XXXI
Fue el año en que los dioses abandonaron Agadé.
Podría haber elegido otro evento para señalar ese lapso, pero no habría sido lógico, ya que nunca ha habido entre los dos ríos, un hecho como ése. Otras veces he evitado fijar los sucesos con actos de importancia. Podría haber escrito, por ejemplo, que la derrota de Awan fue en el año en que se reconstruyó la Puerta Sublime de Nippur, o que los lullubis sellaron un tratado con Naram-Sin el año que se incendió el palacio del gobernador de Tutub. Pero ninguno de esos años y sucesos me han importado realmente. Sólo una batalla me ha afectado lo suficiente como para que considere necesario señalar su momento preciso. Y ese año fue el que los dioses abandonaron Agadé, y aquella batalla fue la que me llevó ante la última puerta del infierno.
Navegué junto con Enanedu subiendo por el curso del río Idigna. Luego, una vez enfilada la embocadura del Sirwan, desembarcamos y avanzamos cuatro días en dirección a Eshnunna. Pero mi intención no era entrar en dicha ciudad, por lo que cambié de recorrido a medio camino, crucé el Sirwan por un vado boscoso durante la noche, y ante el asombro de mi amiga, que ya estaba convencida de que me encaminaba hacia las montañas, retrocedí hacia el Idigna.
Esa misma noche decidimos ocultar nuestra naturaleza de sacerdotisas, por lo que nos camuflamos como dos mujeres adineradas que intentaban establecer negocios en la parte alta del Idigna. Para ello, me había llevado de Agadé unos cuantos ladrillos vidriados, para hacerle creer a los pescadores que procedíamos de Eridu y que comerciábamos con dicho artículo. Era una buena tapadera, ya que tras acabar la guerra lullubi, muchas de las pequeñas poblaciones de la zona intentaban embellecerse con arquitectura de lujo. Por supuesto, tuve que volver a ocultar mis facciones, incluyendo el preceptivo velo. Por suerte, en el país de los dos ríos no es imposible ver a mujeres casadas (acadias, claro) llevando sus propios negocios. De hecho, resultaba más creíble aún, que una mujer acadia casada viajara con su socia.
—¿A dónde vamos? — Me preguntó mi “socia” mientras, una vez llegadas de nuevo a la orilla del Idigna, nos disponíamos a tomar un barco. No nos costó mucho alquilar un navío de cañas en aquel lugar, pues había varias aldeas de pescadores.
—Enanedu, no vamos a las montañas — le notifiqué mientras el barco se alejaba de la orilla y comenzaba a remontar el curso. Éramos las únicas pasajeras del navío, acompañadas solamente por un trío de asnos que llevaban nuestro bagaje —. Eso es precisamente lo que Naram-Sin supondrá, y no puedo hacerlo. Si alguien nos ha estado siguiendo los primeros días, supondrá que yo me largaba con mis primos y ahora estará contándoselo a Apiyatum. Le dirá que iba camino de Eshnunna, y que como buena montañesa, perdió mi rastro mientras me acercaba a las montañas. Apiyatum dirigirá su mirada hacia Der o Pashime, y enviará espías a ambas ciudades para comprobar si estoy entre mis primos o, incluso, en el Elam.
—¿No habrá, entonces, madrugadas en tiendas de piel? — Supuse que Enanedu ya se hacía ilusiones de volver a encontrarse con su león de las cimas.
—No — sonreí —. Eso implicaría poner en peligro a mis parientes, pues el rey conseguiría una razón para atacarlos en el futuro. Juré protegerlos aún a costa de mi vida y sólo hay una forma segura de hacerlo. Segura para ellos, claro, pero bastante insegura para mí — reconocí.
—Ese futuro puede estar muy lejano, Sheru, tal y como se están poniendo las cosas con los eblaítas.
Me encogí de hombros. Lo que sucediera en el noroeste, ya no era asunto mío.
—Tal vez sí, o tal vez no. Actualmente, Naram-Sin puede seguir ordeñando la vaca, por lo que no creo que, a la larga, tenga problemas para derrotar a Rish-Adad. Las complicaciones comenzarán cuando posea demasiado terreno para defender y pocos soldados para protegerlo. Pero antes de que llegue ese instante, las montañas pueden colmarse de sangre.
—Bien —. Aceptó Enanedu encogiéndose también de hombros, con bastante más despreocupación que la que yo realmente sentía —. Tendré que olvidarme de los bellos paisajes para otro momento. ¿Hacia dónde nos dirigimos entonces?
—A Nuzi — respondí —.
—¿A Nuzi? ¿Por qué? ¿Qué se nos ha perdido allí?
—Una guerra.
Se me quedó mirando con asombro. Como vio que yo me limitaba a seguir observando las orillas en silencio, no dijo nada más. En realidad, no es que no tuviera ganas de explicarle a mi amiga mis proyectos. Simplemente, es que no sabía muy bien cómo iba a acabar el asunto. Me había metido en un lío tan gordo, que iba a necesitar la ayuda de varios dioses para resolverlo.
Tardamos varias jornadas en llegar a Nuzi.
Tras dos días navegando por el río, desembarcamos y avanzamos otra jornada en asno hasta otro pueblo, donde volvimos a alquilar un nuevo barco de cañas para remontar nuevamente el Idigna. Ese trayecto era más rápido que el realizado en asno, pero había optado por cambiar de transporte para confundir mi pista. No tenía duda de que, más pronto o más tarde, Apiyatum averiguaría mi paradero, pero necesitaba dos o tres semanas de ventaja para alcanzar mis objetivos. Una vez conseguidos, me importaba poco lo que el ministro supiera o no de mí.
