Cuarenta
Estamos tan acostumbrados a sentarnos juntos en la parte trasera del coche alquilado de Jones, que se ha convertido en nuestro equivalente a estar sentados en el sofá viendo la tele. Hemos progresado del flirteo a la tolerancia asexual sin que haya habido cópulas apasionadas de por medio. Creo que el nuestro podría ser un ejemplo de romance postindustrial. No anula este pensamiento la presencia del Monitor, que está sentado en el asiento del copiloto masticando las salchichas de cerdo por las que nos ha obligado a parar en un puesto de comida. Es como un hijo monstruoso que más que concebido fue precipitado al mundo.
—Si he entendido bien por qué vamos a Pattaya, me pregunto cómo vas a deshacerte del Monitor —me murmura Jones al oído.
—Tengo un plan.
—Ya creía que lo tendrías. —Bosteza—. Bueno, y ése tal Iamskoy, ¿cómo es? ¿Otro gángster urka con tatuajes cirílicos en la frente y un folleto de vendas que incluye plutonio para armas?
—No exactamente.
Pattaya es un centro turístico de playa que estaría a una hora más o menos en coche de Krung Thep si fuera posible emprender el viaje sin quedar atrapado en ningún atasco.
También es el lugar donde la Industria se revela como lo que es: la Industria. Jones ha traído su guía Lonely Vianet, de donde cita:
La facturación anual de la industria del sexo es casi el doble del presupuesto anual del gobierno tailandés. (¡Guau!) Se estima que sólo el 2,5 por ciento de todas las trabajadoras sexuales tailandesas trabajan en bares y que un 1,3 lo hace en salones de masajes. El 96,2 por ciento restante trabaja en cafés y barberías y en burdeles que sólo muy de vez en cuando frecuentan clientes no tailandeses. De hecho, la mayor parte de la industria del sexo del país es invisible a ojos del extranjero que lo visita. Se estima que las transacciones tailandesa-no tailandés representan menos del cinco por ciento del total.
Jones cierra el libro y me mira con una expresión que no he apreciado antes en su rostro: ¿humildad?
—La prostitución nunca ha sido mi fuerte. He estudiado las leyes referentes a ella, por supuesto, y sé cómo trincar a una prostituta en Estados Unidos y sé un montón acerca de la carrera de Gladys Pierson, pero nunca he profundizado en ella sociológicamente. Lo que tenéis aquí es un fenómeno alucinante. Me pregunto si siempre ha sido así de importante, en la historia del mundo. Creo que debió de tener unos orígenes sociológicos muy complejos. No te lo conté, pero cuando visité Nana el otro día, vi a un joven estadounidense, de unos veintidós o veintitrés años, guapísimo, muy atractivo, excepto por el hecho de que había perdido los dos brazos en un accidente. Las chicas no lo trataban de forma distinta a como tratarían a otro. Tampoco era una situación forzada, le preguntaron cómo había perdido los brazos, jugaban con sus muñones (rompieron todas las normas de la etiqueta), le metieron mano y le preguntaron si quería llevarlas a su hotel. El chico sonreía de oreja a oreja y al mismo tiempo tenia lágrimas en los ojos. No hacía falta estar doctorado en psicología para saber lo que pasaba por su mente. Había cruzado medio mundo para que le trataran como a un chico normal. No pude detectar ni un átomo de repulsión física o una actitud condescendiente en ninguna de las chicas. Era como… supongo que vosotros no tenéis el mismo problema con la deformidad física que nosotros. Eran todas mujeres jóvenes, hermosas, con un cuerpo perfecto, y ni pestañearon.
No sé qué contestarle, de verdad, aunque ha hecho una observación que se oye de vez en cuando. Los amputados son visitantes clásicos de Nana. No sólo los amputados; los hombres que son inaceptablemente bajitos en las culturas del narcisismo son atrapados ferozmente por nuestras complacientes mujeres (que probablemente sean tan bajas como ellos o más). Puede que el alcoholismo crónico sea una forma de lepra en vuestro país tan exigente, farangs, pero para nosotros es una enfermedad benigna, apenas merece que la mencionemos. Tampoco los dientes salidos, los dientes falsos, los pies deformes, el pelo cano o ser calvo suponen un impedimento para ser admitido en nuestra Democracia Oriental de la Carne.
De repente, justo cuando estamos entrando en el extrarradio de Pattaya, la conversación da un giro inesperado. Jones pone una mano sobre la mía. No se trata de un gesto insinuante, aunque sí cariñoso. Diría que es casi compasivo.
—Sonchai, creo que ya entiendo el caso. No tanto como tú, pero casi. Vas a tener que decirme qué esperas de mí respecto a lo que pase a partir de ahora. Es lo justo. He estado pensando en ti y en el caso y en Tailandia, y sigo aquí. No he huido a Estados Unidos, ni me he quejado al director del FBI, ni te he disparado, ni siquiera te he dado una patada en las pelotas. Sigo aquí. Si quieres que me quede, será mejor que seas franco conmigo.
—¿ Sabes quién lo hizo?
—Sí.
