IV

Mi primera mañana como aspirante a sacerdotisa transcurrió a una velocidad increíble. Cuando llevaba un rato en aquel dormitorio, llegó una criada del templo para explicarme, como me había anticipado Alane, en qué iba a consistir mi vida. Iba acompañada de dos sacerdotisas a las que yo no había visto antes, ante las cuales tuve que desnudarme para que me examinaran en busca de defectos físicos. Las aspirantes a ser futuras sacerdotisas no pueden presentar ese tipo de problemas, pues deben representar a los dioses. Reconozco que pasé un mal rato, no por vergüenza, a pesar de que el examen fue minucioso, sino por el miedo a que consideraran un defecto mis particulares rasgos físicos. Sin embargo, no sólo aquello no me resultó problemático, sino que, por lo visto, a una de las dos sacerdotisas le agradé bastante.

—La Entu tenía razón — comentó —. Es una belleza exótica, pero es totalmente aceptable.

—Esperemos que sus capacidades estén también a la altura — dijo la otra a la que, evidentemente, yo no gustaba tanto.

—Si la diosa lo ha decidido, sus razones tendrá.

Con estas palabras todo quedó decidido y ambas se retiraron después de dar unas breves instrucciones a la criada. Lo primero que hizo ésta fue guiarme hasta un patio interior, donde me entregó una pequeña cantidad de los polvos negros que había usado en el río junto a Enheduanna. Me tuve que frotar y lavar el cuerpo hasta que la criada decidió que ya estaba suficientemente limpia. La verdad es que en los jardines no había costumbre de lavarse muy a menudo, y de hecho yo solía añorar algunas veces el riachuelo que pasaba por mi aldea. Pero creo que el enorme rato que tuve que estar en ese patio, frotando mi cuerpo bajo la atenta vigilancia de la criada, pudo deberse más bien a alguna pequeña venganza por parte de la misma, tal vez como una forma de desquitarse de antemano por tener que servir a un grupo de jovencitas un poco caprichosas. Acto seguido, y mientras aún estaba mojada, me hizo entrega de un estilo de escribir, una tableta de escritura, dos kaunakes de lino y otros dos de lana, y luego me ayudó a colocar mis pocas pertenencias junto al lecho. No dejé de notar que me observaba como si yo fuera un bicho raro que se hubiera colado en la alacena de una casa de ricos, pero decidí actuar con naturalidad, para que no advirtiera que yo misma me sentía extraña en aquel lugar.

Me explicó que, a partir de entonces, debería acudir a clase por las mañanas y por las tardes, y almorzaría con mis nuevas compañeras en una pequeña habitación adjunta al dormitorio. El desayuno lo realizaría en la propia escuela, y se me entregaría antes de salir.

A pesar de haber obtenido el privilegio de recibir estudios en la escuela del templo, mi estatus no era aún nada alto. Sólo era una aspirante a sacerdotisa y, al igual que algunos de los muchachos que estudiaban para escribas, o para ocupar cargos en la administración del palacio o del templo, en cualquier momento podría llegar a fracasar y tener que abandonar los estudios. Esa posibilidad realmente me asustaba, pues si naufragaba en ese viaje, no se me ocurría cómo volver a recuperar una vida en los jardines, o siquiera en el recinto del templo.

También descubrí que, a pesar de que aún se me consideraba una niña, ya no se me desaconsejaba salir por la ciudad, siempre que llevara puesto el kaunake de aspirante a sacerdotisa que, supuestamente, me serviría de protección. Yo todavía no era una sacerdotisa, pero debido a mi nuevo estatus cercano al templo, era casi seguro que nadie levantaría una mano contra mí, pues los castigos para aquellos que atentan contra una representante de los dioses incluyen, incluso, el empalamiento.

La criada también me indicó que, como aspirante, no tenía derecho a entrar en el giparu, lo que me desilusionó un poco. Tampoco tenía permiso para subir a la plataforma del templo en solitario. Sólo podría hacerlo si me lo solicitaba alguna sacerdotisa, a fin de ayudarla en alguna labor y, en ningún caso, se me permitiría penetrar en el edificio del Templo de Nannar (ni de ningún otro templo). Esto último se me concedería solamente si yo lograba superar como mínimo dos años en la escuela con total éxito, y era el objetivo de la mayor parte de las muchachas que iban a ser mis futuras compañeras. El llegar a formar parte de la administración de un templo sólo estaba al alcance de las que provenían de una buena familia, no porque esos puestos estuvieran reservados en exclusiva, sino simplemente porque, al ser de familias ricas, podían financiar toda una cadena de favores para conseguir llegar a un punto alto en la jerarquía. Por tanto, desde el principio tuve claro que mi meta estaría en conformarme con traspasar las cortinas de la entrada del templo, y entrar en aquel secreto lugar que pocos habían podido ver. ¡Qué equivocada estaba! Aquellos dioses tan aparentemente lejanos para mí, que esperaban en la penumbra, tenían sus propios proyectos.

A la hora de la comida llegaron las que iban a ser mis futuras compañeras. Como ya esperaba, hubo reacciones para todos los gustos. La mayor parte de ellas eran muchachas de familias ricas o gobernantes. Así, por ejemplo, conocí a una de las hijas del gobernador de Ur, que se llamaba Agatima, y que desde el principio me trató con un desdén y un distanciamiento que rozaban el desprecio. Siempre he supuesto que, cuando tus padres creen conveniente ponerte un nombre tan rimbombante, también considerarán inculcarte desde niña que eres una de las elegidas y que, por tanto, no puedes perder el tiempo con las hormigas que pululan a tus pies. Algunas de esas chicas con el tiempo llegaron a ser amigas mías, pero sólo hubo una muchacha que desde el primer instante me trató con simpatía.

—¡Hola, jardinera! — Me gritó en cuanto me vio, con lo que deduje que ya se había corrido la voz en la escuela de que iban a tener una singular nueva compañera. Sin embargo, el tono con que lo dijo, no era ofensivo en absoluto, sino más bien amigable.