Cuando llegamos a la altura de Nuzi, desembarcamos en la orilla y, esta vez sí, viajamos en asno y sin interrupciones hasta la ciudad, a la que llegamos en cuatro días, recorriendo un trayecto en el que todo el rato lo pasamos con el temor de encontrarnos con alguna avanzadilla de aquellos nómadas del norte. Durante el trayecto en ambos barcos, los pescadores nos habían narrado todo tipo de historias terroríficas que bajaban por el río, llevadas por los supervivientes. Los invasores dejaban un rastro de muerte y cabañas quemadas a su paso. Se decía que asesinaban sin piedad a todos los varones, incluso a los niños, pero que a las mujeres, salvo excepciones, se las esclavizaba. Se rumoreaba acerca de gran cantidad de cautivas que acompañaban al grueso del ejército conquistador, a las cuales les esperaba un destino desconocido. Me inquietaba la idea de ver a Taram-Agadé reducida a ese estado, por lo que deseaba llegar a Nuzi cuanto antes, aún corriendo el riesgo de que alguna patrulla nos descubriera. Por suerte, o bien no se cruzó ninguna en nuestro camino, o bien todas las tropas se habían concentrado en el sitio de Urbilum.
La ciudad de Nuzi se levantaba en una pequeña colina, y no era excesivamente grande, aparte de ser muy moderna, pues había sido fundada hacía pocos años, como un centro militar fronterizo ante las montañas de los lullubis.
No había mucho que destacar acerca de la localidad, pues su arquitectura estaba dedicada a la defensa y se concentraba, sobre todo, en sus murallas. En el centro de la ciudad se levantaba el palacio del gobernador, que tampoco era muy grande. Básicamente consistía en unas cuantas habitaciones construidas alrededor de un pequeño cementerio. Una vez dentro de las murallas, abandonamos nuestra tapadera y volvimos a adoptar nuestra personalidad de sacerdotisas lo que, por otra parte, nos facilitó al acceso al palacio.
El gobernador se llamaba Rim-Sin, y resultó ser un anciano bastante simpático, al que pareció encantar la visita de dos sacerdotisas procedentes de Agadé. Sin embargo, no puso disimular que algo le tenía extrañado, y es que dos días antes de aparecer nosotras, había llegado a Nuzi procedente de Eshnunna un contingente de tropas de leva. Para ser exactos, un grupo de 50 arqueros sumerios y 700 infantes. Su extrañeza aumentó aún más cuando el oficial que mandaba dichas tropas, le comunicó que se les habían ordenado ponerse a disposición de una sacerdotisa que llegaría con órdenes de la capital. Obviamente, esa sacerdotisa era yo.
Lo que Rim-Sin no sabía es que una de las tablillas que había enviado días antes de salir de Agadé, había consistido en una instrucción de palacio para el gobernador de Eshnunna, ordenándole que enviara a Nuzi ese destacamento militar. La orden despachada a Eshnunna aparecía, convenientemente sellada, por el ministro Apiyatum en nombre del dios de Akhad, Naram-Sin. Ya que tenía el sello del ministro en mis manos, pensé, no me venía nada mal comprometerlo un poco en mis planes personales, y si me disponía a rescatar a mi amiga Taram, iba a necesitar un ejército.
Le expliqué al gobernador que había recibido órdenes del rey de rescatar a su hija. Esto le extrañó bastante, pero añadí que el monarca estaba ocupado en su campaña contra Ebla, y que el general Shamum había muerto, con lo que se debían improvisar las cosas. Para terminar de convencerlo le señalé que una sacerdotisa de Inanna viajaba conmigo, lo que daba cierta credibilidad a una posible campaña militar.
Tal vez el gobernador se hubiera dejado convencer sin problema alguno, pero su jefe militar era otro asunto. Ese jefe militar era un conocido nuestro. Se trataba del primo de Enanedu, Kudiya, que fue malherido en la campaña contra los lullubis, y que ahora mandaba la guarnición de Nuzi. Él no pareció verlo tan claro.
—Entiendo que el rey se encuentre ocupado con otra campaña más importante — alegó —, y no voy a asegurar que mi prima mienta, pero... todo esto me parece extraño, muy extraño.
—¿Piensas que es imposible que un dios le encargue a una Entu que dirija un ejército? Por otra parte — añadí — no pensaba dirigir personalmente las tropas, pues no tengo experiencia ni dotes para ello. Había decidido que lo hiciera algún general, aunque ese general se encuentre retirado en una guarnición menor.
Kudiya captó la indirecta, y la verdad es que no debió desagradarlo, aunque aún le quedaban dudas.
—Una vez me dijisteis que si todo os fallaba, usaríais como arma final vuestra sonrisa — asentí al recordar los tiempos en que era una aspirante a sacerdotisa, y lo ingenua que era, aunque Kudiya no sospechaba que yo había aprendido algo desde entonces —. ¿Pensáis esta vez plantaros ante esos salvajes y sonreírles?
—No, contaba con las tropas de Eshnunna y las de esta ciudad.
—¿Y se supone que debo ponerme al frente de ambos destacamentos y obedeceros?
—No, desde luego. Serías un mal general si hicierais tal cosa.
—Aún así, el ministro Apiyatum no está al frente de asuntos militares. Me extraña que haya sido, precisamente él, quien diera las instrucciones al gobernador de Eshnunna.
