32

Cuando entré por la puerta de la casa de Murphy, llovía y todavía llevaba puesta la capa. Llegué hasta la cocina y allí sentados estaban Thomas, Butters y Bob. Permanecían alrededor de la mesa, tenían unas cuantas velas encendidas, papeles, lápices y latas vacías de Coors.

La mandíbula de Thomas se abrió de par en par.

—¡Me cago en la leche! —dijo.

Butters miró primero a Thomas y luego a mí.

—¿Eh? ¿Qué?

—¡Harry! —dijo Bob. Sus ojos naranjas y brillantes resplandecían—. ¿Has robado una capa de centinela?

Fruncí el ceño mirándolos a los tres y me quité la capa. Cayó extendida en el suelo de la cocina.

—No la he robado.

Ratón apareció en la habitación, moviendo el rabo, y le rasqué brevemente las orejas.

—Ah —dijo Bob—. ¿Entonces la has cogido de algún cuerpo?

—No —contesté molesto y me dejé caer en una de las sillas—. Me han reclutado.

—¡Me cago en la leche! —volvió a decir Thomas.

—No lo pillo —dijo Butters.

—¡Harry se ha unido a la policía secreta de los magos! —dijo Bob atropelladamente—. ¡Podrá declarar culpables bajo sospecha y dictará justicia con sus propias manos! ¿Puede haber algo mejor?

Thomas se quedó mirándome fijamente y luego dirigió la vista a la puerta que había a mis espaldas. Finalmente volvió a mirarme.

—Estoy solo —le dije en voz baja—. Tranquilo.

Asintió.

—¿Qué ha pasado?

—Muchas cosas —le dije—. No tengo tiempo para contártelo todo, pero los centinelas están en la ciudad y no me preocupa mucho que vayan a indagar o a intentar averiguar secretos ajenos.

—¿Por qué no? —preguntó Thomas.

—Porque en este momento los cinco están en un hotel del centro, duchándose y cambiándose los vendajes mientras intentan conseguir más información sobre los herederos de Kemmler.

Thomas parpadeó despacio.

—¿Cinco? ¿Heridos?

Asentí y me mordí los labios con fuerza.

—Vaya —dijo Thomas en voz baja—. ¿Cómo de grave?

—Me han reclutado —le dije.

—Muy grave, vale —dijo Bob con tono divertido.

Me fijé en los papeles y los libros que había encima de la mesa.

—Chicos, decidme que habéis descubierto algo.

Butters parpadeó un par de veces y luego empezó a revolver los papeles y a arrugarlos, hasta que se hizo con una vela.

—Bien, vale. Tenemos buenas y malas noticias.

—Primero las malas —le dije—. Prefiero dejar el su bidón para el final.

—No hemos averiguado nada de los números —dijo Butters—. Quiero decir, no son un código. Es demasiado corto. Podría ser una dirección o un número de cuenta, pero ninguno de los bancos que localizamos por teléfono tiene ese número de dígitos. —Tosió y pidió perdón—. Si hubiera podido meterme en la red habría conseguido algo más, pero… —Gesticuló inútilmente señalando alrededor—. Solo conseguíamos línea en una de cada cincuenta llamadas, y a la mayoría de los sitios a los que llamamos no atendió nadie. Y durante la última hora el teléfono ha dejado de funcionar por completo.

Sacudí la cabeza.

—Sí. La ciudad también está patas arriba. He visto dos incendios viniendo de McAnally a aquí. Parece que hay disturbios en Bucktown. Lo oí en una radio de policía.

—El gobernador ha pedido ayuda a la Guardia Nacional —dijo Thomas en voz baja—. Están mandando tropas para que mantengan la paz en las calles.

Parpadeé.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—He llamado a mi hermana —dijo.

Fruncí el ceño.

—Creía que Lara no te hablaba.

La voz de Thomas se volvió seca.

—Solo porque me haya desheredado en cuanto al dinero familiar, porque me haya dejado sin ninguna de nuestras propiedades, porque haya dejado claro que nunca más contaré con su protección y porque mantenga como prisionera virtual a la mujer que amo, no debes pensar que ya no me tiene cariño.

—Y por eso te ha hecho un pequeño favor —le dije.

—Técnicamente —dijo Thomas—, te lo ha hecho a ti.

—¿Y por qué? —le pregunté.

—Bueno, como todo su poder depende de que no se revele un secreto, le insinué que con lo irracional que te vuelves cuando se trata de defender al pueblo de Chicago, no sería muy descabellado que te diese por abrir la boca y hundirle el barco si ella no se prestase a ayudarte en un momento de necesidad como este.

