XXVII
Una semana después llegaron los embajadores de Urkesh.
Se trataba de una ciudad más allá de las fronteras del lejano norte. Si viajabas dejándola atrás, según decían los pocos viajeros que habían estado por allí, encontrabas inmensas praderas de hierba tan extensas que nadie había logrado ver el final; y donde corrían manadas de animales parecidos a los onagros, pero más altos, y lagos tan grandes como el mar, con nómadas fieros que se vestían con pieles sin curtir y hablaban en lenguas incomprensibles.
Al sur de Urkesh existían algunos puestos militares acadios que protegían las rutas de caravanas, así como alguna ciudad tributaria desde los tiempos del gran señor Sargón, como Shekhna, que era el último lugar civilizado antes de internarte en ese mundo desconocido.
Los embajadores venían de parte de su Endan, que era el título que daban a sus gobernadores, y que equivalía al que antiguamente habían tenido los gobernadores sumerios, antes de que la realeza fuera creada por los dioses. El Endan se llamaba Tupkish y deseaba casarse con una hija del gran rey acadio. Las cosas no parecían ir bien por el lejano norte y deseaban la alianza con un soberano poderoso del sur, suponiendo que la noticia de dicha alianza ayudaría a tranquilizar los ánimos de los nómadas, como por lo visto había sucedido años antes, tras las incursiones del gran señor Sargón en el norte.
A Naram-Sin no le pareció nada mal la noticia, pues esto le permitía aumentar la presencia militar acadia en lugares como la anteriormente citada ciudad, o en la de Purushkhanda, que había sido visitada por su abuelo, y que permanecía en la memoria de las gentes como una leyenda que contaban las madres a los niños antes de dormir.
Así pues, mi amiga Taram-Agadé vio cumplido su sueño de casarse, y parece que tuvo suerte, pues era un buen mozo, y tengo entendido que hasta el día de hoy sigue enamorado de ella y ella le corresponde, habiéndole dado ya algún hijo. Me enteré de todo esto gracias, precisamente, a Taram, que me visitó una tarde. La pobre estaba muy nerviosa. Por un lado, como dije, su sueño era convertirse en una mujer casada, pero por otro, le aterraba la magnitud de aquello. De repente descubría que su futuro iba a estar a mucha distancia de la ciudad donde había crecido, lejos de su familia y amistades, y la pobre se sentía superada.
También descubrí que me iba a echar mucho de menos, y que había consultado la posibilidad de que yo me trasladara a un templo de Urkesh para estar cerca de ella. Por supuesto, había comprobado que aquello era una utopía. Las Entu a veces somos prisioneras de nuestro cargo, aunque se nos concedan algunas libertades. En ese aspecto, los dioses son muy celosos.
—Estoy asustada — me confesó —. Ahora sé cómo debiste sentirte el día que Enheduanna te ofreció ser sacerdotisa.
—Sí, te entiendo. Todos llegamos a un punto en nuestras vidas en que debemos aceptar un cambio, y ese cambio afecta al resto de nuestra existencia, como las crecidas afectan las cosechas. Malogran nuestra vida, o la fructifican —. Le acaricié la mano suavemente, para tranquilizarla, pues noté que estaba temblando —. Te confesaré algo, Taram. En realidad, ese momento no fue especialmente terrible para mí.
—¿Ah no?
—No — afirmé yo con rotundidad —. En cierto modo, yo sospechaba que estaba en manos de los dioses, y por tanto, poco tenía que decidir en ese aspecto. Lo que pasara estaba señalado y decidido. El momento que me marcó verdaderamente y que me llenó de temor, fue cuando me enteré de que había sido adoptada por Enheduanna. Me sentí como tú ahora, terriblemente sola, y sin saber lo que iba a suceder, ni cómo debía actuar.
—¿Por qué? ¿No te gustó, acaso, que te adoptara?
—¡Todo lo contrario! Pero sabía que representaba una terrible responsabilidad ser hija de ella, pues yo sería, a partir de su muerte, el espejo donde todos se mirarían, y no me creía preparada para afrontarlo.
Taram se refugió en mis brazos, y yo la abracé, como cuando era una niña y la castigaban.
—¿Te resultó fácil lo del gobernador de Nippur...? — Debí adoptar una gesto gracioso al oírla, porque hizo una pícara mueca —. Ya sabes... Enlilbani...
—El amor nunca es fácil y he hecho muchas locuras por ese hombre. Las mujeres somos así, Taram. No sé si te enamorarás de tu futuro marido. No siempre sucede así, ¿sabes? Yo no te mentiría en ese aspecto. Pero si alguna vez te enamoras, lo sabrás enseguida.