—No está al frente de asuntos militares, cierto — concedí yo intentando aparentar naturalidad —. Pero os recuerdo que está muy unido a ellos, ya que es uno de los mayores suministradores del ejército, y por tanto, disfruta de la confianza de Naram-Sin en muchos de los asuntos relacionados con la guerra.
Me había reservado una ficha hasta ese instante. Cuando años antes viajé hasta Nippur para negociar la rendición incruenta de la ciudad, Naram-Sin me había entregado una tablilla, sellada por él, en la que ordenaba prestarme toda la ayuda que necesitara, sin que el receptor de la petición de apoyo pudiera negarse en forma alguna. Había conservado la tablilla durante todos los años transcurridos, como un recuerdo de una aventura que terminó de forma triste para mí. Cuando preparé esa expedición personal de rescate, no sólo decidí falsificar el sello de Apiyatum, sino usar aquella tablilla si se hacía ineludible. Así pues, la saqué y se la entregué al gobernador. Éste la leyó, puso cara de asombro, se frotó la frente en señal de acatamiento, y se la pasó a Kudiya, el cual hizo lo mismo.
—No hay duda — concluyó el general — de que efectivamente el rey desea que se realice este ataque, aunque parezca irregular.
—¿Qué hay en estos tiempos que no sea irregular, primo? — Dijo Enanedu con una sonrisa.
—Tienes razón, prima. Son tiempos extraños y la ocasión es anómala, y no tengo intención alguna de agraviar la voluntad del dios de Agadé. De todas formas, aunque desee ayudar a mi rey y dios con toda mi voluntad, no estamos en condiciones de aportar una ayuda muy efectiva — se levantó y se acercó a una ventana desde la que se veía un grupo de soldados entrenándose al mando de un oficial. Señaló con la mano en dirección de aquellos guerreros —. La guarnición de Nuzi se halla reducida por las últimas levas. Sumando nuestros efectivos a los de Eshnunna, tendremos un destacamento de 50 arqueros sumerios, 50 acadios, y un total de alrededor de 2.000 infantes. No es mucho para detener un ataque.
—No es mucho, pero habrá que conformarse con ello — no sabían que todavía guardaba una ficha más.
—¿Cuándo partirá el ejército entonces? — Preguntó el gobernador con cierta ansiedad. Estaba claro que no le agradaba que su ciudad quedara tan desprotegida, con un feroz grupo de nómadas asesinos a pocas jornadas de ella.
—Por el momento, que se vayan organizando pertrechos y alimentos. Partiremos cuando me llegue la señal que estoy esperando.
Y, con esas palabras, los dejé sumidos en sus pensamientos, que no debieron ser muy agradables.
La señal llegó cinco días más tarde. Se trataba de Kalki, el guía de Eshnunna que nos había llevado ante los gutis. Entró en la ciudad, llegó ante el palacio, y pidió hablar conmigo. Tras nuestra reunión, que no fue larga, hice llamar al gobernador y a Kudiya y les dije una simple frase: «Salimos esta tarde».
El destacamento partió a pie, e iba seguido por los onagros y asnos que cargaban la comida y la impedimenta. No íbamos a necesitar una gran cantidad, pues Urbilum se encontraba a una distancia de unos seis días, a buen paso, de Nuzi.
Cuando llevábamos un solo día de viaje, los exploradores (había aprendido aquella precaución del general Shamum) me trajeron la noticia de que cerca de un cauce medio seco, había un gran contingente de tropas desconocidas. Ante el asombro de Kudiya, tomé un asno y le indiqué que me siguiera en su carro. Enanedu, que ya sospechaba algo, se empeñó en seguirnos, y no se lo impedí. Nos acercamos al cauce lentamente, pues no deseaba que se pensase que teníamos intenciones agresivas, y al llegar allí, Kudiya quedó impresionado ante el espectáculo de 3.000 guerreros gutis acampados en tiendas de piel. Los gutis me recibieron dando gritos de alegría, lo que dejó aún más sorprendido a Kudiya.
Enanedu hizo bien en acompañarnos. El ejército guti iba al mando de uno de los ministros del rey Usurawasu, al que acompañaba su hijo, el mismo al que Enanedu deseaba tanto ver de nuevo.
El ministro se acercó hasta nosotros, tomó su hacha, y la colocó a mis pies mientras se ponía de rodillas. Supuse que aquello había sido ordenado por el rey, pues no era costumbre entre los montañeses arrodillarse ante una gran sacerdotisa.
—Mi rey Usurawasu me encarga deciros que haremos honor al pacto de sangre. Estos guerreros están al servicio de nuestra hermana. Han jurado morir por ti si es necesario.
Le traduje esas palabras a Kudiya, el cual me miró con estupor.
—¿Una sonrisa dijisteis? ¡Esto no es una sonrisa, es un sortilegio! Debo confesaros que no sé cómo conseguisteis convencer al rey para que os diera un ejército. Me resulta difícil, pero puedo aceptarlo, aunque esto... ¡Tenéis un ejército guti a vuestra disposición...! — Meneó la cabeza con incredulidad —. Debo estar soñando, y aún no sé si es un sueño agradable, o una pesadilla.
—Es magia de las montañas, Kudiya.
—Sheru es experta en hacer hechicerías, primo — intervino Enanedu —, ¡y no te imaginas lo bien que se le da!
—Pues necesitaremos mucha de esa magia para salir con bien de esto, aunque... ¡Quién sabe! Será la primera vez que cabezas negras, acadios y gutis luchen juntos. Lo mismo sale algo bueno de toda esta locura.