—Humm —le dije—. ¿Me estás contando que acabo de chantajear a la jefa de la Corte Blanca? ¿Por poderes?

—Sí —dijo Thomas—. Harry, tienes huevos para hacer algo así.

—Supongo que sí. —Sacudí la cabeza—. ¿Pero por qué lo he hecho?

—Porque necesitábamos ayuda —dijo Thomas—. No estábamos llegando a ningún lado. Lara tiene un montón de recursos disponibles, materiales y humanos. Ella era capaz de facilitarnos la información que necesitábamos.

—Y de ahí las buenas noticias —dijo Butters—. Ella no había perdido la conexión a internet como nosotros y fue capaz de informarnos de un montón de cosas que no sabíamos. —Me pasó un trozo de papel—. Aunque no es sobre los números, uno de los suyos averiguó algo sobre los artilugios y las armas de los nativos americanos que hay aquí en Chicago.

Miré fijamente a Butters.

—¿Sí?

Asintió mirando el papel y lo leyó:

—Sí —dijo—. El Centro de Nativos Americanos alberga en sus instalaciones una exposición acerca de la caza y la guerra tribales antes de que nosotros, los rostros pálidos, apareciésemos con las pistolas y la viruela. El History Channel la está utilizando como parte de un especial de historia sobre los enfrentamientos y estuvieron grabando allí la semana pasada.

—Sí —dije—. Allí puede haber antiguos espíritus. —Leí la lista—. Mierda, tendría que haberme dado cuenta de esto. En el museo Field hay una exposición de artefactos de Cahokia, el profesor Bartlesby estaba a cargo de ella. Joder, había un montón de artilugios indios que la habitacadáveres había ido reuniendo. Probable­ mente pensando en esta noche.

Butters asintió.

—Y en el museo Mitchell, en Evanston, hay más artilugios de indios americanos de los que una sola persona pueda reunir.

—Mierda —dije—. Eso es.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Butters.

—Es lógico —señaló Bob—. El objetivo final es congregar al máximo número espíritus antiguos para luego consumirlos. Cuanto más antiguos sean los cacharros, más espíritus atraerán.

Asentí.

—Ahora recuerdo ese lugar. Ese museo está en un campus universitario, ¿verdad?

—En la universidad Kendall —confirmó Butters.

—El campus de la universidad durante la noche de Halloween es el peor de los lugares para que haya un enfrentamiento entre una banda de nigromantes —dijo Thomas—. Va a ocasionar daños colaterales.

—¡De eso nada! —le dije. Me sorprendió lo fiera que salió mi voz—. Vamos a detener esa estúpida convocatoria. Y después vamos a dar caza a esos asesinos hijos de puta y los vamos a matar.

Se hizo un silencio profundo en la cocina.

Thomas y Butters me miraban con expresión recelosa.

—Debe de ser la capa —dijo Bob alegremente—. Harry, ¿te sientes más sentencioso y moralmente superior que esta mañana?

Respiré despacio y profundamente.

—Lo siento —dije—. Lo siento. Ha sonado un poco agresivo.

—Puede que un poco —dijo Butters casi en susurros.

Me froté la cara y miré el reloj de pilas que había en la pared de la cocina de Murphy.

—Bien. Falta una hora para el anochecer. Tengo que estar preparado para convocar al Erlking para entonces.

—Eh… —dijo Thomas—. Harry, si es la presencia del Erlking la que atraerá a todos esos antiguos espíritus hacia sus herramientas y sus cosas, entonces, ¿no sucederá lo llame quien lo llame?

—Sí —le contesté—. A menos que el que lo llame lo atrape en un círculo que contenga su poder y lo retenga ahí.

Bob hizo un ruido como de chispas.

—Harry, ese plan es muy peligroso. No, borra eso. Ese plan es una locura. Incluso si diésemos por hecho que tienes poder como para atrapar a alguien como el Erlking en un círculo, e incluso si lograses mantenerlo ahí toda la noche, jamás permitirá que ese tipo de insulto quede en nada. Volvería la noche siguiente y te mataría. Si tienes suerte.

—Ya me preocuparé de eso cuando lo consiga —le dije.

—Espera —dijo Butters—. Espera, espera. Quiero decir, ¿es necesario todo esto? Esos tíos ni siquiera tienen el libro de la magia mala, ¿no? Sin él, lo único que pueden hacer es llamar a los espíritus. Pero no pueden hacer eso de… comérselos, ¿no?

—No podemos presuponer que no lo tienen —dije—. Tal vez Grevane lo encontrado.

—Pero los otros dos no, ¿verdad? —dijo Butters.

