Cinco
Esperé junto al coche a que viniera la furgoneta después de cubrir a Pichai con mi chaqueta. Una patrulla de la policía llegó con el furgón y un equipo se puso a recoger las serpientes muertas y a grabar imágenes de la escena. Hicieron falta cuatro hombres para coger a la pitón, que no dejó de resbalar de sus hombros hasta que descubrieron cómo agarrarla. Fui sentado con Pichai y el norteamericano negro en la parte de atrás del furgón mientras íbamos a toda velocidad hacia el depósito; me quedé con mi amigo mientras los encargados lo desnudaban, intentando no mirar el lado izquierdo de su rostro. El negro gigante yacía en una camilla, su cuerpo desnudo cubierto de bubones negros y gotas de agua del hielo deshecho que brillaban como diamantes bajo las luces. Llevaba tres perlas en una oreja, ningún pendiente en la otra.
Firmé para recoger la pequeña bolsa de plástico con los efectos personales de Pichai, que incluía su colgante con el Buda y una bolsa más grande de ropa, y me fui a casa, al pisucho que tengo alquilado en un barrio junto al río en las afueras de la ciudad. Según las normas, tendría que haberme dirigido directamente a la comisaría, haber empezado a redactar mi informe, y rellenar los impresos, pero estaba demasiado abatido y no quería que los otros polis vieran mi dolor. Había mucho celoso de mi amistad íntima con Pichai.
El dharma nos enseña la transitoriedad de todos los fenómenos, pero uno no puede estar preparado para la pérdida del fenómeno al que ama más que a sí mismo.
El móvil de Pichai se quedó sin saldo cuando intenté llamar a mi madre desde mi habitación. Ninguna de las habitaciones del complejo de viviendas subvencionadas en que vivo tiene teléfono, pero en cada planta hay una oficina que pertenece a la empresa administradora que sí dispone de uno. Bajo la mirada de la empleada gorda, que está enganchada a los copos de arroz con sabor a gamba, llamo a mi madre, que vive en las llanuras húmedas a unos trescientos kilómetros al norte de Krung Thep, en un lugar llamado Phetchabun. Ella y la madre de Pichai son ex compañeras, amigas íntimas que se retiraron juntas a su pueblo natal, compraron una parcela de terreno y construyeron dos palacios horteras; es decir, que las dos casas de dos pisos con tejados de tejas verdes y balcones cubiertos son palaciegos según los estándares campestres. Mientras espero, oigo el crunch-crunch-crunch de Som la Gorda terminándose a duras penas los copos, y el peso de su atención es como sostener cien sacos de arroz sobre los hombros, porque ha visto mi desolación.
Me siento como un cobarde por no contárselo yo mismo a la madre de Pichai, pero no puedo enfrentarme a este cometido ni confiar en no derrumbarme cuando hable con ella. Nong, mi madre, lo hará mucho mejor que yo.
Escucho la señal de llamada en el móvil de mi madre. Cambia de modelo cada dos años porque siempre quiere tener el más pequeño. Ahora tiene un Motorola tan diminuto que puede llevarlo en el escote. Me lo imagino sonando y vibrando entre los pechos de mi madre. Siempre contesta con cautela, ya que no sabe si será un antiguo amante, quizá un farang de Europa o Estados Unidos, que se ha despertado en plena noche y la echa de menos. La soledad de los farangs puede ser una enfermedad fatal que trastorna su mente y les tortura hasta que explotan. Cuando empiezan a hundirse se agarran a cualquier cosa, incluso a una puta de Bangkok con la que pasaron una semana de turismo sexual hace tiempo.
Mi madre lleva más de diez años retirada, pero todavía recibe llamadas de vez en cuando. La culpa es sólo suya, porque siempre dispone que las llamadas a sus móviles antiguos se desvíen al nuevo. ¿Quizá todavía espera esa llamada especial? ¿Quizá es adicta al poder que ejerce sobre los hombres blancos desesperados?
—¿Diga?
Se lo cuento y por una vez no sabe qué decir. Oigo su respiración, su silencio, su amor, el de la mujer que vendió su cuerpo para criarme.
—Lo siento tanto, Sonchai —dice al final—. ¿Quieres que se lo diga a la madre de Pichai?
—Sí, no creo que pueda enfrentarme a su dolor ahora mismo.
—No es mayor que el tuyo, cariño. ¿Quieres venir? ¿Quieres quedarte conmigo unos días?
—No. Voy a matar a las personas que lo hicieron.