—Algunas locuras merecen la pena ser vividas — aseguró Enanedu, que no quitaba ojo de su león montañés, el cual correspondía a sus miradas.
Hice que ambos grupos de guerreros se reunieran en uno sólo. Por suerte, los gutis habían recibido instrucciones de su rey, así que no hubo que lamentar ningún incidente. Aquella madrugada salí un instante de mi tienda, para reflexionar acerca de los próximos pasos que debía dar, y pude ver a lo lejos la figura solitaria de una leona que observaba ese gran campamento militar. En ese momento ya no tuve ninguna duda de que Inanna iba a ayudarme, pasara lo que pasase.
Cuatro días después llegamos ante Urbilum. La ciudad, que era poco más grande que Nuzi, se levantaba en una colina muy empinada y escarpada. Tenía unas imponentes murallas que, hasta ese momento, habían logrado detener a los nómadas. Dos puertas se abrían en la muralla, cada una defendida por dos grandes cubos reforzados.
Los atacantes no conocían técnicas de sitio, por lo que confiaban en rendir la ciudad por hambre. Yo no sabía mucho sobre ellos, pues en la biblioteca del Eulmash no se conservaban muchas descripciones acerca de su mundo, ya que pocos habían llegado tan al norte. Apenas conocía que hablaban un idioma incomprensible, y que viajaban acompañados de unos extraños aunque bellos animales parecidos a los onagros, aunque más grandes. Esos animales les proporcionaban carne, pieles con las que se vestían y fabricaban sus tiendas y, sobre todo, leche, la cual consumían en gran cantidad. En Urkesh los llamaban “los ordeñadores” por el gran uso que hacían de ese producto. También se adornaban con las crines de los animales y, en el caso de sus jefes, con las colas. Su ejército, por lo que calculé, debía estar formado por casi 14.000 guerreros. Tenían una superioridad de tres a uno por lo menos.
Delante de Urbilum, a una distancia de unos 3.000 codos, se levantaba una pequeña colina. Allí planté mi campamento, a la vista de los nómadas que nos habían visto llegar. Supuse que no nos habían atacado inmediatamente porque sus exploradores los habían informado de que, junto con los soldados de las llanuras, había extraños guerreros vestidos con pieles. No sabiendo de qué ejército se trataba, era lógico que decidieran esperar a que diéramos el primer paso. Por ello, el primer día transcurrió sin que nadie hiciera ningún intento de atravesar la distancia que nos separaba. Al atardecer envié un par de mensajeros guti, que hablaban sumerio, al campamento enemigo, con el encargo de que invitaran a su jefe a visitarme. Había decidió utilizar las sombras de esa noche, y más teniendo en cuenta que no iba a haber luna, para hacer un poco de magia montañesa.
Recé a Inanna y a todos los dioses de mi madre, pues si aquello me fallaba, estaríamos todos muertos.
Mientras nos acercábamos a Urbilum, Naram-Sin había llegado a Tuttul del Norte, tras recoger algún contingente de refuerzo en Astatu y Garmu.
Los eblaítas le esperaban fuera de las murallas de la ciudad, con un ejército que doblaba en número al que llevaba el monarca acadio. Pero esto no arredró a Naram-Sin, que estaba deseando castigar a Rish-Adad por su victoria anterior, así que aceptó la lucha sin dudarlo.
La batalla se planteó de forma clásica y en dos fases. La mayor parte de ambos destacamentos se colocaron uno frente a otro en una llanura, guardando unos 800 codos de distancia entre ambos. Un pequeño contingente de cada ejército embarcó en navíos de cañas e intentó dominar el río. Se trataba, no sólo de recuperar Tuttul, sino también de conquistar el curso fluvial, pues era la obligada zona de paso de soldados y suministros.
La batalla dio comienzo con el acercamiento de ambos grupos de barcos, ya que navegaban a más velocidad de la que avanzaban ambas falanges caminando por tierra. El choque entre los barcos fue tremendo, pues los eblaítas intentaron aprovechar la velocidad extra que les proporcionaba la corriente del río, e intentaron arrojar por la borda, con el encontronazo, a los soldados acadios.
Pero tuvieron mala fortuna, pues estos aguantaron la embestida bastante bien y luego saltaron al abordaje usando hachas y mazas, siguiendo la costumbre que habían aprendido en las montañas lullubis. Los eblaítas no esperaban aquello, y habían planteado la lucha con pequeños grupos de soldados organizados como mini falanges embarcadas.
Mientras se desarrollaba la lucha en el río, las dos grandes falanges de infantería se acercaban la una a la otra lentamente, como tanteando el terreno. Naram-Sin disponía de una ventaja evidente en sus arqueros, que desde el inicio de la batalla castigaron con descargas de flechas a los infantes eblaítas. Pero por desgracia para Naram-Sin, el contingente enemigo era demasiado numeroso, y aunque muchos cayeron por las flechas, seguían manteniendo una superioridad numérica que abrumó a la falange acadia, una vez que se llegó al cuerpo a cuerpo.
Los acadios aguantaron a pie firme durante una mañana entera, pero a mediodía se encontraban ya muy quebrantados, y aunque habían producido una gran cantidad de bajas entre el enemigo, ellos también habían sufrido un grave quebranto.
