XXIX

En verdad, no puedo asegurar que mi vuelta a Agadé fuera feliz. Ya a la salida de Eshnunna pude darme cuenta de que algo no iba bien. Fue en ese momento, por uno de los barqueros, cuando me enteré de que mi aldea ya no existía. Y no era la única. Las epidemias habían despoblado el campo a los pies de las montañas. Mucha gente había comenzado a habitar en pobres chabolas de cañas fuera de la muralla. Sobrevivían como podían, consiguiendo alimentos con sólo la fuerza de su desesperación. En otros tiempos, esas gentes habrían trabajado para algunas de las tierras de los templos menores, pero eso ya empezaba a ser imposible, y los terratenientes acadios imponían un régimen de semiesclavitud, con raciones de mera subsistencia.

Según navegábamos por el río, y ya sin la distracción que implicaba la emoción del viaje, me fijé en esas pequeñas señales que había visto en Eshnunna y descubrí que también eran comunes en otros puntos del reino. Incluso en las cercanías de Agadé, observé campos que aparecían abandonados y salvajes. Contemplé en pequeños pueblos chabolas de adobe que se caían por el abandono, cuando no villorrios enteros abandonados.

Naram-Sin estaba conquistando el mundo, pero al mismo tiempo, corría el riesgo de perder su reino. A la llegada al puerto de Agadé seguí prestando atención, y descubrí que detrás de los habituales síntomas de un comercio próspero, aparecían elementos que no cuadraban. No había tantos barcos en los márgenes del canal del puerto, por ejemplo, lo que indicaba menos pescadores. También existían palmerales abandonados, y algunos de los regadíos presentaban señales de que el agua no había pasado por los cauces en muchos meses.

De improviso me sentí molesta conmigo misma. ¿Cómo era posible que no hubiera captado todo aquello hasta ese instante? ¿Tan ocupada en mis propios pequeños problemas había estado, que no pude ver cómo el mundo se resquebrajaba a mi alrededor? Todo ello estaba ante mis ojos. Había detectado pequeños retazos del conjunto, y me había enfadado por ellos, pero no había visto el conjunto en sí.

En mi templo estaban acabando los trabajos de reconstrucción, pero en las calles adyacentes había personas con hambre. Yo no poseía tierras en el templo para darlos trabajo, y en cuanto al Eulmash... Agatima se cuidaba mucho de relacionarse con ese tipo de personas humildes. «¿Qué hubiera hecho Enheduanna?», me preguntaba yo.

A los dos días me trasladé hasta Nippur para informar a Gemezida de los resultados de mi viaje. Al llegar a la ciudad descubrí cómo uno de los torreones de la Puerta de Ur estaba siendo reconstruido, ya que debió caerse por completo tras el terremoto. Por las calles, y en los alrededores de la ciudad, hallé esos mismos síntomas de desesperación, aunque menos que en otros lugares, tal vez gracias a que los pequeños templos conservaban sus tierras y podían emplear a los hambrientos.

Me detuve ante el Ekur, contemplando a lo lejos un grupo de trabajadores que reparaban la gran plataforma.

—Nos estamos equivocando, Enanedu — le dije a mi amiga.

—¿No debimos venir a Nippur?

—No me refiero a eso. Me refiero a ellos — los señalé en la distancia —. Reparamos los edificios, pero no a las personas. No era ésta la idea de Enheduanna. Ella quería llevar los dioses a los corazones, y una y otra vez levantamos muros de adobe entre ellos y los fieles.

Enanedu se encogió de hombros, sin entenderme del todo. Mientras ella visitaba a su hermano, yo me reuní con Gemezida, la cual aún no se había recuperado de su accidente durante el terremoto. Se ayudaba para caminar de un bastón, lo que me dio algo de pena, pues la recordaba de sus días en la Edubba, cuando era una mujer desafiante y soberbia. Ahora parecía más encorvada y anciana. De hecho, sus cabellos habían creado mucho yeso, como decía el general Shamum.

Le informé de mi viaje y le conté los pormenores. No quise decirle que todo había acabado en un acuerdo personal entre el rey Usurawasu y yo. De hecho, tampoco tenía intención de contárselo al rey, pero sí le confesé el intento de traición del ministro. Gemezida suspiró.

—Yo ya no puedo hacer nada contra eso — dijo con voz cansada.

—¿A qué os referís, mi Entu?

—Ya no tengo fuerzas para luchar contra las intrigas de palacio. Estoy sola. Soy la única Entu que aún intenta arreglar las cosas. Los demás callan o miran a otro lado.

—Los demás, mi Entu, están de acuerdo en que las guerras están destruyendo el corazón de las llanuras. La matanza debió acabar con la guerra civil.

—Y fue, en ese preciso instante, cuando se le debió explicar al rey dónde estaban los límites de su voluntad. Representamos a los dioses y entregamos la legitimidad a la corona... y por lo visto la hemos entregado de forma demasiado alegre, sin reparar en las consecuencias de lo que hacíamos.

Me quedé un poco perpleja ante aquellas palabras. Siempre había considerado a Gemezida como una representante genuina de la ortodoxia.

—Mi Entu — me apresuré a decir —, no es nuestra labor gobernar.

—No lo es, ahatu, no lo es... — Se quedó un rato pensativa —. Añoro las charlas que tenía con Enheduanna — añadió murmurando, como si aquellos instantes estuvieran tan lejos, que ya no fuera posible alcanzarlos —. ¿Guardaste sus poemas? Creo recordar que te los dejó en herencia.

—Sí, mi Entu.

—Sí, ahora lo recuerdo. Me llegaron rumores de que una montañesa rebelde entregaba ciertos versos a los artesanos humildes, y que hasta los pescadores recitaban oraciones que antes sólo se escuchaban en lo alto de una plataforma... Seguramente lo hiciste por decisión de Enheduanna, ¿no? Una montañesa no puede ser tan sutil —. Iba a responder, pero ella siguió hablando sin darme tiempo a hacerlo —. Si la gente aprende a mirar a los dioses cara a cara, con confianza, tal vez aprendan a unirse unos a otros. Hemos salido de una guerra civil, pero seguimos sin ser un solo pueblo, y eso, en tiempos difíciles, es origen de problemas. Alguna vez, sólo por unos instantes, me hubiera gustado que realmente me vieran como una diosa...

