirar a Manchas Hepáticas. Él hizo lo mismo. Se estremeció y miró alrededor con recelo. Cuando sus ojos se posaron en algún lugar a mis espaldas se abrieron como platos.
Thomas tenía la recortada en la mano así que le di la espalda a Manchas Hepáticas y miré por mí mismo.
Entre la lluvia y la oscuridad surgió una nube de luz. Se fue acercando a gran velocidad y después de un par de palpitaciones aceleradas de mi corazón, descubrí qué era lo que provocaba aquella luz.
Eran fantasmas.
Rodeados de un brillo verdoso enfermizo, una caballería propia de la época de la guerra civil se acercaba hacia nosotros. Había docenas de jinetes. Pese a que cabía esperar un estrepitoso ruido de los cascos de los caballos, solo desprendía un murmullo distante y pálido, propio de una manada de animales en la lejanía. Los jinetes llevaban sombreros de ala ancha de la Unión y chaquetas que parecían negras, y no azules, bajo aquella aterradora luz. Llevaban pistolas y sables en sus manos semitransparentes. Uno de los jinetes levantó una trompeta hasta sus labios mientras cabalgaba y expulsó una tensión fantasmal que flotó a la deriva en aquel entorno noctámbulo.
Detrás de ellos, subidos a caballos fantasmas que parecían haber muerto ahogados, estaban Li Xian y la habitacadáveres. El necrófago llevaba un tamtan colgado de un costado, cosido a un grueso cinturón de piel y atado a los hombros. Mientras cabalgaba iba golpeando un ritmo picado militar, con una sola mano, dándole un matiz un tanto primitivo y salvaje. La habitacadáveres se había cambiado de ropa y se había puesto un traje de motera, de cuerpo entero, que incluía guantes y brazales de pinchos en los antebrazos. Llevaba una espada curva en el cinturón y una cimitarra tulwar grotesca y asesina. Según se fueron acercando hizo que su fantasmagórico corcel alcanzase la delantera y desenvainó el sable. Lo alzó sobre su cabeza, riéndose, luciendo despreocupadamente salvaje, y lo dirigió hacia nosotros.
—¡Traición! —gritó Manchas Hepáticas—. ¡Hemos sido traicionados!
Grevane salió de la niebla entre un montón de zombis inmóviles. Miró hacia la habitacadáveres que se acercaba y dejó salir un alarido de ira. Levantó las manos y todos los zombis que estaban a la vista se irguieron de golpe y se lanzaron a la carga.
—¡Matadlos! —gritó Grevane. De las comisuras de sus labios empezó a brotar espuma, literalmente. Sus ojos ardían bajo el sombrero de fieltro—. ¡Matadlos a todos!
Manchas Hepáticas se giró hacia mí sacando una Derringer de algún lado de su manga. Por el tamaño se veía que no podía llevar una carga muy pesada, pero tampoco la necesitaría para matarme a aquella distancia. Me escabullí hacia atrás y a la derecha, intentando dejar el coche entre él y yo. Hubo un estallido estremecedor y un fogonazo de luz. Golpeó la húmeda gravilla con mucha fuerza. Manchas Hepáticas rodeó el coche persiguiéndome con la clara intención de usar la segunda bala de su pistola.
Thomas no tuvo tiempo para salir del coche. Hubo una explosión repentina y el parabrisas salió disparado en una nube de cristales destrozados. El nubarrón se le vino encima a Manchas Hepáticas y lo derribó.
Levanté mi bastón con la mano buena y lo apoyé con fuerza en su muñeca. Se oyó un chasquido y la pequeña pistola se le cayó de la mano.
Tuvo un ataque de ira.
Antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, Manchas Hepáticas se había tirado encima de mí y sus dos manos rodeaban mi cuello. Sentí que me cerraba el paso del aire y forcejeé con él. No sirvió para mucho. La locura de aquel viejo parecía haberse convertido en fuerza.
—¡Es mío! —me gritó. Me sacudió con cada palabra y me golpeó la cabeza contra la gravilla, produciéndome precisas detonaciones de dolor y reduciendo mi visión a estrellitas voladoras—. ¡Dámelo! ¡Mío!
Un zombi apareció en la gravilla, cerca de nosotros. Se puso en cuclillas y se hacia mí. Sus ojos muertos me miraban vacíos de pasión y pensamientos, mientras recogía su mano en un puño y lo dirigía a mi cabeza.
Antes de que aterrizase en mi cara, el brillante sable de uno de los caballeros fantasmales silbó cortando la noche, la lluvia y el cuello del zombi. La cabeza del cadáver olvidó sus hombros y salió volando y dejando a su paso una línea de icor.[12] Cuando cayó al suelo, sus ojos yacían clavados en los míos.
—¡Abajo! —gritó Thomas.
Dejé de intentar levantarme y me pegué tanto al suelo como pude.
La puerta del copiloto del Escarabajo se abrió de golpe, rozándome la punta de la nariz, y golpeó a Manchas Hepáticas en la cara. El golpe lo alejó de mí.
Thomas se apoyó en el asiento del conductor para llegar hasta mí, pero un segundo jinete fantasma apareció agitando su espada. Thomas se apartó a tiempo de salvar su cuello, pero se llevó una buena cuchillada desde la sien hasta la oreja y el cuero cabelludo. Inmediatamente se le cubrió de sangre esa parte de la cabeza, formando unas sombras demasiado claras para ser humanas.
Thomas recobró el equilibro y tiró de mí con fuerza hacia el coche. Revolví entre las llaves y conseguí meter la del contacto. La giré con precipitación desesperada y se me caló el motor. El coche se apagó, ahogado.