—Aunque no lo tengan, estarán allí —le dije—. No pueden permitirse dar por hecho que sus rivales no tienen el libro. Van a aparecer con todo lo que tengan, para intentar evitar que cualquiera de los otros consiga sacar el ritual adelante.

—¿Por qué? —preguntó Butters.

—Porque se odian —le expliqué—. Y si uno de ellos se convirtiese en un dios, acabaría con los demás. Sería probablemente lo primero que hiciese.

—Ah —dijo Butters.

—Y por esa razón necesito que hagas algo por mí, Thomas. Mi hermano asintió.

—Dime.

Me hice con un trozo de papel en blanco y un lápiz y empecé a escribir.

—Esta es una nota. Me gustaría que la llevases a la dirección que te voy a anotar y se la dieses a los centinelas.

—No pienso acercarme a los centinelas —dijo Thomas.

—No será necesario —le dije—. Están en un hotel. La dejas en recepción y le dices a quién allí atienda que se la lleve. Después desapareces.

—¿Se fiarán de una nota? —preguntó Thomas con tono escéptico.

—Les dije que les enviaría a un mensajero si no pudiese llegar hasta allí yo mismo. Están informados acerca del Erlking y de que estoy intentando apartarlo de su propósito. Tienen que saber dónde van a estar los herederos de Kemmler para poder destruirlos.

—Son cinco —dijo Thomas en voz baja—. Serán uno menos.

Puse cara de circunstancias. Podría ser peor que eso. Ramírez me había dado la impresión de que podía defenderse, pero los dos novatos, por lo que me había parecido, no podrían hacer frente a ninguno de los discípulos ni a sus compinches.

—Una vez que tenga asegurado al Erlking iré para allí lo más rápido que pueda. De todas formas, son centinelas —dije—. Podrán con los esbirros de Kemmler.

—O morirán en el intento —dijo Thomas y puso cara de desagrado—. ¿Cómo llegaré hasta allí?

Me acerqué a un cajón de la cocina y rebusqué en su interior hasta que encontré unas llaves de Murphy. Se las tiré a Thomas.

—Toma. Su moto está en la plaza del aparcamiento.

—Vale —asintió, aunque en su expresión había cierto recelo—. ¿No le importará que coja su moto?

—Es por una buena causa —le dije—. Las calles están muy mal y los centinelas tienen que ponerse en marcha lo antes posible. Ve.

Thomas asintió, se guardó las llaves en el bolsillo y se sumergió en su cazadora de cuero.

—Volveré en cuanto haya terminado.

—Sí —le dije en voz baja—. Thomas, para los centinelas no eres más que un vampiro de la Corte Blanca. Si te ven, se precipitarán a por tu sangre.

—Entendido —dijo. En su voz se distinguía cierta amargura—. Si no vuelvo a tiempo, Harry… que tengas suerte.

Me tendió su mano y le di la mía, nos apretamos con fuerza. Los nervios debían haber enfriado mucho mi mano porque la suya me resultó cálida. Cuando me soltó la mano, saludó con la cabeza a Bob y a Butters y se dirigió hacia la lluvia. Un minuto después la Harley de Murphy rugía en el patio trasero y, acto seguido, se lanzaba hacia la lluvia y la penumbra.

Me quedé allí en silencio durante un minuto, luego me levanté y fui hacia el hornillo. Cogí la tetera y la llené de agua, la puse en el fuego y esperé a que hirviera. Me llevó un minuto encontrar la colección de tés de Murphy, resultó injustificadamente difícil. Quiero decir, ¡vamos!, ¿cuántos tipos de té puede necesitar alguien? Puede que tenga prejuicios con este tema; y es que le echo tanto azúcar al té que su verdadero sabor se convierte en un mero regusto.

Encontré algunas bolsitas instantáneas que olían vagamente a menta.

—¿Té? —le ofrecí a Butters.

—Claro —dijo.

Cogí dos tazas.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Té caliente —le dije—. Tenemos que calentarnos, que luego habrá que ponerse bajo la lluvia para llamar al Erlking. Pero tú te quedarás aquí dentro mientras lo hago.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque va a ser muy peligroso.

—Bueno, ya —dijo—. ¿Pero por qué dentro de la casa? Quiero decir, este súper trasgo podrá romper paredes, ¿no?

—Seguro que es lo suficientemente fuerte para hacerlo, sí —le dije—. Pero no podrá. La casa está protegida por su umbral.

Butters me miró sin comprender ni una palabra.

—¿Y eso significa…?

Me apoyé contra la barra y le expliqué.