—Hola, futura sacerdotisa — respondí yo a mi vez, utilizando el mismo tono de voz. Ella soltó una carcajada y se sentó en el lecho junto a mí, como si fuéramos amigas desde mucho tiempo atrás. Algunas otras chicas nos rodearon con cierta morbosa curiosidad.

—¿Cómo te llamas?

—Sheru — y al pronunciar mi nombre no pude menos que observar que algunas de ellas ponían un gesto de estupor, pues no se esperaban un nombre acadio.

—Yo me llamo Enanedu y soy de Nippur.

—Sí — intervino con mucha impertinencia Agatima desde el otro extremo de la habitación —. Ya te irás dando cuenta de que los de Nippur no saben darse cuenta de con quién hablan.

—No le hagas caso — dijo la aludida —. Su padre es el gobernador de esta ciudad, así que hace todo lo posible por que se le note.

Agatima soltó un gruñido y se puso a hablar en voz baja con otras dos muchachas, las cuales parecían ser amigas suyas.

—¿No tienes miedo de hacer enfadar a la hija del gobernador? — Pregunté yo, pues nunca hubiera osado hacer semejante comentario cuando estaba en los jardines. Mi nueva amiga se encogió de hombros con una pícara sonrisa en los labios.

—¡Oh, bueno...! Hay que tener en cuenta que sólo es la hija menor del gobernador, y que por eso quieren que sea sacerdotisa, en vez de buscarle un marido rico y poderoso. Por otra parte — Enanedu se arregló, con más picardía aún, uno de los pliegues del kaunake —, soy hija del gobernador de Nippur, y aunque también soy la menor de mi familia... yo soy más guapa.

Algunas de las chicas que nos rodeaban acogieron aquel comentario con una serie de risitas nerviosas, mientras Agatima optaba por salir de la habitación seguida de sus amigas. Yo me quedé asombrada de estar ante la hija de un gobernador, cuando apenas unos días antes sólo me relacionaba con jardineros. No lograba entender por qué aquella chica tenía tanta familiaridad con una simple campesina.

—¿Eres hija del gobernador de Nippur?

—Si claro — respondió con naturalidad —. Y tú no eres acadia.

—No, soy de cerca de Eshnunna.

—¿Eres una dragona de montaña? — Preguntó con cierto descaro otra de las chicas.

—No, pero mi madre lo era... — Decidí divertirme un poco a su costa, y pensé gastarlas una broma, así que añadí —: Pero, ¿sabes? Conozco secretos de las montañas... — Y al decir esto, coloqué en uno de mis puños una pequeña piedra, cerré la mano y, al abrirla de nuevo, había desaparecido.

Las reacciones de mis nuevas compañeras fueron de lo más variado, desde miedo, hasta diversión y admiración.

—Podrías hacer eso con alguna que conocemos — dijo Enanedu mientras se reía, echando una mirada intencionada hacia la puerta por donde había salido el grupo de Agatima.

Yo me reí también. Creo que, con aquellas risas, se inició una gran amistad que ha durado hasta el día de hoy y, aún ahora, cuando Enanedu viene por las tardes a visitarme, acostumbramos a reírnos mientras ella sigue haciendo gala de la lengua más afilada del reino de los dos ríos. Y, de la misma manera que ella nunca se comportó conmigo como la hija malcriada de un gobernador, yo tampoco me comporto ahora como la dueña malcriada de la tiara de cuernos.

Pero no podíamos estar todo el día con aquello, pues era la hora de almorzar y por la tarde debíamos acudir a la Edubba, en mi caso por primera (y un poco temerosa) vez. Ella me tomó de la mano, me dijo que cogiera mi cuenco y me llevó al comedor donde hizo que me sentara a su lado.

En aquel lugar se comía la misma cantidad que en los jardines, pero vi que la calidad era mucho mejor. En vez de las gachas o las sopas de cebada, nos habían preparado un estofado de nabos y apio, lo que no dejaba de ser todo un detalle para futuras sacerdotisas. De hecho, observé que algunas de mis compañeras, como por ejemplo, la que me había preguntado si era una dragona, parecían disfrutar del momento de la comida con bastante placer. La muchacha, que resultó llamarse Sharrat, me recordaba a Agisa, por ser bonita y regordeta, aunque llevaba los cabellos muy cortos, al contrario que Agisa, que los tenía tan largos como yo. Debo decir que todas éramos más o menos de la misma edad, pues yo había superado en apenas un año aquella en la que se admitía a las muchachas como aspirantes, y las que ya tenían dos o tres años más, o bien ya estaban realizando menesteres propios de sacerdotisa, o bien proseguían sus estudios en otro tipo de Edubba.

Enanedu me explicó mientras comíamos los pormenores del funcionamiento de la escuela. Así, por ejemplo, me notificó que debía dirigirme al maestro como “padre de la escuela” aunque se llamaba Dadamum, y que debía tratarlo con el máximo respeto, o sería inmediatamente expulsada. Me informó de que disfrutaba de mucha fama en las ciudades del reino, y que había tenido entre sus discípulos al rey Manishtusu y a su difunto hermano, Rimush. También me dijo que existían varios profesores que actuaban como ayudantes del maestro y que, a veces, enseñaban supervisados por Dadamum algunas de las materias, como los idiomas, el dibujo o las matemáticas. A todos ellos debía llamarlos “grandes hermanos de la escuela”, de la misma manera que yo sería hija de la Edubba. Si algún día superaba mis estudios y se me admitía como sacerdotisa, lograría poder llamar ahatus [11] a mis compañeras del templo. Fue entonces cuando me enteré del nombre de la maestra que tan mala espina me había dado cuando espiaba a los alumnos de la Edubba. Era, por lo visto, una “gran hermana” que actuaba como maestra de las aspirantes a sacerdotisas, y que les enseñaba sobre todo escritura, cultura y literatura. Su nombre era Gemezida y se trataba de una sacerdotisa procedente del templo de Enlil en Nippur.

