Veinte
Es un hombre, de unos dos metros setenta de estatura y cuerpo redondo, los pies y las piernas diminutos. Tiene la boca del tamaño del ojo de una aguja, como estipulan las leyendas. He visto demasiados ejemplares de su calaña para estar asustado de verdad, pero el eco de mi infancia me exaspera, como si no hubiera avanzado nada en todos estos años. Desde abajo me llega el estruendo apagado del equipo de sonido del club, pero estamos solos en un espacio primigenio, este fantasma hambriento y yo. Es el espíritu de alguien que fue un glotón y un egoísta en vida y debe pasar mil años con esa boca diminuta que nunca podrá ingerir suficiente comida para un cuerpo tan grande.
Los fantasmas hambrientos son los más comunes de nuestros demonios autóctonos, de los cuales hay muchas variedades, y no me sorprende del todo encontrarle en un club de gogós, porque se alimentan de cualquier tipo de vicio. Todos creemos en ellos, por cierto, incluso aquellos que se lo negarían a los extranjeros. Para mucha gente, sobre todo en el campo, los no-muertos son una plaga grave. Uno de sus trucos más repugnantes es aparecer, ya avanzada la noche, en calles tranquilas con la cabeza debajo del brazo, aunque la actitud que adoptan con mayor frecuencia es mirarte fijamente y con los labios flácidos desde los pies de la cama. Traen mala suerte y lo único que los repele es una visita al templo y un caro exorcismo practicado por los monjes. Pueden ser un peligro para la prostitución. Todos los bares tienen su propia historia acerca de la chica a quien un cliente contrató para que pasara la noche con él y que tuvo que huir de madrugada porque el farang ignorante había elegido un hotel viejo y en mal estado infestado de estos espíritus asquerosos. Incluso Nong, que era más fuerte que la media en muchos aspectos, se despertó una vez, con su cliente de mediana edad roncando tranquilamente a su lado, y vio una aparición que lamía glotonamente un condón usado que, por vagancia, el farang no había desechado. Ella también se había vestido a toda prisa y se había marchado, y prometió que nunca más visitaría ese hotel en particular. Me ocupo de éste recitando para mí mismo las Cuatro Nobles Verdades en pali. Le observo desvanecerse y con él el espacio gris y apagado en el que habita. Me levanto y abro la puerta.
La música y el griterío de las voces del bar se vuelven de repente ensordecedores. Tengo un feroz ardor de estómago y un sabor agrio en la boca que hace que sienta náuseas. Bajo a tientas las escaleras y entro en el bar.
Pasan veinte minutos de la medianoche, justo la hora en que el gran juego llega a su climax. Hombres tímidos que llevan diciendo no toda la noche ven socavada su voluntad con la bebida y la atención incesante de jovencitas semides— nudas; de repente, la perspectiva de volver solos al hotel es más atroz (y de algún modo más inmoral, un crimen contra la vida, incluso) que acostarse con una prostituta. Con habilidad, las chicas construyen un mundo de ensueño y fantasía en la mente occidental, un mundo del que es misteriosamente difícil desprenderse. Y las chicas también tienen sus fantasías: encontrar al farang que las mantenga para toda la vida o, si no, que las lleve a occidente y las libere, por uno o dos años, de esa vida precaria e indigna. El bar está lleno.
Un grupo de hombres jóvenes de aspecto brutal, con la cabeza rapada como cocos rosas, orejas perforadas con toda clase de quincalla, tatuajes relucientes que dejan ver sus camisetas recortadas, están sentados hipnotizados en el bar, casi a oscuras. Es el número de la pintura. Las chicas de la plataforma van desnudas, excepto por las bandas de pintura fosforescente dibujadas asimétricamente a lo largo de su cuerpo. Bajo las manchas ultravioletas, el efecto es inquietante: formas eróticas rosas y malvas se mueven sinuosamente con la música, una canción pop tailandesa con el habitual ritmo optimista. Otros hombres están en reservados de asientos acolchados rodeados de chicas atentas y contemplando el espectáculo. La pista también está llena de gente, ingleses que se dicen unos a otros que éste es el bar más barato de Pat Pong. Al pasar por delante de un reservado escucho:
—Quiero que salgamos. Pagaré tu multa.
