Cuarenta y nueve

Un toque en mi endeble puerta. Alguien dice mi nombre, prueba con Sonchai, luego con detective Jitpleecheep. He debido de quedarme dormido con toda la ropa puesta sobre el futón. La cabeza me está matando. Tardo veinte minutos en salir arrugado de la cueva. Sin ventanas, tiendo a perder todo sentido del tiempo, sobre todo cuando he cogido una cogorza de cuidado. Me traumatiza la fuerte luz del sol. Fuera, en el patio delantero, justo delante de la tienda y de los chicos de las motos, veo que el coronel ha enviado un coche escoltado por motos. Es el mismo Lexus con el que me raptó hace poco, con un conductor diferente al volante.

Esta vez hay cuatro motos y han avisado a los agentes de tráfico para que nos abran paso. Me sorprende descubrir que nos dirigimos al aeropuerto de vuelos nacionales, pero no puedo hacer nada. Ojalá no fueran tan fervorosos con las condenadas sirenas.

Me escoltan, con firmeza pero con educación, desde la limusina al mostrador de facturación para los vuelos a Chiang Mai, donde uno de mis gorilas saca un billete de primera clase en mi nombre. Los gorilas usan sus placas de policía para pasar a la sala de espera, donde nos sentamos todos. Incluso cuando es el momento de embarcar me acompañan hasta el avión. El vuelo dura media hora y hay otra limusina esperando en destino. El conductor es el acostumbrado hombre de confianza de Vikorn. Me estoy despejando por momentos, sin dejar ningún parachoques de alcohol entre mí y mi jaqueca tremenda.

Nunca he estado en esta casa de Chiang Mai y me sorprende lo lejos que está de la ciudad. Hemos viajado en paralelo al río Ping unos diez kilómetros hasta que llegamos a algunas de las mejores propiedades del mundo a la orilla de un río. De vez en cuando aparecen en venta en las páginas de anuncios de los periódicos estas casas de un millón de dólares con sus frondosos jardines, con acceso al río y garajes para cinco coches. Algunas de ellas son casas de teca remozadas, otras son imitaciones del estilo tailandés, pero la mayoría son imitaciones de las casas lujosas occidentales, quizás de Malibú o de los barrios residenciales de Los Ángeles. Son todas de gángsteres. La del coronel es de dos plantas con enormes tejados inclinados rojos, paredes blancas y ventanas del suelo al techo. Dos policías con walkie-talkies hacen guardia en la veija eléctrica, que se abre cuando nos acercamos.

El conductor de Vikorn sale del coche y camina a través de la gravilla relajado, como si volviera a casa después de un día de trabajo. El coronel, con una camisa de hilo holgada, pantalones negros anchos y unas viejas pantuflas de cuero, se acerca a la puerta, me mira mientras espero en el coche y me hace señas para que entre. Unas cuantas pistas secundarias (el modo de arrastrar los pies al caminar, el ojo izquierdo perezoso) me indican que está borracho. Habría algo anoche en las estrellas.

Cuando llego a la puerta principal sólo está allí el conductor. Me guía a través de la casa hasta una habitación enorme a la orilla del río que abarca toda la longitud de la casa. La pared es toda de cristal y da a un viejo embarcadero que hay en una curva del río, donde reman dos pescadores en un pequeño bote de teca. Es como un cuadro de tiempos pasados, el espeso verde de la jungla subiendo y bajando sobre el lento meandro de agua marrón, dos pescadores prein— dustriales con sus redes y pequeños remos, una serenidad tan honda que es como si el tiempo se hubiera detenido.

La habitación es tan grande que tengo que buscarlo; está en un sillón de cuero en un extremo, fumando un puro y mirando fuera. Hay una botella vacía de whisky del Mekong en una mesita de café. Camino en silencio por el suelo de teca y me siento en el sillón que está frente al suyo: cuero italiano, de color de puro, suave como la piel de un bebé. La pistola que hay en la mesita de café entre nosotros es un revólver del ejército a la antigua con un cañón de unos treinta centímetros de largo. El coronel no me mira.

—¿Estás enfadado conmigo, Sonchai?

—Mintió.

—En realidad no. Te dije que no conocía a ninguna mujer que se correspondiera con la descripción de Fatima. Fatima no es una mujer, al menos para un hombre tradicional como yo.