—Mi familia la conoce de toda la vida — me informó Enanedu —. Tiene mucho prestigio en el Ekur, pues es una experta en las obras antiguas. Debe haber leído miles de tablillas de las bibliotecas de casi todos los templos de Nippur, Uruk y Ur. E incluso más...

—¿Y siempre está de tan mal humor? — Pregunté con cierta aprensión.

—Siempre — aseguró mi nueva amiga encogiéndose de hombros —. Es muy perfeccionista. Por eso Enheduanna la hizo llamar para dar clases en esta Edubba. También dirige el pequeño templo del Enamtila. Eso le da prestigio a ella y a ambos templos. De hecho, muchos dicen en Nippur que, cuando muera la Entu de Enlil, Gemezida será su sustituta, pues hasta el rey estaría de acuerdo con su nombramiento.

—¿Y por qué no tú? — Sugerí medio en broma.

—¡Oh no! — Dijo Enanedu con vehemencia —. Yo nunca seré Entu. Cuando acabe mis estudios, volveré a mi ciudad y haré mis prácticas como sacerdotisa en el Templo de Inanna. Yo seré una ishtaritum, como varias mujeres de mi familia.

—¿Qué es una ishtaritum?

—Una prostituta sagrada. Una sacerdotisa de Inanna.

—¿Cómo las kezertu?

—¡Bueno, si y no...! Verás, ambas son prostitutas sagradas, pero las ishtaritum no realizan sus labores en la calle.

No quise insistir en ese tema, pues sospechaba que aún me quedaba mucho por aprender en cuanto a grados sacerdotales. Para mí, hasta ese momento, una sacerdotisa era simplemente una sacerdotisa. Nunca había sospechado que pudiera haber distintos tipos de ellas, salvo que unas mandaran más que otras, lo que me parecía obvio. Así se lo dije a Enanedu. Ella meneó la cabeza con preocupación.

—Si llegas ante Gemezida con esas ideas, serás la primera alumna que recibirá unos latigazos en las posaderas. Alguien debería habértelo explicado. Veamos... Tú has estado en los jardines y había distintos tipos de jardineros, ¿no?

—Sí claro, los había especializados en determinadas labores.

—Bien, pues en un templo las cosas funcionan igual. Por ejemplo, al igual que hay un jefe de jardineros, hay una Entu que dirige todo.

—Esa es la diosa reencarnada — dije yo recordando lo que una vez me había dicho Enheduanna.

—Exacto — asintió Enanedu —. La Entu es la diosa reencarnada y está por encima de todo y de todos. Aunque hay unas Entu que están por encima de otras.

—¿Son más diosas que otras?

—No, son la misma diosa, pero un templo puede ser más importante que otro. Por ejemplo — pensó unos instantes —. No es lo mismo la Entu del Templo de Enlil de Nippur, que la del Templo de Enlil de Uruk. El Templo de Nippur es el más grande, por tanto, su Entu es la más grande de todas. Además, las Entu de templos prestigiosos suelen tener concedido por el rey el título de Zirru, que las convierte en jueces y las permite dar fe de documentos oficiales. Su palabra es la palabra de los dioses, que actúan como testigos. Si una Entu pone su sello personal en un acuerdo comercial, éste no puede romperse jamás.

—¿Y tú no quieres ser la Entu de Inanna en Nippur?

—¡Oh no! En ese templo no podré ser nunca Entu, porque no hay ninguna. En ese templo hay un Enum. Lo dirige un gran sacerdote.

—No entiendo. ¿Por qué un hombre y no una mujer?

En ese momento intervino riendo otra muchacha a la que otras se habían referido como Zanka, y que por lo visto era hija de un gran comerciante de ovinos.

—No lo entiendes porque en el extranjero no dejan que las mujeres representen a los dioses, Gemezida nos lo recuerda muchas veces, y ella ha viajado a otras ciudades, incluso tan lejanas como Ebla.

—Yo no soy extranjera — repuse un poco molesta.

—Bueno, pues en las montañas — insistió Zanka con cierto aire de suficiencia —. En Sumeria los grandes templos de dioses son dirigidos por una mujer, y los grandes templos de diosas, por un hombre.

—¿Y por qué?

Enanedu intervino de nuevo, tal vez para evitar que yo me molestara con el tono de voz de la otra muchacha.

—La gran hermana Gemezida dice que solamente los sumerios conocen la sabiduría de los dioses y, por tanto, saben que la divinidad, al igual que la vida, es transmitida por las mujeres, y por ello, son necios los que impiden que las mujeres representen a los dioses. Nuestro pueblo se siente orgulloso de que las diosas se reencarnen en mujeres de carne y hueso. Los demás pueblos sólo conocen la mitad de la divinidad.

—Tiene lógica, aquí y en las montañas — las chicas soltaron unas risotadas al oírme decir aquello —. ¿Y qué otros tipos de sacerdotisas hay?

—Bueno, por debajo de la Entu puedes encontrar sacerdotisas qadishtu o naditu. A las naditu se las reconoce porque algunas de ellas viven en el giparu con la Entu, y casi siempre son de familias importantes. Las qadishtu también suelen serlo. Casi todas las que estamos en este cuarto seremos en un futuro, naditu o qadishtu.

—¿Y a qué se dedican?

—Las qadishtu suelen ser mujeres que han dejado a su familia para dedicarse al templo. A veces tienen hijos y maridos fuera del recinto y ocupan cargos muy altos. De hecho, aquí raras veces verás a alguna, porque viven fuera, en el barrio de los sacerdotes.

—Entiendo.

—En cuanto a las naditu, no se les permite tener hijos.

—Y, a veces, tampoco sexo — añadió Sharrat con una risita, mientras Zanka le propinaba un codazo.

—¿Por qué?

—Bueno, cada templo tiene sus normas y cada ciudad... — Dijo Enanedu tras pensarlo unos instantes, como si la cosa fuera un poco liosa —. Pero en todo caso, así se evitan problemas con las herencias. Si tú eres un comerciante de familia rica y no quieres que tu hermana se quede con parte de la herencia, la envías al templo como naditu. Como no puede tener hijos, no habrá herederos indeseados. De todas formas, tampoco suele ser siempre la razón, pues hay ciudades donde dejan que las naditu se casen, aunque no pueden tener sexo con el marido, pero nadie les impide comprar una concubina que dé hijos al esposo.