—Entonces también sabrás por qué ella es inocente según todas las definiciones humanas. —Pero no según la definición legal. —Hablo de moralidad personal.
—Eso es precisamente lo que nos enseñan a evitar en la Academia, Lo llamamos ponerse creativo. No está bien. Lo que cuenta es la ley.
—Choque de culturas. Lo que cuenta es ponerse creativo. Incluso Vikorn, a quien tú desprecias, tiene una sólida moralidad personal a la que no renuncia nunca. Me ha llevado a tiroteos que bien podrían haberle matado. Es un jefe valiente. Quizá para ti sea un dinosaurio, pero tenemos nuestras razones para quererlo. Aquí no nos gustan los cobardes.
—¿Quieres que calle?
—Sí.
—¿ Me darás a Warren?
—No sé si podré hacerlo. Quizá me pertenezca a mí. No mató a tu compañero. —Tampoco mató al tuyo. —Kármicamente, él es el responsable. —Es fácil plantear ese argumento. También es fácil darle la vuelta. Quizá me mató a mí en cien vidas anteriores. Quizá me lo debe esta vez. Cualquiera que persiga a seres humanos te lo dirá, la mayoría de las veces no es nada personal, pero en algunas ocasiones existe una química especial. Quiero a Warren, Sonchai. ¿Trato hecho? —Lo pensaré.
Hemos entrado en Pattaya y avanzamos lentamente con el flujo de tráfico por la avenida marítima principal.
—¿Acabo de ver un bar que se llama «Bar de la Polla y el Coño»? —quiere saber Jones. Ha cambiado de humor dramáticamente, parece enfadada—. ¿Hay algo aquí que no esté dedicado al sexo?
Algo de razón lleva. Un bar tras otro ocupan la calle que da al mar, y detrás de cada barra hay un grupo de chicas que harán lo que desees por quinientos bahts siempre que no duela. Somos un pueblo pacífico, no nos gusta el dolor. Tampoco nos gusta la gente que lo inflige. No damos a la ley, ni al sexo ni a la muerte más importancia de la que merecen tales engaños, pero infligir dolor de forma deliberada va en contra totalmente del budismo.
Jones aparta la mirada de los bares, se centra de nuevo en mí y en el caso, y dice:
—¿Tienes alguna explicación de por qué Fatima estaba en la tienda de Warren?
—No. Ninguna. Estoy de acuerdo en que es un enigma.
—¿Como el enigma de cómo drogaron a la pitón?
—El problema de cómo drogaron a la pitón es secundario en relación a por qué utilizaron a la pitón.
—Ya lo sé.
En Naklua Road, le digo al conductor que nos deje bajar a mí y al Monitor. Caminamos deprisa bajo el calor hacia una tienda cuyo escaparate está plagado de CD piratas, juegos, la mayoría.
—Sé por qué haces esto —me confía el Monitor.
—¿Sí?
—Piensas tirarte a la farang, ¿verdad? ¿Vais a ir a un hotel?
—No estoy seguro.
—No quiero hacerte malgastar el dinero.
—¿Yeso?
—La Play Station 1 está totalmente anticuada. Ya sé, es barata, pero no tiene ningún valor, no puedes venderla de segunda mano.
—¿ Y las otras?
—La Microsoft Xbox es buena, pero no tiene muchos juegos.
—¿Y la GameCube?
—La GameCube está bien, pero está anticuada.
—¿Lo que nos deja?
—La Play Station 2. Es impresionante. Puedes bajarte juegos de Internet, puedes ver todo lo que se diseña para la PS1, puedes ver pelis pomo en DVD, juegos en DVD.
—¿Hace falta ordenador?
El Monitor me mira extrañado.
—La enchufas al televisor como todas las consolas.
—Ah, no lo sabía. ¿Cuánto cuesta la PS2?
—Diecisiete mil bahts.
—¿Diecisiete mil?
—Quieres que me esfume y esté calladito, ¿verdad?
—Sí.
En la tienda, el Monitor empieza una discusión críptica con el joven vendedor sobre la última versión de un juego que se llama Final Fantasy. El dependiente, un chico de unos quince años de cejas rematadas con aretes, le trata con desdén. Parece que él prefiere el Dragón Warrior VII, e incluso el Paper Mario, antes que Final Fantasy, una postura con la que el Monitor no puede identificarse.
—¿Estás de coña? ¿Paper Mario mejor que Final Fantasy? Final Fantasy es flipante.
El chico se encoge de hombros.
—Mira, yo trabajo aquí, ¿ qué crees que hago todo el día? Probar estos juegos. ¿Tú qué haces?
—Soy poli.
—Entonces, ¿cómo puedes estar al mismo nivel que yo? Te lo digo yo, el DWVII es más flipante y tienes cien horas.
El Monitor está totalmente desconcertado.
—¿Cómo es el final?
—Flipante.
—¿Qué me dice» de los tiroteos? ¿Cuáles son los mejores, en tu opinión?
—;En mi opinión? ¿Hay algo mejor que el Unreal Cham— pionship? Las armas son…
—¿Flipantes?
—Flipantes.
—¿Cuántos juegos regaláis con la consola?