—¡Joder! —gritó Thomas frustrado.
Un tenue relámpago de luz verdosa afloró en el cielo encima del coche. Un segundo después emergió otro, y esta vez, se estrelló contra el capó. Se oyó un impacto en el bastidor del coche y provocó que este se tambalease. Un agujero de bala apareció en el techo.
Intenté arrancar el coche de nuevo y esta vez convencí al viejo Volkswagen para que se despertase.
—¡Abran paso al gran Escarabajo! —grité mientras metía la marcha atrás. Las ruedas levantaron gravilla y barro y lo dirigí de lleno contra la multitud de zombis, golpeándolos y haciéndolos chocar entre sí para, finalmente, salir volando.
Encaucé el coche hacia la carretera y metí la primera. En cuanto logré enderezarlo, miré hacia la habitacadáveres y vi cómo presionaba a Grevane con su tulwar alzado. De alguna parte de su abrigo, Grevane sacó una larga cadena que utilizó para protegerse de la espada cuando se le acercó, sosteniéndola en el aire. Sus brazos estirados alcanzaron el golpe en las juntas y deslizó la cuchilla mortal hasta alejarla de sí.
La habitacadáveres gritó furiosa y azuzó a la tropa de fantasmas para que cargaran contra él. Mientras dio la orden machacó, casi sin enterarse, la cabeza de un zombi que pasaba por allí.
Pisé el acelerador y el Escarabajo arrancó hacia delante en dirección hacia un trío de jinetes fantasmas de la caballería. Se nos echaron encima sin tambalearse.
—Odio jugar a ver quién es más gallito —murmuré y metí segunda.
Justo antes de que los golpease, la caballería entró en acción y los caballos y jinetes traslúcidos ascendieron sin esfuerzo, flotaron por encima del coche y aterrizaron en el suelo detrás de mí. No les di la oportunidad de girarse e intentarlo de nuevo. Aceleré el Escarabajo para entrar por fin en la carretera, giré a la izquierda y huí pisando a fondo. No aminoré la marcha hasta que estuvimos a unas manzanas de distancia. Abrí ventanilla.
No se oían gritos ni follón de pelea. La lluvia amortiguaba el sonido y la pesada oscuridad no me dejaba ver nada que no estuviese ocurriendo a mis espaldas. Apenas podía oír el atronador tambor que mantenía a los zombis de Grevane en pie, dirigiéndolos a cualquier lugar bajo aquellas tinieblas. Más allá del lejano sonido que parecía acercarse cada vez más, distinguí las sirenas.
—¿Estáis todos bien? —pregunté.
—Sobreviviré —dijo Thomas.
Se había quitado la chaqueta y la camiseta y con esta última presionaba el lado de la cara que tanto le sangraba.
—¿Ratón? —pregunté.
El sonido de un resoplido húmedo se acercó a mi oreja y Ratón lamió mi mejilla.
—Bien —dije—. ¿Butters?
Hubo un silencio.
Thomas miró al asiento de atrás, frunciendo el ceño.
—¿Butters? —repetí—. Venga tío, la Tierra llamando a Butters.
Silencio.
—¿Butters? —pregunté.
Hubo una larga pausa. Luego una breve inhalación y por fin, una voz muy débil:
—La polca nunca morirá.
Noté cómo mi boca se abría en una sonrisa.
—Claro que no, joder —dije.
—Pues claro que no —suspiró Thomas—. ¿Adónde vamos?
—No podemos volver allí —dije—. Además, con los conjuros de protección desactivados no sería buena idea.
—¿Entonces, adónde? —preguntó Thomas.
Me paré en una señal de stop y me palpé los bolsillos un momento. Encontré una de las dos cosas que estaba buscando.
Thomas puso un gesto de extrañeza.
—¿Harry? ¿Qué pasa?
—La copia de los números que hice para Grevane —expliqué—. Ha desaparecido. Manchas Hepáticas debió quitármela cuando forcejeamos.
—Mierda —dijo Thomas.
Pero encontré la llave de la casa de Murphy en el otro bolsillo.
—Bien. Tengo un lugar en el que nos podemos quedar un rato, por lo menos hasta que decidamos cuál será nuestro siguiente paso. ¿Es muy grave tu corte?
—Sangra —dijo Thomas—, pero parece peor de lo que es.
—Mantenlo presionado —le dije.
—Gracias, sí —dijo Thomas, aunque parecía más divertido que molesto.
Puse en marcha el Escarabajo otra vez y bajé las ventanillas.
—Oíd, chicos —les dije—, ¿notáis algo diferente?
Thomas miró a su alrededor durante un momento.
—La verdad es que no. Está demasiado oscuro.
—Se han ido las luces —dije despacio—, ¿veis alguna en algún lado?
Thomas miró a su alrededor otra vez y dijo.
—Parece como si hubiese un tiroteo por allí. Algunos faros por allá. Luces de los coches de la policía… pero el resto… —Sacudió la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —susurró Butters.
—Así que era a esto a lo que se refería Mab. Lo han hecho ellos —dije—. Los herederos de Kemmler.
—Pero ¿por qué? —preguntó Thomas.
—Creen que uno de ellos se convertirá en un dios mañana. Están sembrando el pánico. El caos. La indefensión.
—¿Por qué?
—Preparan el camino.
Thomas no dijo nada. Ninguno de nosotros lo hizo.
No puedo hablar por los demás, pero yo estaba asustado.
Las ruedas del Escarabajo susurraban a lo largo de las calles mientras atravesábamos la tenebrosa oscuridad que, como si de un sudario se tratase, se había apoderado de la ciudad de Chicago.