Veintisiete
En la modesta casa de Kat huele principalmente al sándalo, que quema en las varillas. Como yo, vive en una habitación a la que nuestro optimismo nacional nos hace llamar apartamento, aunque el suyo es unos centímetros mayor. La foto que tiene de nuestro querido rey está colgada exactamente en el mismo sitio que la mía, y su altar a Buda está en un estante alto cerca de la puerta. La observo mientras hace tres reverencias al Buda con el incienso entre las manos. Se concentra a conciencia; sin duda reza para pedir suerte. Lleva una bata ancha de estar por casa y nada debajo, sospecho.
—Voy a tener que practicar, Sonchai, anoche fallé cinco globos. ¿No te importa? Será como en los viejos tiempos. ¿Le has contado alguna vez a tu madre que me ayudaste? Yo no, me daba miedo que se enfadara conmigo por corromper tu mente joven. —Se dirige a un armario estrecho situado en la esquina opuesta del que saca una fiambrera de plástico.
—Se lo conté hace unos años. Le pareció gracioso. Quiso saber si alguna vez la cosa fue más allá de ayudarte con tu número. ¿No, verdad?
—Sonchai, sólo tenías diez años y yo no soy esa clase de mujer.
—Mi madre me dijo que no le extrañaba que hubiera tenido una adolescencia un tanto salvaje, si mi primera experiencia con las partes nobles de una mujer había sido ver cómo salían dardos disparados de ellas.
—No iba del todo desencaminada, si oyes cómo hablan algunos hombres de las mujeres. ¿Odias a las mujeres?
—No. Pero tú odias a los hombres.
—No entremos en eso. Odio a los hombres en abstracto. Tú me gustas. Me ayudaste a perfeccionar mi número. —Ha sacado un tubo de aluminio de la fiambrera, y una caja de preservativos. Me da los preservativos y se tumba en un fu— tón en el suelo. Mientras se coloca el tubo, cruzo la habitación e hincho un preservativo hasta que mide unos treinta centímetros, luego lo ato y lo sujeto con el brazo extendido. Con mojigatería, Kat se ha puesto la bata de forma que pueda disparar los dardos sin mostrarme nada, como un arquero en una fortaleza. Sujeto el preservativo tan lejos de mi cara como puedo mientras ella mete un dardo en el tubo. De repente, sin que Kat se mueva lo más mínimo, el globo con forma de polla explota y un dardo se clava en la pared. Hay agujeritos y astillas por todo el enlucido.
—Nunca he entendido por qué no usas una diana.
—Los clientes siempre mueven un poco los globos. Creo que les pongo nerviosos. Necesito aprender a acertar un blanco móvil. —Se ríe—. De todas formas, me produce cierta satisfacción matar pollas.
—¿Fue Bradley el que te hizo odiar a los hombres? —Mierda. —El dardo ha fallado y ahora está clavado en la puerta de madera, a bastante distancia. Esta vez he advertido un ligero movimiento en la parte baja de su abdomen, en la zona de los ovarios—. Mi primer y único marido me hizo odiar a los hombres. Soy celosa y posesiva y él era conductor de moto-taxi. Trabajaba por toda la ciudad, en especial por los bares y salones de masajes. No creo que hubiera una puta a la que no se follara. Yo tenía diecisiete años, por el amor de dios. Los tailandeses dicen que les gustan las mujeres, pero sólo les gusta follar. Ni siquiera eso, les encanta lo prohibido, lo nuevo, lo que está por estrenar. Son terribles para las menores de edad, mucho peores que cualquier farang. Él era así. Yo soy mujer de un solo corazón. Lo entrego una vez y deja de ser mío. De manera que decidí que no volvería a tener otro hombre. Así que aprendí a disparar dardos con el coño. He abatido a todo un ejército de pollas hinchadas sólo para practicar. Claro que siempre hay otro ejército esperando a ser abatido.
—¿Pero sí que conocías a Bradley?
