Cuarenta y seis

Anoche, la agente del FBI me invitó a cenar al restaurante italiano situado a orillas del río del hotel Oriental. Con gran compasión/ me dijo que no me arreglara. Ella se puso unos pantalones cortos blancos de lino que no eran de marca,una camiseta de manga corta blanca y de cuello ancho, sandalias abiertas: la sencillez personificada, observé agradecido. Pedí antipasto misto e hígado de ternera de segundo. Ella me copió con el antipasto y pidió una lasaña al horno para después, Cuando el camarero se acercó con la carta de vinos, Jones me la entregó, porque le había hablado de Truffaut y de cómo éste había educado meticulosamente mi paladar. Pedí un simple Barolo y me las di de experto poniéndome la copa debajo de la nariz, sorbiendo con decoro, luego saboreando el vino en la boca con la lengua, mientras el somelier (un tailandés) me miraba fijamente, antes de picarle el ojo ostentosamente a Kimberley y beberme el vino con un trago vulgar. Después de todo, sólo era un Barolo. Los dos nos dimos cuenta de que era la primera vez que había hecho que Jones se riera a carcajadas, un momento peligroso en el ritual de la seducción. Me avergüenza admitir que no puse fin al encanto con tanta firmeza como debería haberlo hecho, y ella murmuró misteriosamente algo sobre que era demasiado guapo para expresarlo con palabras. Me estaba buscando problemas a gritos.

—Sonchai, ¿ por qué me odias?

—No te odio.

—¿Pero finges no encontrarme atractiva? Una mujer estúpida habría decidido que eras gay (muchas mujeres protegen sus egos así), pero yo no soy estúpida. No eres gay, a veces te sientes atraído, al menos en un plano físico, pero te alejas. Una vez tras otra. Como un animal salvaje que ve una trampa. Tengo curiosidad.

Pasé la vista por los otros clientes. Tres parejas de occidentales de mediana edad que probablemente se hospedaban en el hotel, y al menos cuatro mesas de jóvenes occidentales con chicas tailandesas. Qué vida tan buena debemos de ofrecerle a un joven farang que disponga de un poco de dinero. Una noche recorriendo los bares te asegurará esa diosa joven y hermosa de tus sueños durante el tiempo que se te antoje comprarla, y puede que pases con ella una velada romántica o dos en un restaurante caro bajo las estrellas con la certeza de que después habrá cama. Y todo sin petulancia ni mal genio, u obligaciones que se extienden en el futuro. Dale una buena propina e incluso irá al aeropuerto a despedirte. El amor a la carta debe de ser, sin duda, una mejora del menú fijo.

—No quiero sentirme como un helado.

—¿Eh?

—Míralas. —Le señalo con la mano las otras mesas—. Esas chicas no hablan inglés tan bien como yo. No navegan por Internet. Probablemente nunca han estado en el extranjero. No se dan cuenta de que son un sabor nuevo de Háa— gen-Dazs. Da igual, son profesionales.

Jones traga saliva con fuerza. Lamento haber hecho que casi llore. Pero es una mujer fuerte.

—¿Así es como me ves? ¿Otra chunga occidental, igual que los hombres farang?

No digo nada durante un segundo o dos. Luego:

—Nadie puede escapar a su propia cultura. Estamos programados, desde que nacemos. Una sociedad de consumo es una sociedad de consumo. Puede que empiece con lavadoras y aires acondicionados, pero tarde o temprano nos consumimos los unos a los otros. A nosotros también nos está pasando. Pero, verás, el Buda enseñaba que había que estar libre de todo apetito.

—Él otra vez. —Un suspiro. Ahora está decidida a no dejarme salir del atolladero cambiando de tema, ni siquiera dejándome hablar. Le sonrío—. ¿De qué te ríes?