No supe cómo responder a sus palabras. Me recordaba lo que Ittibel me había dicho años atrás, acerca de que las gentes debían arrodillarse ante una Entu sin que los soldados los obligaran. Enheduanna lo había conseguido, pero ahora su labor estaba paralizada, y el mundo se oscurecía poco a poco.

Gemezida se levantó con dificultad. Luego se dirigió caminando lentamente hacia el Templo de Inanna, donde residía mientras arreglaban los destrozos del giparu. Todo el camino lo hizo apoyándose en mi brazo, como si yo fuera su bastón. Hablamos de temas intrascendentes, sobre todo, de las disposiciones que había tomado para realizar las obras.

Cuando llegamos ante el Templo de Inanna, las qadishtu acudieron para recibirla. Yo debía ir a palacio para encontrarme con Enanedu. Antes de despedirnos, Gemezida se volvió hacia mí.

—Ahatu Sheru. ¿Qué harías tú si llevaras una tiara de cuernos? — Me preguntó.

—No lo sé. Nunca la he llevado y no deseo hacerlo. Me aterroriza más aún que la propia guerra.

—Eres una montañesa, muchacha. Siempre has tenido tus propias ideas. Dudo que el tiempo te haya domesticado — me reprendió con severidad —. Contesta mi pregunta. ¿Qué harías si llevaras la tiara de cuernos?

—Dejaría de reparar templos e intentaría arreglar corazones.

Me miró detenidamente un buen rato, con esa ligera sonrisa de desprecio que siempre utilizaba para hablarme. De nuevo volvía a ser la profesora severa que me hacía la vida imposible. Meneó la cabeza con incredulidad.

—¿Y cómo se arregla un corazón, cuando los dioses no lo poseen? — Dijo al fin.

Sin dejarme contestar, se retiró cojeando, acompañada de las qadishtu.

Antes de recoger a Enanedu pasé por los aposentos de Ittibel, la cual estaba en cama con un fuerte resfriado. Los años comenzaban a notarse en su rostro, pero su sonrisa y, sobre todo, sus carcajadas, seguían siendo las mismas que me acogieron en el puerto de Ur. Le conté mi viaje confesándole, a ella sí, el pacto entre Usurawasu y yo. Luego le hablé de la charla que había tenido con Gemezida.

—Creo que esa mujer me sigue aborreciendo, después de todos estos años — Opiné.

Ittibel tosió y se incorporó en el lecho.

—Eres algo que no comprende. Toda la vida la educaron para jugar con unas reglas determinadas, y tú eres una excepción a esas reglas —. Me tomó de la mano —. Sheru, tal vez hayas ganado tiempo con tu pacto, para que encendamos la luz antes de que caiga la oscuridad.

—¿También tú crees que es inevitable?

—Sería una necia si no viera las señales — asintió Ittibel —. Pero al contrario que otras, yo no tengo miedo.

—¿Por qué?

—Porque después de una gran tribulación, siempre llega algo bueno. Después de podar un árbol, éste crece más fuerte y lozano... Y tú — me acarició los cabellos — tendrás parte en ello.

—Pues yo sí tengo miedo, Ittibel.

Volvió a toser y se tumbó en la cama.

—Cuando te conocí eras una muchachita asustada. Pero tienes algo que otras personas no poseen: conviertes el miedo en algo positivo. Luchas hasta caer rendida por lo que crees que es justo y, por alguna extraña razón, nunca piensas en ti. Los dioses te eligieron para ser una diosa terrenal y yo te preparé para serlo. Es momento de que lo aceptes.

No podía quedarme más tiempo allí, pues el lejano norte me reclamaba. Le di un beso en la frente y me dispuse a retirarme. Antes de salir de la estancia, Ittibel me sonrió y dijo: «Sheru, apóyate en él. Hace años te dije que no serías una madre ni una esposa, pero Inanna no es cruel con el amor. Te ha permitido tener un apoyo al lado y es un buen apoyo. Aprovecha la ayuda de la diosa».

Rumiando aquellas últimas palabras me dirigí al palacio del gobernador donde recogí a Enanedu. Estaba muy confusa y apenas quise ver a Enlilbani. Busqué varios pretextos para acelerar nuestra partida. Nos despedimos con un beso largo y profundo, y debió notar que algo había mal en mi interior, pues se quedó un rato abrazado a mí.

No quise explicarle lo que me pasaba. Me asustaba terriblemente la idea de verlo durante un corto espacio de tiempo y tener que partir después. Tenía la sensación de que algo oscuro se interponía delante de mí y no deseaba que esa negrura lo salpicara, aunque para ello tuviera que alejarme de él. Aquel pensamiento me ahogaba, como cuando era una jovencita y mi corazón se desbocaba al verlo, y me hacía sentir vulnerable en un momento en que necesitaba reunir toda mi fortaleza. Así que, alegué que no teníamos tiempo y me dirigí con Enanedu hasta el puerto, donde tomamos un barco hacia el norte.

Mientras las murallas de Nippur se perdían a lo lejos, caí en la cuenta de que echaba mucho de menos a Enlilbani, y que me había vuelto a portar como una tonta, igual que cuando era una jovencita. El problema no era él, sino yo. Me había acostumbrado a una situación que me resultaba cómoda. Ahora estaba en un momento crucial de mi vida, en una encrucijada caótica que no sabía dónde me iba a llevar. No había querido abrirle mi corazón porque sabía que necesitaba muchísimo que me diera aunque sólo fuera un beso. Uno de aquellos besos breves que me enseñaban que el mundo aún merecía la pena ser vivido. Él era el apoyo que Inanna me había proporcionado, y aunque fuera un apoyo breve, no dejaba de serme necesario.