—¿Era su contacto para el yaa baa que vendía Bradley?

Levanta los brazos.

—¿Qué podía hacer? Necesitaba a alguien. Tenía mis dudas sobre si usar o no a un farang, pero en ciertos aspectos tenía mucho sentido. En tanto que marine en la embajada de Estados Unidos jamás estaba bajo sospecha, ¿pero hasta qué punto se puede uno fiar de un extranjero? Necesitaba a alguien que me dijera qué estaba tramando, en cada instante. La contraté al mismo tiempo que mi gente aceptó usarlo a él.

Asiento con la cabeza. Hasta aquí lo he entendido.

—Lo que no entiendo, para empezar, es por qué hizo que Pichai y yo siguiéramos a Bradley.

—Por lo que erais, los dos. Para entonces yo estaba seguro de que ella mataría a Bradley y esperaba que los americanos exigiesen una investigación detallada. Otros policías cualesquiera quizás habrían detenido a Fatima sin más, pero

sabía que vosotros dos, siendo unos devotos budistas, no tendríais el coraje para continuar una vez que supierais qué había pasado. Como es natural, no quería que ella fuera a la cárcel, donde mis enemigos podrían interrogarla. Pero la locura esa suya de las serpientes me cogió totalmente por sorpresa. No tenía ni idea. Me gustaría que me creyeras. Sabía que lo mataría, pero no sabía cómo.

—¿Sabía que iba a matarlo? ¿Y nos usó a mí y a Pichai porque se sentía compasivo? No lo entiendo.

Se tapa la boca para eructar.

—Me estoy haciendo viejo, Sonchai. Ahora vuelvo a hablarme con mi hermano. Hace más de seis meses le envié un teléfono móvil. Casi nunca lo conecta porque perturbaría su meditación, pero lo utiliza para llamarme de vez en cuando, cuando encuentra a alguien que cargue la batería en el pueblo más cercano. En ese monasterio suyo de la Edad de Piedra no hay electricidad. Me dijo que tendría suerte si volvía a nacer con forma humana, después de la vida que he llevado. A lo mejor un mendigo deforme era lo más que podía espera^ pero era más probable algo del reino animal, o incluso un insecto, un bicho. Es bastante despiadado, como ya sabes.

—Siga.

—Le pedí consejo cuando comprendí qué tenían pensado Warren y Bradley para Fatima.

—¿Cómo lo comprendió?

—Por esa cinta de Warren que hizo la mafia rusa. La hicieron porque pensaron que sería una buena idea para chantajear a Warren sobre la base de las relaciones sexuales con una prostituta. Acabaron teniendo la grabación de un asesinato. Warren estaba desesperado. Veía cómo toda su vida se venía abajo. Pidió a su buen amigo el coronel Suvit que le consiguiera la cinta, para negociar con los rusos. Los urkas tienen negocios aquí, nos necesitan tanto como nosotros a ellos, pero Suvit no es precisamente un diplomático. Ya lo conoces. Así que Warren me pidió ayuda por los viejos tiempos, ¿a lo mejor la agente del FBI te ha contado todo esto? Así que fui yo el que negocié la devolución de la cinta. Por lo visto los urkas tienen sus normas, su honor. Si dicen que sólo hay una copia, se supone que te puedes fiar. No sé, no había negociado con ellos antes, pero aquí llevan muchas prostitutas, y venden gran parte de su heroína por Tailandia, de modo que necesitan que sigamos estando de su parte. Fue inteligente por parte de Warren pedirnos que negociáramos la devolución de la cinta en su nombre. Y el dinero que recibieron por la cinta debió haber sido suficiente para cerrarles la boca. Warren pagó tres millones de dólares por ella, sin contar nuestra comisión. Vi mi oportunidad. Conseguí la cinta, pero me negué a entregársela a Suvit o a Warren. Suvit se puso furioso, y también Warren, ¿pero qué podían hacer? Le dije a Suvit: «Mira, nos quedaremos con la cinta para mantener controlado a Warren. Mientras la tengamos hará lo que le digamos». —Mueve una mano—. Pero luego empecé a hablar con mi hermano. Comenzó a desmontarme la mente, como hace él. Y la cinta, ¿sabes?, lo que hicieron, Warren y Bradley, es muy occidental, muy cruel, muy poco tailandés. —Un suspiro—. Hemos matado a muchos hombres, tú y yo, pero a ninguna mujer, que yo recuerde. ¿Y qué significaba? Tan sólo los enviábamos a sus siguientes vidas un poco antes de lo esperado, por lo general sin dolor ni sufrimiento.