—¿Y no es un poco cruel dejarlas sin poder hacer... ya sabes?

—Eso es asunto de cada ciudad y cada templo, como te ha dicho Enanedu — intervino Sharrat —. En algunos templos se les permite adoptar, aunque no tener hijos propios. En los templos de Inanna no son tan crueles y les permiten tener sexo, pero no quedarse embarazadas.

—¿Y eso es posible? — Pregunté yo, pero ante la carcajada con que reaccionaron a mi pregunta, decidí que no me convenía ser tan ingenua, y que tendría que ahorrarme algunas preguntas. Enanedu sonrió con amabilidad y siguió informándome como si no hubiera oído nada.

—Hay más tipos de sacerdotisas. Por ejemplo, las sal-me, que actúan como jueces del templo, porque son conocedoras de las normas y leyes del santuario; las sal-ishib, que purifican los altares y las estatuas de los dioses con agua bendita; las shugia, que estudian las estrellas y el cielo, conocen sus movimientos y manejan los calendarios; las shamatu o las raggimtu, que leen el futuro, tanto en las vísceras de los animales como en otros lugares, y consultan los registros de profecías; las nu-gig que realizan sacrificios; las shalsitu que leen los sueños...

—Parece complicado — opiné yo, casi mareada ante semejante vorágine de nombres y cargos. De todas formas tenía la esperanza de que, con el tiempo y el uso, esos nombres me resultaran familiares, porque si no, mi carrera de sacerdotisa no iba a durar mucho.

—No tanto, cuando lleves tiempo rodeada por ellas, te acostumbrarás — aseguró Enanedu confirmando mis esperanzas, lo que me alivió bastante —. Simplemente tendrás que tener en cuenta que, en algunos cultos, hay casos especiales. Por ejemplo, en los templos de Inanna existen, además de las kezertu, que realizan su labor por las calles y ayudando a las prostitutas, las nin-dingir, las cuales participan en los ritos del Año Nuevo sustituyendo a la ishtaritum mayor, aunque en ocasiones ambos cargos coinciden en la misma mujer, sobre todo si ella es joven y el templo importante; las kulmashitu, que en ocasiones son esclavas o simples mujeres contratadas por el templo, para trabajar como prostitutas sagradas... ¡Ah claro! — Añadió como si se hubiera acordado de repente —. Y no hay que olvidarse de las que auxilian al templo y tienen concedidos cargos de respeto, como las shamhatu, que son prostitutas que ayudan a los templos de Inanna a atender a los fieles en fechas de mucho trabajo, como el Año Nuevo...

—¡Y eso son sólo las mujeres...!

—¡Claro! Los sacerdotes tienen sus propios cargos. Por ejemplo...

—El intendente es el Shangu — interrumpió Sharrat. No se lleva bien con la Entu Enheduanna. Es un poco estirado, y creo que le molesta tener que obedecer a la Entu. Es hijo de un general, pero no pudo dedicarse a ser soldado...

—Sí — intervino Enanedu para evitar que Sharrat me contara toda la biografía del sacerdote —. Es un Shangu y colabora con la Entu. De hecho, es el cargo sacerdotal más importante tras la propia Entu. En cambio, si el sacerdote es el que manda en un templo de culto femenino, es un Enum. Luego están los ibib, que ungen los altares durante las ceremonias, al igual que hacen las sal-ishib, aunque los sacerdotes no purifican estatuas de dioses, eso lo dejan a las sacerdotisas.

—Ellos sólo trabajan de cara a la gente, les gusta figurar y que los admiren. A lo mejor por eso van desnudos — opinó riéndose Sharrat.

—Los ramkum — prosiguió Enanedu sin hacer caso —, que purifican el agua que se usa en las ceremonias, así como aquélla con que se lavan las estatuas de los dioses; los zameru, que interpretan música en los actos religiosos y conocen los himnos sagrados; los ashipum, que curan las enfermedades expulsando a los demonios que las provocan; los barum, que consultan el futuro en las estrellas; los ishipum, que purifican los templos antes de las ceremonias; los lamahu, que expulsan a demonios de aquellos lugares que han sido maldecidos; los nisahkum, que vierten las libaciones ante los dioses; los nashpatu que sacrifican, los shailum que interpretan sueños...

—¡Vaya lío...!

—Hay más, pero ya los irás conociendo.

—Ah, y no te olvides de los sesgallu — añadió Zanka —, que aunque no son sacerdotes, ayudan al templo, y debe dárseles reconocimiento por ello.

—No entiendo. ¿No son sacerdotes y tienen un cargo sacerdotal? ¿Cómo puede ser eso?

—Porque, debido a su labor y a su dedicación, el templo les otorga respeto y honor.

—Cierto — asintió Enanedu —. Imagina que en una fiesta importante hay que sacrificar muchos animales. Pues bien. Hay carniceros que tienen otorgado por el templo el título de sesgallu, y que acuden en esas fechas para ayudar sacrificando animales. Como agradecimiento, se les permite circular por muchas zonas del recinto sagrado. Se los considera hermanos del templo, así que una persona que tenga un título como ése, es muy respetado entre sus vecinos. Hay casos en que algunos pagan al Shangu grandes cantidades para comprar ese cargo.

La comida estaba acabando y las muchachas volvieron al dormitorio para recoger las tabletas de escritura. Yo tomé la mía y les acompañé a la Edubba. Mientras nos dirigíamos hacia allí Enanedu me fue dando instrucciones acerca de lo que debía hacer al llegar. Me vio tan apurada que me sonrió para darme ánimos, pero la verdad es que cuando entré por primera vez en la escuela, estaba aterrorizada.

* * *

Lo primero que hice, tal y como Enanedu me había instruido mientras caminábamos hacia la Edubba, fue inclinarme ante el padre de la escuela, arrodillarme y saludarlo.