—La belleza del Buda. Mira con qué perfección describió la causa y el efecto. He herido tu ego, y decides no hablarme. Quizá yo te lo devuelva dejándote de hablar también. Entonces, nos convertiremos en enemigos. Si tuviéramos armas quizá nos dispararíamos, una y otra vez, una vida tras otra. ¿No ves lo inútil que es todo? —He conseguido que se sienta infeliz, más de lo que había esperado. Es como si le hubiera dado una patada en la boca del estómago, justo cuando ella me ofrecía amor. Un crimen contra la vida—. Kimberley…

—Calla.

—Kimberley, cuando mi madre tenía dieciséis años se ofreció a una mamasan que le habían presentado en Pat Pong. Nadie le obligó a hacerlo, sus padres no eran de esa clase de gente. Pero tampoco iban a detenerla, eran pobres como ratas. La mamasan la exhibió en su club todas las noches, pero pospuso su venta hasta que llegara una buena oferta. Se supone que quienes tienen la virginidad en mayor estima son los japoneses y otros asiáticos, pero la mejor oferta en el caso de mi madre llegó de un inglés de unos cuarenta y cinco años. Hay muchos hombres que entenderían el placer especial que tiene desflorar a una niña, pero yo no. Pagó cuarenta mil bahts, una suma astronómica. Mi madre insistió en que su mejor amiga la acompañara para no sentirse tan terriblemente sola. La amiga se quedó sentada en el baño mientras tenia lugar el acontecimiento. Fue amable con ella, por decirlo de alguna forma. Utilizó lubricante, intentó no hacerle demasiado daño, y rompió a llorar cuando acabó. Mi madre y su amiga se quedaron mirando absolutamente asombradas a este hombre que les doblaba la edad. Como el Tercer Mundo le dice al Primer Mundo: «Si te hace sentir tan mal ¿por qué lo haces?». Les dio pena, La sangré de las sábanas era de mi madre, pero el dolor era todo suyo. No parecía que hiera rico, así que debía de haber ahorrado. Cuarenta mil bahts era mucho dinero, incluso para un occidental. Era una ocasión muy especial para él, una especie de festín. Quizá fuera su cumpleaños. Cuando el hambre nos tiene en sus garras, sólo pensamos en comer. Luego, cuando el banquete ha terminado, vemos las pruebas de lo que somos en realidad.

Algo sucede en sus ojos. Me pregunto si he logrado que se acerque a su iluminación latente. A una tailandesa simplemente le habría dado un berrinche y se habría marchado, pero en esto interviene la Voluntad Americana, esa severidad que se resiste todo.

—¿Nunca te has acostado con una occidental? —me pregunta en voz baja.

—No.

—Si lo hicieras, ¿serías esa virgen en la cama, violada por un cerdo?

—A mi madre no la violaron. Sabía lo que hacía. Estaba orgullosa de haberse vendido por un precio tan bueno. Por supuesto, se lo dio casi todo a su familia. Así es aquí la inocencia —La edad legal en este país es dieciocho. En Estados Unidos le habrían detenido por mantener relaciones sexuales con una menor. Podrían haberle caído veinte años. —Un largo silencio durante el cual el ambiente se hiela y me doy cuenta de lo ingenuo que soy. La agente del FBI carece de iluminación latente, simplemente tiene la furia fría de una voluntad desviada, un apetito frustrado: esta noche no hay helado en la nevera: «mierda».

—¿Alguna vez has pensado que tu meditación podría no ser un activo en el arte de la investigación?

—¿Por qué no?

—Por la ingenuidad. Es un lujo que ningún policía puede permitirse, para serte sincera. La forma que tienes de ver este caso, Warren, Bradley, lo que le hicieron a Fatima, lo que le hicieron a la puta rusa… lo que planeaban hacerle a un montón de otros chicos y mujeres, es típico de Occidente, ¿verdad? —La expresión de mi cara dice: Sí, obviamente. Esa clase de crimen existencial sin sentido, sin afán de lucro, sólo puede ser una extensión de los excesos occidentales, ¿verdad? ¿Una variación del tema ése del tipo que violó a tu madre? Pidamos la cuenta, quería que cenáramos aquí esta noche por un motivo especial. Digamos que ya es hora de que los dos tengamos los pies en el suelo.

