Cuarenta y ocho

Dimos un paseo en coche sin rumbo fijo, Jones y yo, mientras intentábamos entender mi aventura en la tienda de Warren. Le dimos un montón de vueltas en cientos de embotellamientos, fuimos a Pattaya, comimos en un restaurante especializado en pescado junto al mar, donde Jones me castigó por no acostarme con ella a base de despotricar contra la cocina tailandesa (chile en el pescado: «¿Cómo puedes siquiera encontrar el sabor a algo con toda la boca ardiendo?»), y regresamos a Bangkok sin haber encontrado ninguna explicación al misterio, aparte de una observación perspicaz de la agente del FBI:

—Una cosa es segura, Fatima consiguió de alguna manera esa cinta de la que nos habló Iamskoy. Hazle caso a una americana, Warren no soportaría esa mierda si ella no contara con los recursos para arruinarle la vida.

—¿Y los jemeres, sus guardaespaldas?

—Tú sabrás, eres nuestro asiático domesticado. Ya ha anochecido cuando le cierro la puerta del coche a Jones y recorro el patio delantero. En las zonas comunes hay poca luz, sólo la tienda ilegal con la lona ilegal brilla con lámparas que iluminan a los motoristas que siguen echados sin hacer nada en sus camas y tienen aspecto de estar colo— cadísimos. Subo las escaleras hacia mi habitación y veo que alguien ha roto el candado. Por lo general, los ladrones no me halagan con sus atenciones, porque todo el mundo sabe que no tengo nada a pesar de que soy policía. Sólo ha ocurrido una vez antes, cuando el televisor de un vecino dejó de funcionar en medio de una telenovela y entró en mi habitación con la certeza absoluta pero falsa de que yo tendría un televisor propio. Ante el candado roto me pregunto si se ha estropeado el televisor de otra persona. ¿O debería preocuparme por algo más siniestro? Decido que mis enemigos son demasiado sofisticados para romper el candado y esperar dentro de mi habitación para asesinarme en mi propia casa, pero carezco del valor necesario para actuar de acuerdo con esta cómoda conclusión hasta que oigo un prolongado pedo tipo trombón. Abro la puerta con cautela. No puedo verlo, pero un sentido animal hace que sea consciente de su enorme volumen y oigo su colosal respiración. Lanza un gruñido y se frota los ojos cuando enciendo la luz. Hay paquetes de seis cervezas desparramados por el futón, que es demasiado estrecho para él aunque lo ha arrastrado al centro de la habitación. Se desborda por los dos lados, pero empujando logra incorporarse con cierta agilidad.

—Te mentí-dice con ese acento gutural de Harlem.

—Ya lo sé. ¿Me has dejado algo de cerveza?

Se gira y me fijo en un nuevo complemento para mi casa: una neverita de esas de hielo. Mete los dedos en lo que ya se ha convertido en agua y me pasa una lata de Singha empapada.

—Es la última. ¿Quieres que traiga más de la tienda? Me he hecho amigo del dueño y de esos chicos que están en las camas. Esto no está tan lejos de Harlem. Les he dicho: «¿Qué tomáis, colegas, metanfetaminas o maría?». Pero ya sabía que tenía que ser maría, es imposible estar tan dormido con metanfetaminas. Me han ofrecido metanfetaminas, pero les he dicho que yo paso de drogas. Así que a cambio me han ofrecido mujeres, en plan cuántas quería. Los chicos estaban dispuestos a coger las motos y traerme media docena. Un negro podría sentirse como en casa en este país enseguida. Después de todo el pobre Billy tenía razón. ¿Cómo sabías que te mentía y sobre qué te mentía?

—Por el motivo que tenías para estar aquí. La agente del FBI me dijo que cambiaste de avión y de línea aérea en París, de modo que intentabas ir de incógnito. Podrías haber hecho el viaje por mucho menos dinero si hubieras optado por viajar con una sola línea aérea, y no creo que pararas para contemplar la Torre Eiffel.

Un gruñido.

—¿Así que te figuras que estoy aquí porque estaba involucrado en el negocio de metanfetaminas de Billy?

—No.

Silencio.

—Más vale que vaya a por más cerveza.

Cuando se levanta ocupa todo mi pisucho. Me recuerda una estatua de Buda en una cueva que es demasiado pequeña. Tengo que hacerme a un lado para que pueda salir por la puerta. Cuando vuelve está con un par de chicos de las motos, cargados con montones de paquetes de seis cervezas y bolsas llenas de hielo. Elijah mete una mano en un bolsillo y saca un candado nuevo con unas llaves colgadas del mismo.

—Siento lo del otro candado. No había ningún vestíbulo cómodo ni ningún sitio donde pudiera esperar.

—No te preocupes. ¿Cómo lo has roto tan limpiamente? No he visto ninguna marca en la puerta.

Resopla.

—¿Eso? Lo he hecho con los dedos. El poder del músculo, amigo mío, aún abre puertas de vez en cuando.

—¿Qué has dicho? —pregunto, paralizado de pronto junto a la nevera.