Silencio.
—Sé que lo harás. Pero ten cuidado, cielo. Este asunto parece muy grande. ¿Vendrás al funeral, por supuesto?
He pensado en ello cuando volvía a casa desde el depósito.
—No, no creo.
—¿Sonchai?
—Los funerales en el campo.
El cuerpo de Pichai yacerá en su ataúd decorado debajo de un pabellón en los jardines del wat local, con un grupo tocando cantos fúnebres toda la tarde. Luego, al atardecer la música será más animada, la madre de Pichai habrá sucumbido a la presión de la comunidad y dará una fiesta. Habrá cajas de cerveza y whisky, baile, un cantante profesional, juego, quizá una pelea o dos. Los camellos llegarán en moti^ para vender yaa baa. Lo peor de todo será el incinerador. En ese lejano lugar parece algo salido de los primeros días del vapor, con una chimenea larga, oxidada, con el tamaño justo para acomodar el ataúd, y una bandeja para encender un fuego de leña debajo. El olor de la carne de Pichai asándose flotará en el aire varios días. La carne de mi mejor amigo es mi carne.
—Lo quemarán en esa cosa, ¿verdad?
Mi madre suelta un suspiro.
—Sí, supongo que sí. Ven pronto, cielo. ¿O quieres que vaya yo a verte?
—No, no. Ya iré yo. Cuando acabe todo.
Por una vez, Som la Gorda está boquiabierta cuando cuelgo el teléfono, un puñado de copos rosas a medio comer entre los dientes. Quiere decirme que lo siente, pero no me conoce lo suficiente. La naturaleza de su karma es que no puede expresar sus sentimientos debido a algún tipo de envilecimiento en otra vida y, por lo tanto, está condenada a ser gorda y rencorosa. Sin embargo, lo intenta, alzando inútilmente la ceja, gesto al que no respondo al salir de la habitación. Oigo que en la oficina suena el teléfono mientras recorro el pasillo y pienso que Som la Gorda tendrá que tragarse los copos que tiene en la boca antes de contestar. Estoy a punto de introducir la llave en la cerradura de mi puerta, que se parece mucho a la puerta de una celda, cuando oigo que me llama y, al darme la vuelta, veo que ha salido de la oficina y que se dirige hacia mí jadeando, su grasa meciéndose debajo del vestido de algodón.
—Es para usted.
Asombrado, ya que nadie me llama aquí, pienso que se equivocan y no voy a atender la llamada, pero Som la Gorda insiste. Cuando vuelvo a entrar en la oficina está sollozando como un niño pequeño. Me pregunto si quizá mi tragedia ha modificado su karma, si ahora estará liberada, si Pichai murió siendo un arhat después de todo y tiene el poder de curar desde el lugar donde espera a orillas del nirvana. Le sonrío (por lo que está casi insoportablemente agradecida) cuando cojo el auricular.
Un hombre, un norteamericano, me habla en inglés al oído.
—¿Podría hablar con el detective Sonchai Jipichip, por favor?
Tardo unos segundos en darme cuenta de que ha intentado pronunciar mi apellido.
—Al habla.
Mi inglés apenas tiene rastros de acento tailandés, aunque contiene pinceladas de muchos otros, desde el acento de Florida hasta el de París, lo que refleja una infancia vivida siguiendo la estela de la carrera de mi madre. Dicen que cuando estoy estresado hablo inglés con una precisión germánica y acento bávaro. Pronto les hablaré de Fritz.
—Detective, siento mucho llamarle a su casa en un momento como éste. Me llamo Nape, soy el agregado jurídico adjunto del FBI de la embajada de Estados Unidos en Wire— less Road. Un tal coronel Vikorn acaba de contactar conmigo y me ha informado de la muerte de William Bradley, un sargento de la Marina que estaba adscrito a la embajada. Tenemos entendido que usted lleva la investigación.
—Correcto. —La impresión ha distorsionado mi perspectiva. Me pregunto si esta conversación tiene lugar en otro planeta, o en el infierno, o incluso en alguno de los cielos. No siento que comprenda esta irrealidad.
—Tengo entendido que su compañero y amigo íntimo, el detective Pichai Apiradee, también murió y quisiera hacerle extensivas mis condolencias.
—Gracias.
—Probablemente sepa que por un protocolo que tenemos con el gobierno de Tailandia, tenemos el privilegio de acceder a la información que pueda conseguir en su investigación y que, de igual modo, estaríamos dispuestos a compartir los informes forenses del FBI con usted. ¿Cuándo le iría bien pasarse por la embajada para hablar de este intercambio de información? ¿O preferiría que fuéramos nosotros a verle?