—Sí, no quise hablarte de ello en Nana. Sí, le conocía. Era un marine norteamericano. Me resulta un poco doloroso hablar de ello. Me convenció para que diera una segunda oportunidad a los hombres, después de tanto tiempo. Hace cinco años era un visitante habitual de Nana. Ya sabes, uno de esos extranjeros que llegan aquí y no pueden creer lo que ven. Se quedan enganchados unos meses, luego el encanto empieza a desvanecerse. Era todo un personaje. Un hombre como él, magnífico y muy negro. ¿Quién podría olvidarle? Me dijo que él era distinto. Soy una imbécil, ¿verdad? Me sorprende que no encontraras a nadie más que reconociera la foto.
—¿Cuántas mujeres se quedan cinco años en los bares? Dime en qué era distinto a los demás.
—Era respetuoso. No tenía esa mezcla de lujuria, miedo y desprecio. Parecía que las mujeres le gustábamos de verdad, como si fuéramos personas que podían ser amigas suyas. Era muy popular en todos los bares.
—¿Te invitó a salir? ¿Pagó tu multa?
Bang. ¡Buen disparo! He visto cómo el dardo ha agujereado el centro del condón y lo ha clavado en la pared, de donde ahora cuelga arrugado y flácido, la pasión ha muerto.
—Claro que no. Ya te lo he dicho, nú salgo con hombres, ni siquiera para vender mi cuerpo. Eso era distinto. Hago fiestas privadas, así es como en realidad me gano la vida, el espectáculo que hago en el bar sólo es mi escaparate. Utilizo
a un representante, y él les dice a los clientes: «Mirad, no la toquéis. La señorita no está en venta. Hará su número, hablará con vosotros, quizá incluso se siente en vuestras rodillas si así lo queréis, pero eso es todo». Normalmente el representante es muy estricto con eso, se asegura de que el cliente lo ha entendido. El caso es que hace cinco años mi representante me llamó para decirme que tenía una fiesta para mí, y que pagaban el doble de lo que cobro normalmente. No me dijo por qué pagaban el doble, así que tuve mis reservas. Le dije: «¿Famngsl». Y él contestó: «No». Le dije: «¿Les has dicho que no habrá sexo?». Y él contestó: «Sí, sí, lo han entendido, nada de sexo».
Voy cogiéndole el tranquillo. Ya sostengo el condón hinchado en la mano, el brazo extendido. Kat se detiene y se incorpora un poco.
—Era en el hotel Dusit Thani. La suite del tercer piso se alquila para funciones privadas. Imagino que será muy cara. La fiesta se celebraba ahí. Incluso me montaron un escenario giratorio. Fue poco después de que saliera por primera vez en la televisión de los farangs, y creí que querrían la versión en vivo, igualita que la que habían pasado en el documental, era para la BBC, creo. Así que hice mi número sin prestar demasiada atención a los clientes. Después de todo, tenía que concentrarme en los globos. ¿Pero cómo no iba a fijarme en un gigantesco hombre negro que estaba ahí, entre un montón de campesinos?
Pronuncia la palabra con desprecio. —Ni siquiera eran campesinos, eran gente de las montañas. Miembros de tribus que estaban asquerosamente borrachos y desmadrados. Cuando uno intentó subir al escenario para tocarme, me puse a buscar la salida. Uno de ellos me sonaba, como si le hubiera visto en algún lugar, pero no sabía dónde, quizá en los periódicos, creo que era uno de esos señores de la droga de las zonas fronterizas. Era el jefe, tenía esa forma de gritar, que cuando él gritaba los demás dejaban lo que estuvieran haciendo y le escuchaban. Era igual que en una peli, el jefe de los matones intentando controlar a los otros matones. Pero dos de ellos se pusieron tan ciegos que estaban fuera de control, y al jefe no parecía importarle demasiado. Hablaban de, ya sabes, follarme todos en el escenario mientras esa cosa daba vueltas. En todos los años que llevaba en este juego, nunca me había permitido meterme en una situación como ésa, y pensé: «Oh, no. Allá vamos». Me preparé mentalmente para una violación en grupo. Es uno de los riesgos de esta profesión y pensé que tenía que pasar un día u otro.