—Os saludo, padre nuestro — dije —. Espero ser digna de vuestras enseñanzas y os ruego que tengáis paciencia conmigo.

El anciano me echó un vistazo con curiosidad y luego me hizo un gesto para que me incorporara.

—¿Tú eres la muchacha nueva?

—Si, padre nuestro.

—Bueno, hija nuestra — dijo mientras asentía complacido —. No pareces tan salvaje. Por lo menos tienes educación y modales. Ve con la hermana Gemezida, ella te instruirá porque será tu maestra durante los próximos meses.

Mientras me retiraba, no dejé de notar que, a pesar de que le complacía que yo no fuera una dragona sedienta de sangre, parecía un tanto decepcionado. Con el tiempo deduje que, seguramente, esperaba que yo le entregara algún obsequio, tal y como acostumbraban a hacer las familias de los alumnos. Tal vez imaginó que, si yo era una protegida de la Entu, el regalo sería equivalente al cargo de mi protectora, pero se encontró con una chica cuya única riqueza en el mundo se reducía casi a lo que llevaba puesto. Creo que aquello debió desconcertarlo un poco.

Acompañé a Enanedu hasta una habitación adyacente, donde aguardaban las otras muchachas. El cuarto era más pequeño que el aula donde estudiaban los chicos, aunque, al igual que ella, presentaba unos bancos de adobe cocido donde se acomodaban las chicas en grupos de tres o cuatro. Mientras entrábamos, uno de los ayudantes del maestro iba comprobando nuestra asistencia. Me llamó la atención que ya estuviera informado de la mía. Me senté con Enanedu y con otra muchacha que no había estado comiendo con nosotras, por alojarse con su propia familia fuera del recinto sagrado, y que se presentó como Nintur.

La maestra Gemezida entró pasados unos instantes. Era una mujer alta y muy delgada, con el ceño fruncido. Se cubría los cabellos con un turbante que acentuaba todavía más su apariencia severa. Inmediatamente me levanté, me dirigí hacia ella y, al igual que con el padre de la escuela, me incliné intentando parecer lo más sumisa posible, como si de ello dependiera mi vida (y la verdad es que en esos instantes, así lo sentía). Luego me arrodillé.

—Te saludo, gran hermana.

Gemezida frunció los labios y me dirigió una mirada de total desprecio haciendo un gesto de fastidio, como si deseara dejar bien claro que no le hacía ninguna gracia tenerme en sus clases.

—¿Pensáis vosotras, hijas, que un burro puede pasar fácilmente por un onagro? — Preguntó dirigiéndose a las alumnas, haciendo que del grupo de Agatima y sus amigas salieran unas risitas de desprecio. Yo opté por permanecer en silencio —. ¡Puedes levantarte! — Yo obedecí y ella tomó mis cabellos con cierta rudeza —. Ahora envían a una montañesa. ¡Como si los montañeses supieran algo sobre los dioses, allí, perdidos en las montañas! ¿Por qué no hablas, es que no conoces el sumerio...? ¿El acadio...? ¿Por lo menos rebuznas?

Estuve tentada de imitar algunos roznidos, pero pensé que lo mejor era no forzar mi suerte. Supuse que Gemezida intentaba humillarme, por una parte para satisfacción propia, como una morbosa venganza contra una desconocida, pero por otra parte, tal vez como un intento de conseguir que yo hiciera algo merecedor de una expulsión. Aplicando lo que el general Shamum me había enseñado, decidí no darle lo que deseaba hasta no conocerla a fondo, por lo que preferí “reservar mis fichas” en un juego que Gemezida parecía dominar.

—No se me ha preguntado, gran hermana — respondí con prudencia, dejando a Gemezida un tanto sorprendida, pues claramente esperaba una respuesta más altanera por parte de una dragona.

—Y harás bien en no hablar si no se te pregunta — afirmó —. Vete a tu sitio. Y a partir de ahora, cubrirás tus cabellos con algo. No deseo que esta clase se vea corrompida.

Me senté en mi lugar y tuve la suerte de que, al ser por la tarde, las muchachas tuvieran que presentar los resultados de las tareas que se les había encargado esa mañana. Por ello me libré de que Gemezida se fijara por la tarde en mí, pues estuvo muy ocupada bronqueando e imponiendo castigos a algunas de las chicas. A Enanedu, por ejemplo, le tocó repetir un listado de palabras diez veces, lo que, según me confesó esa noche, impidió que pudiera salir a pasear por la ciudad tras acabar las clases, tal y como le hubiera gustado hacer. Sin embargo, ese tipo de castigos eran mucho mejores que los azotes en las posaderas que recibían los chicos, y que ejecutaba un encargado del látigo con demasiada dedicación.

Aquella, mi primera tarde, fue bastante tranquila y afortunada, pero estaba claro que eso no iba a durar, así que me encogí de hombros y me resigné a conformarme con lo que el futuro me reservara.

Las siguientes semanas fueron vertiginosas para mí, y si no hubiera sido por la ayuda de Enanedu y de Sharrat, que al final me terminó tomando simpatía, no sé si hubiera salido con bien de aquella empresa. No había caído en la cuenta de que yo empezaba mis estudios con varios meses de retraso respecto a mis compañeras, lo que me obligaba a recibir clases como una primeriza, ejercicios y tareas incluidas. Tal vez eso no le hubiera molestado a otra persona, pero yo no estaba dispuesta a mantener esa situación. No me agradaba parecer la tonta de la clase, pues aquello era del gusto de Gemezida y de la cuadrilla de Agatima, a las que deseaba escarmentar por su soberbia. Por otra parte, una vez al año se celebraba una ceremonia en la que se aceptaba oficialmente a las nuevas sacerdotisas, y yo deseaba estar aquel día junto a Enanedu y Agatima. Junto a la una por amistad, y junto a la otra para que se le estropeara la jornada con un ataque de rabia.