—Normalmente cinco, pero como eres poli, te doy diez.
El Monitor me explica que va a tardar un rato en hacer la selección.
—¿Tenéis pomo? —le pregunta al dependiente.
—Lo tenemos todo. ¿Qué quieres, hetero o gay? ¿Sado— masoquismo? ¿Lesbianas? ¿Látigos y cera de velas? ¿Violaciones en grupo? ¿Qué raza? ¿Farang, china, india, tailandesa, hispana?
—¿Hispana? ¿Cómo es el pomo hispano?
—Flipante.
El Monitor asiente en mi dirección y deja que el dependiente le lleve a una de las cabinas donde ya hay instalada una Play Station 2. Miro cómo el chico carga un disco y la pantalla muestra de inmediato a una belleza de ojos negros desnuda en el banco de un parque de algún lugar de Latinoamérica. Uno a uno, llegan hombres jóvenes y musculosos codificados de rubio, moreno o caoba, sin duda para poder distinguirlos. El Monitor avanza las imágenes como un experto, y se detiene en los momentos de las penetraciones» que examina con la mirada de un experto antes de continuar desechando todo el relleno. Ha acabado con el pomo hispano en menos de cinco minutos y el dependiente carga el Dragón Warrior VII que es un entretenimiento más serio. El Monitor queda absorto de inmediato y parece impresionar al chico con su manejo de la espada. El dependiente viene hacia mí y le pago la consola. Fuera, la agente del FBI espera en el coche
—¿Ya está? —pregunta, y yo asiento con la cabeza. Había algo parecido a la inteligencia verdadera en el semblante del Monitor cuando batallaba contra el dragón. Creo que eso debe de encerrar alguna moral cultural, pero Jones nunca me agradece ese tipo de pensamientos.
—¿Qué está viendo?
—Pomo hispano y Dragón Warrior VII.
—¿Crees que eso representa al futuro inmediato de la humanidad?
—¿Por qué tú puedes decir cosas así y yo no?
—¿Vamos a tener otra de esas discusiones?
—No.
—¿Cómo le has explicado al Monitor por qué querías que se esfumara?
—He dejado que pensara que iba a follarte.
—¿Y tu código budista no estipula que no te está permitido contar mentiras?
—Está la verdad relativa.
—¿Quieres convertiría en absoluta?
—Ya hemos hablado de eso. Somos cultural y espiritual— mente incompatibles.
—Lo que significa que mi brusca personalidad americana te quita las ganas, ¿eh?
—Eres una agente excelente.
—¿Y si fuera más mansa? He oído que el aceite Johnson's puede ayudar en esas situaciones. —Aparta los ojos de mi mirada paranoide con una sonrisa burlona en el rostro—. Es el protocolo —dice en dirección a la ventanilla— intercambio de información. Tu coronel es bastante selectivo, pero supongo que nosotros también.
Al final del paseo marítimo torcemos a la izquierda, luego a la derecha. A mitad de camino de Jomtien Beach, tomamos a la izquierda un camino privado que pertenece a un bloque de pisos de lujo. De lujo para Tailandia, en todo caso. Nadie se ha molestado en volver a pavimentar la carretera desde la última vez que estuve aquí hace unos años, y tenemos que quedarnos en el coche a esperar a que los guardas de seguridad vengan a abrirnos la verja principal.
He calculado la duración del viaje, teniendo en cuenta los probables problemas de tráfico, para llegar sobre el mediodía, cuando los buenos rusos están a medio camino entre la sobriedad y la ebriedad. Son las doce y doce del mediodía cuando llegamos al ático de lujo del piso treinta y siete del bloque y toco el timbre. Me ha costado mucho decidirme si llamar antes o no y al final he creído mejor no hacerlo. Si encuentro a Iamskoy en una situación comprometida con media docena de mujeres siberianas sin visado, o cuyos visados hayan caducado, o con evidencias de estar en el negocio, puede que esté más dispuesto a hablar. Sin embargo, muchas cosas van a depender de lo borracho que esté. Si está demasiado borracho, se desmayará, como ocurrió la última vez. Si está demasiado sobrio, estará tenso, demasiado metido en su melancolía rusa para poder hablar con él.
Creo que quizá tenga suerte porque nos abre la puerta una mujer. Tendrá unos veintiséis años, lleva el pelo teñido de rubio, es de raza caucásica, tiene los labios carnosos y una mirada lobuna que sin duda ella cree que es irresistible. Lleva un vestido negro que le llega tres o cuatro centímetros por debajo de la entrepierna y que deja al descubierto buena parte de su escote. Su perfume no está a la altura del de mi madre, pero no creo que esta mujer haya pasado mucho tiempo en París. Se queda pálida y está a punto de cerrarnos la puerta en las narices cuando le enseño mi placa.
—¡Andy! —grita sin ansiedad. En lugar de Iamskoy aparece otra mujer vestida con unos pantalones cortos y «na camiseta. Luego otra. Una cuarta lleva un camisón largo que se abrocha en el cuello—. ¿Es una redada? —pregunta la primera mujer, con más curiosidad que preocupación.
—No Jo sé —respondo sinceramente—. Quiero hablar con Andreev.
