Veintiocho

Tenía veintiún años y ya era policía cuando visité a Fritz por segunda vez. Fui solo y nunca le hablé a Nong de lo que iba a ser una misión de misericordia que ya estaba en curso. Por entonces, Fritz llevaba ya en prisión más de once años y la transformación que había sufrido del joven y sofisticado europeo al arrugado superviviente de una cloaca era completa. Estaba completamente calvo, excepto por unos cuantos pelos que cruzaban con las arrugas su calva blanca y reluciente. Por su hipersensibilidad hacia los matices del lenguaje corporal me dio la impresión de que Fritz había adquirido una astucia extrema que rayaba la demencia. Si me tocaba la oreja, me frotaba la nariz, tosía o miraba al techo, provocaba en él reacciones vitales para su supervivencia. Se me había antojado ir a verle sin duda debido a mi habitual y patética búsqueda de un padre; salió encadenado desde detrás del la— berinto interminable de barrotes a su lado de la sala de visitas con la esperanza de encontrar a un salvador que pudiera sacarle de allí de algún modo. Nunca dos hombres se habían quedado más decepcionados el uno del otro; pero después de cinco minutos nos estábamos riendo a mandíbula batiente. Su familia le había repudiado, los amigos habían sido detenidos en Alemania después de que lo cogieran a él y les habían procesado por tráfico de heroína. Sus penas en la cárcel habían transcurrido más deprisa que la suya (a él le había caído cadena perpetua) pero ninguno había ido a visitarle.

Salí de allí con la certeza absoluta de que yo era la única persona en el mundo que podía salvar su mente.

Once años después estoy haciéndole mi visita número 61 . Justo antes de llegar a la atalaya, le digo al taxista que se detenga para comprar seis cartones de cigarrillos. Fritz fuma marcas de aquí, pero los 555 son la moneda más valiosa en la economía de la prisión. Compro también un paquete de Marlboro Reds y le pido al conductor que se detenga de nuevo cerca de la prisión mientras procedo en la parte de atrás del taxi. Fritz tiene dinero (para los tailandeses es bastante rico) pero traducir este hecho en poder dentro de la cárcel no es tan fácil. Todos los reclusos pueden abrir una cuenta en la prisión si quieren, pero la cantidad que pueden retirar de esta cuenta cada día está estrictamente limitada. Al principio, le llevaba a Fritz un poco de su propio dinero en billetes de mil bahts tan doblados y comprimidos que sólo podía pasarle un par por entre los barrotes del área de visitas cuando iba a verle. El problema era que en la cárcel necesitaba billetes pequeños. Un billete de mil bahts era difícil de hacer circular y hacía que la tentación de matarle para robárselo fuera irresistible para algunos internos. Ahora vacío por dentro diez Marlboros, enrollo un billete de cien bahts en cada uno, pongo tabaco en la punta y el resto lo improviso sobre la marcha. Aún no nos han pillado nunca. En la cárcel mis credenciales de la policía hacen que no me cacheen demasiado. A otros visitantes, sobre todo a los farangs, les registran cada rincón.

Siempre hay un momento de suspense mientras espero en la habitación de las visitas a que el guardia de servicio vaya a buscarle. ¿Sigue vivo, o la última paliza ha acabado con él? ¿Está enfermo en el hospital, quizá ha contraído el VIH por compartir una jeringuilla, o una u otra de las enfermedades fatales que afectan a los internos? ¿Ha accedido el rey a indultarle este año? Ahí viene, sujetando la pesada cadena de los grilletes que lleva en las piernas con un trozo de cuerda en la mano izquierda, como si sacara a pasear al perro. Oficialmente, en Bang Kwan ya no se usan grilletes, pero parece que a los guardias del bloque de Fritz no les ha llegado la noticia. Se sienta en una silla al otro lado de los barrotes y deja caer la cadena al suelo con un ruido sordo.

Increíblemente, se ha enterado de la muerte de Pichai y me dice que lo siente muchísimo. El proceso de envejecimiento que se aceleró de una forma tan espectacular durante los primeros años de su encarcelamiento se detuvo bruscamente hace un tiempo, como si quisiera alcanzar un estado específico de astucia reptil. Ahora es una tortuga arrugada, en algún punto entre los cincuenta y los doscientos años de edad. Me da las gracias por los 555, que el guardia ya ha inspeccionado y entregado, y examina mi rostro. Sé que no es un hombre corriente, que nunca volverá a ser un hombre corriente, a pesar de que le encantaría ser uno de los millones de seres humanos de mediana edad que llevan las vidas anodinas que una vez despreció. Siento que me está poniendo a prueba con esa hipervigilancia y sé que me ha leído el pensamiento, no mediante algún poder sobrenatural sino simplemente por haber desarrollado la habilidad de leer el rostro hasta extremos escandalosos.

—Sabía que vendrías hoy. He visto un pájaro blanco por una grieta del techo y he sabido que eras tú. Me he vuelto totalmente tailandés, ¿verdad? —¿Cómo estás?

Tira de la cuerda para hacer sonar un poco la cadena.

—Fantástico. Me han ascendido. ¿Qué te parece?

—¿Pasas anfetas? ¿Has conseguido privilegios? Resopla.