Decidí, pues, que debía ponerme cuanto antes a la altura de mis compañeras en cuanto a habilidades con el estilete y la tablilla. Pero si pensaba que aprender a leer y escribir era sencillo, me había equivocado.

* * *

Mi joven amigo de Nippur había elogiado mi memoria cuando me enseñó los primeros signos del barro. Ciertamente, esa buena memoria me salvó de volverme loca. Para aprender los signos, había que memorizarlos, lo que resultó más difícil de lo que creía, dado que eran cientos y cientos y, por si fuera poco, en sumerio y en acadio.

La nueva etapa de mi vida comenzaba muy temprano. Antes de salir del dormitorio, una criada del templo nos entregaba a cada una de las muchachas un panecillo de avena y una cebolla. Las chicas que acudían desde fuera del recinto sagrado, solían traer desayunos más interesantes, como panecillos con requesón o mantequilla, e incluso puñados de dátiles. Nada más llegar a la escuela, teníamos que saludar a Dadamum y a Gemezida, mientras el encargado correspondiente nos pasaba revista con una seriedad que, seguramente, el propio general Shamum no habría tenido con sus soldados. Si Gemezida consideraba que no te habías arreglado bien, o que tu higiene no era la adecuada, te esperaba una mañana muy desagradable, consistente en que era capaz de destacar los errores más insustanciales en tu trabajo, a fin de poder imponerte algún castigo.

Uno de los grandes hermanos nos hacía entrega de una tablilla limpia y en ella solíamos repetir, una y otra vez, listas de símbolos que nos mostraban. Había que realizarlo una y otra vez para memorizarlo, y todo esto resultaba muy tedioso. Tras una primera tanda de ejercicios de copiado, llegaba el desayuno, que tomábamos en la misma habitación de la Edubba. Los chicos, en el otro cuarto, solían relajarse, bromear y hablar entre ellos, pero Gemezida imponía entre nosotras una disciplina férrea, con lo que no se nos permitía hablar y debíamos tomar el desayuno en completo silencio, vigiladas por un gran hermano cuyo cometido también consistía en procurar que no faltáramos a clase y en avisar cuando alguna de nosotras llegaba tarde, lo que te reportaba un par de golpes en la mano con una vara por parte del encargado de los castigos. Por lo menos, a nosotras no nos daban latigazos en la espalda o las posaderas, como a los chicos, pero no bromeo si digo que con una mujer tan estricta, resultaba problemático, incluso, tener que pedir permiso para salir a realizar las necesidades corporales.

A la hora de la comida volvíamos al dormitorio, aunque algunas de las muchachas regresaban a sus casas. Eso se producía, sobre todo, si vivían cerca del templo, como solía suceder si eran hijas de sacerdotes o sacerdotisas de alto rango, cuyo barrio estaba pegado al recinto sagrado, o hijas de familias gobernantes o pudientes en la ciudad, que también residían cerca del recinto. Un caso singular era el de Agatima, que se alojaba en el santuario en vez de en el palacio del gobernador. Años después, cuando tuve más experiencia con las relaciones dentro de familias de alto rango, supuse que eso se debía a que era la hija menor y, por tanto, posiblemente su familia no la tenía en demasiado aprecio. Quizás su soberbia y su resentimiento nacían de aquel abandono familiar. En una sociedad como la de los cabezas negras, una hija menor sólo tiene oportunidad de ganar el respeto de su familia, si prospera como sacerdotisa y gana una fortuna propia a la que sus parientes puedan echar mano en forma de herencia. Eso hace que, en ocasiones, algunas sacerdotisas ricas lleguen a desheredar a sus familiares por venganza o despecho. Parece que Agatima decidió, desde un principio, “desheredarme” a mí.

En todo caso, no me costó hacer buenas migas con algunas de las muchachas de nuestro dormitorio. Me resultó más difícil en el caso de las que venían de fuera, pues la verdad es que adoptaban hacia mí una actitud de total ignorancia. Yo no era nada para ellas y, seguramente, al igual que Gemezida, estaban convencidas de que no llegaría a ningún lado y fracasaría en acabar mis estudios. Es posible que, a veces, anduvieran cerca de acertar, pero no contaban con mi cabezonería de montañesa.

Por la tarde, retornábamos a la Edubba y se hacían ejercicios de dictado. Los dos primeros meses tuve problemas en seguir los dictados, y hube de soportar las burlas de Gemezida, que me comparaba con un bebé. Mientras mis compañeras realizaban aquella labor, yo debía imitar a las más jóvenes y repetir las mismas interminables listas de palabras de la mañana. Obviamente yo estaba más retrasada que mis compañeras, y mi nivel era equivalente al de las chicas más jóvenes de la Edubba, pero no era mi culpa. Por suerte para mí, Enanedu me habló de la biblioteca del templo y, gracias a ello, tuve oportunidad de darle un escarmiento a Gemezida.

Todos los recintos sagrados poseen una biblioteca donde almacenan, no sólo los documentos de tipo oficial o económico del templo, sino también obras literarias y técnicas. Gracias a Enanedu supe que existían diccionarios de palabras que podía consultar. Como para los escribas resulta muy complicado recordar miles de vocablos, tanto en acadio como en sumerio, se elaboran listados de ellas por temas, muchos de esos listados en ambos idiomas.

Así pues, un día me dirigí al padre de la escuela y, tras dedicarle el preceptivo saludo, me dispuse a pedirle algo que no debía ser muy habitual entre el alumnado de la Edubba.

—¿Qué es lo que quieres? — Me preguntó extrañado, pues supongo que para él era la mascota exótica de su escuela, una mascota que no le reportaba demasiados beneficios.

—Padre nuestro, deseo pedir permiso para que pueda consultar diccionarios en la biblioteca del templo.

Aquello le pilló bastante desprevenido, así que guardó silencio unos instantes y luego carraspeó claramente confundido.

—No es habitual que una muchacha joven... En fin... No debería darse ese permiso, es sólo para sacerdotisas o alumnas avanzadas.