Al final, Iamskoy aparece por entre la pequeña multitud de féminas. Es alto y desgarbado y conserva la mayor parte del pelo, lo que hace que parezca tener menos de los cincuenta y tantos años que lleva viviendo en este cuerpo. Reacciona tarde, luego esboza una sonrisa ancha. Creo que ha absorbido la cantidad adecuada de alcohol cuando dice:
—¡Sonchai! ¡Cuánto tiempo! Adelante, amigo mío, pasa. Examino el rostro de Jones cuando entramos, porque pienso que estará sorprendida, ya que aparte de la colección de mujeres esta casa no parece en absoluto la de un chulo. Está muy desordenada y lo que más contribuye a este desorden son los libros. Los hay por todas partes, en estantes en las paredes, sobre la alfombra, apilados en las esquinas, debajo de las patas de los sillones destrozados.
Jones tiene los ojos bastante abiertos, pero principalmente por las mujeres, cuyas miradas y palabras sonoras en ruso parecen ponerla nerviosa. En mi humilde opinión, Jones es mucho más atractiva que cualquiera de ellas, lo que podría explicar las miradas. Creo que no ha visto los libros, así que se los señalo.
—Andreev es el ratón de biblioteca más obsesivo que conocerás en tu vida. ¡Mira! Novelas francesas, rusas, estadounidenses, italianas, pero sólo son lecturas ligeras. La física es su especialidad. Aún está al día de los últimos descubrimientos, ¿verdad, Andreev?
No se trata de una pregunta diplomática por mi parte. Por un momento, su expresión se vuelve amarga, luego se recupera y me rodea con un brazo indulgente.
—De hecho, los tailandeses no son nada sensibles, simplemente tienen esta forma de ocultarlo mediante la educa— dón ritual —le explica a Jones—. Si quitas las wais y las otras formalidades, te queda un pueblo al que en realidad todo le importa una mierda. —Su acento es fuerte, la gramática, perfecta.
—Creo que lo estoy descubriendo —dice Jones. Ahora está mirando los libros y, como ya esperaba, lamskoy se ha ganado su simpatía, sus excentricidades son mucho más comprensibles que las mías. Ha leído libros acerca de este tipo de personas, quizá lo ha visto en películas.
—¿Realmente es un físico retirado? —le pregunta con dulzura.
—En paro, me despidieron, me echaron. No voy a andarme con rodeos. El despido ya me acechaba incluso cuando Gorbachov estaba en el poder, ese perdedor de primera categoría. Me pilló de lleno cuando la economía se vino abajo con ese borracho terminal de Yeltsin. Sabemos elegir a nuestros líderes, y tanto que sabemos elegirlos.
Nos conduce, sin dejar de quejarse de Gorbachov y Yeltsin, al salón, donde el caos casi tiene un orden derrotado. Las únicas referencias inequívocas a su país son tres botellas de vodka, consumidas parcialmente y destapadas, sobre una gran mesa de café de cristal. De mi última visita recuerdo la tradición rusa de abrir más de una botella. Una botella puede tener especias, otra albaricoque o manzana; es parecido a la costumbre tailandesa de ofrecer salsas para dar sabor a una comida. Por supuesto, a no ser que seas ruso el vodka no es comida.
Aparte del vodka, hay que invertir unos segundos para distinguir visualmente un objeto de otro. Los libros no son los únicos culpables. Hay prendas de ropa interior de mujer, zapatos, ceniceros, una aspiradora con el tubo alrededor de la mesa de café, latas de cerveza aplastadas, algunas botellas de vino sin abrir y, en un tocador lateral, productos de maquillaje amontonados de tal forma que parecen una pila de rocas en miniatura. Nada está en posición horizontal o vertical, todo descansa sobre otra cosa. Y eso que es un apartamento enorme de cinco dormitorios, en el que podrían vivir tranquilamente veinte chicas tailandesas limpias que sin duda tendrían la casa como una patena.
Dos de las mujeres nos han seguido hasta la sala, las otras se han quedado discutiendo en el pasillo. Refunfuñando para sí mismo en ruso, Iamskoy se pone a recoger cosas de uno de los sofás y a lanzarlas a un montón en una esquina: un sujetador negro, un volumen de enciclopedia, una botella de champú, libros que examina con curiosidad como si fueran amigos a los que hacía tiempo que había perdido la pista antes de condenarlos a otro montón. Tardamos unos minutos en poder sentarnos. Él se acomoda en el suelo con la espalda apoyada en otro sofá del que no ha retirado los trastos y le dice algo a la mujer del vestido corto negro, quien encuentra unas tazas de plástico. Echa vodka en las tazas y nos las da, sin preguntarnos si queremos o no. Le pasa a Iamskoy la botella, luego se sirve un trago de una de las otras. Mientras tanto, la otra mujer se marcha del salón.
—Zoya tiene una cita con un general del ejército —explica—. Es su primera vez con este cliente y está un poco nerviosa. Pero sólo un poco. Por eso sólo bebe un poco. —Observamos a Zoya servirse más vodka en su taza y bebérselo de un trago. Le dice algo en ruso a Iamskoy, que le indica con la mano que salga de la habitación—. ¿Asombroso, verdad? —le dice a Jones.