Y, ahora que me dirigía hacia el norte, en mi futuro no había besos. Sólo nubes negras. Le di la mano a Enanedu y no le dije nada. Me miró preocupada, adivinando que en mi interior se desarrollaba una lucha despiadada.

Me sentía terriblemente sola.

* * *

Pasamos por la ciudad de Sippar, donde disfruté de una tarde con Shumshani, la cual era muy feliz en su vida de sacerdotisa. No sabía si comentarle algo acerca de mis observaciones sobre la situación que se estaba creando en el reino, pero ella se adelantó a mis intenciones.

—Durante la boda hablé con Enmenanna — me dijo.

—Me hubiera gustado estar allí.

—Lo sé, mi Entu. Os hubiera gustado aquello, es muy exótico. Creo que son bastante menos refinados que nosotros, pero a su manera... Creo que será feliz. Taram me confesó que le había gustado su futuro marido —. Me dirigió una mirada de complicidad —. Cuando estábamos sellando el contrato matrimonial se puso a llorar. Todos pensaron que era por la emoción de la boda, pero yo sé que fue porque faltaba el sello de una Entu.

—La vida, a veces, tiene sus propias ideas con nosotros — comenté con tristeza.

—No se preocupe, mi Entu, Taram lo sabe bien. Se pasó la niñez escuchando sus aventuras, como ella las llamaba — esbozó una breve sonrisa y luego cambió la expresión del rostro, adoptando un aire preocupado —. Pero, aparte de ese tema, quería advertiros de que Enmenanna está muy preocupada. Hay hambre en Ur, y muchos niños mueren en las marismas por las fiebres. Los dioses parecen estar enfadados por algo.

En ese instante se escuchó un sonido de cuernos a lo lejos. Levanté la vista.

—Es una ejecución — me aclaró Shumshani —. De dos sacrílegos, para ser exactos. Rompieron un juramento hecho en el nombre de mi padre — asentí en silencio —. Sé que no lo aprobáis, aunque no lo digáis. Yo tampoco lo apruebo, ni Enmenanna. Durante la boda tuvo un enfrentamiento muy fuerte con nuestro padre. Se negó a dar su consentimiento para que ejecutaran por sacrilegio a un jardinero del recinto sagrado. Al final, mi padre hizo que lo apresaran a la fuerza, entrando en el recinto sin permiso, y se lo llevaron a Agadé, donde supongo que ya habrá muerto.

—¿Cómo se llamaba ese jardinero? — Pregunté —. Tal vez lo conozca y pueda interceder por él.

—No lo sé. Pero le oí decir a Enmenanna, que iba a tener que contratar a otro jefe de jardines, lo que supongo que indica que era el jefe de los jardineros.

Esto fue una sorpresa para mí. Al final Lanusa parecía haber encontrado un castigo a todas sus faltas.

—¿Si mi Entu vuelve a Agadé intercederá por él? — Me preguntó Shumshani.

—Sí, lo haré — afirmé —. Pero te recuerdo que el rey ejecuta con rapidez y sin esperar a que pasen los días. Seguramente, cuando llegue a Agadé, ya estará muerto.

Estaba dispuesta a ayudarlo pues, a fin de cuentas, al margen de lo que había intentado hacer conmigo, Enlilbani ya le había dado lo suyo con aquel garrotazo. Tal vez unos años atrás hubiera asistido a su ejecución con total satisfacción, pero en ese momento empezaba a estar asqueada.

Shumshani asintió con satisfacción. Lo que nadie supo es que antes de salir de Sippar, envié dos tablillas a mi templo de Agadé. En la primera le ordenaba al Shangu que intercediera por Lanusa, recurriendo si fuera preciso al heredero Sharkalisharri, si éste se encontraba en la capital. En la segunda, le pedía a Agisa que se enterara de la suerte de Lanusa y que, si aún estaba vivo, le facilitara todo lo que necesitase, y le hiciera llegar la bebida de flores del sueño en sus últimos instantes, si es que no podía evitarse la ejecución.

Hasta un miserable tiene derecho a algo de compasión, y más aún si ese miserable te ha enseñado a resucitar rosales.

* * *

Pasamos de largo sin detenernos por Tuttul del Sur, ya que la guerra iba más rápido de lo que parecía, y yo deseaba reunirme cuanto antes con Naram-Sin, a fin de dar por cumplida de una vez una misión que ya duraba más de lo que me gustaba. El terreno por encima de Tuttul del Sur se iba haciendo, poco a poco, más árido, y el río Buranum se estrechaba a ojos vistas. Por delante de Mari, no sólo era más estrecho, sino que topábamos con frecuentes bancos de arena, en los que las aves descansaban y anidaban, permitiendo que Enanedu yo nos distrajéramos del viaje mientras las observábamos. Las márgenes del río estaban sin cuidar, y los grandes matorrales crecían a ambos lados, sustituidos, de vez en cuando, por algún pequeño conjunto de árboles. En determinados tramos, incluso, había pequeños acantilados, como si el río a pesar de ser más estrecho, hubiera tenido que abrirse camino con violencia para llegar a las llanuras. En algunos puntos se descubrían señales del paso del ejército acadio, no sólo porque llegamos a descubrir los restos de algunos campamentos, sino porque la muerte estaba presente en muchos lugares. Ya desde poco después de pasar Mari, observamos un cadáver flotando aguas abajo por el cauce. Hice que el barco se detuviera y lo enterraran con los ritos adecuados. Luego me arrepentí, no por el hombre en sí, sino porque llegamos a ver más cuerpos, y no podíamos enterrarlos a todos.