—¿Qué está diciendo?

—Estoy diciendo que no podía dejarles hacer lo que planeaban, ni siquiera a un chapera. —Sigo perplejo y arrugo la frente, preguntándome si es la intoxicación de alcohol la que me ha paralizado las funciones cerebrales—. Decidí explicar resumidamente mi problema a mi hermano y dejar que me guiara. No le hablé de la cinta, no sabía nada de su existencia. Lo meditó durante un día y me llamó. Su solución era elegante, clarividente y radical, como el propio budismo, y consistía en una frase: «Dale a ella la cinta». Llámame viejo supersticioso, pero se la di, sólo unos días antes de que asesinara a Bradley con esas serpientes. Por supuesto, lo entendió todo, una vez que vio la cinta y a esa pobre mujer rusa con ese pieráng de oro en el ombligo.

Lo observo, luego apenas puedo contener una sonrisa.

—¿Con esa cinta ella controla a Warren? ¿Hizo que viniera aquí, a Tailandia?

—Correcto. Todos la subestimamos. Lo ha convertido en su esclavo. Me imagino que podría decirse que es justicia al estilo tailandés.

—¿Pero qué hay de los guardaespaldas de Warren, esos jemeres?

Un sonido de burla de lo profundo de la garganta.

—Ella siempre los ha controlado. Warren y Bradley los contrataron llevados por el pánico cuando los rusos empezaron a apretar, ¿pero cómo podía comunicarse Bradley si no era a través de Fatima? Esos animales sólo hablan tailandés y jemer. Por supuesto, Warren habla tailandés, pero no está aquí todo el tiempo y ellos no se fían de los farangs. La gente de Fatima es toda de la selva, ella sabe cómo piensan esos matones. Warren y Bradley no vieron ningún peligro porque subestimaron a Fatima. Poco a poco, Fatima se convirtió en una figura religiosa para esos jemeres. Están todos perdidos desde la guerra civil, y desde la muerte de Pol Pot. Para ellos, Fatima es como una vuelta a los viejos tiempos, con chamanes transexuales, visiones apocalípticas (además les ha proporcionado motos Harley-Davidson y metralletas Uzi). Es como una combinación de Pol Pot, Papá Noel y una diosa de la muerte hindú, todo en uno.

A la mente le gusta la verdad. Trabaja muy duro para hacer las conexiones, una vez que todas las piezas están encima de la mesa.

—Ella y Warren me invitaron a la tienda de Warren hace ¡ dos días, la vi destruir el objeto de jade más caro de Warren, uno valiosísimo, y muchas otras cosas.

—Está jugando con él. No sé qué es lo que tiene pensado. Ella es el gato y él, el ratón. Se está divirtiendo. La paciencia se ha agotado. —Levanta los ojos, el perezoso sigue medio cubierto por el párpado—. De hecho, está jugando con todos nosotros. Es una situación interesante, ¿no?

—¿No tiene ni idea…?

—Ni idea. No sé qué tiene planeado. Siempre he guardado las distancias con Fatima. Sólo la usaba para que me informara de que los envíos habían llegado sin ningún percance y el producto había sido debidamente vendido por la ciudad. Bradley fue un idiota si no se imaginó que alguien lo estaba controlando cada minuto del día. Algunos de esos envíos tenían un valor de veinte millones de dólares. Y no estoy hablando del jade. —Una pausa mientras se frota un lado de la nariz—. En realidad, a mí no me gusta nada este negocio, pero tenemos que mantener a nuestra gente despierta de alguna manera.

—¿Cómo se las apañó con esas serpientes?

—Es karen, su gente está siempre vendiendo especies en peligro de extinción a los chinos, y a los chinos les gustan las serpientes vivas. Los karen se han vuelto expertos en el transporte de reptiles vivos. Simplemente les dijo lo que quería y les pagó. Es probable que lo hiciera con una sola llamada telefónica.