No hace ningún intento por suprimir la arrogancia del ademán cuando pide que le traigan la cuenta. Paga con una tarjeta American Express Oro y la sigo casi al trote mientras cruza la sala a grandes zancadas, rodeando la piscina entre montañas de buganvillas, hibiscos carmesí meciéndose en la brisa vespertina. Acabamos en el bar Bamboo, el local de jazz más famoso del hotel. Jones mira su reloj antes de conducirme dentro. Le pide al máitre una mesa discreta para dos cerca de la ventana. Los asientos con cojines lujosos son de mimbre entretejido, el aire acondicionado está muy fuerte, los margaritas están perfectos con el hielo viscoso, la sal reluciente en el borde de los vasos anchos, dosis generosas de tequila. Llegamos justo a tiempo para el primer acto. El máitre anuncia a «la incomparable, la espectacular, la absolutamente magnífica Orquídea Negra». Aplausos entusiastas de las manos ancianas del público, la reducida banda toca un par de compases y ella entra en el escenario.

La canción tenía que ser Bye Bye Blackbird, ¿no creéis? Puede que sea cursi, pero es también maravillosa, y la entona con una profunda melancolía que no había escuchado nunca. No me había imaginado que incluso podía cantar como una mujer. Jones disfruta de la sorpresa que refleja mi rostro.

—No lo hace mal. No es una profesional, por supuesto, y oír jazz fuera de Estados Unidos siempre es bastante decepcionante, pero no lo hace mal.

Me doy cuenta de que Jones no tiene oído para apreciar un timbre específico de la voz de Fatima. Vamos a llamarlo corazón: prende el fuego, enciende la luz, esta noche llegaré tarde, mirlo, adiós.

No vamos a llamarlo corazón. El sonido que emite es el sonido que producen los corazones cuando se han roto y los fragmentos se disuelven en la tristeza inconsolable del universo. Puede que la facultad de oírlo sea el único privilegio que tienen los que no poseen nada en absoluto.

—No —digo, y bebo un sorbo del margarita—, no es tan buena como una americana pero no lo hace mal.

—Ahora mira a tu izquierda, a las diez, más o menos. No muevas la cabeza, sólo los ojos.

—Ya los he visto. —Warren y (un triunfo para Jones a juzgar por la expresión de su cara) Vikorn. No sabe que el tailandés bajito y pulcro que está sentado con ellos es el doctor Surichai hasta que se lo digo. Juntos, los tres hombres forman una media luna alrededor de una gran mesa redonda. Están todos absortos en Fatima y no tienen ningunas ganas de mirar hacia atrás, pero la diva del vestido largo de seda y púrpura y el collar de perlas gruesas mira en nuestra dirección. Nuestras miradas se encuentran y el corazón le da un vuelco. No es una profesional en absoluto. Se recupera deprisa y la banda tapa su error, pero no antes de que esa oscuridad total haya aparecido en sus ojos. Pasan unos segundos y tiene una idea mejor. Ladea la cabeza ligeramente y busca mis ojos sin piedad mientras canta: No tengo nadie que me ayude o me comprenda, oh cuánto me han hecho llorar todos…

—Quiero irme —le digo a Jones; parezco una niña que quiere irse a dormir y me temo que he ocultado un único sollozo inclinándome hacia delante y tosiendo. Esperamos a que Fatima acabe su canción, cuando los aplausos disimulen el ruido de nuestra marcha.