—No lo sé. Tu polla demasiado grande.
—Yo propina también grande.
—Ah, vale.
Fuera, la calle no está menos llena. Aquí, las fuerzas del capitalismo producen una conjunción extraña. Familias en su primer viaje a Oriente, insomnes por culpa del jet lag, pasean por las calles tupidas de puestos de ropa. Las mujeres y las chicas sueltan oohs y aahs cuando traducen los precios en su propia moneda mientras que los hombres aprenden a curiosear. La incorrección moral de los plagios de ropa de marca no parece preocupar a la respetable conciencia burguesa mientras van llenando bolsas de plástico con camisetas de Calvin Klein, vaqueros Tommy Bahama y Rolex falsos.
—Bueno, si tienes tentaciones, Terry, adelante, desahógate —dice una mujer corpulenta en un tono amargo mientras agarra de la mano a un niño de ojos grandes que tendrá unos siete años—. Pero no olvides usar protección y no esperes que te estemos esperando en el hotel cuando termines.
—No he dicho que tuviera tentaciones, cielo —dice el hombre (también corpulento, demacrado y parcialmente calvo)—, sólo he dicho que entiendo que algunos tíos tengan tentaciones.
—Pues no veo por qué tanta tentación. Odio ser racista, pero estamos en el Tercer Mundo.
Me apresuro a escapar de esta calle llena de recuerdos tristes, pero no me sirve de nada intentar darme prisa. El lugar está tan concurrido, la noche tan calurosa, la música tan alta, los diez mil monitores de televisión tan insistentes, que uno tiene que adaptarse al ritmo imperante: sonámbulo más que relajado, como si esta gente no fuera real, sino cuerpos fantasmales los verdaderos propietarios de los cuales están arropados en sábanas recién planchadas en uno de los barrios limpios y seguros de Occidente. Al final consigo llegar a Silom, donde aún más tenderetes flanquean la carretera a lo largo de más de kilómetro y medio. Paro a un taxi.
Tardo más de una hora en plantarme en Kaoshan por culpa del denso tráfico de la medianoche. Cuando llego, la música aún está más alta. El taxi no puede pasar entre la muchedumbre que hay en la calle de juerga, bebiendo botellas de cerveza y whisky y comprando cintas y CD piratas en los tenderetes. Pago al conductor y, una vez más abriéndome paso entre cuerpos caucásicos sudorosos, encuentro la soi donde está casi a oscuras la casa de madera de teca.
Imagino al hombre negro haciendo lo mismo: escapando de la locura de la banda sonora de Kaoshan, escapando a la luz, escapando a la ciudad, escapando al mundo para retirarse con un suspiro a su mundo privado y perfecto en la nostálgica casa de madera de antaño. En lo alto de las escaleras que conducen al primer piso me quito los zapatos, empujo la puerta con suavidad, que cede a mi presión, y me deslizo en el interior de la casa como una sombra.
Tardo un momento en darme cuenta de que las luces están encendidas. El resplandor que emiten es muy suave, un poco más que el de las luces de seguridad. La anciana está sentada con las piernas cruzadas en una de las oscuras esquinas, murmurando.
Quizá sea la última superviviente de su generación que queda en el pueblo donde nació y creció (probablemente en algún punto del noreste, en la zona a la que llamamos Isaan, cerca de la frontera con Laos) y esté hablando con todos esos amigos y familiares que ya han pasado al otro lado. Para ella son tan reales (más aún) que los vivos. Debe de hacerlo todas las noches, sin duda desea su propia liberación de un mundo que nunca ha comprendido y que nunca comprenderá. Saco la llave de mi bolsillo y salgo por la puerta, subo la escalera externa de madera hacia el piso superior donde me espera el siglo XXI.
El ordenador está tal y como lo dejé, encendido, pero con la pantalla apagada. Cuando aprieto el botón para iluminarla, leo:
Gracias, detective. Felicidades por llegar antes que nosotros. Mil pavos es una pequeña fortuna, pero el Tío Sam puede permitírselo. Nos gustarla que conociera a la agente especial Kimberley Jones en cuanto pueda. Saludos, Khun Rosen y Khun Nape.