Levanta las manos y los hombros.

—Fatima está fuera de control, pero con esa cinta controla a Warren. ¿Por qué matarlo mientras pueda divertirse usándolo domo esclavo y destruyéndolo poco a poco?

—¿ Y a través de Warren también le controla a usted? Le vi en el bar Bamboo hace unas noches.

La astuta mirada de un viejo.

—¿Ah, sí?

—También estaba el doctor Surichai.

Traga con fuerza y me mira.

—Fatima quiere hacerle al mundo lo que el mundo le ha hecho a ella. No es sólo cuestión de matar a Warren, él no creó el mundo, ¿entiendes? Y ahora que controla a Warren, nos controla a todos. Por supuesto, cuando me llamaron fui a verla cantar. Warren insistió, más o menos me suplicó de rodillas, porque era lo que Fatima quería.

—¿Y ese alboroto para conseguir que fuerais a un club de jazz para verla cantar Bye Blackbird?

—Si no fueras un santo de los cojones lo entenderías. Ahora es ella la que manda por primera vez en su vida, dirige el mundo. Es la emperatriz, le consienten todos los caprichos, porque si no… Disfrutó viendo cómo yo saltaba a una orden suya.

Se inclina hada delante para darle la vuelta a la pistola, de forma que la empuñadura me apunta a mí y el cañón a él.

—Mátame si tienes agallas. Tienes derecho a hacerlo, es culpa mía que tu compañero esté muerto.

En ese momento me vuelvo al oír el sonido de unos pasos suaves por el suelo. El pelo moreno de esta joven es corto, muy corto, y lleva tres pendientes en cada oreja. Lleva pantalones vaqueros y un TOP negro de tirantes finos que dejan al descubierto un elaborado crisantemo tatuado sobre el pecho derecho. Lo primero que pienso es que debe de ser una de sus hijas, pero recuerdo del cotilleo que el tatuaje pertenece a Da, la cuarta mia noi, o esposa menor, del coronel. Apenas echa más que un vistazo al enorme revólver, me waia y, con una mirada de desprecio al darse cuenta de que Vikorn está borracho, pregunta con bastante rapidez si necesitamos té o bebidas. Si no, le gustaría que el chófer de Vikorn la llevara a la dudad, donde ha quedado con una amiga. El coronel acepta de mal talante dejarle el coche y el conductor y la miramos atravesar descalza el suelo con paso suave. Vikorn hace un gesto indeciso con una mano.

—Un error. Soy un dinosaurio, Sonchai, y no me di cuenta de lo que ha cambiado nuestro país. En los viejos tiempos, cuan do te hacías con una mia noi sólo tenías que alimentarla a ella y a su familia y darle un hijo o dos. Ahora —menea la cabeza-› la autosuperación hace furor. He pagado clases de peluquería, clases de esteticista, clases de tatuaje, interminables clases de aerobic y lo último es el software de Internet. Dice que se aburre como una ostra en casa y quiere montar un cibercafé. No parece querer hijos de ninguna manera. Me dice que tenemos un acuerdo, un contrato. Me da su cuerpo siempre que yo tengo fuerzas, me es fiel, y a cambio yo financio su ascenso social. Podría decirse que es una fusión viviente entre Oriente y Occidente.

—No parece un acuerdo tan malo.

—Ya lo sé, pero, ¿qué hay del romanticismo? Ni siquiera le doy miedo. ¿Has visto cómo ha mirado la pistola, como diciendo «ya está otra vez el viejo con sus juegos»? Ayer me dijo: «¿Esta noche vamos a acostarnos o puedo ver el fútbol?». ¿Desde cuándo están obsesionadas nuestras mujeres con el fútbol?

—Desde hace bastante. Puedo confirmar que a menudo lo prefieren al sexo.

—De todas mis esposas, es la más ambiciosa y la que menos satisfecha está. ¿ Esto es la liberación, estar siempre insatisfecha? ¿Qué mundo es éste? Me parece que no quiero quedarme en él mucho más. ¿ Vas a enviarme a mi próxima reencarnación o no?