—Yo adoraba a Billy —dice Elijah—. Probablemente porque él me adoraba a mí. Apenas conocimos a nuestro padre, así que yo era el único modelo de conducta que tenía. Fuimos inseparables hasta que me metieron en un reformatorio, un trapicheo con caballo que salió mal. Tenía quince años. Cuando salí me asignaron un buen asistente social, un negro que entendía de dónde venía yo y conocía a mi madre. Me dijo: «Puede que seas listo y rápido, ¿pero qué vas a hacerle a tu hermano? ¿Vas a destruirlo? Billy no tiene experiencia y no aguantará toda la mierda que vas a aguantar tú. Lo estás arrastrando al infierno sin una escalera». No me hada falta pensar en eso porque sabía que tenía razón. Empecé a distandarme algo del chico, aunque eso me partía el corazón. No puedo dedr que me emocionara cuando se metió en los marines, pero me quitó un peso de endma. Me dolió cuando empezó a comportarse con tanta superioridad y me menospreciaba a mí y las cosas malas que hada, me dolió mucho, pero aun así me quitó un peso de encima. Incluso cuando dejó de llamarme por teléfono o de hablarme, aun así fue un alivio. Me sentía como un padre que ha conseguido que su hijo prospere más de lo que habría podido prosperar él jamás. Me emodoné mucho cuando empezó a llamarme por teléfono otra vez, era como si diez años no hubieran importado nada. Éramos amigos otra vez. Desde que murió me despierto inquieto pensando en partir a los que le hicieron eso. Con una rodilla, uno a uno.

Son las dos y treinta y cuatro de la madrugada y nos hemos bebido la mayor parte de la cerveza. Elijah me ha contado cómo preparar la metanfetamina, cómo montar una red, cómo encontrar policías que sobornar en Nueva York. En concreto ahora soy una autoridad en bolsitas de plástico (tienen que ser del tamaño correcto, si son demasiado grandes el precio es demasiado alto para el adicto medio; si son demasiado pequeñas te buscas demasiado trabajo; sobre todo, nada de fiorituras y pon tu sello de propietario en la parte de fuera, como estrellas doradas o algo así, porque los jueces supondrán que se trata de crimen organizado). Me ha dicho todo lo que necesito saber si alguna vez quiero vender drogas en Estados Unidos, y ahora por fin me ha dicho por qué está en mi país. Ha venido a decírmelo porque se ha dado cuenta de que su búsqueda de venganza es imposible. Más rápido que la agente del FBI ha comprendido lo fundamental de Asia: jugamos con reglas diferentes y somos dos tercios del mundo. Ha venido a despedirse.

Cuando se pone de pie con gran esfuerzo necesito la ayuda de la pared para hacer lo mismo. He sentido un gran amor por este hombre colosal con su corazón colosal, y este amor me ha obligado a ponerme a su altura cerveza a cerveza. Nunca he estado tan increíblemente borracho en toda mi vida. También agradezco que me haya ayudado a resolver un detalle del caso que nos ha fastidiado durante semanas, a la agente del FBI y a mí. Lo sigo sin parar de mover las rodillas hasta la tienda y nos damos un abrazo de despedida cerca de los moto taxis. Sólo la moto más grande, una Honda de 500 cc, es lo suficiente fuerte para sostenerle, y hay muchas sonrisas y curiosidad cuando se sienta atrás y aplasta la suspensión. Observo cómo parten bamboleándose él y el conductor hacia lo que queda de la noche, luego vuelvo a trompicones a mi cueva donde, con una concentración sobrehumana, marco el número de la agente del FBI en el teclado de mi móvil. La despierto de un sueño profundo y tardo unos momentos en convencerla de que no soy una variante tailandesa de una llamada telefónica obscena. Está despierta del todo cuando ha entendido mi farfulla borracha.

—Lo he visto cuando Elijah ha roto el candado —explico con baboso orgullo.

—¿Las cobras estaban en un baúl? ¿Bradley pensaba que

había ido a recoger la mercancía de siempre del aeropuerto? ¿La pitón estaba allí para abrir el baúl rompiéndolo?

—Sacto.

—¿Pero qué hay de todo el problema de inyectarles el yaa baa a las serpientes?

—No les inyectaron. Iban empaquetadas en paja entre hielo. Hibernaron. El hielo se fundió. Las serpientes despertaron con sed. Bebieron agua del hielo fundido. Contenía yaa baa. El yaa baa volvió loca a la pitón. Rompió las cerraduras sin problema. —Me río socarronamente—. Debió de ser para cagarse.

—¿Y esas dos serpientes muertas que encontraste, las que habían matado a palos?

—Los chabolistas tuvieron que coger rápido el baúl antes de que llegáramos. Algunas serpientes quedaron en la parte trasera del coche. El resto por encima de Bradley. Mató algunas atrás con un palo o algo. Traían el yaa baa en los baúles cada pocos meses, por eso el viejo Tou tenía suficientes para construir su cabaña.

—Así, algunos chabolistas de confianza sacaron rápido el baúl por la puerta de atrás a pesar de las serpientes, ¿no? Porque si lo hubierais encontrado se habría echado a perder toda la operación? Sí, lo entiendo. ¿Pero ese borracho nunca mencionó nada así?

—A lo mejor no era tan tonto. A lo mejor le dieron instrucciones. ¿Quién sabe? Es un borracho.

Una pausa que creo que debe expresar asombro por mi brillantez forense, o mi avanzada toxicidad: no estoy seguro de cuál de las dos cosas me impresiona más.

—¡No me digas! Bueno, buen trabajo, socio. Ya hablaremos cuando hayas dormido la mona. ¿Dentro de una semana o así, quizás?