El terreno hacia Tuttul del Norte estaba dominado por varias pequeñas poblaciones a lo largo del curso del Buranum, y estaba muy claro que esas poblaciones debían caer para que la ciudad quedara completamente aislada, aparte de para impedir la bajada de guerreros de Emar, que era un gran puerto eblaíta. Por otra parte, Naram-Sin había decidido que gran parte de sus suministros debían ser sacados de los campos que rodeaban esas ciudades, pues al fin se había dado cuenta de que la sequía había reducido las reservas de los recintos sagrados, y no es que esto último le importase demasiado, pero era consciente de que a una vaca enferma, poco se la puede ordeñar.

La primera ciudad tras pasar Mari era Manuwat, que no presentó resistencia alguna. El gobernador estaba aterrorizado por los meses que el ejército acadio había acampado en la ciudad vecina, a pocas jornadas de distancia. Tal vez por ello salió a recibir a Naram-Sin con toda pompa y sin reparar en lujos. Supongo que, debido a que el avance sólo estaba al principio, Naram-Sin no sólo perdonó la vida al gobernador, sino que lo mantuvo en el cargo. Sin embargo, una de sus hijas tuvo que alegrar las noches del rey, por lo menos durante un par de meses, y la muchacha no murió tras comer dátiles, lo que no sólo me alegra, sino que espero que mi visita a Agatima tuviera que ver con ello.

El ejército acadio se tomó un pequeño descanso en Manuwat, aprovechando para reaprovisionarse con los campos de la zona. Desde luego, a los habitantes no les hizo demasiada gracia, pero por lo menos habían salvado la vida, así que tuvieron que conformarse. Los únicos que se vieron exentos de entregar sus reservas de grano fueron los templos de Dagán. Aquí debo explicar que Gemezida y Enmenanna habían negociado, con el Templo de Dagán de Tuttul del Sur, la posibilidad de que consiguieran dicha exención, con la condición de que incluyeran al rey en sus oraciones, y que el dios lo tomara bajo su protección. Es por eso que desde la conquista de Tuttul del Sur, Naram-Sin es el protegido de Dagán. De hecho, toda la campaña de Ebla se realizó bajo la protección del dios.

Eso me hizo reflexionar que Ittibel tenía mucha razón en algo que me dijo. Los dioses no se preocupan por los seres humanos y sólo estamos en el mundo para servirlos. A un dios poco le importa que sus fieles sean masacrados por un rey extranjero, aunque el día anterior realizaran sacrificios. Sobre todo si ese dios advierte que va a ganar más fieles y poder con el cambio. Por ello decía Ittibel que Inanna era la más grande, porque ella es la única que se ha preocupado por los hombres en alguna ocasión y ha llegado a sentir compasión hacia ellos. Fue por cosas como ésa, por lo que comprendí que, si había una diosa que representara la esperanza para los humanos en tiempos oscuros, esa diosa era Inanna.

Pero no todo iba a consistir en descansar, así que el ejército partió en dirección a la siguiente ciudad, que era Ebal. Esta ciudad presentó una pequeña resistencia en una colina cercana. Fue algo tan tradicional, que dudo que el general Shamum llegara a preocuparse por el desarrollo de la escaramuza. La batalla no comenzó demasiado bien para los acadios, pues aunque eran superiores en número, los ebalitas estaban en lo alto de la colina, y la falange acadia avanzaba y se desplegaba con dificultad. Al ver la situación, el general Shamum consultó con el rey, y tras llegar a un acuerdo, impartió órdenes para que la falange se deshiciera y rodeara la colina, atacando luego a la carrera buscando la lucha cuerpo a cuerpo, momento en que el pequeño ejército ebalita fue destrozado por las mazas acadias. Tampoco es que aguantaran tanto, pues se habían hecho a la idea de una lucha entre falanges, y no supieron cómo reaccionar al ver que los acadios atacaban de esa forma (poco sabían que era una táctica lullubi).

Tampoco Naram-Sin fue excesivamente cruel en esa ciudad, posiblemente porque tenía prisa por avanzar a lo largo del río. Un poco más allá de Ebal, la flotilla acadia se vio entorpecida por una serie de bancos de arena, en los que encallaron varias naves. Esto no era nada bueno para Naram-Sin, pues debido a que el río ya no tenía tanto calado, muchos de los barcos utilizados estaban construidos con cañas, y no resultaban tan fuertes como los de madera. La ciudad de Ebal se levantaba sobre tres canales naturales que creaba el río, debido a dos largos bancos de arena formados en el centro del cauce. En esos bancos de arena había unos astilleros que tenían fama incluso en el sur, y estaban especializados en construir barcos con grandes haces de cañas. El rey, dado que ahora Ebal le pertenecía, obligó a trabajar a los astilleros en toda su capacidad, haciendo incluso que muchos de los esclavos que trabajaban en los campos, se pusieran al servicio de las atarazanas.

Sin embargo, no le convenía perder muchos navíos, así que el general Shamum fue enviado hacia el lugar del desastre con un pequeño contingente de tropas, y la misión de ayudar a desencallar las naves si era posible. Fueron hostigados mientras se realizaba la operación, pero el general resolvió el asunto colocando arqueros en pequeñas embarcaciones de piel y cañas. Estas embarcaciones eran rápidas y maniobrables, y lograron confundir y abrumar al enemigo, obligándolo a retirarse, aunque no sin que antes lograran incendiar algunas de las naves accidentadas.

Y en éstas estaba el bueno del general, cuando una circunstancia afortunada lo ayudó de forma inesperada. Cuando la refriega había terminado, los soldados acadios recogieron en el río a un soldado enemigo medio ahogado, que vestía con ropas más ricas de lo habitual. Por ello, en vez de degollarlo, lo llevaron ante Shamum. Resultó ser el hijo mayor del general que mandaba el ejército contra el que los acadios iban a luchar acto seguido. El general trató con mucha amabilidad a aquel joven, casi como si fuera un huésped, y de esa forma logró, gracias al empleo de grandes cantidades del mejor vino de palma, que el joven le confesara los pormenores de la defensa de la siguiente ciudad.

