Doce

Vinieron del norte y del sur, del este y del oeste. Krung Thep no sólo era la mayor ciudad, hasta hace poco era la única ciudad moderna que teníamos. Vinieron de las llanuras y de las montañas. La mayoría pertenecían a etnias tailandesas, pero muchos eran de tribus del norte, musulmanes del sur, jemeres que huían de Camboya y otros muchos eran técnicamente birmanos que vivían en la frontera y que nunca le prestaron atención. Eran parte de la mayor diáspora de la historia, de la migración de la mitad de los asiáticos del campo a la ciudad, y sucedió a una velocidad acelerada durante el último tercio del siglo XX. Hombres con músculos de hierro y el heroísmo obstinado del trabajo agrícola no mecanizado, mujeres de cuerpos desfigurados debido a los continuos embarazos, todos poseían en abundancia las agallas, el entusiasmo, la ingenuidad, la esperanza, la desesperación necesaria para convertirla en una gran ciudad. La única cosa que no tuvieron en cuenta fue el tiempo, del que sabían muy poco aparte de los ritmos de la naturaleza. La vivisección estadística de la vida en horas, minutos, segundos fue una de las pocas dificultades que la tierra no impuso nunca. Los ultimátum, sobre todo, fueron la fuente de un tipo nuevo de ansiedad. ¿Estrés? Su versión urbana era extraña, ajena, insidiosa y algo con lo que no podían enfrentarse de ningún modo. El yaa baa era un veneno al que le había llegado su hora.

La industria pesquera fue la primera en sucumbir. Ya no era una cuestión de llevar el pescado a los mercados antes de que saliera el sol para que la gente se los llevara a casa y los cocinara; en aquellos tiempos la lucha por atrapar peces sólo era el primer paso de un proceso semiindustrial que exigía un timing crítico para ponerlo en hielo, empaquetarlo, freír— lo; los peces más lucrativos eran los que se mantenían con vida y eran transportados por avión a restaurantes de Japón y Hong Kong, Vancouver y San Francisco. El trabajo de escamar el pescado para restaurantes de la ciudad era otra de esas tareas peculiarmente estresantes que había que completar entre la una y las cinco de la madrugada, justo cuando los ritmos corporales dictan que es hora de dormir. Era un trabajo que no podía realizarse sin yaa baa.

Les siguieron los camioneros. El mundo feliz exigía conducir sin descanso a lo largo y ancho del país, siendo Bangkok el centro, y a veces había que hacer viajes interminables hacia el sur, cruzar la frontera y atravesar todo Malasia para llegar a Kuala Lumpur, un viaje de más de mil seiscientos kilómetros. A nadie se le ocurría emprenderlo sin tomar yaa baa. Los obreros de la construcción también escucharon la llamada. El problema no era el trabajo duro, sino la presión, las fechas límite, el peso implacable del dinero que recaía sobre todos los proyectos, el trabajo nocturno, los peligros de las alturas, soldar con gas de noche en la planta trece de algún edificio nuevo de oficinas o apartamentos de lujo. Las normas de seguridad eran muy antiguas y no se cumplían, había que estar despierto para seguir vivo.

Les siguieron otras industrias. Las chicas de los bares cuyo trabajo era bailar desde las ocho de la tarde hasta altas horas de la madrugada, policías del turno de noche, estudiantes que tenían que quedarse despiertos estudiando para los exámenes… Este estrés era ajeno al estilo de vida tailandés y requería tratamiento químico.

Ahora el progreso había tomado la forma de homicidios inexplicables. En Krung Thep un grupo de obreros de la construcción mutilaron a unos transeúntes en una juerga frenética de sangre. En el noreste, un monje adicto violó y mató a una turista. Los camioneros se precipitaban con sus camiones de diez ruedas en zanjas, embestían a los peatones y chocaban unos con otros.

La cifra oficial dice que hay alrededor de un millón de adictos a esta droga, pero supongo que la realidad será del doble. Muchos empresarios reconocen abiertamente que tienen que comprar yaa baa a precios al por mayor para distribuirla entre sus trabajadores, quienes no pueden permitirse el precio al por menor y no pueden trabajar sin ella.