—El umbral es el tipo de energía que rodea los hogares. Es… —Fruncí el ceño pensando en cómo explicarlo—. Es algo así: las casas tienen energía positiva. Si un tipo de magia exterior quisiese entrar tendría que neutralizar esa energía primero. Los seres más grandes y fuertes del Más Allá necesitan mucha energía para permanecer en nuestro mundo. Normalmente no tienen bastante combustible como para volverse peligrosos.

—¿Es como eso de los vampiros? —preguntó—. ¿Qué no pueden entrar si no los invitas?

—Parecido, sí. Si invitas a alguien, tu umbral no actúa. Pero otros seres mágicos u otro tipo de energía no podrían hacerlo. Es una defensa sólida.

—No funcionó muy bien con tu casa —observó Butters.

—Mi casa es un apartamento de alquiler —le dije—. Y excepto por los últimos meses, siempre he vivido solo. No tiene la misma energía que se puede encontrar en un edificio que lleve ocupado un tiempo.

—Ah, ¿es a eso a lo que se refiere la expresión «no hay lugar más seguro que la casa de uno»?

Sonreí un poco.

—Una casa no hace un hogar. Cuando el lugar tiene historia, familia, emociones, penas y alegrías en sus paredes, entonces es cuando se consigue un umbral sólido. Esta casa ha pertenecido a la familia Murphy durante más de cien años, y durante todo ese tiempo siempre ha vivido alguien. Es muy sólido. Estarás a salvo aquí.

—¿Pero no se debilitará en cuanto lo invoques? —preguntó Butters.

—Ese es el plan. Pero aunque eso pasara, no eres tú quien lo va a molestar. No habrá ninguna razón para que quiera ir a por ti.

—Ah, bien —dijo y parpadeó como pidiendo perdón—. No es que quiera que vaya a por ti, Harry.

—No te culpo —le dije.

Butters asintió.

—¿Por qué zombis? —me preguntó.

—¿Eh?

—Perdón. Cambiando de tema. Nueva pregunta. ¿Por qué todos estos nigromantes utilizan zombis?

—No todos lo hacen —le señalé—. La habitacadáveres invocó a un puñado de fantasmas semicorpóreos. Espectros.

—Pero humanos —dijo Butters—. Los zombis parecen humanos. Los espectros parecen humanos. ¿Por qué no atraen a una manada de ratas putrefactas? ¿O incluso a mosquitos semicorpóreos? ¿Por qué usan personas?

—¡Ah! —exclamé—. Eso tiene que ver con algo parecido a la impresión metafísica que todas las criaturas dejan después de su muerte. Algo parecido a una pisada. Los seres humanos dejan huellas más grandes que la mayoría de los animales, lo que quiere decir que puedes verter más energía en su reanimación.

—Consiguen matones más fuertes —aclaró Butters.

—Sí.

—¿Y cómo puede ser que Grevane tuviese cadáveres tan recientes cuando vino a buscarme y sin embargo atacase tu casa con otros más antiguos? Porque la verdad es que yo vi muy de cerca a estos últimos. —Tembló—. Algunos parecían de comienzos del siglo xx.

—Por la misma razón por la que reaniman humanos en vez de animales —le dije—. Cuanto más antiguo es el cadáver, más profunda es la huella metafísica que deja. Son más difíciles de invocar, pero una vez que se consiguen son más fáciles de controlar, son más fuertes y es mucho más complicado herirlos.

—Los cadáveres viejos se convierten en los muertos vivientes más fuertes —dijo.

—Eso es —le dije. Podía ver cómo giraban las rueditas dentro del cerebro de Butters mientras procesaba la información. Parecía muy ocupado preparando decenas de preguntas que le iban surgiendo ante la primera ronda de respuestas, y me dio la impresión de que no pararía hasta hartar su insaciable curiosidad.

—Vale, pero ¿y si…?

—Butters —le dije lo más suavemente que pude—. Ahora no. Lo único que quiero es tomarme una taza de té tranquilamente. —Tuve un momento de inspiración—. Pregúntale a Bob —le dije—. En realidad Bob sabe mucho más que yo.

—Ah —dijo Butters. Y apartó la vista de mí dirigiéndola a la calavera—. Eh, sí, creo que Thomas ha estado hablando con eso.

—¡Con él! —dijo Bob indignado—. ¡Soy él, no eso! ¿O te has creído que soy algún tipo de robot rarito de Tinkertoy?[13]

—Bueno —dijo Butters—, lo siento, Bob. ¿Te importa si te hago algunas preguntas?

—Sería desperdiciar mi inmenso intelecto y mi talento —replicó Bob adoptando un aire despectivo.