—Lo sé, padre nuestro. Pero he empezado mis estudios más tarde que mis compañeras. Podría continuar al nivel de las muchachas más jóvenes, pero eso sería una vergüenza para la Edubba pues, cualquiera que la visitara, pensaría que he sido una mala alumna. También podrían decir: «¡Mira qué malas enseñanzas reciben estas alumnas por parte de la Edubba!» Yo no quiero perjudicar a esta escuela con mi problema. Deseo estar a la altura de las muchachas de mi edad, para no entorpecerlas y para ser digna de este lugar.

El maestro volvió a quedarse en silencio, claramente sorprendido. Hizo llamar a Gemezida y tuve que repetir mi petición y mis razones ante ella. La sacerdotisa, ante mi asombro, apoyó mi petición.

—Tiene lógica lo que pide — arguyó —. El prestigio de esta Edubba está en juego. No se trata de una alumna normal, sino que es una muchacha rara en la que se fijarán todos los visitantes, y sus fallos serán exagerados. Los demás templos se reirán de nosotros y dirán: «En Ur hasta los dragones se revuelcan en la Edubba».

El maestro volvió a quedarse en silencio, extrañado de que Gemezida se hubiera puesto de mi parte. Luego me dijo: «Espera a mañana. Te daré entonces la respuesta».

Al día siguiente, Gemezida entró en el aula como si la persiguieran todos los demonios del otro lado. Sin decir una palabra me miró con fijeza hasta que logró ponerme nerviosa. Finalmente rompió su mutismo.

—Puedes ir a la biblioteca — anunció con un tono muy seco, como si le costara soltar cada palabra —. Si rompes una sola tablilla, o la pierdes, se te castigará muy severamente. Por otra parte, dudo que estés mucho tiempo en aquel lugar. Una dragona se atragantará ante tantas palabras almacenadas. Mejor harías subiendo al tejado de la Edubba para contar las nubes.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, me pareció notar que de sus labios se traslucía una ligerísima sonrisa, que inmediatamente atribuí a que la situación le estaba pareciendo extremadamente divertida. Posiblemente pensaba que la dragona, por fin, se había metido donde no debía, e iba a pagar por ello.

Por la tarde entré en el edificio con cierto temor. Se levantaba junto al pequeño Templo de Enki, para que estuviera cerca de la escuela de especialización de los escribas. Dentro de él vi numerosas estanterías con pilas de tablillas. También observé en el suelo varias grandes tinajas y cestos con tablillas de menor tamaño. Había en el ambiente un agradable olor a barro seco que me levantó el ánimo pues, en cierto modo, me recordó el perfume de la tierra recién regada a la caída de la tarde. Me pregunté si en alguna de esas tablillas estaría recogido el secreto de los rosales.

Tuve que hablar con un escriba que actuaba como bibliotecario. Me volvió a llamar la atención el hecho de que me estaban esperando. Aquella noche llegué a la conclusión de que no debería haberme sorprendido, pues el maestro Dadamum había acudido esa mañana con un faldellín nuevo y flamante, de lo que se deducía que alguien en el giparu, no sólo había otorgado el permiso, sino que había convencido de forma más “personal” al anciano. Con semejantes antecedentes no era de extrañar que, desde el giparu, hubieran dado aviso a ese funcionario de mi visita.

No pasó mucho rato sin que mis expectativas se cumplieran, ya que existían varios de esos diccionarios, cada uno sobre un tema distinto. Los había con listas de nombres de estrellas, de animales, de plantas, de peces, de dioses, de partes del cuerpo... En ocasiones, localicé varios de un mismo tema con distinta cantidad de palabras.

Unos días después, Gemezida nos advirtió de que, en cinco días, iba a imponernos un dictado especial basado en una conocida fábula de un fabricante de cerveza. Así que las siguientes tardes me las pasé consultando todo tipo de listas de palabras relacionadas con el asunto, e intentando memorizarlas casi desesperadamente. En realidad tuve suerte, pues en los pocos ratos en que me dejaban a solas en aquel recinto, pude dedicarme a espiar por los rincones y, tras descubrir la sala donde se guardaban las obras literarias, pude localizar dos copias de la fábula. Aunque ambas no eran exactamente iguales, aquello me permitió, a su vez, detectar las palabras principales y consultarlas en los diccionarios.

No puedo decir que mi primer dictado fuera un completo éxito, pues no logré saber todas las palabras, y algunas otras tenían defectos de escritura, pero desde aquel día pude participar en los dictados de la tarde, y ya no me sentía como la tonta de la clase. Otra ventaja es que con apenas cinco meses en la escuela, y tras haber demostrado semejante aplicación, se me permitió asistir a las clases adicionales que se impartían también por la tarde, y que ya recibían mis compañeras. Sobre todo eran clases de idiomas (acadio) y de dibujo, que impartían un par de hermanos mayores que eran más agradables que Gemezida. Sobre todo me gané el respeto del profesor de idiomas, que se llamaba Kulki. Desde el primer día en que, ante el asombro de todas las muchachas y el regocijo de Enanedu, lo saludé en un perfecto y cortés acadio, resultó que mi nivel en ese idioma era ligeramente superior al de mis compañeras, salvo el de aquellas que eran acadias y que, por razones obvias, no acudían a esa clase en concreto. Por otra parte, siempre demostré mucho más interés en aprender el idioma que las demás, pues como ya he dicho, los sumerios no se interesan por las particularidades de otros pueblos. La razón por la que se aprendía aquella lengua, aparte de por ser la de la realeza era, simplemente, porque la documentación oficial del reino se realizaba en bilingüe desde los tiempos del gran señor Sargón. Pero los futuros escribas y las sacerdotisas lo consideraban, no como algo interesante, sino más bien como un mal menor, algo así como una desagradable infusión que había que apurar de un trago.

Si proseguíamos a ese ritmo, en unos meses más se nos empezaría a impartir otras materias. Mi memoria me ayudó mucho, aunque para ello tuve que renunciar a visitar la ciudad por las tardes durante unos meses más. Yo estaba deseándolo, pero no me quedó otro remedio, pues si pensaba acceder a otros conocimientos, necesitaba escribir rápido y bien, pues como repetía una y otra vez Dadamum: «Un escriba cuya mano corre a medida que la boca dicta... ¡He aquí un escriba digno de ese nombre!».