Ésta era la ciudad de Astatu, y el general supo por el joven, que su gobernador se había aliado, aprovechando el descanso de los acadios en Tuttul del Sur, con la ciudad de Garmu. Entre ambas reunieron un ejército que, bien mandado, podía poner en dificultades al acadio. No es que aquello bastara para vencer, pero si hacían una gran cantidad de bajas, la campaña de Ebla podría peligrar. Puede que Naram-Sin no fuera consciente de que las levas no eran infinitas, pero el general sí lo era.

Shamum envió exploradores, los cuales volvieron informando de que el ejército enemigo se encontraba en una llanura al lado del río, en uno de los meandros, y en una posición totalmente favorable para ellos, con espacio suficiente para maniobrar. Disponían de algunos carros, los cuales protegían los flancos. El general enemigo no era ningún necio y sabía que el arma principal de los acadios era el arco compuesto. Por ello había colocado a sus guerreros en una posición que dominaba el río. Si Naram-Sin desembarcaba a sus arqueros, podía utilizar sus carros para atacarlos. Si desembarcaba a su ejército, la falange acadia no podría maniobrar correctamente cuesta arriba, tal y como había sucedido en Ebal.

El general Shamum decidió proporcionarle una sorpresa desagradable. Para ello, dividió el ejército en dos partes. La más grande de ellas avanzó en los barcos, mientras que la otra, comandada por Naram-Sin en persona, avanzó por un terreno difícil y pantanoso con la misión de enfrentarse al ejército enemigo por la espalda. Tuvieron que caminar varias jornadas de distancia, casi sin comer y bebiendo el agua que encontraban por el camino. Fue en esos momentos cuando Naram-Sin sacó esa parte de líder que llevaba dentro. Se multiplicó a lo largo de la columna alentando, animando, e incluso amenazando en ocasiones. Dio ejemplo todo el rato, ayudó a pasar barrizales a los carros de la impedimenta. Se ensució el faldellín y durmió al raso con sus soldados, no consintiendo que montaran su tienda. Fueron sólo unas jornadas, pero aún hoy día algunos veteranos recuerdan con espanto el cansancio, los escorpiones y, sobre todo, la sed. Se habían acostumbrado a estar cerca del río.

El día de la batalla, los barcos acadios avanzaron por la corriente de agua, mientras Naram-Sin y sus hombres salían de la zona pantanosa y avanzaban por la llanura, a espaldas de las tropas enemigas. En esa parte, opuesta al río, la colina descendía muy suavemente, y los acadios formaron a cierta distancia de ella, manteniendo la posición sin moverse un solo codo. El general enemigo observó con estupor que los barcos acadios pasaban de largo y seguían en dirección hacia la ciudad de Astatu. Los arqueros intentaron detenerlos, pero aparte de que estaban lejos, navegando cerca de la orilla de enfrente, el paso de la flotilla coincidió con el aviso de los vigías advirtiendo de la llegada de Naram-Sin con sus tropas. De esa forma el ejército enemigo descubrió que su posición dominante ya no le valía de nada, y que si querían ir hacia la ciudad para defenderla, no les quedaba otro remedio que enfrentarse al ejército acadio que esperaba en una posición más favorable.

Así pues, y con cierta prisa, descendieron de la colina con no demasiado orden y chocaron violentamente contra la falange acadia. La batalla no duró demasiado. El mismo Naram-Sin se enfrentó al general enemigo cuerpo a cuerpo, y logró destrozarlo un hombro de un mazazo. Mientras el general caía a sus pies, Naram-Sin le puso una daga en el cuello y lo conminó a rendirse con sus tropas. En esos momentos, volvió a suceder uno de esos hechos que siempre me han maravillado, y que me demuestran que una dosis de coraje, de vez en cuando, es aconsejable.

El general no sólo no se amilanó ante la amenaza del rey, sino que exigió que si se rendía, el monarca jurara tratar con corrección a sus tropas, así como perdonar a ambas ciudades y sus gobernadores. Naram-Sin comenzó a reírse y aceptó todas aquellas condiciones. Astatu y Garmu se libraron de la destrucción. Como las otras ciudades, no pudieron evitar el tener que entregar grandes cantidades de cebada, pero por lo menos, sus habitantes salvaron la vida.

Naram-Sin decidió dejar en Garmu al general Shamum, el cual comenzaba a acusar los años en esas marchas agotadoras, y lo puso a entrenar a soldados de ambas ciudades, pues se le había ocurrido que aquel ejército tan bien mandado, y que con tanto valor se había enfrentado a él, bien podría integrarse en el ejército acadio, aparte de que tampoco vendría mal el apoyo táctico de los carros.

Una vez tomadas estas disposiciones, Naram-Sin atacó la siguiente ciudad, la cual era Duru, famosa por su artesanía de cerámica. La ciudad no quiso enfrentarse directamente al rey, así que el pequeño ejército se encerró en las murallas y tuvo que iniciarse un asedio. Como Naram-Sin no podía prescindir de demasiados soldados, dejó un destacamento de 1.500 hombres y optó por dar instrucciones de que la ciudad se rindiera por hambre, aunque tuvieran que pasar meses en dicho empeño.

Una vez hecho esto, prosiguió con el resto de las tropas camino de la última ciudad antes de Tuttul del Norte, que se llama Abarsil. La urbe, que no era demasiado grande, constituía un centro importante para el intercambio de caravanas, y se levantaba en una especie de bahía natural que formaba uno de los meandros del río. Dicha bahía estaba llena de barcos de transporte cuando llegaron los acadios. El gobernador-rey de la ciudad no quiso enfrentarse directamente a Naram-Sin, y dejó una pequeña guarnición protegiendo las murallas, así como a los pocos que decidieron quedarse. El resto se retiró en dirección a Tuttul del Norte, en cuyas murallas se refugiaron, no sin antes quemar y devastar todos los campos que rodeaban Abarsil, para que los acadios no tuvieran un grano de cebada que echarse a la boca.