Otro condón, otro bang.
—Cuando sacaron sus armas y se pusieron a compararlas, supe que me esperaba una noche espantosa. Entonces, el hombre negro se levantó, se acercó al escenario, se quitó la camisa. Era una de esas camisas tropicales, con piñas y mangos, y por supuesto, era enorme. Me la echó sobre los hombros y me llegaba a los tobillos. —Se echa a reír—. Entonces les dijo a los chicos: «Eh, tíos, es mía, ¿vale?».
Alarga el brazo para coger más dardos de la fiambrera.
—Y esos asquerosos trogloditas se quedaron mirándole. Nadie iba a meterse con ese gigante negro. Me llevó al camerino y me dijo, muy amable: «Será mejor que te vayas. ¿Quieres que quedemos mañana?». —Se ríe de nuevo—. No soy de las que se derriten con esos gestos, pero tenía treinta y seis años y me pregunté si no habría sido un poco dura con el sexo opuesto durante los últimos veinte años. Me había salvado de una pesadilla y simplemente era… bueno, para serte sincera, era irresistible.
Parece que las prácticas han acabado. Se levanta para guardar los dardos, los condones y el tubo de aluminio.
—¿Cómo fue?
—¿Que cómo fue? Fue extraño. Creí que era un caballero de verdad, me llevó a cenar, me trató como a una dama. No parecía tener ninguna prisa por llevarme a la cama. Era como si quisiera descubrir algo. Creo que quizá aún intentaba descubrir algo de las mujeres tailandesas, nuestra forma de ser. No nos acostamos hasta la tercera cita. —Frunció los labios.
—¿Te importaría hablarme de eso?
—¿Del sexo? ¿Es parte de tu investigación? Creo que tuvo una decepción. Como la mayoría de hombres, suponía que yo era algo especial entre las sábanas, ya sabes, como si fuera a tener dos vaginas o algo así. No dejé de insinuarle y de explicarle que había creado mi número precisamente porque soy tímida y no muy buena en la cama. No sé cómo complacer a un hombre… no sé qué quieren los hombres.
—Pero para ti, ¿cómo estuvo?
—No se pareció a nada de lo que había experimentado antes, pero no soy una experta. Las chicas dicen que la mayoría de hombres sólo quieren meterla, correrse y sacarla. Bueno, pues él no era así.
—¿Podrías ser un poco más específica? Kat me lanza una mirada lasciva. —¿Te estás excitando, Sonchai? ¿Quieres saber qué siente una mujer cuando está debajo de un hombre como ése? De hecho, creo que debía de estar acostumbrado a que le adoraran. Se tumbó ahí y me pareció que esperaba que yo lo hiciera todo. Creo que estaba acostumbrado a que las mujeres babearan y se murieran por él. O quizá sea ésa la forma que tienen los norteamericanos de practicar el sexo, no lo sé. —¿Cómo tenía el pene de grande? Se lleva una mano a la boca.
—¡Sonchai! Era normal, quiero decir que si lo hubiera tenido en proporción a su cuerpo me habría partido en dos. Lo tenía normal, Sonchai, mayor que los tailandeses, igual que los farangs.
—¿Pero sí que hicisteis el amor?
—Claro. Pero sólo una vez, y no lo pasé bien porque tenía la sensación de haberle decepcionado, de que buscaba una clase de sexo extra-erótico, raro. Supongo que me sentí una incompetente. —Suelta un suspiro—. Después, simplemente para complacerle, le pregunté si quería que disparara los dardos. —Se echa a reír—. Debí sospechar que era eso lo que quería, o no habría llevado los dardos encima, ¿verdad? Una mujer como yo nunca sabe exactamente lo que esperan los hombres de ella. Tenía la sensación de que él quería que actuara para él, que fuera su juguete sexual, pero nunca me pidió que hiciera nada. Quería que yo supiera lo que tenía que hacer. Se portaba como una mujer, en cierto modo. Que dispare dardos es lo único que les interesa a los hombres de mí.