—Hazlo, Bob —le ordené.

—Oh, tío… —Las luces naranjas de los ojos giraron dentro de las cuencas de la calavera—. Está bien. Tampoco tengo nada mejor que hacer que dar una clase de primaria.

—¡Genial! —Butters se entusiasmó y se volvió a sentar a la mesa. Cogió más folios y un lápiz—. Bien, ¿qué te parece si empezamos con…?

Cogí una taza de té para mí y otra para Butters. Le dejé la taza cerca, pero apenas se dio cuenta. Estaba completamente inmerso en la conversación con Bob.

Me escabullí a la sala de estar, coloqué la pierna dolorida encima de la mesa y me dejé caer en el sofá con mi taza de té. Me senté en la penumbra, con el calor humeante y el sabor dulce de la menta, o lo que fuera, e intenté poner en orden mis pensamientos. Estaba tan cansado que no me llevó mucho tiempo.

Estaba a punto de llamar a un coetáneo de la reina Mab para tenderle una trampa durante toda la noche. Una araña de jardín tendría las mismas posibilidades si se propusiese atrapar a un tigre de Bengala. Sin embargo, el tigre de Bengala probablemente ni se molestaría en aplastar a la araña. El Erlking sí.

Todo eso convertía a este en el más estúpido de mis planes hasta el momento, pero tampoco es que tuviese otra opción. La presencia del Erlking en la zona aumentaría dramáticamente el número y la potencia de los muertos vivientes que los kemmleritos intentarían invocar esta noche. Si pudiera bloquear la entrada del Erlking en Chicago, sería como eliminar gran parte del poder que los nigromantes pretendían reunir. Grevane y compañía eran ya formidables sin la ayuda de ningún ejército de súper zombis ni de los peores fantasmas. Si pudiese evitar que eso ocurriera, tal vez podría ofrecer a Luccio y a sus centinelas una oportunidad real de derrotarlos.

Si no consiguiese ser suficientemente rápido e invocar al Erlking antes de que lo hiciese cualquier otro kemmlerito, o si acabase escapando de mi trampa y quedase suelto por Chicago, moriría mucha gente. El Erlking daría comienzo a la Caza Salvaje en la apagada ciudad de Chicago durante la noche de Halloween, y cualquier persona que se cruzase en su camino acabaría reducida a cenizas.

La luz empezó a extinguirse fuera, todo estaba tan oscuro que, de alguna manera, parecía antinatural. Un rato después un relámpago cruzó el cielo y sacudió la pequeña casa. Empezó a levantarse viento y las gotas de lluvia comenzaron a golpear las ventanas con el ir y venir de las impacientes ráfagas de aire.

No me sentía como un mago. No me sentía como un centinela letal y poderoso. No me sentía como el hombre más valiente de Chicago con poderes sobrenaturales, ni como un intrépido enemigo del mal ni como un temerario emplazador capaz de lanzarse desafiante ante los dientes de un titán sobrenatural ni como un auténtico sabio conocedor de las artes místicas. Me sentía deteriorado, maltrecho, dolorido; como un manco con planes de futuro poco halagüeños y con un ridículo pantalón con una pierna completamente cortada.

Ratón se acercó atravesando esa nebulosa. Chocó cariñosamente contra mí y apoyó la cabeza en mi pierna. Tenía los ojos cerrados, pero podía oír cómo se balanceaba su rabo suavemente contra el sofá. Apoyé mi mano mala en la cabeza de Ratón y lo acaricié de manera peregrina. A Ratón no le importaba. Simplemente se apoyaba en mí, prestándome su cálido pelaje y tendiéndome la silenciosa fidelidad de su presencia.

Me hizo sentir mejor. Ratón no sería la criatura más lista de la tierra, pero era firme, amable, leal y poseía la asombrosa sabiduría que hace a las bestias saber en quién confiar. Tal vez yo no era ningún superhéroe, pero a Ratón le parecía un tío bastante guay. Eso quería decir algo. Tenía que ser suficiente.

Dejé mi taza de té, quité mi pierna de encima de la mesita de centro de Murphy y me levanté. Recogí mi bastón sin mirarlo, respiré profundamente y apreté la mandíbula.

Me dirigí a la cocina andando como un tullido.

—Butters —le dije—. Quédate aquí con Bob y Ratón. Vigílame. Si ves a alguien acechándome, pega un grito.

—Bien —afirmó Butters—. Lo haré.

Me despedí de él con la cabeza y salí a la lluvia para poner a prueba mi fuerza frente al legendario maestro de la Caza Salvaje.