La batalla en el río fue ganada por los acadios, y es muy meritorio que los supervivientes intentaran ayudar al cuerpo principal del ejército, desembarcando y atacando a los eblaítas por uno de sus flancos. Esto alivió un poco la presión sobre la falange acadia, pero no eran muchos, así que pronto fueron dominados. Naram-Sin intentó realizar un ataque por ese mismo flanco, reforzando a los acadios que acudían desde el río, y aunque al principio las cosas funcionaron bien y logró hacer retroceder unos codos a los enemigos, al rato sus esfuerzos se derrumbaron. Debo decir que el rey, por lo que me contaron, se multiplicó dando ejemplo a sus hombres, y que llegó a estar en primera fila, pero recibió un feo corte en un hombro, y más tarde un lanzazo en el costado que puso haberlo matado, pero que por suerte fue superficial, aunque la pérdida de sangre le hizo vacilar y tuvo que ser retirado a retaguardia por su escolta personal.
Al ver que el rey se retiraba los acadios comenzaron a vacilar, y la batalla habría terminado en un completo desastre si no hubiera sido porque en el último momento, a mediodía, aparecieron en el río varios barcos procedentes de Urkesh, de los que desembarcaron 800 soldados enviados por Tupkish en apoyo de Naram-Sin. Esos guerreros marcaron la diferencia y lograron equilibrar la batalla, evitando que los acadios se dispersaran en retirada. Los eblaítas llevaban toda la mañana luchando y estaban agotados, aparte de que habían perdido una gran cantidad de soldados. También hay que señalar que el contingente eblaíta estaba formado por una gran amalgama de soldados de más de 30 ciudades tributarias de Ebla, y que no estaban cohesionados ni acostumbrados a luchar en colaboración. Por ello bastó con que el destacamento de Armanum, al mando de su general, decidiera retirarse, para que los demás grupos empezaran a abandonar, ordenadamente, el campo de batalla.
De esa forma, Naram-Sin no pudo conservar ni Tuttul del Norte ni Duru, ya que el ejército eblaíta se retiró a esas ciudades, y el acadio quedó literalmente destrozado e imposibilitado de seguir hacia delante. Con los guerreros que le quedaban, así como el refuerzo de Urkesh, Naram-Sin fortificó Astatu, Ebal y Garmu, mandando reforzar las murallas. Pero una vez hecho esto ya no disponía de ningún ejército con el que recuperar lo perdido ante Ebla, así que tuvo que retornar a Agadé para curar sus heridas e intentar reclutar más soldados, lo que tal y como estaban las cosas, podría llevarle muchos meses, si no años.
Naram-Sin había intentado vengarse y había descubierto, a costa de su propia sangre, que no estaba en condiciones de hacerlo. El reino se había mantenido, pero también había temblado. A su vuelta a Agadé hizo proclamar por medio de los pregoneros que había sido una gran victoria, pero casi nadie lo creyó, pues pocos volvieron con el rey, y éste retornaba herido. Los dioses ya no estaban en Agadé para refrendar las victorias acadias, y el rey de Akhad se lamía sus propias heridas.
El futuro se presentaba muy negro para Naram-Sin.
En cuanto a mí, una vez enviados los mensajeros al campamento enemigo, me limité a ordenar una serie de disposiciones para que la magia montañesa funcionara adecuadamente.
Cuando las sombras nocturnas comenzaban a caer, me avisaron de que se acercaba a nuestro campamento un grupo de personas. Me coloqué en lo alto de la colina, subida a un carro de guerra, y esperé. Me había vestido como si fuera a acudir a una gran ceremonia, y no dudé en colocar sobre mis cabellos la diadema de plata. Esperaba ofrecer un espectáculo, si no amedrentador, por lo menos fascinante, pues tenía que distraer la atención del enemigo durante unos momentos. Sin que ellos lo supieran había dispuesto que mis tropas se colocaran en posición detrás de la colina cuando cayera la noche, lo que se vería facilitado por el hecho de que ese día no iba a haber luna (de algo debían servirme mis viejos e interrumpidos estudios de shugia, pensé yo).
Enanedu se colocó a mi lado, en su papel de sacerdotisa de Inanna, vestida elegantemente y armada con dos mazas de guerra a su espalda y un arco en sus manos. No debía parecer fiera, sino solamente despiadada. La pobre se esforzó, pero debo reconocer que no logró parecerlo demasiado.
La primera sorpresa de la noche me la llevé yo, al descubrir que quien impartía las órdenes en el ejército enemigo era un cabeza negra. Debió notarse en mi rostro, pues aquel hombre comenzó inmediatamente a reírse.
—¿Pensabais que sería un bárbaro vestido con pieles? — Me preguntó —. Estamos igual, lo confieso. Yo tampoco esperaba que una Entu mandara un ejército. Debe ser el primer caso en la tierra de los cabezas negras.
—¿Quién eres?
El hombre volvió a reírse e hizo un gesto vago, como si su nombre ni siquiera debiera tomarse en cuenta, y por tanto no mereciera la pena conocerlo.
—Quien sea yo, no importa. Mi nombre desapareció hace ya tiempo.
—Pero alguna razón habrá, para que hayas incitado a los nómadas del norte a atacar el que una vez fue tu hogar.
Una nueva carcajada acogió mis palabras haciendo que me sintiera un poco ridícula. Empezaba a sospechar que de momento no dominaba aquella charla.