—¿Actuaste para él? ¿Te dijo que sí?
Asiente con tristeza.
—Sí. Entonces se animó. Resultó que lo tenía planeado. Incluso había comprado una diana y me colocó en la cama… y me grabó en vídeo, con primeros planos y demás. Lo tenía todo planeado de antemano, pero no había querido pedírmelo. No sé si era un caballero o una especie de romántico extraño. Pero todo tenía que ser perfecto, la iluminación, la posición de la cámara, todo. Ahí fue cuando más se excitó, pero no volvimos a hacer el amor. —Una pausa—. Lo que mejor recuerdo es la seda.
—¿La seda?
—Sí. Todo era de seda, de muy buena calidad, de colores bonitos, y me ató un pañuelo a la cabeza, y él se ató otro. No dejaba de repetir lo agradable que era al tacto, quería que yo la sintiera. Era muy agradable sentirla en la piel, pero sólo era seda, no me excitaba. Era como un espectáculo de Oriente Medio, él tan negro con el pañuelo púrpura, y cuando me marché me lo regaló. Quería darme dinero, pero no lo acepté. Estaba bastante deprimida, supongo que me había enamorado de él y quería que fuéramos más lejos, y estaba decepcionada, ya sabes, porque hubiera querido grabarme en vídeo, porque fuera como los demás, aún peor, en cierto modo.
Saco una fotografía del bolsillo y se la muestro. Kat se estremece.
—No la conozco, pero he oído hablar de ella. Bueno, ya sabes cómo es la gente, les encanta verte sufrir. Unos dos años después de aquella noche con Bradley, la gente empezó a contarme que le habían visto con esta mujer. Por cómo la describieron, debe de ser ella. No puede haber más de una como ella en Krung Thep. ¡Qué cuerpo! No puedo culparle por preferirla a ella, ¿verdad? Ahora que ha pasado tanto tiempo puedo decirlo: esa puta tiene un aspecto fantástico.
—¿Nunca oíste comentar dónde trabajaba, qué hacía? Niega con la cabeza.
Estoy a punto de marcharme cuando se me antoja sacar las fotos de Warren. Le muestro la más reciente: Warren con George W. Bush en una recepción en el Rose Garden. Sus ojos me miran a mí y luego a la fotografía. ¿Miedo? Más bien consternación. Me pone la mano en el brazo.
—¿Está implicado? Sonchai, si es así, será mejor que te olvides de este caso.
—¿Por qué?
—¿Has oído alguna vez la expresión «un trabajito especial»?
—Claro. ¿Es de los que pide eso? —Es de los que pide eso de verdad. Era muy conocido en los bares. Venía una vez al mes y se corría la voz. Pagaba un montón de dinero a cualquier chica que se fuera con él, pero ninguna quiso irse con él una segunda vez. No hablaban de ello, pero puedes figurártelo. Los farangs no nos comprenden a nosotras las tailandesas. Creen que si una chica vende su cuerpo, es que no tiene dignidad, que no tiene límites. De hecho, a menudo es al contrario. Las mujeres como tu madre son espíritus libres. ¿Te imaginas a Nong con un trabajo normal? ¿O aguantando los abusos de un hombre? Puede ser que una mujer venda su cuerpo porque es más digno y seguro que estar casada con un borracho violento que se va de putas sin utilizar protección. Bueno, de todas formas, nadie se iba con él dos veces, al menos es lo que me dijeron.
—¿Y dejó de frecuentar los bares, así de repente?
—A mediados de los noventa, empezaron a llegar todas esas rusas de Siberia. Se decía que se iban con él de vez en cuando y que aceptaban sus exigencias, fueran las que fueran. Eran expertas en trabajitos especiales. Sus chulos contactaban con él, así que ya no necesitaba ir a los bares. Esas siberianas son mujeres fuertes de verdad. Debe de ser el clima que tienen por ahí arriba.