Yaa baa significa «droga loca» y hace referencia a la metanfetamina que se saca de la efedrina. Pasa muy deprisa a la sangre y penetra en el tronco cerebral. Cuando se fuma, sus efectos son aún mayores, a menudo violentos.

El yaa baa es mucho más fácil de producir que la heroína, un amateur puede aprender la química necesaria en una hora. En un día puede utilizar un compresor de pastillas para producir cien mil unidades, normalmente en un laboratorio móvil. Lo único que necesita es efedrina sin cortar, que por lo general se introduce en el país ilegalmente por Laos, o Birmania, o Camboya. ¿Tienen ustedes un ejército que necesita permanentemente recaudar fondos? El Khun Sha sí, el señor del United Wa. También lo tiene el Red Wa, y también el propio ejército oficial birmano. Bueno, se hace lo siguiente: construyes un laboratorio de yaa baa justo en la frontera con Tailandia, lo custodias con tus tropas, la mayoría de ellas ya son adictas a la droga, contratas a campesinos analfabetos y a miembros de tribus de la región para que accionen los mandos y den a los botones y —aquí viene la parte delicada— encuentras los contactos adecuados en Tailandia para que se encarguen de la distribución.

Lo que explica por qué estoy bailando en un club de Pat Pong a las tres y veintinueve de la madrugada.

Éste es el más venerable de nuestros barrios de prostitución, donde mi madre trabajó en la mayoría de bares en una u otra ocasión, ya que cambiaba de lugar de trabajo con frecuencia, según la suerte que tuviera a la hora de encontrar dientes, la relación con el jefe y la mamasan o simplemente por puro aburrimiento. Éste es mi hogar, razón por la que supongo que he venido aquí a buscar consuelo, como solía hacer cuando era niño. Me acercaba a menudo a primera hora de la noche antes de que se pusiera el disfraz horrible de chica de bar (como más me gustaba era con unos vaqueros y una camiseta, se la veía joven y sexy). O a veces a primera hora del día cuando no había podido dormir, por culpa de los fantasmas. Entonces, cogía un motocarro desde casa, atravesando la noche a toda velocidad. Si Nong estaba con un cliente, la mamasan me buscaba un lugar donde sentarme, algo de comida y una cerveza.

Hace una hora y media que la policía ha cerrado el mercado, los bares y los clubes, pero la calle me conoce de los viejos tiempos. No sé cómo, pero ya saben que Pichai ha muerto y es como volver a ser aquel niño otra vez. Un centenar de putas me miman. Aunque hay que pagar un precio. Tengo que bailar.

«Sonchai, Sonchai, Sonchai.» Dan palmas rítmicamente, insistentemente, y me señalan el escenario con la barbilla. Es lo que solía hacer, ganarme la cena. Día tras día, en casa, observaba a mi madre practicar sus eróticos movimientos de culo y meneo de tetas al son de la música de su tiempo, y jamás supo lo bien que yo los había aprendido hasta que una noche entró tras una sesión con un cliente y me vio allí arriba solo en el escenario, un chico de doce años bailando como una puta de toda vida.

Estoy bastante colocado, por supuesto. El yaa baa me ha fundido el cerebro, y lo he regado con cerveza y marihuana. La mamasan pone la música muy alta y me pongo a bailar frenéticamente. Bailando como una fulana. Bailando como Nong la diosa, Nong la puta. Soy mejor que Jagger en sus mejores tiempos, mejor que Travolta, quizá incluso mejor que Nong. La mamasan pone The Best de Tina Turner en el equipo de sonido y todo el mundo se pone a gritar «Sonchai, Sonchai, Sonchai…» Las chicas, la mayoría en vaqueros y camiseta y listas para marcharse a casa, rugen y me aplauden y consigo lo que llevo buscando toda la noche: olvidarme de todo.

Te llamo, te necesito, mi corazón está ardiendo,

te acercas a mí, te acercas salvaje y colocado.

Dame toda una vida de promesas y un mundo de sueños,

háblame en el lenguaje del amor como si supieras lo que significa.

Mmm, no puede estar mal.

Coge mi corazón y hazlo más fuerte.

Eres el mejor, mejor de todos…

Pichai.

Nadie se acuerda de Bradley, o si se acuerda no recuerdo que se acordaran. Estoy muy, muy colocado.