—¿El qué?
—¿Ha visto el cuerpo que hay debajo de ese vestido? Piernas robustas, culo gordo, torso corto y fuerte, hombros redondos; unas formas que han evolucionado a lo largo de miles de años para sobrevivir en la estepa y trabajar la tierra. Pero el general la encuentra exótica. Con todas esas diosas de piel morena que hay por aquí, de hecho paga diez veces más por Zoya.
La puerta de la entrada se cierra con un portazo.
—Quizá sea amor —dice Jones.
Sorprendido por un momento, Iamskoy la mira, luego le ofrece una sonrisa ancha.
—Buena. Muy buena. Discúlpenme. —Se lleva la botella a los labios para acabarse lo que queda de vodka. Veo cómo la nuez se le mueve dos veces al tragar—. Creo que un norteamericano aún debe de verme más patético de lo que me veo yo, ¿ no?
—Supongo que no sé hasta qué punto se ve usted patético —le contesta Jones. Me doy cuenta de que tanto Iamskoy como yo estamos pendientes de si Jones dará un sorbo a su vodka o no. Yo bebo del mío para provocarla y me alegra comprobar que es de la botella de especias. Jones me sorprende mirándola y deja la taza en el brazo del sofá.
—Yo me veo más que patético. Estoy atomizado. Yo era físico nuclear, así que sé de lo que hablo. Nadie sabía adonde nos llevaba mi maestro, el gran Sajarov, cuando adoptó esa actitud. Era como Jesucristo midiéndose con el Imperio Romano. ¿Quién apostó por Jesucristo en esa época? Seguro que en la antigüedad nadie apostó un duro por él. Pero no eran rusos. A los rusos les encanta una mala apuesta.
—¿Trabajó con Sajarov?
—No seamos exagerados. Era el ayudante de su ayudante. Más estrictamente, era el ayudante del ayudante de su ayudante. Al final de sus días, el comunismo era extrañamente jerárquico, algo que ya se ha señalado muchas veces. —Otro trago—. Es muy irónico, ¿verdad?, que la transformación de la sociedad rusa provocada en gran medida por Sajarov, el físico nuclear, nos haya llevado a la atomización. Es como si la realidad imitara a un juego de palabras malo. Por supuesto, nadie nos dijo que nos estaba llevando a eso.
Sabíamos que el capitalismo convierte a todo el mundo en una puta, pero no en una puta atomizada. Era algo que no podíamos concebir en nuestro universo teóricamente lógico. Desde la caída de la Unión Soviética me he convertido en el orgulloso propietario de al menos veinte personalidades distintas. Es algo necesario en la economía global. Soy un físico quemado, un esnob intelectual, un borracho, un poeta fracasado, un marido renegado, un padre ausente, un maestro de las novelas inacabadas, un empresario incompetente, un fan del ballet ruso, un arruinado y un chulo. Es imposible ser todas esas cosas a la vez, así que debo decidir, momento a momento, a cuál de estos Iamskoy represento. En Estados Unidos deben de ser expertos en estos cambios rápidos de disfraz, tienen más años de práctica. Pero para un ruso, sigue siendo difícil.
—Deben de gustarle los retos. —Para mi sorpresa, Jones coge su taza y toma un trago largo, nada de traguitos. Me mira—. ¿Cuál de sus papeles le parece el más difícil?
—El de chulo —contesta de inmediato—. Es incluso más complejo que intentar escribir una novela y exige tener un juicio más preciso que para jugar con neutrones. Podría pensarse que es fácil, que es sólo cuestión de oferta y demanda con la ventaja añadida de que los productos se transportan a sí mismos, no hace falta tener sistemas de carga ni de entrega. Con las rusas, no. ¿Cree que yo controlo a estas mujeres o que me controlan ellas a mí? Son independientes. Dos de ellas son licenciadas, una tiene un doctorado, las otras dos simplemente están muy bien educadas. Podrían conseguir trabajo en Rusia si de verdad quisieran, pero…-Se encoge de hombros.
—No está bien pagado, ¿no?
—No se trata exactamente de dinero. No en el sentido americano.
—¿Qué significa el dinero en el sentido ruso?
—Fichas para apostar. Se van a casa igual de pobres que cuando llegaron, pero mientras están aquí consiguen hacer apuestas relativamente importantes en esos casinos protegidos por la policía que oficialmente no existen. Pagarles el billete de vuelta después de que se hayan cepillado sus ganancias forma parte de los gastos generales que tiene un chulo ruso—. Me mira—. Eso y pagar a la policía tailandesa, por supuesto. —A Jones—: Todos los policías tailandeses excepto Sonchai son empresarios de primera categoría. No hay forma humana de ganarles. Si no tengo cuidado, alquilan a las chicas, luego me ponen una multa equivalente al precio de la chica (por traficar con mujeres) menos el diez por ciento de mis gastos. Pero Sonchai no. Él es incluso peor empresario que yo. Por eso debe de gustarme, no me hace sentir inferior.