El pisucho de Kat pertenece a un complejo de casas subvencionadas casi idéntico al mío, exceptuando que no está cerca del río, o de cualquier lugar interesante para contemplar. Estoy en el borde de un desierto obra del hombre, esperando a un taxi, preguntándome si esta tierra yerma es otra de las cosas que hemos importado de Occidente. ¿Hemos comprado sin darnos cuenta, en nuestra apropiación testaruda de todo lo occidental, trocitos del Sahara? Por suerte, llevo el walkman encima y escucho el programa de radio con participación de los oyentes de Pisit Sritabot mientras espero. Una profesora de universidad habla con un tono tan autoritario acerca de la prostitución que, por primera vez, Pisit se olvida de interrumpir.
—Es una palabra desafortunada para la que todo el mundo tiene una definición distinta. Hoy en día un enorme porcentaje de chicas jóvenes que estudian en la universidad y en escuelas universitarias reciben las subvenciones de viejos ricos (hombres, a menudo farangs, pero normalmente tailandeses) que les pagan los gastos, incluso una especie de sala— río, a cambio del derecho de acostarse con las estudiantes cuando les plazca. No es ilegal, pero no hay duda de que la chica está vendiendo su cuerpo. Si el viejo rico no es lo bastante rico como para pagarle los gastos, la chica tendrá que procurarse otro más, quizá hasta tres. A menudo la chica tiene tres móviles distintos, uno para cada amante, así no se equivoca de nombre cuando uno la llama. Luego está la cultivadora de arroz muy ingenua de Isaan, que ha oído decir que en la gran ciudad se puede ganar mucho dinero, y que se pasa un fin de semana merodeando por los bares de Sukhumvit, quizá encuentra a un hombre o dos que la alquilan, y descubre que no tiene ni idea de cómo son los extranjeros, y no habla ni una palabra de inglés. Puede que le horrorice y le desconcierte la simple idea de practicar sexo oral y coge el siguiente autobús a casa para regresar a su granja allá en el norte, y no volver a visitar la ciudad nunca más. Luego están las expertas, mujeres atractivas y de mucho talento que pueden tener a los hombres comiendo de su mano literalmente. Estas chicas a menudo reciben dinero de tres o más extranjeros, que viven fuera y que, por supuesto, no saben de la existencia de los otros, y que les pagan para que no vayan a los bares hasta que ellos vuelvan a Tailandia de vacaciones. Por supuesto, ella continúa vendiendo su cuerpo todas las noches y probablemente tenga unos ingresos totales superiores a cualquier profesional medio, como un abogado o un médico. Luego están las chicas que viajan, a menudo con pasaporte falso que les proporciona nuestra mafia local, que también les consigue visados para países como Gran Bretaña y Estados Unidos. Estas chicas, si son buenas en su profesión, pueden sacarse la friolera de 180.000 dólares al año en ciudades como Londres, Los Ángeles, Nueva York, Chicago, París, Hong Kong, Berlín, Tokio y Singapur. Por supuesto, no pagan impuestos y, normalmente, ahorran una cantidad significativa, por lo que al cabo de unos años regresan para integrarse en las clases más acaudaladas del país. Luego está la chica que tiene que devolver un préstamo que resulta ser un timo, normalmente para pagar las facturas del médico de su madre o de su padre, y que se ve atrapada en un burdel del país, o de Malasia. En realidad esta chica es una esclava sexual y sus ganancias se destinan en su totalidad a devolver el préstamo original, y puede que le exijan atender a un hombre cada veinte minutos durante su horario de trabajo, que puede ser de hasta doce horas diarias. Luego están las putas del billar. Nuestras chicas no pueden competir con las filipinas, que son de primera categoría, pero siempre están mejorando.
—¿Qué tiene que ver el billar con la prostitución?
—Los billares tailandeses. El juego se utiliza como gancho. No a todos los farangs les gustan los bares de gogós o quieren pasarse la noche bebiendo cerveza. En los billares se lleva a cabo el resto de los contactos; a los hombres tímidos también les gusta, les proporciona una introducción, un hobby en común. Casi puede parecer un idilio de vacaciones, que dura una noche en lugar de la habitual semana.