—¿Te hubiera gustado darle hijos?
Ella no lo supo, pero la pregunta me hizo algo de daño, porque era cierto que ese aspecto me frustraba. Había aceptado mi esporádica relación con él, tal vez con la misma naturalidad que Iltani aceptaba que yo fuera el amor de su vida en vez de ella. Pero era consciente de que Iltani me ganaba en algo, porque ella siempre sería la madre de sus hijos. Para los cabezas negras los hijos son la consecuencia de la vida, el resultado de un contrato, el triunfo de un buen negocio... Y yo no podía darle a mi amor nada de ello. Es cierto que, en ocasiones, algunas Entu se quedan embarazadas y a sus hijos se les concede un cierto carácter semidivino, como sucedió con el gran señor Sargón [26], pero algo en el fondo de mi corazón me decía que los dioses no me lo iban a permitir. Que debía contentarme con verlo de vez en cuando y amarlo en la distancia.
Por ello a veces me sorprendía a mí misma soñando despierta, como cuando jugaba con la niña Ninkare, o la llevaba en brazos, y me preguntaba por qué los dioses eran tan inflexibles que no me habían permitido darle esa niña a Enlilbani, para que la viéramos crecer juntos... No me atrevía a decirle nada de eso a Taram, así que no contesté a su pregunta y permanecí en silencio. Ella debió darse cuenta de que había tocado una fibra demasiado sensible y, para no hacerme daño, cambió de tema inmediatamente.
—¿Lo haré bien, Sheru?
—Eso sólo lo saben los dioses, pero creo que estás bien preparada, como lo estaba tu hermana Shumshani. A ella la prepararon para llevar la cesta de las ofrendas, y a ti para representar a una corona. Nadie te va a pedir que lideres un ejército, para eso está tu padre. Sólo debes hacer que, quienes te vean y que no conozcan el reino de Akhad, piensen que es un lugar digno, un lugar honorable.
—Sheru... Yo sé que tú no piensas en eso. Tú sufres por las guerras, y te niegas a participar en desfiles.
—Sí, pero creo en la esperanza. Si aquello que representas no es más que un sueño, entonces debes hacer lo posible para ser real ante quienes te conozcan. Si la realidad se enfrenta a ti, enfréntate tú a ella y, por lo menos, que piensen que tú eres lo que un reino debió ser. Si no sueñan con Agadé, por lo menos que sueñen con Taram.
No conseguí calmarla del todo, aunque a partir de ese instante, observé que tomaba las riendas de su destino con más firmeza, y que animosamente comenzaba a elegir a las personas que iban a acompañarla en su futura vida. Era una lástima que no pudiéramos estar juntas en esa vida, y sospechaba que íbamos a vernos poco a partir de entonces, pero yo llevaba las riendas de otro carro, y los onagros estaban cada vez más inquietos. Se acercaba inexorablemente el instante en que los dioses me iban a ordenar que diera un golpe en la mesa. Y nadie sabía que yo estaba más inquieta por ello, que Taram por su matrimonio.
El acuerdo de la alianza costó varias sesiones de negociación y, a cambio de la dote, que al contrario que en la tierra de los cabezas negras, entre los hombres del norte pasa a pertenecer al marido, los acadios obtuvieron el ansiado permiso para aumentar su presencia militar, así como para construir un puesto comercial a una jornada de distancia de la propia Urkesh, en una villa en lo alto de una colina que el Endan ofreció a Naram-Sin.
Todo transcurrió bien, y los embajadores volvieron a su tierra para comunicar al Endan el resultado de las negociaciones. También para informarlo, de paso, acerca de la belleza de su futura esposa, que no era poca, de ello no podría quejarse el gobernante, pues después de Enmenanna, Taram-Agadé era la más bonita de las hijas del rey. Y no tengo problema en reconocer que muchos jóvenes que asistían a la oración del atardecer en mi templo, lo hacían para admirar la belleza de mi joven amiga, que casi siempre acudía puntual a los ritos.
Con el ánimo renovado, el rey inició una nueva y furiosa campaña contra los lullubis. Esta vez hizo que el general Shamum atacara con una parte del ejército, mientras que con otra, él avanzaría a lo largo del río Sirwan, en dirección a lo alto de esa parte de las montañas. El general pensó que eso de dividir el ejército en dos partes era una locura, pero bien sabía que lo que el rey intentaba era llevarse la gloria de la conquista.