Quiero echarme a reír cínicamente cuando me imagino recibiendo al FBI en mi diminuto agujero sin sillas.
—Iré yo, pero tardaré un rato, por el tráfico.
—Por supuesto, detective. Me ofrecería a mandarle un coche, pero me temo que eso no resolvería el problema.
—No. Yo iré. Llegaré pronto.
Sin regresar a mi habitación, bajo la escalera de hormigón hasta la planta baja. Fuera, una tienda provisional se apoya en la pared del edificio, con un toldo largo y verde que se extiende casi hasta el suelo. Bajo el toldo, patanes con muchos tatuajes y casi el mismo número de pendientes holgazanean en catres, fumando y bebiendo cerveza, sus chaquetas tiradas en el suelo a su lado. Son los moto-taxis con licencia, el medio de transporte más peligroso de Krung Thep, y el más rápido.
—Embajada de Estados Unidos, Wireless Road —le espeto a uno de los patanes, y doy una patada al lateral de su catre—.Ya.
Los patanes son suministradores locales de yaa baa. También son consumidores intermitentes. De vez en cuando he jugueteado con la idea de trincarlos, pero si lo hago otro se hará con el negocio y quizá lo expanda más allá del radio de acción de estos chicos. Lo único que se consigue removiendo la mierda es esparcirla. De todas formas, gran parte del yaa baa que compran procede de lotes confiscados por la policía, así que tendría repercusiones profesionales para mí. Mis compañeros se quejarían de que había quitado el pan de la boca a sus hijos.
El motociclista a cuyo catre he dado una patada da un salto y corre hacia su moto, una Suzuki de 200 cc, que debió de ser muy sexy cuando era nueva, con rayas esculpidas que van del depósito de gasolina ovalado hasta los dos tubos de escape con las salidas hacia arriba. Sin embargo, KrungThep tiene su forma de castigar la elegancia, y ahora la moto está en muy mal estado, con bastantes abolladuras, barro en los reposapiés, los tubos de escape oxidados y el asiento raído. El conductor me ofrece un casco, pero lo rechazo. Los cascos para los pasajeros son una de las muchas reglas que tenemos y que no se cumples; la mayoría de la gente prefiere el riesgo de sufrir una lesión craneal a tener la sensación de que se te quema el cerebro.
—¿Tienes mucha prisa? —me pregunta el chico.
Pienso en ello. La verdad es que no, pero cualquier cosa con tal de distraer mi mente, que va a explotar dentro de mi cabeza.
—Sí, es una emergencia. —Los ojos del chico brillan al encender la moto.
Disfruto del viaje porque estoy convencido de que el chico ha tomado alguna droga —si no es yaa baa, será marihuana— y en bastantes ocasiones tengo la certeza de que voy a morir y voy a reunirme con mi amigo Pichai más pronto de lo esperado. Con decepción y cierta sorpresa veo las paredes blancas de la embajada de Estados Unidos cuando dejamos Phloen Chit y me descubro todavía encerrado en la prisión del cuerpo.
Pago al chico y luego hago que se le pongan los ojos como platos cuando le digo:
—Consigúeme un poco de yaa baa. Ven a mi habitación esta noche.
Excitado otra vez, se marcha derrapando con la moto. Ahora me hallo frente a un águila de bronce con un medallón de yeso, un torniquete de acero inoxidable y unos policias tailandeses armados hasta los dientes holgazaneando apoyados en el muro. Muestro mi placa y les digo que estoy citado con el FBI. Esta información es transmitida al norteamericano que está detrás del cristal a prueba de balas junto a¿ torniquete, quien anota mi nombre y hace una llamada.
En la meditación se llega a un punto en el que el mundo se derrumba literalmente, y uno vislumbra la realidad que hay detrás. Estoy experimentando el desplome, pero no la salvación. La ciudad se destruye y se reconstruye a sí misma una y otra vez mientras espero en el calor. Me pregunto si será un mensaje de Pichai. Los maestres de la meditación nos preparan para la impresión que sufrimos cuando por fin experimentamos la fragilidad del mundo exterior. Se supone que es una muy buena señal, aunque para los inexpertos presagia cierta locura.
Fritz era un cabrón a quien mi madre y yo quisimos durante un tiempo. Los otros fueron más amables, pero no sé por qué nunca llegamos a quererlos.