—Entiendo.
—En realidad no se pueden comparar los destinos, modos de pensar y estilos de vida de estas mujeres, pero como todas son prostitutas nos ponemos a hablar de ellas, sin darnos cuenta, como si estuvieran todas en la misma situación, y no lo están. La verdad es que la prostitución cumple varias funciones. Es un sustituto del bienestar social, del seguro médico, de los préstamos para estudiantes, una actividad provechosa así como el camino a esa riqueza que muchas mujeres modernas esperan de la vida. También atrae una enorme cantidad de divisas a nuestro país, lo que significa que el gobierno nunca se planteará en serio eliminarla.
—Entiendo —dice otra vez Pisit, que está de un humor insólitamente sombrío—. ¿Y hablamos de una proporción significativa de mujeres tailandesas?
—Enorme. Si se tiene en cuenta que muchas mujeres no reúnen las condiciones necesarias por razones de edad o por falta de encantos físicos, empieza a parecer que quizá el veinte por ciento de las mujeres de Krung Thep que están en situación de vender su cuerpo, lo hacen. Si incluimos el fenómeno de los viejos ricos y de la industria extranjera, que es muy importante, las cifras deben de ser aún más altas.
—Como nación, ¿dependemos de este negocio?
—No quiero exagerar o elevar a estas mujeres a la categoría de heroínas, pero es cierto que sin su trabajo todos seríamos un poco más pobres.
—¿Las mujeres tailandesas tienen alguna característica especial que las conduzca con tanta facilidad a este negocio?
La mujer contesta riéndose:
—Bueno, los farangs, sobre todo, dicen que somos preciosas y que parece que no tenemos los mismos complejos que muchas de las mujeres occidentales. Occidente intenta transformar el acto sexual en una experiencia religiosa, mientras que para nosotros no es más que rascarnos donde nos pica. Me parece que no somos tan románticos como parecemos. Y quizá seamos un poco raros. En otros países como Japón y Corea del Sur, la prostitución disminuyó de manera espectacular a medida que mejoraba la economía. Cuando nuestra economía mejora, el número de prostitutas tiende a subir en lugar de bajar.
Apago a Pisit y a su invitada cuando llega el taxi, pero por un momento me quedo obsesionado con la cultivadora de arroz de Isaan. Puedo verla, incómoda sin su sarong y con la falda corta o las mallas negras y la camiseta negra de tirantes que prácticamente son un uniforme de este negocio. Quizá tenga las piernas cortas y musculadas, el culo un poco ancho, y vea que sus expectativas no se corresponden con la realidad mientras mira a los hombres blancos que pasan, y se pregunta cuál de ellos será su salvador. Tiene la cara ancha y la nariz respingona de las tribus del norte. Siento su perplejidad cuando su primer cliente intenta iniciarla en el arte oscuro de la felación, su incredulidad al ver que va en serio, que la gente hace esas cosas. Con el ojo de mi mente, la sigo hasta la terminal de autobuses, comparto su asco por la ciudad mientras espera el autobús que la llevará a casa. Siento que la amo, pese a no conocerla. Si alguien tiene que salvarnos, será gente como ella.
De camino a mi propio pisucho, medito acerca de mi pene. No sólo acerca del mío, mis pensamientos engloban los de todos. Tarde o temprano uno llega a una bifurcación: convertirlo en el centro de tu vida, o guardarlo para usarlo en modo tumescente sólo en ocasiones especiales. Los que eligen la primera opción, sin duda deben de llegar a un punto en que la única función que tiene su amante es servir al órgano en todo su esplendor. Puedes ponerlo donde sea, compartirlo con alguien, siempre que dure el espectáculo. Descubro que no estoy pensando en absoluto en mi polla, estoy pensando en la de Bradley: el hombre que lució un falo perfecto en su página web. Y, ¿qué hay de su extraña pareja, Sylvester Warren, el hombre que apostaba tan fuerte que sólo las siberianas se atrevían a jugar con él?