—Muy poco después de que Kennedy decidiera enviar asesores militares a Laos, la CIA se dio cuenta de que tenían un problema —me explica Jones en la parte de atrás del taxi—. Fue la CIA quien dirigió la guerra allí, por cierto, de principio a fin. El problema era el opio. Cuando los franceses mandaban en Indochina, no les preocupaba en absoluto, dirigían el negocio como si fuera un monopolio estatal, con depósitos en Vientiane y Saigón. Cuando Estados Unidos se involucró, la reacción instintiva obvia fue: no más opio. Típico de nosotros eso de intentar reinventar la rueda, ¿no? Esa noble idea duró quizá diez minutos y voy a contarte por qué. Las fuerzas armadas de Laos tenían una característica única: no luchaban. Nadie, nunca, en ningún sitio, y sobre todo no luchaban contra el ejército permanente de Vietnam del Norte, que les tenía cagados de miedo. Los únicos que luchaban eran los hmong, la tribu indígena de las montañas del norte, a quienes los laosianos se alegraban de ver aniquilados por Ho Chi Minh. A los norteamericanos nos gustan las personas que tienen agallas, nos encanta luchar y nos encantan los que luchan, y los hmong eran así. Se convirtieron en la mascota exótica preferida de la CIA, pero tenían el inconveniente de que dependían completamente de las cosechas de opio para sobrevivir. Por supuesto, los franceses nos lo habrían contado todo si se lo hubiéramos preguntado pero bueno, éramos americanos, ¿no? La única solución, sin embargo, era ayudar a los hmong a vender su opio. Como somos unos hipócritas fantásticos (como todos los vengadores disfrazados), no queríamos ensuciarnos las manos. La Agencia intentó que su implicación fuera mínima. Básicamente, utilizaban a cualquier persona de la que después pudieran renegar. Preferían que no fueran americanos. En esa época, tu coronel era apenas un niño, pero le cogió el tranquillo muy deprisa. Al ser de Udon Thani, también hablaba laosiano con fluidez, así que después de hacer sus pinitos como jefe de pedidos pequeños pasó a organizar la cosecha de los hmong en las montañas y a llevarla a las pistas de aterrizaje. Lo que hay que tener en cuenta cuando hablamos de los hmong es que son una tribu de la Edad de Piedra, gente cuya idea del comercio es intercambiar cerdos por esposas. Vikorn hada un buen trabajo en las montañas, pero ni él era tan sofisticado a la hora de tratar con los chinos. Eran los traficantes chinos (sobre todo el dan de los chiu chow, que son originarios de Swatow) quienes distribuían el producto cuando llegaba a las dudades. Por supuesto. Los chiu chow son los mejores empresarios del mundo, entonces, ahora, y desde hace quizá mil años. Ellos dirigen este país, vaya, prácticamente dirigen todos los países de la costa del Padfico. La Agenda no quería entrar en absoluto en el negodo, pero tuvo que aceptar que puesto que estaba en él, entre sus intereses estaba asegurarse de que los hmong no se quemaran demasiado. Necesitaban a un traficante que estuviera a la altura de los chiu chow.

—Warren.

—Sylvester Warren había naddo en el seno de una pareja de actores de teatro de Boston. Eran los habituales narcisistas alcohólicos que empezaron a marchitarse muy temprano en la vida. La única forma que tenían de cumplir con sus responsabilidades como padres era contratar a una niñera china por un salario mínima Una chica chiu chow de Swatow que casi no hablaba inglés. A medida que los padres iban apagándose por completo, la chica tomó el control de la casa. Se encargaba de todo, incluida la educación de Sylvester, que adquirió un sabor muy chino. Para sobrevivir a todo aquello, el niño tuvo que aprender chiu chow, lo que fascinó a todos los demás chinos de Swatow que vivían en Boston y sobre todo a los que vivían en Nueva York. Vieron en él una inversión de bajo riesgo. Warren ha estado mezclado con ellos toda su vida. Ellos le pagaron la carrera de gemología, le financiaron sus primeros negocios y le prestaron todo el dinero que quería. El precio que pagó fue pertenecerles en cuerpo y alma. Cuando la CIA supo de él, ya estaba en el tráfico de jade, que importaba a Estados Unidos a través de una tienda de Manhattan. No les preocupó demasiado el conflicto de intereses. Sobre el papel, parecía el agente perfecto para el opio de los hmong cuando éste llegaba a Saigón y Vientiane. De hecho, no le fue tan mal con los hmong. Vendía bastante bien su opio, y hacía exactamente lo mismo que Vikorn. Estableció contacto con la Agencia y, por si la Agencia podía resultarle útil más adelante o, lo que era igualmente probable, decidían traicionarle, reunió un conjunto de pruebas que demostraban que la epidemia de heroína que asoló las calles de Nueva York en los sesenta y los setenta había sido gracias en buena parte a la ayuda que la CIA prestó a los hmong para que vendieran sus cosechas. No creo que él y Vikorn se vieran más de una vez al mes, pero hablaban mucho por radio. Vikorn no aprendería inglés, así que Warren, que es una de esas personas capaces de aprender un idioma en un mes, se propuso aprender tailandés. Vikorn se ha sentido intimidado por él durante toda su vida de adulto. Warren hacía lo mismo que hacía Vikorn, pero lo hacía a lo grande, mejor y por mucho más dinero, como se supone que