—Ya no lo es, Entu. Yo era de Kish, cierto, y tenía siete hijos. Cuando tu miserable rey atacó y conquistó nuestra ciudad, logré huir a la tierra de los umman-manda y allí viví con cierta tranquilidad unos años —. Su rostro dejó de aparentar diversión y se oscureció de repente, como si una sombra oscura y terrible se hubiera apoderado de él. Descubrí, con algo de temor y fascinación a la vez, que conocía bien esa sombra. Yo había tomado contacto con ella, por primera vez, a la entrada de un recinto sagrado en la ciudad de Umma, mientras la muerte se acercaba mí como la ola de una riada. El hombre siguió hablando, mientras la oscuridad se cerraba en sus ojos —. Pero ese malnacido de Naram-Sin — dijo — deseaba todavía más, y atacó a quienes me habían acogido junto con mis hijos. Yo estaba en un campamento que fue atacado por tu rey. ¿Lo recuerdas? — Asentí con la cabeza. Demasiado bien recordaba la matanza, que me había narrado el general Shamum, borracho de cerveza y remordimientos —. ¡Aún oigo los gritos de las mujeres cuando eran violadas...! Mis hijos murieron con las armas en la mano, todos ellos, uno tras otro. Y yo logré huir todavía más al norte, donde me acogieron amablemente. Tu rey dejó hace mucho tiempo de ser mi rey, y tu tierra de ser mi tierra.
«¿Piensas acaso que debería arrepentirme por traer a estos bárbaros para destruir las llanuras? Pues te equivocas. Tengo derecho a mi odio y a mi venganza. Morirán diez mujeres por cada una de las que cayeron en aquel campamento, y otros diez hombres por cada inocente asesinado aquel día. Mataré a dos niños por cada niño, y a dos ancianos por cada anciano. La sangre de mis hijos solamente será lavada cuando los dos ríos sean de color rojo, y el sol llore y tiemble en lo alto del cielo ante tanta muerte».
En parte lo entendía. Yo había perdido una familia y conocía el vacío que se aposentaba en tu interior. Pero a diferencia de él, no creía necesario destruir Agadé para vengarme de Apiyatum.
—Reconozco que tienes razón en lo que dices — le dije —. Tienes razón en odiar al rey por lo que te ha hecho, no voy a negarte tu derecho a ello. Pero ya has destruido varias ciudades y has asesinado a muchos cabezas negras. Tu venganza ha sido saciada. No necesitas tomar y destruir esta ciudad, ni arriesgarte a ser muerto. Puedes retirarte ahora, sabiendo que tus hijos están vengados.
El hombre comenzó otra vez a reírse. Luego me miró con desprecio.
—Extrañas palabras para una sacerdotisa. Tal vez en otra ocasión te hubiera dado la razón y habríamos llegado a un acuerdo. Pero, ¿acaso piensas que no sé que una hija del rey se oculta tras aquellas murallas? Es la última de mis venganzas. Apártate de mi camino — me ordenó mientras señalaba el campamento nómada, donde esperaban los guerreros del norte — y permíteme que extermine la sangre de Naram-Sin, o acabaré también contigo.
—No puedo hacerlo, pues tengo un juramento que cumplir y debo salvar a Taram-Agadé. Eres tú el que debe quitarse de mi camino... o morir.
Me contempló con asombro al ver mi determinación. Tal vez se dio cuenta entonces de que mis rasgos no eran los de una cabeza negra, pues me miró con mucha curiosidad durante unos instantes que me parecieron una eternidad. Luego me preguntó con un tono bastante insolente que me enfadó: «¿Quién eres tú, que hablas así y me amenazas, cuando tengo un ejército que hace temblar el suelo con sus pasos?».
Hice una señal disimulada, y en ese momento los ayudantes de Kudiya prendieron fuego a un par de zanjas que habían cavado por la tarde a mis pies, y que habían rellenado con brea. Me erguí todo lo que pude, y ayudada por aquel efecto de luz, con las llamas a mis pies, lo que me proporcionaba un aspecto casi fiero, grité:
—¿Te atreves a preguntarme quien soy yo? ¡Yo soy Sheru! ¡Yo soy Ninlil reencarnada, esposa de la tempestad y del diluvio! ¡Yo soy la muerte, la destrucción del mundo! Y te aconsejo que reces a todos los dioses que conozcas, porque mi rostro te trae el olvido, y mis ojos son los últimos que verás en tu existencia.
Levanté mis brazos como si fuera a recitar una oración. Había acordado con Kudiya en que haría una señal “visible” para que mis tropas atacaran aprovechando la oscuridad, pero Inanna se adelantó a mis intenciones y transformó la magia de las montañas en una magia, divina y poderosa, que superó todas mis expectativas.
Mientras aquel hombre me observaba con cierta fascinación, y yo levantaba los brazos y terminaba de pronunciar mis palabras, dos surcos luminosos cruzaron el cielo nocturno a mis espaldas, dejando tras de sí una huella celestial de fuego. Como la delegación enemiga me observaba desde una posición más baja, debieron pensar que las estrellas de fuego salían directamente de mis manos o de mi espalda. Inanna sabía cómo hacer las cosas, desde luego.
Aquellos dos rastros de fuego se extinguieron en una lluvia de destellos y los enemigos abrieron los ojos con terror. Pero si pensaban que todo había terminado, estaban equivocados. Inmediatamente, otra gran esfera ardiente atravesó el cielo. Era enorme y dejaba varios rastros de chispas a su paso. Tras atravesar la mayor parte de la bóveda nocturna, desapareció en una gigantesca bola de luz que, durante unos breves momentos, hizo que la noche se iluminara como si fuera mediodía cegando a esos hombres, los cuales se encogieron aterrorizados, sobre todo cuando acto seguido se escuchó un trueno ensordecedor, que hizo que mis propios oídos comenzaran a dolerme.