La primera parte de la campaña comenzó bien, ya que estuvo en manos del general Shamum. Éste volvió a repetir la anterior táctica que tan buenos resultados le había proporcionado. Los lullubis habían logrado hacer algún prisionero, sobre todo entre aquellos a los que les tocaba encargarse de las aguadas. Debido a ello, pudieron enterarse de que Naram-Sin había decidido acabar de una vez por todas con aquel berenjenal montañés que lo retrasaba en sus objetivos del noroeste. Por ello el rey Satuni extrajo guerreros de todos los rincones, y empeñó todos los recursos que le quedaban en detener la marcha de los acadios.
El ejército de Shamum avanzó repeliendo alguna que otra emboscada, que solamente buscaba comprobar la fortaleza de los invasores. Naram-Sin, en cambio, tuvo que librar junto al río Sirwan una primera gran batalla. Ésta se desarrolló casi de forma clásica, con la falange acadia formando una línea disciplinada y firme, que rechazaba las distintas oleadas de atacantes que llegaban hasta los escudos. Se había decidido esta vez insistir en el uso de mazas y lanzas, pero también se había optado por añadir un numeroso grupo de honderos, para que suplieran a corta distancia lo que los arqueros no podían hacer en ese terreno.
La batalla se celebró junto al río, cerca del mismo vado por el que los lullubis habían cruzado, tiempo atrás, para atacar a mis primos gutis. En otra zona habría sido bastante difícil organizar la batalla, pues en esa parte, el río Sirwan presenta muchos acantilados escabrosos. El ejército acadio no podía maniobrar ni retroceder, así que no le quedó más remedio que soportar una y otra vez los ataques, y aunque quedaron diezmados, lograron rechazar a los montañeses ocasionándoles gran cantidad de bajas. En esa batalla, mandando a los honderos, se distinguió un viejo conocido mío, Kudiya. El primo de Enanedu, que había sido enviado a Nippur tras la caída de Amar-Girid, consiguió librar al ala derecha de los acadios de verse envuelta en uno de los últimos ataques. Los montañeses habían concentrado los tres últimos contra esa ala, y el mayor número de bajas se habían producido en ese punto. Al ver que algunos soldados comenzaban a flaquear y amenazaban con arrojar los escudos y huir, utilizó a los propios honderos, a cuyo mando estaba ese día, que tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo, al no portar escudos con que defenderse. A costa de que acabaron bastante quebrantados, lograron que el enemigo, aunque por poco, no pudiera romper la falange acadia.
Kudiya recibió un hachazo en una pierna que se la dejó bastante malparada. Debido a ello fue evacuado a retaguardia y el rey lo ascendió a general, concediéndole el honor de encargarse del entrenamiento de los reclutas de la guarnición de Nuzi, pues con la pierna en ese estado, nunca más podría dirigir soldados en el frente, lo que no sé si fue una desgracia o una suerte, tal y como se avecinan los acontecimientos para el futuro.
Naram-Sin consideró que su ejército conservaba la suficiente fuerza como para seguir avanzando, a pesar de haber sido diezmado, así que ordenó proseguir el avance. Todo le fue bien hasta que llegó a la parte alta del río, donde tuvo que desviarse hacia el interior e internarse en los espesos bosques de cedros que poblaban la montaña.
Nunca se ha sabido si los acadios se estaban acercando a la capital de los lullubis, pues hasta el día de hoy, su paradero sigue siendo un misterio, pero el caso es que los montañeses prepararon un ataque desesperado y terrible contra ambos ejércitos. Esta vez estaban dispuestos a todo, e iban a morir hasta el último de ellos para detener a los acadios.
La batalla, que duró casi dos días enteros, se inició contra el destacamento del general Shamum. Éste había levantado el campamento, tras haber pernoctado en un gran claro del bosque. Estaba seguro de que los lullubis iban a atacarlo, porque los exploradores habían advertido que, a medio día de distancia, existía otro gran claro de bosque con una gran pared rocosa en uno de sus lados, y que dicho claro aparecía cubierto de troncos de árbol. El general imaginó, con bastante perspicacia, que esos troncos de árbol habían sido colocados para entorpecer la maniobra de la falange. Estaba claro que el enemigo había elegido el campo de batalla. Pero como era habitual en él, fue Shamum quien acabó volviendo al enemigo contra sus propios planes.