Naram-Sin, furioso, organizó un ataque nocturno contra Abarsil. De madrugada, un numeroso grupo de chalupas de cuero y cañas, hizo su entrada en la bahía, y los arqueros que las tripulaban, cubrieron de flechas incendiarias la flotilla que se encontraba atracada en el puerto. Una vez hecho esto, y aprovechando la confusión creada, pues parte de las llamas se transmitieron a algunas viviendas del puerto, hizo que sus tropas tomaran al asalto las murallas de Abarsil, lo que no fue demasiado difícil, pues no eran altas ni poderosas. Bastó con unas cuantas escaleras y el empuje de los soldados acadios para llegar a lo alto de las murallas y dominar a la guarnición, que resistió casi hasta el último soldado. A los pocos que quedaron vivos, soldados y civiles, los hizo ejecutar. Luego quemó la ciudad hasta los cimientos, pues como dijo: «Si prefieren la ciudad de Tuttul para luchar, no necesitan ésta otra para vivir».

Cuando llegó a Tuttul del Norte, no tardó en descubrir que la conquista no iba a ser tan fácil. El rey de Tuttul del Norte era tributario del rey de Ebla, habiendo sido conquistados años antes por los eblaítas. Esa circunstancia constituía un peligro para los acadios, pues en cualquier instante, Rish-Adad podría enviar un ejército y atacarlos por la espalda. El reino de Ebla tenía más de 30 reyes y gobernadores tributarios y disponía, por tanto, de una gran cantidad de levas a las que recurrir.

La guarnición de Tuttul superaba en esos instantes a los soldados de los que disponía Naram-Sin, aunque no se les ocurrió salir a campo abierto, tal vez porque sospechaban que Naram-Sin ocultaba refuerzos en alguna parte. La ciudad disponía de una doble muralla. Entre una y otra existía un gran espacio de campos sembrados, con lo que tenían gran cantidad de cereal para soportar un sitio, junto con los animales que habían refugiado en la ciudad antes de que llegaran los acadios. Por si fuera poco, el río atravesaba la ciudad, con lo que tampoco iba a faltarlos el agua.

Lo primero que hizo Naram-Sin fue establecer un total bloqueo fluvial, alegando que, ya que tenían agua suficiente, por lo menos que no estuviera acompañada de lanzas. La parte inferior del río no ofreció dificultad alguna, pues bastó con colocar unos cuantos barcos cerrando el curso de agua. La parte superior, en cambio, exigió nuevos sacrificios de las tropas acadias. Los barcos necesarios para establecer el bloqueo tuvieron que ser transportados a brazo, dando un rodeo, alrededor de la ciudad. Existían algunos canales, pero eran demasiado pequeños para el calado de las naves, ya que eran meros canales de riego y distribución de agua. Otra vez Naram-Sin tuvo que sacar al líder que llevaba dentro, y volvió a caminar junto a sus soldados, ayudándolos a arrastrar y llevar el peso de las embarcaciones. Una vez que se pudieron colocar las naves en el agua, comenzó el sitio propiamente dicho.

El ataque a Tuttul del Norte llegó con ello a un punto muerto, y el invierno se acercaba peligrosamente, amenazando con convertir la miserable vida de los soldados acadios en algo más insoportable aún. El enemigo no salía de sus murallas, y éstas eran demasiado poderosas para ser atacadas con escaleras, aparte de que los soldados para protegerlas abundaban.

Debo advertir que las murallas de Tuttul se interrumpían al llegar al curso del agua, y que éste era bloqueado en el extremo sur por una cadena de bronce, puesta allí desde que años atrás los eblaítas tomaran la ciudad mediante un ataque por el cauce. Completamente desesperado por conquistar la ciudad, Naram-Sin envió mensajeros río abajo, y al obtener respuesta satisfactoria a sus preguntas, decidió preparar un gran ataque por el extremo inferior del río.

El ataque comenzó quince días después, con gran parte del ejército acadio atacando una de las puertas de las murallas, protegidos por los arqueros. A pesar de las bajas, los acadios insistieron tanto en el ataque, que los de Tuttul desviaron gran cantidad de soldados hacia esa zona de los muros. A media tarde, una gran cantidad de barcos de cañas hicieron su aparición río abajo, y avanzaron rápidamente en dirección a la apertura fluvial de las murallas. Los defensores pensaron que esos barcos eran suministros, y no se preocuparon mucho sabiendo que la cadena cerraba el paso. Pero no eran naves de suministro, sino que se trataba del general Shamum, el cual llegaba con un gran contingente de tropas reclutado y entrenado apresuradamente en las ciudades conquistadas. Junto con él, comandaba las tropas el mismo general que había sido derrotado ante Astatu, el cual se había pasado al servicio de los acadios, junto a aquel hijo al que Shamum había recogido en el río, que ahora mandaba una falange aliada.

Cuando la oscuridad caía sobre la ciudad, asomaron por detrás de los barcos una gran cantidad de chalupas de piel, cada una de las cuales portaba seis o siete soldados. Esas embarcaciones ligeras superaron a toda velocidad y, con cierta facilidad, la cadena, y los soldados desembarcaron a espaldas de la muralla exterior. Rápidamente, mientras las barcas volvían por más soldados, los que habían desembarcado subieron por las escaleras de la muralla más cercanas, y entablaron combate en lo alto del muro con los escasos guerreros que defendían esa parte de las defensas. Unos pocos, aprovecharon que los defensores estaban apurados intentando detener el ataque, y cortaron el extremo de la cadena. Los defensores entendieron lo que estaba sucediendo y pidieron ayuda al contingente principal, que se enfrentaba al grueso de los acadios en la puerta de la muralla, y rápidamente se enviaron refuerzos, pero ya era tarde. La cadena cayó con gran estruendo al fondo del río, y una flecha de fuego surcó la noche en dirección a la flota fluvial, la cual avanzó a fuerza de remos y penetró en el interior de la primera muralla. Más soldados comenzaron a desembarcar y se dirigieron formando una falange hacia la puerta que atacaban los acadios.