Asiento al comprobar el tono gracioso que usa una superpotencia y me pongo a hurgar en el software de Bradley. Al principio me resulta difícil encontrar un tema común entre todos los archivos, el marine era muy ecléctico. Poco a poco surge una estadística sorprendente. Además del diccionario Webster's hay tres diccionarios médicos, el siguiente más amplio que el anterior, como si Bradley hubiera empezado con la versión más sencilla y hubiera necesitado algo más complejo. Asimismo, hay tres programas diferenciados que tratan de anatomía humana, el mayor ocupa tres gigabytes. Lo abro y encuentro gráficos asombrosos que exponen todos los aspectos del cuerpo humano, desde detalles del esqueleto a la musculatura, y a representaciones a todo color de todos los órganos. Por la forma en que Bradley ha adaptado los requisitos del programa parece que su página favorita es un mapa de la figura femenina en la que se puede señalar y hacer clic. Señalo la oreja izquierda, hago clic, y de inmediato me encuentro mirando una oreja gigantesca en tecnicolor, con un texto que explica detalladamente la facultad de oír al pie de la pantalla y una invitación a examinar distintos detalles con más atención. Me sobresalta la gran cordillera en color marrón del oído externo, cortado despiadadamente para revelar el hueso temporal sombreado con puntitos, la membrana del tímpano en color malva brillante, la cóclea con forma de caracol en color azul aciano.
En un momento de inspiración, compruebo los favoritos del programa, encuentro varios y hago doble clic sobre uno de ellos. Me descubro observando un pecho de colores vivos. La mayor parte del montículo flácido está en color arena, con un núcleo interno fogoso del que salen los conductos lactíferos volcánicos hasta la cima imponente. Una nota al pie explica que el conjunto cuelga entre la segunda y la sexta costillas de los pectorales ocres. Un sonido parecido a un suave ruido sordo penetra en el suelo desde abajo.
Desconecto el ordenador, apago la luz y salgo al pasillo. Los pasos en la escalera de madera son tan suaves que no podría haberlos detectado si no hubiera sido por los dos crujidos de subida que he advertido. Percibo, más que oigo, un cuerpo al otro lado de la puerta, luego el inconfundible ruido del escupitajo de betel.
Abro la puerta de par en par y la diminuta ancianita cae encima de mí y me tira al suelo. Debajo de ella, me retuerzo en un algo pegajoso, intento levantarme, y la empujo hacia un lado, con lo que se desliza por el suelo pulimentado mientras yo ruedo sobre mí mismo para esquivar el golpe y, de un salto, me pongo en pie. Un hacha de carnicero se clava en el suelo mientras su dueño, que va de negro y lleva un casco de motorista negro con el visor tintado, saca un cuchillo. Sin duda, el visor supone un impedimento irritante para llevar a cabo mi asesinato; el agresor lo levanta bruscamente, lo que revela un rostro propio del sudeste asiático, del grupo étnico tailandés que, si no, hubiera quedado en el anonimato de la estructura esférica del casco.