debe hacerlo un yanqui. Por cada millón que Vikorn sacaba del opio, Warren ganaba diez, pero lo que es más importante, los contactos de Warren en la CIA y el FBI llegan a las altas esferas. No creías en serio que había sido sólo el dinero lo que le había proporcionado todas esas influencias, ¿verdad?

Ahora hemos doblado por Wireless Road, vamos camino del Hilton. Me pregunto qué va a suceder cuando le digo:

—¿Por qué no me lo contaste antes?

—Porque no iba a cargarme tu ingenuidad hasta que tú no te cargaras la mía. Me gustaba esa lealtad medieval que sientes por tu coronel, dice mucho de tu corazón, pero no de tu cabeza. Poderoso caballero es don dinero, ¿no es eso lo que te decía siempre tu madre?

—Que te den. —Mientras se baja del taxi, le digo—: ¿Y Surichai? ¿Qué hacía allí esta noche?

Levanta las manos y los hombros de forma elaborada.

—¿Acaso he dicho que lo sabía todo? —Y luego—: ¿Quieres que pague el taxi o tienes dinero? —Mete la cabeza de nuevo en el coche, su nariz casi tocando la mía—: Warren va ganando, por cierto. Me tendrá fuera de aquí en una semana o menos. Te dejaré en paz.

Estoy en el asiento de atrás del taxi, cruzando la noche a toda velocidad; la impresión que me ha causado ver a Vikorn de copas con Warren y Surichai, de ver a Fatima cantando en un club de jazz, va quedando eclipsada poco a poco por una impresión que me he provocado yo mismo. Nunca le había contado a nadie la historia de la primera vez que mi madre vendió su cuerpo, no lo había sacado nunca de ese lugar secreto y doloroso donde reside en mi corazón. No fue Nong quien me la contó, sino Pichai. La amiga que esperó sentada en el baño fue Wanna, la madre de Pichai, quien se lo debió de contar a su hijo, quien me contó a mí la historia entre susurros una noche oscura en el monasterio, cuando no parecía que fuera a haber un futuro para nosotros.

Lo que me ha impresionado es la forma en que la historia me ha marcado sin darme cuenta y cómo Jones ha leído mi mirada sin esfuerzo aparente: sí, debe de ser por eso que nunca me he acostado con una farang. Si no sabía eso de mí mismo, ¿qué cosas más no sé?

Cuando llego a mi habitación, llamo a Jones. Está medio dormida, sorprendida de oírme e intrigada por el temblor de mi voz.

—De acuerdo con los principios de los perfiles psicológicos, ¿cuánto tiempo le queda a Fatima?

—¿Antes de que enloquezca, quieres decir? Es imposible saberlo. Hacer perfiles es como predecir los precios de las acciones. Sabes cómo responderá el mercado al final, pero nunca sabes cuándo. Un día, un mes, un año… ¿quién sabe? ¿Por qué te importa tanto de repente?

—Por Surichai —digo, y cuelgo.

También había algo más, algo a lo que sólo un poli tailandés habría concedido importancia. A un par de mesas de distancia del grupo de Vikorn: cinco chinos bien trajeados. Vikorn debía de haber advertido su presencia. Igual que Warren.