—Me lo figuraba —digo, y bebo un sorbo de vodka.
—Por eso y por el hecho de que está más enfermo que yo. Debería haber escuchado nuestra última conversación. Fue de ciencia ficción hindú. Aunque supongo que él no la disfrutó tanto como yo, porque hacía tres años que no le veía.
—Te desmayaste después de insultar al Buda.
—¿Sí? ¿Por qué no me mataste?
—No creía que estuvieras vivo.
—Bueno, ¿y qué dije?
—Dijiste que Gautama Buda fue el mayor vendedor de la historia.
—Y tenía razón —le dice a Jones—. Vendía nada. Eso es lo que significa «nirvana»: nada. Como curación para el gran desastre cósmico al que la mayoría de nosotros denominamos vida, el Buda prescribió un curso riguroso de meditación y vida perfecta a lo largo de un número de vidas, cuya recompensa final es nada. ¿Crees que alguien de la Avenida Madison podría vender eso? Pero en esa época, todo el sub— continente indio se lo tragó. Hoy en día, en el mundo hay
más de trescientos millones de budistas, y la cifra sigue creciendo.
—También dijiste que él tenía razón. No recuerdo el razonamiento.
—Correcto. Los agujeros negros del espacio, que pueden describirse justamente como bolsas de no-existencia, ya que en ellos no sobrevive ni la luz ni el tiempo, se ha visto que emiten partículas subatómicas y que las vuelven a absorber. La vida surge de la nada y, después de todo, regresa allí. El humo y los espejos, justo lo que él dijo hace dos mil quinientos años. Magia. Algo que podría hacer que incluso la mayor superstición desde el nacimiento virginal tuviera lógica.
—Bueno, ahí lo tiene —dice Jones—. Hay que ver. Pero hay un juego de palabras, ¿verdad? Únicamente vendía nada, si se entiende «nada» en un sentido determinado. Nada para un budista también es todo, ya que sólo nada encierra cierta realidad. —Con algo de timidez, toma otro trago de vodka. Iamskoy y yo estamos sonriéndole. De repente, Iamskoy aplaude unas cuantas veces y me siento obligado a unirme a él. Jones se sonroja, pero es la primera vez que la veo tan contenta.
—¿Has estado instruyéndola? —me pregunta Iamskoy. —En absoluto. Pensaba que el budismo no le interesaba. —¿Te interesa? —pregunta Iamskoy. —Me interesa este capullo. —Me señala y toma otro buen trago de vodka—. Y el budismo es la única forma segura de excitarle. Al menos con el budismo puedes sacarle algo de conversación.
—A mí me pasó lo mismo —dice Iamskoy—. Posee eso tan tailandés de quedarse dormido enseguida, pero si mencionas la reencarnación o el nirvana o las verdades relativas, se despierta al instante. Es lo que me encanta de este país. Todo el mundo tiene una dimensión espiritual, incluso los polis. Incluso los delincuentes. Algunos de los gánsteres mas importantes hacen méritos donando grandes cantidades a los monasterios y dando dinero a los pobres. Da que pensar.
—¿En qué?
—En qué ha pasado en los últimos quinientos años con la civilización occidental. Si nos hubiéramos quedado en el medievo quizá sonreiríamos tanto como los tailandeses.
—Ponme más vodka, ¿quieres? —me dice Jones—. Parece como si llevara toda la vida esperando una conversación como ésta. Es mejor que el colegio.
Oímos pasos en el vestíbulo y aparece la mujer de la bata. Después del comentario que ha hecho Iamskoy, examino su figura, tanto como puedo. Es delgada y pálida, tiene el pelo casi negro y los ojos verdes y muy grandes. Podría pa— recerme exótica. Jones le ofrece una sonrisa ancha y cálida, de mujer a mujer, y ella se la devuelve.
—Ésta es Valerya —dice Iamskoy—. Es la doctorada. Ya veis, ha oído la conversación y no ha podido resistir unirse a nosotros. Es uno de los millones de defectos que tenemos, los rusos somos perpetuos estudiantes. Seguimos hablando de la vida como lo hacían los occidentales hace cincuenta años.
—Es mejor que chupar pollas —dice Valerya, mientras camina hacia la mesita de café, coge una de las botellas y bebe a grandes tragos—. Pero aún no soy doctora. Estoy reuniendo dinero para la tesis. —Su acento no es tan fuerte como el de Iamskoy, y tiene un deje británico. Pero ahora que ha hablado, puedo ver su dureza, la dureza de una mujer hermosa que no tiene que preocuparse por nada. Ya no me parece exótica.
—¿Estabas reuniendo dinero para tu tesis en el casino anoche?
Se encoge de hombros y toma otro trago.
—Lo que has dicho sobre los rusos es cierto. Nos encanta jugárnoslo todo a una mala apuesta. No puedo creerlo. Tanto sexo, por nada. Si pudiera borrar el juego, podría borrar vender mi cuerpo, lo uno anula lo otro, pero aún tendría que pagarme el doctorado.
—¿Qué tema has escogido? —quiere saber Jones.
—Psicología infantil.