Llegado ese punto, los defensores de Tuttul se derrumbaron como una cabaña de cañas sometida a una riada, e intentaron huir en dirección a la muralla interior, pero los recién llegados les cortaron el paso en la llanura intermedia. En medio de la oscuridad se originó una terrible matanza, en la que los soldados defensores intentaban evitar que los coparan, pero sin atisbo de organización alguna. La puerta fue abierta por algunos de los refuerzos acadios y, el grueso del ejército, entre cuyos efectivos se encontraba Naram-Sin, penetró como un muro de metal y de sangre.

El contingente defensor fue completamente destruido y la mortandad fue terrible. A la mañana siguiente, y mientras todavía se escuchaban las quejas de heridos y moribundos que cubrían los ensangrentados campos, el rey de Tuttul y el gobernador de Abarsil se suicidaron, dejando que los notables decidieran por su cuenta lo que hubiera de hacerse a partir de ese instante. Las opciones eran pocas, dado que la muralla interior no poseía ninguna cadena de bloqueo en el río, con lo que ahora la flota invasora podía entrar sin problemas en cualquier instante. Así que los notables fueron a negociar con Naram-Sin, al que encontraron de bastante mal humor, pues había recibido una puñalada en un muslo durante la lucha nocturna. El rey acampaba junto a un grupo de grandes edificios de piedra, que guardaban las tumbas de los reyes de Tuttul. Los notables se rindieron a cambio de que Naram-Sin respetara las haciendas y las vidas de los derrotados.

Aunque me resisto a recordarlo, debo contar que, una vez abiertas las puertas de la ciudad, Naram-Sin faltó a su palabra, y el palacio real fue arrasado por completo. Sólo quedaron intactas las murallas, pero algunas casas ardieron como teas embreadas durante días y días. Cientos de personas fueron asesinadas, esclavizadas u obligadas a servir en el ejército acadio. Las mujeres sufrieron mejor suerte, pues Naram-Sin deseaba que sus futuros hijos sirvieran en el ejército real, así que tras los primeros momentos impartió órdenes de respetarlas, pero no pudieron evitar que se las obligara a trasladarse a otras ciudades del curso inferior del río, donde tuvieron que iniciar una nueva vida.

Naram-Sin deseaba convertir Tuttul del Norte en una ciudad acadia en todos los sentidos, aunque no lo consiguió, pues desde aquellas jornadas sangrientas, pocas personas han aceptado vivir cerca de las ruinas ennegrecidas del palacio, ni en los hogares abandonados, donde aún parece escucharse los gritos de agonía. A día de hoy, Tuttul es un lugar de muerte y desolación.

* * *

Llegué a Tuttul del Norte una semana después de su conquista. Reconozco que no me encontraba de un humor muy alegre, tras haber tenido que pasar a través de aquel terrible rastro de muerte y desolación.

Naram-Sin me recibió inmediatamente, lo que indicaba que se encontraba ansioso por saber el resultado de mi misión en las montañas. Me recibió en su tienda, y me llamó la atención descubrir que no la compartía con Agatima, sino con la hija del gobernador de Manuwat, lo que supuse que no sería del agrado de la nin-dingir. El rey observó con aire divertido la apariencia que yo tenía, tras un viaje tan largo.

—Estás terriblemente delgada — dijo —. ¿Acaso tus parientes te pusieron a dieta?

—No, mi señor. En realidad, fueron bastante amables.

—¿Traes el tratado contigo?

—No.

Naram-Sin se levantó de repente, fingiendo que sufría un ataque de furia, y digo “fingiendo” porque no se puede engañar a alguien que posee la magia de las montañas. Pude ver que no estaba enfadado, sino más bien satisfecho. Así que, cansada y harta de él y de sus maniobras, decidí cortar aquel falso ataque de furia.

—Mi señor — le espeté con toda la calma —, dejad de una vez de romper objetos. Estaba muy claro desde el principio que no deseabais un tratado con los gutis.

Naram-Sin se detuvo en seco y me miró con aire divertido. Luego se sentó, y como si hubiera recordado las normas de cortesía, me señaló un cojín para que me sentara a mi vez. Miró alrededor, como para asegurarse de que nadie nos escuchaba. En la tienda sólo nos encontrábamos él, la muchacha de Manuwat y yo. Por supuesto, el rey no iba a considerar a la joven que se encogía en su lecho, como una amenaza. Así pues, habló sin tapujos.

—¡Me has fallado, sacerdotisa...!

—¡No soy una “sacerdotisa”, mi señor! ¡Soy una Entu, y se me debe respeto, y más porque lo soy por vuestra voluntad, que no la mía! — Grité sin pensar en las posibles consecuencias, pues estaba segura de que el rey intentaba manipularme. Ya no estaba dispuesta a consentirlo.

—¡Podría matarte sólo con dar una orden! — Me advirtió el rey, mientras señalaba una de sus mazas, que se encontraba apoyada en una de las vigas de la tienda.

—¡Podríais! — Admití con ironía —. ¡Y sería una forma muy absurda de perder el tiempo, tal y como me lo habéis hecho perder a mí en esas montañas!

—¿Te atreves a enfrentarte a mí?

—¿Os atrevéis a negar que nunca quisisteis un tratado con los gutis? Mi señor, no caigáis tan bajo y reconocedlo ya de una vez.

Naram-Sin se quedó un instante mirándome con una expresión de furia, mientras su mano acariciaba la daga que llevaba en la cintura. Luego su rostro se suavizó y soltó una carcajada.

—¡Bien! Mi tía te enseñó bien, montañesa... ¡Así que piensas que te envié a las montañas para nada...! ¿Por qué lo crees así?

—Muy sencillo, mi señor. Me enviasteis pensando que, como montañesa, yo favorecería a mis primos y les aconsejaría que no sellaran un tratado con Akhad. La verdad es que si otra persona hubiera negociado, y si se hubiese obtenido un tratado con los gutis, os veríais obligado a romperlo, porque la realidad es que tenéis pensado atacar las montañas. La opción más cómoda era no obtener el tratado, porque así tenéis el pretexto perfecto para atacar.