Logro levantarme, pero me ha inmovilizado de espaldas a la pared junto a la puerta. Con una mirada escudriñadora hasta el final, veo que el cuchillo tiene una sección dentada en el lomo, un canal para que fluya la sangre y así evitar los vulgares sonidos de succión que se producen cuando se retira el cuchillo de un cuerpo, con una elegante curva parabólica hacia la punta que recoge muy bien la luz y que mide unos treinta centímetros. Mi dilema es sencillo: si se lanza a por el corazón y consigo esquivarlo moviéndome hacia la derecha, viviré más o menos un minuto más que si no me muevo en absoluto o, lo que es igualmente posible, si él, leyéndome la mente como el profesional que sin duda es, me ataca un poco hacia la izquierda, me eliminará con una herida que penetrará aproximadamente en un ángulo de treinta grados, y probablemente embestirá hacia arriba para alcanzar tanta superficie del pulmón, el ventrículo y la aorta como es humanamente posible con un cuchillo. Estamos leyendo la mente del otro, él con el regocijo del que se sabe ganador, yo con la claridad de pensamiento legendaria de los malditos. Un movimiento mínimo en su ceja izquierda me dice que el ataque es inminente. Me lo juego todo a una carta y salto hacia la izquierda. Un brinco poderoso que hace temblar la casa de madera y acaba con el cuchillo clavado en el panel y con el visor de mi agresor tapándole de nuevo la cara. Comparado con mis propios problemas, su próxima decisión no es complicada: esforzarse por sacar el cuchillo de la pared con el visor bajado o subido. Observo fascinado mientras mi agresor intenta hacer las dos cosas a la vez, levantando el molesto visor con la izquierda mientras tira del cuchillo con la derecha. La energía que emplea es considerable; el cuchillo está tan clavado entre los tablones que necesita apoyar un píe en la pared para sacarlo, maniobra que requiere el uso de las dos manos; vaya, el visor de nuevo. Tengo la sensación de que la situación no es tan apremiante como creía, pero de todas formas decido intentar asaltarle. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, con esta máxima utilizo la pared que tengo a mis espaldas para impulsarme hacia delante. Consigo saltar en el aire, un error porque una vez que ya he saltado veo que he perdido el control de mi dirección y el hombre me esquiva desplazándose hacia un lado con un gruñido despectivo, y me quedo boca abajo en el suelo mientras él vuelve a lo suyo con el cuchillo, que al final cede a sus esfuerzos.
Intento levantarme para correr hacia la puerta, pero patino en la superficie resbaladiza y caigo de rodillas y me hago mucho daño. Ruedo hacia la derecha, apostando que el señor Negro se lanzará hacia la izquierda. Error. Siento cómo el cuchillo penetra en la parte derecha de mi tórax mientras me vuelvo boca abajo en el suelo. No es la mejor posición defensiva. Logro dar una voltereta rápida sobre mi espalda mientras el señor Hacha me salta encima, con el visor subido. Levanto el pie izquierdo y lo mantengo ahí durante una fracción de segundo. Se oye un gemido de asombro característico del macho de nuestra especie cuando los testículos de mi honorable oponente dan contra mi tacón y el visor se cierra lentamente sobre su agonía. Es un tipo fuerte, debo admitirlo, pienso mientras rueda y rueda hacia la puerta abierta; al parecer tiene problemas para levantarse, respirar y pensar. Le oigo golpear con el culo las escaleras mientras baja hasta la calle y creo oír cómo el visor vuelve a cerrarse mientras se marcha.
Tengo las rodillas totalmente paralizadas por la forma en que he caído al suelo y mi sangre se está mezclando con la de la anciana. Patino e intento no perder el equilibrio en un charco resbaladizo cuando oigo que la moto arranca y se marcha con un rugido.
Me acerco a gatas a la anciana, a quien le han rajado el cuello hasta la columna, luego me levanto a tientas como puedo apoyándome en la pared y me dirijo al dormitorio. Cuando enciendo la luz, siento sus ojos sobre mí. Esta vez, la mueca irónica de sus labios debe de ser sólo para mí. El piercing con el jade en su ombligo me hace vacilar al pasar por delante.
En la ducha observo cómo mi sangre se diluye en una solución rosada y cada vez me siento más débil.
Es el momento de la verdad: ¿de quién desconfío menos? Dicho de otra forma, ¿quién es probable que sea puntual y tenga el equipo preciso para una urgencia médica? En realidad, la respuesta está cantada, probablemente el coronel esté de juerga en alguno de sus clubes y sin duda tendrá el móvil apagado. Tampoco servirá de nada que llame a una ambulancia, ya que en Krung Thep no hay ninguna. Saco la tarjeta de Rosen de mi bolsillo y le llamo desde el teléfono del dormitorio. Uso frases cortas interrumpidas por gritos convincentes de dolor, y cuelgo el auricular.
Me tumbo en la cama mientras la vida me abandona. No es una sensación desagradable, aunque a uno le atormente no saber qué sucede después.