Cuando llegó al claro, hizo que avanzara en orden de falange solamente una quinta parte de sus fuerzas. Lo hicieron muy lentamente, y tras ellos grupos de auxiliares iban recogiendo los troncos del suelo y colocándolos, sin orden ni concierto, delante de los árboles del claro del bosque, dentro del cual esperaba el resto del ejército.
La falange acadia, que como he dicho, avanzaba muy lentamente poniendo a prueba la paciencia de los montañeses, empezó a recibir disparos de flecha procedentes de lo alto de la pared rocosa. Este hecho no preocupó demasiado a los acadios, pues el general ya se lo esperaba, y había impartido órdenes de que los de las segundas y terceras filas protegieran con sus escudos a los de la primera. Por otra parte, los arcos montañeses no podían rivalizar en potencia, ni de lejos, con los acadios.
Fue entonces cuando se produjo un amago de ataque por parte de los lullubis, posiblemente con la intención de incitar, al grueso del ejército, a salir del bosque en ayuda de la falange atacada, pero Shamum no cayó en la trampa. Al contrario. Mientras se desarrollaba aquella pequeña lucha en el claro, hizo que sus honderos avanzaran a escondidas por el flanco y, gracias a que no llevaban armamento pesado ni escudos, escalaron las peñas que formaban las estribaciones del acantilado rocoso. Los honderos tomaron por sorpresa a los arqueros lullubis y los masacraron, tirándolos por el acantilado abajo.
Mientras esto sucedía, a un día de distancia, el destacamento a las órdenes de Naram-Sin se acercaba a la cima de la montaña, al punto donde comenzaba una alta meseta. Los acadios avanzaban por un bosque menos espeso, que se clareaba poco a poco según se acercaban a su objetivo, y al principio lo hicieron con cierta tranquilidad, pero en mitad del mismo, y parapetados tras una serie de gruesas peñas, los esperaba un fuerte contingente lullubi. No hubo más remedio que conquistar las peñas mediante una fiera lucha cuerpo a cuerpo. No existió ningún plan de ataque en esa parte de la batalla, teniendo el rey que improvisar a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Los acadios no podían maniobrar de ninguna forma, no podían utilizar honderos ni arqueros, y los defensores estaban allí para morir o vencer.
Naram-Sin ordenó dos ataques furiosos, en los que los acadios avanzaron cubriéndose con los escudos de las piedras que los defensores los arrojaban. Cuando por fin cayó el último de los montañeses, los agotados guerreros acadios descubrieron que la batalla no había terminado. Apenas se habían repuesto de la sangrienta escaramuza, cuando llegaron exploradores avisando de que más adelante seguía habiendo un gran número de enemigos. El rey acababa de dar la orden de proseguir la subida, cuando se inició una fuerte lluvia. Los soldados acadios acabaron empapados en un momento y tuvieron que avanzar por un terreno en el que resbalaban continuamente, pero el rey los incitaba a seguir, sabiendo que la cima se encontraba cerca. Naram-Sin tenía a la vista su objetivo y no iba a renunciar a él, costara lo que costase.
Al atardecer volvieron a descubrir otra posición rodeada de peñas y defendida por otro numeroso grupo de montañeses. Esta vez las rocas eran más imponentes que las anteriores, pero el rey volvió a ordenar el ataque sin compasión y sin contar el número de bajas, confiado en que el general lo apoyaría si las cosas se ponían mal al llegar a la cima.
Lo que no sabía es que el general había tenido sus propios problemas. También estaba lloviendo en su zona, y la falange estaba siendo atacada con brutalidad por los montañeses. La línea de escudos pudo mantenerse hasta el mediodía, pero en ese momento, y ante la gran cantidad de bajas, se vio obligada a retroceder casi sin lograr mantener el orden. Los honderos habían terminado sus proyectiles y, por tanto, no los prestaron apoyo. Pero el general, a pesar de que era consciente del destrozo que se estaba produciendo entre aquellos soldados, reservaba una cruel sorpresa a los montañeses. Había decidido utilizar sus propias tácticas contra ellos y presentar batalla en el bosque en vez de en el claro, tal y como esperaban los enemigos. Mientras la falange aguantaba a pie firme, los auxiliares, como dije, habían recogido gran cantidad de troncos de árbol y los habían acumulado desordenadamente delante del borde del claro.