Kudiya, a pesar de estar muy asustado por el espectáculo celeste, pensó que aquello era la señal de la que yo le había advertido para que diera comienzo al ataque. Si alguna vez había tenido dudas acerca de que yo era una hechicera, se le disiparon aquella noche. La falange acadia comenzó a avanzar desde detrás de la pequeña colina, mientras los arqueros sumerios arrojaban nubes de flechas incendiarias contra el campamento nómada. Las puntas de las flechas llevaban bolas de brea que iniciaron una gran cantidad de pequeños incendios, creando una enorme confusión entre los bárbaros del norte, que aún no se habían repuesto del terror que les había causado el espectáculo celeste.
La infantería acadia rebasó nuestro carro, y dio alcance a la delegación enemiga que se dispersó corriendo, camino de su campamento. El cabeza negra que los mandaba permaneció arrodillado y encogido en el suelo, paralizado de terror, sin atreverse a mirarme a los ojos. Supongo que no llegó a advertir que la hoja de una lanza se alojaba en su garganta. Espero que no sufriera mucho, pues reconozco que tenía derecho a su venganza, pero yo llevaba a la diosa detrás de mí, y se había iniciado un mecanismo mágico y aterrador que no podía detener.
Los nómadas intentaron organizarse torpemente para enfrentarse a la falange acadia, pero los arqueros acadios, que habían estado esperando ese momento, comenzaron a arrojar flechas contra ellos, las cuales, al no ser incendiarias, llegaban inadvertidas en la oscuridad con su mensaje de muerte. El enemigo no sabía que, esa tarde, mis mensajeros habían contado el número de codos mientras se dirigían al campamento enemigo, así que podíamos informar a los experimentados arqueros acadios de la distancia aproximada a la que debían disparar sus flechas.
A pesar de todo, los nómadas intentaron resistir a la falange que se acercaba, ordenadamente dirigida desde su retaguardia, por Kudiya, que iba montado en un carro de guerra. El choque fue tremendo y los infantes sumerios aguantaron disciplinadamente con sus escudos, mientras alanceaban a todo el que se pusiera a su alcance. Los nómadas no parecían disponer de un armamento capaz de superar el acadio, y supuse que hasta ese día habían confiado sus victorias a la ventaja de su número. Y la batalla podría haber discurrido de forma parecida, con los sumerios ahogados y rodeados por el enemigo, pero fue entonces cuando un estridente grito de guerra se escuchó en la oscuridad, y una multitud de guerreros gutis atacó de flanco y a la carrera el campamento nómada, repartiendo la muerte a hachazos a todo aquél que intentara enfrentarse a ellos.
El enemigo se derrumbó por completo y se creó una enorme confusión, agravada más adelante por la guarnición de Urbilum, que aprovechó el desastre para hacer una salida de la ciudad. La retaguardia enemiga cayó bajo sus lanzas, y los nómadas intentaron huir en todas direcciones, pero eran ellos los que estaban rodeados ahora, así que poco pudieron hacer mientras las llamas consumían su campamento.
Al amanecer pocos nómadas quedaban con vida. Miles de cuerpos muertos se apilaban y se esparcían en desorden entre las abrasadas tiendas. Enanedu me tomó de la mano mientras observaba el espectáculo de la muerte.
—Si vuelves a hacer magia delante de mí, Sheru — me dijo — que sea algo así como convertir un dátil en una piedra.
La abracé con cariño, y también con bastante alivio, pues nunca había pensado que los acontecimientos se resolverían con un comienzo tan impresionante como el que la diosa había enviado en mi auxilio. Mientras estábamos abrazadas se oyó un carraspeo a mis espaldas y observé que Enanedu le sonreía a alguien. Me volví y me topé con la expresión de alegría de Taram-Agadé. Luego bajé la mirada y descubrí cuál era la buena noticia que nuestra amiga se disponía a comunicar a su padre, cuando la invasión la alcanzó por el camino. Taram-Agadé estaba embarazada.
Cientos de prisioneras fueron liberadas de su cautiverio, con lo que se creó en la ciudad, durante bastantes semanas, una situación relativamente cómica, cuando repentinamente hubo muchas más mujeres que hombres. Muchas de ellas decidieron quedarse a vivir allí, y al ser más reducida la parte masculina de la población, Urbilum llegó a tener fama de ser la ciudad con mayor cantidad de consortes y concubinas de toda Sumeria.
Hice que recogieran los cientos de cuerpos tirados en las afueras y se formara una gigantesca colina de cabezas a varias jornadas de distancia de la ciudad, como advertencia para futuras invasiones, aunque ordené que se perdonara a los supervivientes y se les permitiera volver a sus lejanas llanuras. Delante de esa tétrica colina enterré el cuerpo del cabeza negra desconocido, y recé las oraciones adecuadas sobre su tumba, pues nada tenía contra él. Luego, ante el asombro de mis acompañantes, me quité del dedo el anillo de Entu y lo arrojé sobre aquel macabro montón.
—¿Por qué? — Me preguntó Enanedu.
—Ya no soy una Entu — suspiré extrañamente aliviada —. Dejé de serlo al abandonar mi templo.
Enanedu asintió con una expresión de pena en el rostro.
—¿Y ahora qué? — Me preguntó otra vez.
—Ahora volveremos a donde deberíamos estar, y que sea lo que Inanna decida.