El coronel ni siquiera se pone tenso cuando me inclino hacia delante para coger la pistola. La abro y reviso las recámaras, que están todas llenas. Me doy cuenta de que habla completamente en serio, de que le gustaría que lo matara.

—¿ Crees que es un farol?

—No, pero conozco al menos a una persona que dudará que la pistola estuviera cargada cuando le cuente esta historia. —Pongo el cañón en su sitio con un clic y dejo la pistola de nuevo sobre la mesa.

—Bueno, ¿cómo sabes que las balas no son de fogueo? Has pasado demasiado tiempo con la agente del FBI, amigo mío, has empezado a pensar como un americano. —Coge la pistola y la sostiene temblorosamente con las dos manos—. El honor es el honor —dice. El disparo hace un agujero dentado en la pared de cristal y los de seguridad vienen corriendo desde cuatro direcciones. Aún con la pistola, les hace señas para que vuelvan a su sitio. Deja otra vez la pistola sobre la mesa con un ruido breve y fuerte. El estallido del disparo todavía me resuena en los oídos y hay un continuo tintineo de cristal de la pared hecha añicos, en la que han aparecido grietas con la forma de rayos. Es difícil explicar por qué este melodrama no ha hecho más que ahondar mi amor por él.

—No se por qué construí esta casa estilo farang —dice—. De joven me impresionaba Occidente. Ahora veo hasta qué punto nosotros hemos perdido lo nuestro. Mira esa estúpida ventana. ¿Qué idiota construiría una pared de cristal en el trópico? Es mejor tener ventanas pequeñas con contraventanas, techos altos, el mínimo de luz, paredes de teca, la sensación de un espacio vivo, palpitante. —Aparta la vista de mí. Ahora, para observar a los pescadores tiene que inclinarse un poco hacia un lado. Oigo sus pensamientos, bastante alto, dentro de mi cabeza. Está hablando con su hermano, y admite que habría sido mejor llevar la vida de un simple pescador. Su hermano le aconseja que no confunda el sentimentalismo con el nirvana. Vikorn vuelve su atención hacia mí con una expresión de impotencia.

—Has oído eso, ¿verdad? No tiene piedad. No me ahorra ningún castigo.

Lo miro mientras se levanta del sillón con cierta dificultad y me hace señas para que lo siga. Me lleva a una sala con un monitor de televisión enorme y alrededor de veinte butacas enfrente. Me dice que me siente, se ausenta de la sala durante cinco minutos y luego regresa con una cinta de vídeo.

—Por supuesto, hice una copia.

Inclinándose como un hombre diez años mayor que él mete la cinta en el aparato que está sobre un estante debajo del televisor, y al momento aparece la imagen granulosa en blanco y negro de una joven blanca rubia de rasgos eslavos. Lleva pantalones vaqueros y una camiseta ceñida y sonríe animada, al parecer decidida a captar la atención de alguien que está fuera de la imagen. Asiente con la cabeza en respuesta a alguna indicación y empieza a desnudarse. Se quita primero la camiseta para mostrar un sujetador negro y un piercing de oro que perfora en diagonal la circunferencia del ombligo. Lo toquetea mientras forma una O con la boca y recorre con la lengua la parte interior de dicha letra. Inclina el tronco hacia delante mientras se desabrocha el sujetador. Menea el torso para que los pechos se bamboleen, pero una expresión de contrariedad seguida de un sentimiento nos indican que eso no agrada al público. De un humor más serio se quita los pantalones. Ahora está desnuda a excepción de un tanga. Al parecer el público tampoco encuentra erótica esta imagen, y con una expresión un poco frustrada se lo quita para quedarse desnuda con los brazos en jarras, a la espera de instrucciones. Perpleja, levanta las manos por encima de la cabeza y las mantiene así durante varios segundos. No hay duda de que el objetivo es destacar el piercing de oro del ombligo.

En este punto Vikorn congela la imagen y se vuelve hacia mí con una expresión socarrona. Si uno ignora el color de la piel, el parecido con el cuerpo de Fatima es sorprendente. Vikorn aprieta el botón de avance rápido. Siguiendo instrucciones, la mujer rubia baja una mano para toquetear el piercing de oro de un modo erótico, arriba y abajo, arriba y abajo, dando vueltas y vueltas, una combinación de la masturbación masculina y femenina.