Cuando la falange retrocedió en desorden y se refugió entre los árboles, los lullubis atacaron en masa dando unos gritos terribles y enarbolando sus hachas, pensando que tenían la victoria a su alcance. Si no hubiera estado lloviendo, es posible que no hubiesen caído en la trampa, pero la cortina de agua era tan densa que no pudieron adivinar lo que los esperaba. Al llegar a pocos codos del borde del claro se encontraron con que gran cantidad de troncos entorpecía su carrera. Eso, unido al barro del suelo, hizo que el empuje de la carga se rompiera totalmente, y al llegar ante los árboles los acadios los esperaban cubriendo los huecos con sus escudos, y formando una muralla de lanzas y de largas ramas afiladas, que habían preparado durante toda la mañana mientras se luchaba delante de ellos. El sacrificio de los soldados de la falange no iba a ser en vano.
A lo largo de la tarde, los montañeses atacaron con gran fuerza y determinación aquella infranqueable muralla de escudos, pero sólo lograron que se formara una montaña de cadáveres que, en algunos puntos, era tan alta como un hombre, obligando a los acadios a realizar rápidas salidas con el fin de desembarazar el terreno. Al llegar la noche, los montañeses ya no eran un ejército, sino un grupo de hombres destrozados que ya, solamente, atacaban individualmente y de vez en cuando. En esa zona de la montaña, la batalla había terminado con una completa derrota lullubi.
El general reorganizó a sus tropas, y todavía en plena oscuridad, sin haberlos concedido más que media noche para dormitar, con la habitual cobertura de los exploradores, hizo que la marcha se reanudara, pues temía que el rey estuviese siendo atacado.
Y estaba en lo cierto. Las tropas de Naram-Sin habían logrado vencer la resistencia de esa fortaleza natural de grandes rocas, tras insistir a lo largo de la tarde en una serie de ataques sangrientos. Al caer la noche, a Naram-Sin solamente le quedaban apenas cuatro de cada diez soldados con los que había iniciado la campaña. Un terrible reguero de cadáveres señalaba el camino entre ambas posiciones rocosas. Uno de los supervivientes me dijo, tiempo después, que: «Se podía volver a Agadé siguiendo el rastro de sangre sin miedo a perderse, pero nuestro gran señor luchaba con una maza en la mano y no podíamos dejarlo solo». Muchos soldados caían al suelo allá donde se encontraban, completamente agotados, temblorosos, cubiertos de barro y de sangre, y sin haber podido comer en todo el día (aunque por lo menos, agua no les faltó).
Y lo que el rey hizo, en vez de retroceder, fue parapetarse entre esas peñas y crear una muralla con ellas y con los cadáveres de acadios y lullubis que cubrían la zona. Allí, en esa ciudadela improvisada, rechazó a lo largo de la noche varios asaltos de los montañeses que no tuvieron mayor consecuencia que mantener despiertos a los acadios. Al amanecer reanudó la marcha hacia lo alto y, al borde de la meseta, descubrió que lo esperaba el resto del ejército montañés, formado por primera vez con un cierto orden y con varios oficiales al frente, que hacían que se mantuviera la disciplina.
Los lullubis debieron llenarse de asombro al ver aparecer esos hombres andrajosos y ensangrentados, a los que consideraban totalmente quebrantados, y más aún al ver cómo se dirigían hacia una pequeña colina que dominaba el inicio de la meseta, subir a ella, y plantarse en lo alto de la misma formando una falange. Naram-Sin había decidido que, si moría ese día, lo haría en el punto más alto posible de la montaña. Sus ojos acababan de descubrir, a lo lejos, que aún quedaban más prominencias por subir en los confines de la planicie, y por ello decidió vencer o sucumbir en ese lugar.
El ejército lullubi lo atacó nada más ver que se había formado la falange, y los acadios rechazaron cinco ataques seguidos. La escena era casi de pesadilla, con los montañeses intentando llegar hasta los escudos y recibiendo lanzazos mientras intentaban aferrarse a ellos. Los heridos y muertos acadios eran llevados hacia atrás, donde se creó un terrible montón de cuerpos inertes que parecía la pared de una muralla.
Al ver que los asaltos frontales no servían de mucho, los lullubis probaron a cambiar de táctica atacando por uno de los flancos, a pesar de que esa ladera era un poco más empinada. Mientras subían, Naram-Sin dio órdenes de que el frente de la falange se debilitara, y dos de cada tres soldados corriera hacia esa parte, formando un nuevo frente ante el enemigo que llegaba. La línea se reforzó colocando algunos cadáveres de acadios a modo de parapeto, lo que hizo que la escena resultara tan espantosa, que muchos veteranos aún la ven en sus pesadillas, aunque ha pasado tiempo desde aquello. Eran pocos y débiles, y estaban tan cansados que recibieron a los montañeses con una gran carcajada, como si ya no les importara la vida o la muerte, pero rechazaron el nuevo ataque aún a costa de que sólo sobrevivieran unos pocos, que cayeron de rodillas cuando los montañeses huían colina abajo. Estaban tan agotados que hubo que levantarlos casi en brazos para restaurar la falange principal.