Enanedu señaló en dirección de las llanuras.
—Te matarán. En cuanto te acerques al rey, tu vida no valdrá gran cosa, y lo sabes.
—Es posible — concedí —. Pero eso también está en manos de la diosa. Quien hace llover fuego del cielo, es quien decide.
Pasé dos agradables días en Urbilum con Taram-Agadé, y luego tuve que despedirme de ella. Le proporcioné una escolta, mandada por Kudiya, para que llegara a la capital sin problemas. Supuse que el pobre primo de Enanedu iba a llevarse un par de sorpresas al llegar a su destino, acerca de la procedencia de cierto par de tablillas, pero eso ya no me preocupaba demasiado. Después del espectáculo nocturno de fuego, el general estaría dispuesto a creer que los sellos del rey y del ministro se habían impreso en el barro por arte de magia.
Retornamos a Nuzi, donde se quedaron las tropas de aquella ciudad, así como las de Eshnunna, que más tarde volverían a sus hogares. No deseaba proseguir mi camino con las tropas de Eshnunna a fin de no comprometerlas, sino que hice el resto del viaje hasta Larak acompañada por los guerreros de las montañas, que me escoltaron muy gustosos. Esto, por otra parte, fue también del agrado de Enanedu, que había vuelto a comprobar el vigor de su león montañés en varias ocasiones durante aquellos días. Cerca de Larak tuvimos que separarnos.
—Dadle las gracias a mi hermano de sangre, el rey. Decidle que yo mantendré mi promesa.
Sabía bien que esto no iba a ser difícil, pues cuando se corriera la voz de que un ejército guti había rescatado a la hija de Naram-Sin, éste no iba a poder invadir nunca las montañas, pues hubiera quedado como un miserable. Desde ese instante, las montañas guti eran sagradas para la corona acadia.
—Sois nuestra hermana — me respondió el ministro de Usurawasu —. Siempre que nos necesitéis, estaremos para serviros y ayudaros. Y recordad que mientras viváis, los gutis no bajarán de las montañas, salvo que sea a petición vuestra.
Tuve que separar a Enanedu de su montañés, y las dos nos quedamos contemplando cómo los guerreros se alejaban en dirección a las lejanas cimas. Enanedu suspiró.
—Deberías pedir, por lo menos a alguno, que baje de vez en cuando — murmuró.
—Espero que lo hagas tú misma — le dije —. Es lo propio y seguramente será lo adecuado.
—¿Y ahora a dónde vamos?
—A Nippur.
Enanedu me miró asustada, pero sabía que ya estaba decidido. Nippur era la única opción lógica. No podía ir a las montañas, ni me apetecía exiliarme en algún desconocido lugar; tampoco podía comprometer a los reinos elamitas, o a cualquier reino en general. Si debía morir, era mejor que sucediera en la ciudad, donde hacía años, un gobernador me había dado ejemplo de cómo se abandona este mundo con honor.
Tardamos dos semanas en llegar, y esta vez lo hicimos por el río. Decidí entrar en el ciudad muy temprano, para hacerlo de forma casi anónima. Cuando desembarqué en el puerto, no pareció que sucediera nada destacable, pero luego, mientras caminábamos en dirección al Ekur, observé que muchas personas hacían comentarios a nuestro paso, y que algunos salían corriendo en varias direcciones. A la puerta del Ekur, y tras darme un interminable abrazo, Enanedu se separó de mí, con la intención de dirigirse al Templo de Inanna para reunirse con Ittibel.
Así pues, hice mi entrada en el Ekur completamente sola, y solicité a la puerta del giparu una audiencia con Gemezida. Para mí la cosa estaba clara: o me abandonaba en manos de los verdugos del rey, o me cesaba oficialmente y me ponía a cuidar animales en una granja o a supervisar algún jardín. No estaba muy segura de cuál iba a ser la opción que elegiría mi antigua maestra, pero sospechaba que toda mi vida se había dirigido inexorablemente hasta ese preciso instante por decisión de una diosa. Lo que Gemezida ordenara, seguramente estaría inspirado por Inanna.
Las sacerdotisas me acogieron dando muestras de un gran nerviosismo, y me hicieron esperar en una habitación bastante rato. Supuse que la Entu, efectivamente, me iba dar una patada y me abandonaría en una granja.
Finalmente entró una Entu, pero no se traba de Gemezida, lo que me llenó de estupefacción, ya que se trataba de Enmenanna. Me arrodillé a sus pies y besé el borde de su kaunake.
—¡Así que al fin has venido! — Exclamó con un tono de voz que traslucía bastante preocupación —. Te estábamos esperando. Supusimos que acabarías acudiendo a Nippur. ¡Menuda has organizado!
—Lo siento, mi Entu — dije —. No veía otra forma de actuar, y estoy dispuesta a aceptar el castigo que se me imponga.
—¿No lo entiendes, Sheru? El ministro Apiyatum se encuentra en la ciudad junto con una guardia de soldados, y con órdenes de mi padre de detenerte y llevarte prisionera a Agadé para ser ejecutada. En estos instantes, seguramente está viniendo al Ekur para cumplir la orden. Ya deben haberle dado aviso.
—Si la Entu Gemezida lo decide, tendré que seguirlo. Acepto mi destino.
Enmenanna me echó un vistazo con un gesto desesperado en su rostro, como si no entendiera mis palabras. Aquel gesto consiguió inquietarme un poco.
—Sheru, ¿no te has enterado aún? La Entu Gemezida murió días después de que abandonaras Agadé.