Iamskoy y yo vemos la mirada de horror que cruza el rostro de Jones, pero parece que Valerya no, ya que busca los ojos de Jones y le explica con toda seriedad que incluso en Rusia una licenciatura no vale para nada, pero que con un doctorado probablemente podría conseguir un trabajo de profesora en una universidad norteamericana, utilizando su proyecto de investigación sobre los niños criminalizados de la calle, los cuales abundan en Vladivostok, igual que en Nueva York o Los Angeles. Desea con todas sus fuerzas ir a Estados Unidos.
Como ha predicho Iamskoy, el murmullo que surge de la conversación semi-inteligente es demasiado tentador para las otras tres mujeres, que ahora aparecen una tras otra, con dos botellas de vodka empañadas por la condensación. Aparecen más vasos de plástico y, de repente, se ha organizado una fiesta. Pese a la repugnancia pasajera que le produce que una prostituta curtida sea también psicóloga infantil, a Jones le gusta Valerya, que parece ofrecerle compañía femenina inteligente, quizá algo que explotar mientras está aquí, quizá ayudará a Valerya a llegar a Estados Unidos y serán amigas íntimas. Hablan a mil por hora sobre una serie deslumbrante de temas mientras Iamskoy desarrolla su teoría sobre que el materialismo es la superstición del siglo xx, una época oscura que será sustituida por un deslumbramiento de magia. Cree que a mí me seducirá, lo que sólo demuestra que no entiende el budismo, el cual desprecia la magia, pero no quiero enfadarle todavía. Las otras tres mujeres parlotean en ruso mezclando palabras en inglés y parece que hablan sobre una estrategia ganadora para el blackjack. El vodka corre y el nivel de ruido sube y yo me sumo en el silencio. Es una fiesta caucásica. Lo que veo es el gran monstruo de la cultura occidental con su necesidad enfermiza de llenar el espacio, todo el espacio, hasta que ya no queda más espacio ni silencio que llenar. Al cabo de un rato digo:
—Andreev, ¿alguna de tus trabajadoras murió desollada viva?
Se hace un silencio atroz. Iones está sumamente avergonzada y se ha puesto roja. Valerya ha dejado una frase a medias y me clava esos ojos verdes que ya no me parecen tan bonitos. Iamskoy ha vuelto la cabeza hacia una pared y las otras tres mujeres que yo pensaba que no sabían mucho inglés han bajado la mirada a la alfombra. Cuando Iamskoy vuelve a girar la cabeza para mirarme, tiene la boca torcida.
—¿Eso es lo que has venido a preguntarme?
—Sí.
—¡Fuera de aquí!
—¡Andy! —dice Valerya.
—¡Que os larguéis de mi piso, coño!
—Andy, no puedes hablarle así a un poli tailandés. Eres un chulo ruso en un país extranjero. Déjalo.
Por un momento, creo que va a levantarse para pegarme y, en efecto, empieza a erguirse, pero está demasiado borracho para ponerse en pie desde el suelo y cae de espaldas desesperado y descansa la cabeza en el asiento del sofá como si hubiera perdido el control de sus extremidades.
—¿Por qué? —Sus ojos me suplican—. ¿Por qué has sacado ese tema? ¿Acaso tu gente no hizo ya bastante? ¿No he pasado ya suficiente tiempo de mi vida en ese purgatorio? ¿Acaso fue culpa mía?
Me vuelvo hacia Valerya, cuyo cinismo podría ser exactamente lo que necesito, vista toda esta emoción rusa indescifrable.
—¿Tú sabes a qué me refiero?
—A Sonya Lyudin.
—Cállate —le dice Iamskoy.
—No seas ridículo, Andreev, todo Vladivostok aún habla de ello. ¿Por qué no deberíamos contárselo?
—Ya lo sabe. Sólo se está haciendo el tailandés astuto.
—No —digo yo—. Aún no lo sé.
—Entoncesh, ¿qué tramash? Esh un tema muy shecreto por aquí, ¿sabesh? Muy shecreto. Y tanto. —Enfadado, Iamskoy ha perdido la cortesía y el control de su lengua—, She shupone que no debesh hablar de ello, aunque todavía shea la gran hishtoria de Vladivostok. Al menosh en losh círculosh mugríentosh en losh que ahora me veo obligado a moverme. —Coge la botella de vodka y se queda mirándola—. Losh círculosh mugríentosh. Yo, que una vez eshtuve shentado a losh piesh del gran Sakharov. —Se echa a reír a carcajadas—. ¡Qué bueno! Shentado a losh piesh…
—La historia de Sonya Lyudin es trágica —explica Valerya—, pero no habitual. Si fuera habitual ninguna de nosotras estaría aquí. No somos huérfanas ni putas de la calle. Somos mujeres inteligentes que venimos a un mundo duro a ganar una pasta rápida. Seríamos incapaces de poner en peligro nuestro cuerpo de esa forma. Sonya Lyudin era distinta.
—¿En qué sentido?