Ahora está tumbada en una cama que estaba detrás de ella, cuan larga es, y una vez más el pieráng de oro parece dominar la pantalla. Su lenguaje corporal indica que cada vez que deja de acariciarlo recibe una reprimenda de su cliente. Ahora se da la vuelta y se pone boca abajo. Al momento dos manos negras enormes le cogen una muñeca, la atan rápido con cinta adhesiva al hierro de la cabecera mientras otras manos (blancas con una pulsera de oro en filigrana colgando de una muñeca) la atan al otro lado. Entrecierra los ojos y da la impresión convincente de una mujer con un profundo deseo sexual. La cámara recoge sólo la cara y la parte superior del cuerpo, y por lo tanto sólo se puede imaginar por las expresiones de la cara que está experimentando una penetración. Su expresión cambia de un modo brusco a otra de intenso shock físico con el primer latigazo, que le salpica la mejilla con algo de sangre. Grito a Vikorn para que pare la cinta.

No hay ninguna imagen en la pantalla del televisor. Vikorn me mira con una expresión de curiosidad casi académica (y etílica).

—Mi hermano me habló bastante de ti y de Pichai. Dijo que los dos teníais mucho talento de distintas maneras. Dijo que tu problema era tu total falta de identidad. Puedes ser quien quieras, literalmente, pero sólo durante periodos de tiempo breves. ¿ Quién eras ahora?, ¿la víctima?

—Fatima, la primera vez que vio la cinta —mascullo, avergonzado de mi debilidad.

Para mi sorpresa el coronel me pasa el brazo por encima.

—No pasa nada.

Una pausa.

—Tendré que traerla, ¿no? —digo.

Esta pregunta lo avejenta aún más. La piel de debajo de la poderosa mandíbula se le añoja un poco. Ahora veo el reptil que hay en él: de piel suelta, prehistórico, astuto. Éste es el auténtico castigo. No el renacimiento en el cuerpo de un animal, sino el eterno quebradero de cabeza de intentar salir con manipulaciones de las consecuencias de su codicia.

—Me imagino que sí —dice con infinito cansancio.

—¿Quiere ayudar?

—¿Cómo podría hacerlo?

—¿Con los chinos?

Asiente con la cabeza y me agarra de un brazo.

—Todo depende de ellos. Si escogen proteger a su hombre, estamos acabados, todos. Fatima difundirá la cinta por Internet y se pondrá hecha una furia. ¿Quién sabe qué hará? Le han robado la humanidad, ¿qué puede perder? Los jeme— res no la abandonarán, tampoco tienen nada que perder. Habrá un baño de sangre.

Junto a la puerta me recuerda a un sapo, encogido. Un gesto de impotencia, y luego me vuelve a agarrar del brazo. Una nueva luz asoma a sus ojos.

—El joyero es un enfermo, pero también es un genio. Tenías que haberlo visto de joven. Los chiu chow lo adoran. ¿Cómo crees que me ha ido tan bien a mí? Todo viene del barrio chino, ¿sabes? Los tailandeses sólo somos buenos para follar luchar, beber y morir. Es lo que me enseñó Warren, y sus amigos chinos. —Una larga pausa—. Fueron unos tiempos fabulosos. Las montañas de Laos son una región budista de verdad. Verdes, cubiertas de niebla por la mañana, solíamos subir así. —Una mano casi vertical—. Hasta que alcanzábamos los 1.800 metros, los 2.500, los 3.000. Entonces el aire empieza a hacerse escaso, y te mueres de frío. Pat ponía su condenada cinta de «La cabalgata de las valquirias»; ésa fue la primera vez que me di cuenta de que un farang podría amar a una persona tailandesa. Hicimos dos aterrizajes forzosos con agujeros de bala por todo el avión. Me cagué en los pantalones, pero aquel aviador americano era como un superhombre. De algún modo, nos las arreglamos para llegar a Long Tien. Los hmong también eran maravillosos. ¿ Cómo podría entender nadie la inocencia del negocio del opio? Warren fue bueno con los hmong, obligó a sus amigos los chiu chow a que les pagaran el mejor precio. ¿ Qué te parece, Sonchai? Hasta él tenía honor por entonces.

Se inclina antes de volverse para regresar al interior de la casa.