Ocho
Le dije al chico de la moto que me llevara a la Nana Entertainment Plaza, un viaje corto. Pasaban once minutos de las tres de la tarde cuando llegamos y la explanada todavía estaba durmiendo la mona de la noche anterior.
Pichai siempre se burlaba de que yo no pudiera soportar trabajar en antivicio. Supongo que a él sus orígenes no le afectaban como me afectaban a mí, pero justo ahora, con el patio casi vacío y las tres gradas de bares, hoteles por horas y burdeles tranquilos en la tarde calurosa, agradecí la sensación de familiaridad que se apoderó de mí. Puede que no me gustara —como podría no gustarle a alguien la calle donde ha crecido— pero no se puede negar la comprensión profunda, el conocimiento, la intimidad. ¿Quizá en un día tan aciago este lugar era justo el que me aportaría cierto consuelo?
Unas cuantas chicas ya rondaban los bares situados al nivel de la calle, charlando sobre la noche anterior, comparando historias de los hombres que pagaron sus multas y se las llevaron a sus habitaciones, quejándose de los que sólo flirtearon y les metieron mano, y que luego desaparecieron sin invitarles siquiera a una copa. Sabía lo mucho que les gustaba hablar de las peculiaridades de los farangs, cuyas preferencias pueden ser muy distintas de las nuestras. Machos enormes que sólo quieren chupar los dedos de los pies, o incluso que los fustiguen. Hombres que lloran y hablan de sus mujeres. Hombres que, vestidos por completo, parecen lo mejor que occidente tiene por ofrecer, pero que, no se sabe por qué, se derrumban cuando ven a una chica morena desnuda esperando en la cama de un hotel. Conocía cada piso, cada matiz, cada truco del negocio en el que yo nunca había tomado parte, ni una sola vez, ni siquiera cuando a Pichai le dio por ir de putas. Me paré a observar a las chicas que llegaban al trabajo, que se acercaban las manos a la frente para ofrecer una wai muy sentida al santuario de Buda, engalanado con caléndulas y orquídeas, situado en la esquina norte del patio, y no pude evitar pensar en mi madre; luego subí las escaleras que llevan a la segunda grada.
Estaba buscando uno de los bares más grandes que ya hubiera abierto sus puertas y encontré el Hollywood 2: una papelera mantenía abierta una de las puerta dobles, las luces de dentro encendidas mientras las mujeres con sus batas limpiaban las mesas y fregaban los suelos. El aroma a pino del limpiador se mezclaba con el de la cerveza pasada, los cigarrillos y el perfume barato. Había una plataforma giratoria de dos niveles con postes de acero inoxidable donde las chicas retozan mientras va dando vueltas, pero a esa hora estaba vacía y no se movía. Entré y supe que la mujer que estaba reponiendo las cervezas en los estantes de detrás de una de las barras era la mamasan que organiza a las chicas, les aconseja sobre cualquier aspecto del negocio, incluso los más íntimos, que escucha sus problemas, las ayuda cuando se quedan embarazadas o contemplan la idea de suicidarse. Les dice a las chicas que se marchen si el cliente se niega a ponerse condón, y que exijan un extra por servicios inusuales, o que se nieguen a hacerlos (italianos, franceses y norteamericanos son especialmente conocidos por sus costumbres sodomitas). Una buena mamasan prepara a las chicas para el momento en que tengan que retirarse, cuando lleguen a los treinta y pico, si no antes; algunas incluso enseñan inglés a las chicas y les pagan cursos de secretariado, aunque tal ilustración no es habitual. No era ilustración lo que brillaba en los ojos de esta mujer: abierta, fuerte, sobre los cincuenta y con un rostro color nuez y el ceño permanentemente fruncido.
—Está cerrado. Vuelva a las seis.
Me había tomado por un farang.
—Soy policía —dije en tailandés y mostrando mi placa. Un cambio de actitud, pero no demasiado.
—¿Qué quieres, khun poli? El jefe paga protección, no puedes fastidiarme.
—No es una redada.
Buscó más policías con la mirada. Al no ver a ninguno, me dijo con sorna:
—Las chicas aún no están listas. Las que están arriba aún duermen y las otras no han llegado. ¿Por qué has venido tan pronto? ¿Quieres un polvo gratis sólo porque eres poli? ¿Y si mi jefe se lo dice a su protector?
—Sólo quiero un favor.
—Claro. Todos los hombres quieren favores.
—Busco a una chica de Laos.
La mujer sonrió con suficiencia.
—¿Una chica de Laos? El treinta por ciento de nuestras chicas son de Laos. ¿Qué clase de chica buscas? Alta, baja, con las tetas grandes, pequeñas… rubias no tenemos. —Se rió socarronamente de su propio chiste—. No tenemos rubias de Laos. Si quieres una rubia tendrá que ser rusa.
—Quiero a una que sepa leer y escribir. De hecho, con que sepa leer me vale.
—¿No quieres a una mujer salida directamente de una tribu de la selva? De ésas tenemos unas cuantas, como todos los bares. —Frunció el ceño—. ¿Qué pretendes, khun poli?
—¿Puede ayudarme, sí o no?
La mamasan se encogió de hombros y gritó el nombre de
una chica. Alguien le contestó también gritando, y apareció una joven envuelta en una toalla blanca, sus largas piernas morenas acababan en unos pies descalzos.
-Ve a buscar a Dou, está en la habitación número tres —le dijo la mamasan.
Diez minutos después apareció Dou, con un vestido de algodón, una joven de unos veinte años de rostro simpático, con una sonrisa ancha y agradable y un marcado acento de Laos. Estaba emocionada porque pensó que era un cliente tempranero. Le devolví la sonrisa, le mostré un billete de cien bahts y la fotocopia que Nape me había dado. La examinó burlonamente.
-Sólo quiero saber qué fecha pone. Puso unos ojos como platos. Eran los cien bahts más fáciles que había ganado en su vida.
-2539, mayo 17. —Lo leyó en el orden en que figuraba escrito.
—Gracias. —Le entregué los cien baths. Le dije a la mamasan que me diera el teléfono, que sacó de debajo de la barra. Calculé mentalmente el año que se correspondía con la era cristiana; a los farangs no les gusta saber que vamos quinientos años por delante de ellos.
Rosen me había dado su tarjeta con su teléfono móvil. Marqué el número y cuando contestó dije:
—17 de mayo de 1996.
Pausa.
—Si Quantico lo confirma, le debo mil bahts. —Otra pausa—. ¿Ha dicho 1996?
Se lo confirmé y colgué. Eran las tres y treinta y uno de la tarde.
Fuera en la calle, me dirigí hacia la estación del tren elevado, pasando por delante de tenderetes que vendían artículos de imitación: bolsos, camisetas, vaqueros, pantalones cortos y trajes de baño. Este tramo de puestos era propiedad de
sordomudos que se comunicaban de acera a acera mediante su vivaz lenguaje de signos. También había copias ilegales de discos compactos, DVD, cintas de vídeo y casetes. Toda la calle es una meca para cualquiera que esté seriamente interesado en hacer cumplir la ley, pero no parece que eso preocupe nunca a los sordomudos.