—¿Y por qué piensas que deseo atacar las montañas?

Recordé la escena que me había descrito el general Shamum, tras la última batalla contra los lullubis, con el rey en lo alto de la colina rodeado de muertos. El general me había dicho una frase sobre ello que no había podido olvidar: «Parecía un dios en lo alto de aquella colina, pero era un dios rodeado de muerte. Sólo los buitres eran sus fieles». Por ello contesté sin apenas pensarlo.

—¿Recordáis la charla que tuvimos en el jardín de mi templo? Mi señor, ya estáis empezando a actuar como el dios que siempre deseasteis ser. Por eso anheláis las montañas de los gutis, para establecer el rastro de muerte que marque el camino hacia vuestra tiara de cuernos.

—¿Piensas que todo lo hago sin un objetivo concreto?

—No os engañéis, mi señor. Hubo un objetivo alguna vez, pero se ha quedado por el camino, como algunos de los ennegrecidos barcos que he encontrado mientras venía hacia aquí.

—Te equivocas. Cuando sea el dueño de todo el mundo, los dioses no podrán objetar que ocupe un lugar en el panteón.

Dejé escapar una carcajada, aunque no sentía demasiadas ganas de reír. Fue más bien una reacción de humor, ante lo que yo pensaba que era la ingenuidad de alguien que había perdido el rumbo, obcecado por su ambición.

—Los dioses no regalan nada, mi señor. Todo es suyo y todo les pertenece. Cuando el mundo sea conquistado por el gran señor acadio, los dioses le harán soñar con otros mundos y otras extensiones, y harán que su victoria sea amarga. Sólo Inanna nos regala algo: el sexo. Y, a veces, también es amargo.

Naram-Sin se levantó de repente y se acercó a mí. Me sujetó de los brazos y me levantó con algo de violencia. Luego me miró a los ojos. Yo le sostuve, desafiante, la mirada. Posó una mano en uno de mis pechos.

—Habrías sido la nin-dingir más maravillosa de todas. Eres bella como la mirada de la muerte. Eres fuerte y podrías compartir mi trono. ¡Nunca una reina ha tenido un mundo a sus pies!

La mano bajó hasta rozar mi antigua cicatriz. Recordé el tacto de Enlilbani y sentí asco. También deseé estar en Nippur, abrazada al hombre al que amaba, en vez de seguir en aquel lugar. Pero había llegado el momento en que la diosa deseaba que yo trazara la raya que no podía traspasarse.

—Es posible — le contesté —, pero otros me eligieron antes, unos que viven desde que existen los siglos.

Naram-Sin se alejó de mí. Me pareció vislumbrar en su mirada una pequeña llama de temor. Algo fugaz, que se esfumó rápidamente.

—¿Qué harás si ataco las montañas?

—¡No lo consentiré! — Afirmé con convicción.

—Entonces tendré que matarte. Eres demasiado peligrosa para permitir que te enfrentes a mí.

—Si debo atravesar la última puerta... — Me encogí de hombros —. Estaré dispuesta para hacerlo.

Naram-Sin no entendió esa expresión mía. Iba a decirme algo, cuando Agatima se presentó de repente. Se quedó observando la escena, medio adivinando que algo se había roto en ese sitio y en ese momento. Esbozó una sonrisa, al sospechar que a partir de ese instante mi cabeza peligraba. Yo la miré con algo de tristeza. Para ser una sacerdotisa de tanto nivel, no había comprendido nada.

—Ahatu Agatima — le dije antes de salir —, ¡si hubieras entregado algo de compasión junto con tus ijares...!

Iba a añadir algo, pero renuncié a ello. Volví a encogerme de hombros y salí de la tienda mientras Agatima, a mis espaldas, se reía.

* * *

Y antes de dar un final a los hechos que sucedieron en la campaña de Tuttul, debo contar una anécdota muy singular que fue protagonizada por Naram-Sin, el cual había dejado la ciudad de Duru sitiada por una pequeña fuerza acadia. Una vez conquistada Tuttul, y tras varios meses de sitio, Duru todavía permanecía fiera e inconquistable, con sus murallas intactas.

Naram-Sin descendió el curso del río y se plantó con un gran ejército ante las murallas, amenazando con tomarlas al asalto. Les dio a elegir entre rendirse o morir con las armas en la mano. Si se rendían, perdonaría a los habitantes, aunque no a los miembros de la clase gobernante.

El acuerdo fue aceptado, y una mañana se abrieron las puertas de la ciudad. El espectáculo que encontraron los acadios fue aterrador. Los habitantes más parecían cadáveres ambulantes que seres humanos. Tenían los ojos enfebrecidos por el hambre, hundidos, casi sin expresión, y las costillas se les marcaban como a un perro hambriento. Muchos de ellos agonizaban tumbados a la sombra, bajo pequeños toldos en las plazas, por estar tan débiles que apenas podían permanecer en pie. Otros murieron en los días posteriores, a pesar de que a partir de la rendición pudieron obtener algo de alimento, aunque sólo fuera pescando en el río.

El gobernador-rey fue llevado a presencia de Naram-Sin. Éste lo señaló con su maza y ordeñó que lo despellejaran vivo. El pobre hombre, que asemejaba un esqueleto por culpa de las privaciones, fue tumbado sobre una mesa. Ya se disponían a iniciar la tortura, cuando el gobernador dijo con voz débil: «Gran señor de los acadios, ordenad que tengan cuidado al manejar las cuchillas, pues mi pellejo es tan magro, que podría suceder que los huesos salgan pegados a él».

Naram-Sin soltó una estridente carcajada e hizo un ademán para que se detuvieran. El gobernador salvó la vida, y aunque se le obligó a partir de entonces a residir en Agadé, como un rehén de las intenciones de su pueblo, no tuvo una mala vida.

El humor y la valentía no son malos compañeros de viaje.

En un mundo azul oscuro
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