Uno

El marine afroamericano del Mercedes gris morirá pronto a causa de las picaduras de una Naja siamensis, pero nosotros, Pichai y yo, todavía no lo sabemos (el futuro es impenetrable, dice el Buda). Estamos justo detrás de su coche, en el peaje de la autopista que va del aeropuerto a la ciudad, y es lo más cerca que hemos estado de él desde hace más de tres horas. Observo maravillado cómo una enorme mano negra con un grueso sello dorado en el dedo índice emerge por la ventanilla, aprisionando un billete de cien bahts entre el meñique y lo que nuestros adivinos llaman el dedo del sol. La mujer de la taquilla, que lleva una máscara, coge el billete, le devuelve el cambio y asiente con la cabeza a algo que el hombre le ha dicho, probablemente en un tailandés muy malo. Le digo a Pichai que sólo un tipo concreto de norteamericano farang inicia una conversación con las operadoras de una taquilla de peaje. Pichai gruñe y se desliza en el asiento para echar una cabezadita. Vigilancia tras vigilancia he comprobado que dormir es uno de los pasatiempos favoritos de mi gente.

—Ha recogido a alguien, a una chica —murmuro tranquilamente, como si no fuera una noticia impactante y una prueba clara de nuestra incompetencia. Pichai abre un ojo, luego otro, se incorpora y estira el cuello justo cuandoelMercedes de cinco puertas se aleja como una exhalación.

—¿Una puta?

—Mechones de pelo verdes y naranjas. Estilo afro. Camiseta negra de tirantes finos. Muy morena.

—Estoy seguro de que sabes de qué diseñador es la camiseta.

—Es una Armani falsa. Al menos Armani fue el primero que sacó la camiseta negra de tirantes finos. Después, le salieron muchos imitadores.

Pichai menea la cabeza.

—Entiendes mucho de ropa. Debe de haberla recogido en el aeropuerto, esa media hora que lo perdimos.

No digo nada ya que Pichai, mi mejor amigo y compañero de indolencia, vuelve a coger el sueño. Quizá no esté durmiendo, quizá medite. Es una de esas personas que ya ha tenido suficiente del mundo. Su repugnancia le ha llevado a ordenarse, y me ha designado a mí y a su madre para afeitarle la cabeza y las cejas, honor que nos permitirá volar a uno de los cielos del Buda agarrados a su túnica naranja en la hora de nuestra muerte. Ya veis lo arraigado que está el amiguismo en nuestra antigua cultura.

La verdad es que hay algo hipnotizante en la constitución de la cabeza y los hombros del marine negro que ha centrado toda mi atención. Al principio de la vigilancia, le he observado bajarse del coche en una gasolinera: es un gigante de formas perfectas y esa perfección lleva horas cautivándome, como si fuera una especie de Buda negro, el Hombre Perfecto, del cual el resto de nosotros somos sólo una imagen a escala con defectos horribles. Ahora que al fin me he percatado de ella, su puta tiene un aspecto eróticamente frágil a su lado, como si pudiera destrozarla sin querer como una uva contra el paladar, para eterno y extático agradecimiento de ella (ahora comprenderéis por qué no soy apto para la vida monástica).

Para cuando nuestro moribundo Toyota llega lentamente a la altura de la taquilla del peaje, el marine ha huido a quién sabe qué lecho celestial de placer en su Garuda último modelo.

—Le hemos perdido —le digo a mi querido Pichai. Pero Pichai también ha huido, dejando sólo su cuerpo inhabitado, que ronca en el asiento de al lado.

La Naja siamensis es la más espléndida de nuestras cobras escupidoras y puede que sea nuestra mascota nacional, por su belleza, encanto, sigilo y picadura mortal. Naja, por cierto, es una palabra que proviene del sánscrito y es una referencia al gran espíritu de la tierra, Naja, que protegió durante una terrible tormenta a nuestro Señor Buda mientras meditaba en el bosque.