* * *

Como de momento no salía por la ciudad, seguí frecuentando a Akkilu, el cual estaba tan orgulloso de mí como un padre, lo que me hacia un poco de gracia. Supongo que no todo el mundo veía con buenos ojos que una estudiante de la Edubba se relacionara con un esclavo, pero a mí me daba igual. Mi única riqueza en el mundo eran los amigos, y tenía pocos, así que no deseaba perderlos. El primer día que Akkilu me vio aparecer en los jardines con mi kaunake de lana blanca, comenzó a dar gritos, me abrazó, me levantó por lo alto, e hizo que todos los jardineros acudiesen para admirarme. Por supuesto, Lanusa no apareció.

Por otra parte, Agisa me resultó de mucha utilidad cuando una tarde, en la clase de dictado y, de forma repentina, me convertí en mujer. ¡Pobre Agisa! Tuvo que sustituir a la madre que ya no tenía y darme todo tipo de explicaciones y consejos, aunque creo que todo eso nos unió más todavía y llegué a quererla como a una hermana mayor. Ella fue, precisamente, la que me recomendó los lugares de la ciudad a los que podría acudir cuando me decidiera a salir, por fin, del recinto sagrado. Y ese momento llegó un par de meses más adelante.

Una tarde, cuando consideré que ya estaba a la altura de mis compañeras, me decidí a salir con Enanedu. Para ello estrené por primera vez un kaunake de los que me habían entregado. Era muy sencillo, de lino blanco con unos adornos bordados, también de color blanco. Yo nunca había llevado un kaunake de lino, pues está reservado a los gobernantes y a las sacerdotisas. Me hacía gracia disfrutar de un tejido que ni siquiera un comerciante rico podría llevar.

Por consejo de Agisa, lo primero que hice fue, tras convencer a Enanedu, dirigirme al puerto. Ya lo había recorrido casi tres años antes, cuando llegué a la ciudad, y estaba tal y como lo recordaba. Seguía presentando la misma vorágine de gente y de mercancías, así que me senté en uno de los escalones y Enanedu se sentó a mi lado. Disfruté de aquel momento de completa libertad y sonreí.

—¿Qué te hace gracia, Sheru? — Me preguntó con una risita Enanedu.

—No lo sé, pero me gusta estar aquí. Sobre todo porque creo que a Gemezida no le gusta nada que yo esté aquí.

Enanedu soltó una carcajada y me cogió de la mano.

—Pues en ese caso, recuerda este momento, Sheru. Yo creo que algún día serás una sacerdotisa de las buenas. No he conocido a nadie que fuera capaz de asimilar lo que tú has aprendido en tan pocos meses.

—No me quedaba otro remedio.

—Mi padre dice que, a veces, las cosas que hay que hacer porque no nos queda otro remedio, son las más importantes. Pero desde el primer día yo sabía que tú podrías hacerlo.

—¿Por qué?

—Bueno, en parte porque te eligió la Entu, y Enheduanna es muy lista. ¡No imaginas lo que ha tenido que luchar para que la respetaran como Entu, desde que su padre la eligió para el cargo!

—Algo había oído — dije.

—Es, posiblemente, la Entu más inteligente que ha habido en años y años. Hasta Gemezida parece una pequeña hormiga a su lado. Si ella te ha elegido, habrá sido que ha descubierto en ti algo que los demás no veían. Además, por otra parte, creo que siempre pensé que lo conseguirías porque aparentas... — Pareció un poco azorada —. Perdona, pero el color de tus cabellos... no te enfades... te asemejas a alguien a quien Inanna elegiría para hacer algo grande.

Negué con la cabeza.

—Sólo soy una mestiza montañesa. Gemezida no pierde nunca ocasión de recordármelo.

—Sheru, hay dioses más grandes que otros, e Inanna es la más grande. Ella puede abarcar el mundo entero si lo desea, y también puede tener designios extraños.

Yo me encogí de hombros. Era consciente de que mi vida no tenía nada de normal, pero en aquellos momentos no percibía que los dioses me llevaban por un camino rodeado de altos muros, del que no podía salirme.

—Cuando seas una ishtaritum, tal vez puedas saberlo mejor y contármelo — le sugerí con algo de sorna.

En aquel momento un pescador pasaba a nuestro lado, con sus redes al hombro y silbando una canción, algunas de cuyas estrofas le había oído cantar a Agisa.

“La mirada de tus ojos es agradable para mí.

Ven, mi querida hermana.

El hablar de tu boca es agradable para mí.

El beso de tus labios es agradable para mí.

Ven, mi querida hermana.”

Aquel momento, pensé, tenía algo de mágico. Habían sido unos meses duros, pero tal vez fuera verdad que Inanna me tenía simpatía y me reservaba para algo bueno. Mientras contemplaba el sol bajando en el horizonte, suspiré y le sonreí a Enanedu.

—No sé si seré una sacerdotisa grande, creo que otras lo serán. Tienen riquezas y poder, aunque si de verdad tienes razón y yo tengo a una diosa de mi parte... ¿Sabes qué le pediría?

—¿Qué?

—Una pera bien madura.

Enanedu soltó una carcajada y se quitó del dedo un anillo de plata como los que mi madre llevaba allá, en Eshnunna.

—En fin, no soy una diosa, sólo una pobre futura ishtaritum, pero eso te lo puedo conseguir.

Nos levantamos para dirigirnos hacia el barrio de los fruteros, que se encontraba casi en la otra punta de la ciudad. El pescador seguía silbando:

“Mi hermana, la cerveza de tu cebada es buena.

Eres la miel de la boca de tu madre.

Mi hermana, el pan de tu cebada es bueno.

Ven, mi querida hermana.”

Definitivamente, aquélla fue una buena tarde.

En un mundo azul oscuro
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