—¿Tengo pinta de chivato? No, por fin se han dado cuenta de que la eficacia y la atención a los detalles germánicas sirven para algo. Estoy al cargo de nuestro pequeño barrio del amor.

—¿Ahora os traen chicas?

Un estremecimiento. Habla con una rapidez increíble y susurrando en voz alta, como si fuera una especie de genio excéntrico o un loco.

—Aún hay cosas de tu país que no conoces. Por supuesto que no dejan entrar chicas, las destrozarían. Hablo de la granja de cerdos. Tu gente es realmente homófoba, ¿lo sabías? Una cerda se alquila por veinticinco veces más de lo que se alquila un macho, poco tiempo, media hora. Me han dado los libros para que los tenga al día y por supuesto soy escrupuloso tanto por lo que se refiere al tiempo como al dinero. Me han dado un pequeño busca eléctrico para que el cliente sepa cuándo le quedan cinco minutos para retirarse.

—Levanta las manos—. ¿Qué puedo decir? Es un honor. El año pasado me dejaron dirigir el proyecto cucaracha, y aumenté la producción un mil por ciento. La mejora en los niveles de nutrición y salud general de la población reclusa fue inmensa, y por supuesto siempre me he mostrado con ganas de mejorar socialmente.

Hago el gesto con la cabeza (un movimiento tan leve que al principio no podía creer que alguien advirtiera un ademán tan minúsculo) y Fritz se frota la parte posterior de la oreja. Esto significa que el guardia sentado en la silla de la esquina hará la vista gorda. Quizá Fritz le ha sobornado con unos cuantos 555. Saco el paquete de Marlboro, escojo uno de los cigarrillos en los que he trabajado, lo enciendo, luego le pregunto con un gesto al guardia si puedo dárselo a Fritz, y asiente. Le paso el cigarrillo a Fritz a través de los barrotes, da un par de caladas, luego lo apaga quitándole el extremo. Con una sonrisa tenue me dice:

—Lo guardaré para más tarde.

Le digo que esta vez hay algo que puede hacer por mí y me escucha con su habitual vigilancia paranoide mientras le hablo de Bradley y del puente de Dao Phrya. Es una cuestión de elección si hablamos en inglés o en tailandés, ya que ahora se expresa con fluidez en los dos idiomas y sabe más jerga carcelaria que yo. Cuando acabo, enciendo otro cigarrillo y se lo paso. Esta vez parece que el guardia no se da cuenta. Fritz da un par de caladas y lo apaga, como antes.

No sabe nada de Bradley o los chabolistas de debajo del puente, pero coincide conmigo en que sin duda habrá alguien en Bang Kwan que tenga la información que necesito. Sus tics habituales e incansables movimientos de la mano no le han abandonado y sus ojos me penetran, pidiéndome más datos. Me descubro describiendo a la mujer de los óleos de Bradley, que no parece provocar ninguna reacción en él hasta que añado una referencia a los jemer. Sus ojos se iluminan durante una fracción de segundo tan pequeña que jamás lo habría advertido si no hubiera recibido formación sobre el código de señales de la cárcel. Me detengo a media frase. He estado hablando en tailandés, pero ahora Fritz se pasa al inglés.

—He oído hablar de ella. Todo el mundo aquí ha oído hablar de ella, es una leyenda gracias a esos jemer. Incluso los matones tailandeses les tienen miedo. Dirige algún tipo de operación relacionada con el yaa baa y utiliza a los jemer de protección, ésa es la historia. La razón por la que la respetan tanto es que logró convertirse en una figura religiosa para ellos. Ya sabes cómo son los jemer, que en el mejor de los casos salen de la selva, pero al parecer morirían literalmente por ella. Ésa es la leyenda, al menos. Hasta ahora no he prestado demasiada atención al tema. Veré lo que puedo hacer.

Me pregunta cortésmente por mi madre y hablamos de las posibilidades que tiene este año de que le den el indulto. Para cuando me marcho, ya le he pasado todos los cigarrillos rellenos de billetes. Éste es el flujo de caja que lo ha mantenido con vida todos estos años. Alguien en Alemania ingresa en mi cuenta el dinero una vez al mes.

De vuelta en mi cueva, siento que mi espíritu ha agotado su capacidad de enfrentarse al mundo y el dolor de la herida me desespera. Necesito la ayuda que me brinda la meditación, como me pasa siempre que voy a visitar a Fritz.

La marihuana está muy mal vista por la principal tradición budista, por supuesto, y, de hecho, el Más Grande de los Hombres prohibió expresamente cualquier forma de intoxicación. Por otro lado, el budismo (me digo a mí mismo) nunca se propuso ser un conjunto estático de reglas para siempre. Es un Camino orgánico, que se adapta automáticamente al momento presente. Guardo la droga debajo del futón.

Me lío un porro grueso, lo enciendo e inhalo con ganas. Ahora, de repente, destilo dolor. Me arranco todas las vendas, anhelo sangrar, y me concentro en el dolor (dulce Buda, ¡quería tanto a ese chico!). No quiero alivio, lo quiero a él. Con la agonía localizada cuidadosamente entre los ojos, doy otra calada, aguanto el humo tanto como puedo, y repito el proceso. No quiero la iluminación, lo quiero a él. Lo siento, Buda, le quería más a él que a ti.