—Era una puta de la calle. No tenía educación, había nacido en el seno de una familia urka. Era una roca, una siberiana de verdad. Hubiera hecho cualquier cosa. No tenía miedo. Pensaba que todos los hombres eran animales estúpidos a los que una podía manejar a su antojo. Yo tampoco soy una fan de los hombres, pero creo que una mujer no debería adoptar una actitud tan peligrosa. Sobre todo en este trabajo. —Una de las mujeres del suelo dice algo en ruso—. Natasha dice que soy una esnob, que Sonya Lyudin no era tan estúpida. Que sólo tuvo mala suerte.
—Se suponía que tenía protección —explica Natasha en inglés—. No iba por libre. La trajo aquí una banda de urkas. Se suponía que tenían que protegerla. A Andreev sólo lo utilizaron para hacer las presentaciones.
—Es cierto —admite Valerya—. Pusieron precio a su cabeza. Lo pillarán tarde o temprano.
—No lo pillarán —dice Natasha—. El americano les pagó.
—No lo hizo —dice Iamskoy—. Lo intentó, pero ellos no quisieron. No podían dejarlo así, era cuestión de credibilidad. De cara, como dicen aquí. Así que el americano tuvo que buscarse la protección él solito. La mejor protección, he oído decir.
—¿Qué americano? —Ahora Jones está alerta, inclinada hacia delante.
—Un tipo que se llama Warren. Un joyero. Un pez gordo en este país.
—¿Esta historia es conocida? ¿Me estás diriendo que en Vladivostok el nombre de Warren está asociado abiertamente a esta historia?
—Y tanto. Es una espede de coco para las mujeres como nosotras. Ya sabes, la peor de las pesadillas: «Cuidado, que esta noche no te toque un Warren.»
—Existe una cinta —dice Valerya—. He hablado con mujeres que la han visto. Un americano blanco y un negro enorme.
—Andreev —le digo—, tengo que saberlo. ¿La policía tailandesa tiene una copia de esa rinta?
Parece que ha llegado al estadio de la pérdida de la con— denda. Creo que está asintiendo pero no estoy seguro, ya que la cabeza le cae hada delante, luego se desploma violentamente hacia atrás y vuelve a caer hada delante. Miro a Valerya y a Natasha, que evitan que nuestras miradas se crucen. Iamskoy se desliza inexorablemente hasta alcanzar la horizontal con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo. De repente, se ha convertido en la cosa más ordenada de la habitación.
Tumbado en el suelo, Iamskoy abre un ojo.
—La policía tailandesa compró la cinta a los urkas, pagó una fortuna por ella. Por supuesto, el dinero lo puso Warren y, por supuesto, los urkas prometieron que era la única copia. La cinta no les interesa, quieren a Warren.
—Valerya, ¿cómo era Sonya Lyudin de alta? —Jones mira fijamente a la psicóloga infantil, quien se vuelve hacia Natasha, que se vuelve hacia la mujer que está a su lado. Ahora todo el mundo está mirando a Iamskoy.
—Uno ochenta, más o menos —dice él con los ojos cerrados—. Era delgada. Y tenía muy buen tipo.
—¿Cuánto tiempo pasó con Warren antes de morir? ¿Hubo citas previas?
—Dos. La primera fue bastante corta y, según ella, no pasó nada, sólo se desnudó para él y él la acarició. Le dio un piercing dorado y le dijo que si se lo ponía en el ombligo, él le engarzaría una piedra de jade. Por supuesto, fue encantada al primer taller de piercings que vio para ponérselo. De la segunda cita, no volvió nunca.
—¿Mencionó ella al americano negro?
—No. Sólo la gente que vio la cinta habló de un hombre negro. Yo no la he visto.
—A menudo, los asesinos de este tipo de casos necesitan un motivo —le explica Jones a Valerya—. A veces es racial, a veces social, a veces físico, sólo víctimas altas o bajas, por ejemplo. A veces es el entorno social. Normalmente es algo que le da al asesino una sensación de propiedad, un derecho sobre el cuerpo de la víctima. Parece que Warren era muy especial.
—Es joyero —dice Valerya—. Tenía que serlo, ¿no?
—¿Puede alguien decirme qué día murió Sonya Lyudin? —quiere saber Jones.
—El doce de diciembre de 1997, por la noche, así que supongo que sería el trece —dice Iamskoy—. Ahora, idos, por favor.
De nuevo en la parte trasera del coche, Jones dice:
—Warren estuvo en Tailandia del cinco al quince de diciembre de 1997. Olvidé decirte que comprobé las fechas.
De regreso al paseo marítimo de Pattaya recogemos al Monitor, que nos está esperando por fuera de la tienda con su Play Station 2 nueva bajo el brazo. Le surtimos de pollo frito y más salchichas que compramos en un puesto de comida y nos unimos a los atascos para volver a Krung Thep. Mientras el Monitor va comiendo, Jones vuelve a poner su mano sobre la mía, que descansa en el asiento.
—¿No crees que ya es hora de que me hables de ese hospital? Vikorn le dijo a Rosen que fuiste allí y le pidió que yo averiguara por qué. Estoy siendo honesta. Es una orden.
La miro. Me pregunto si estará preparada para oírlo. Respiro hondo y le digo que de acuerdo. Mientras se lo cuento, reproduzco la visita en mi mente.