Si los lullubis hubieran sido más perspicaces habrían atacado de nuevo por ese flanco, y sin duda habrían acabado de una vez con el rey y los que lo seguían. Pero se empecinaron en volver a atacar por el frente. Era ya mediodía y el sol estaba en lo alto. Había dejado de llover a media mañana y los pocos centenares de acadios que quedaban parecían demonios del infierno, cubiertos de sangre y de barro, con la mirada febril, hambrientos y desesperados, con la mayor parte de las lanzas rotas y los escudos quebrados. Veían acercarse a Ereshkigal hacia ellos y no les quedaban esperanzas. Sabían que el siguiente ataque iba a ser el último.
Fue entonces cuando Naram-Sin dio la orden más loca y genial de su vida. Mientras los montañeses trepaban resbalando por la pendiente, en un desesperado intento por desalojar a esos cadáveres vivientes, impartió instrucciones a toda velocidad. Los únicos dos oficiales que quedaban con vida, asintieron encogiéndose de hombros y esperaron el momento. Cuando los lullubis estaban a una distancia bastante corta, y a una orden del rey, todos los acadios arrojaron los escudos contra los montañeses y, en medio de un rugido de guerra que más pareció el desesperado quejido de un grupo de espíritus errantes, cargaron colina abajo con las mazas y lanzas en la mano, chocando contra los montañeses que subían. Éstos no esperaban semejante reacción y fueron totalmente barridos. En apenas unos instantes, el grueso de los lullubis que quedaban huyeron abandonando el campo de batalla, sin hacer caso de los escasos oficiales que aún vivían y que los conminaban a seguir luchando. Los que me han contado la batalla me hablan de una nube roja e imprecisa, donde los hombres luchaban cuerpo a cuerpo, a puñaladas, a puñetazos, a mordiscos, con piedras... utilizando todo lo que pudieron improvisar, sin saber ya si el que estaban estrangulando era amigo o enemigo...
Cuando a media tarde llegó el general Shamum a aquella zona, siguiendo el rastro de muerte y destrucción que había ido dejando Naram-Sin en su trágico avance, encontró un espectáculo horroroso. Centenares de muertos yacían en el embarrado campo, mezclándose la sangre con el fango, revueltos acadios y montañeses y confundidos en la muerte. Y en medio de aquel increíble horror, a lo lejos, en lo alto de la colina, coronando esa inmensa hecatombe, Naram-Sin, con la ropa hecha jirones y herido en un brazo, contemplaba un sol rojo que se retiraba dejando paso a la noche. La figura del rey sobre aquella colina hubiera podido parecer la figura de un conquistador triunfante, pero por encima de él, en lo alto, decenas de buitres esperaban su momento para participar en un macabro festín.
Naram-Sin había buscado una montaña y había encontrado una colina. Una cima de muerte y de destrucción, pero venció por fin. Miles de jóvenes no pudieron narrar esa jornada en sus hogares, pues aún sus huesos se blanquean en lo alto de la montaña. Sólo los buitres han podido recordar la historia.
Al final sucedió lo que nadie se esperaba, y es que Naram-Sin se sentó a negociar con el rey Satuni y firmó con él un pacto de amistad. Ambas partes habían quedado tan quebrantadas que ya no tenían ganas de volver a enfrentarse. Por supuesto que, al retornar a Agadé, las cosas no se contaron así. Se celebró un gran desfile conmemorativo (el último al que acudí con mi amiga Taram) y durante tres semanas de fiestas continuas, se proclamó que los lullubis habían sido derrotados, su rey humillado y obligado a firmar un tratado con los acadios. En el fondo yo sentía una morbosa satisfacción al saber que mis primos lullubis, habían sido tan duros de pelar, que el rey había renunciado a las montañas, pero me apenaba pensar en los que habían muerto en vano.
Ahora Naram-Sin dirigía su vista hacia lo alto del río, una vez que tenía pacificadas las montañas y el norte asegurado por una alianza.
Naram-Sin no quiso esperar más. Estaba impaciente por adelantar el frente de guerra antes de la boda de Taram-Agadé. Deseaba que el río estuviera conquistado, por lo menos, hasta la desembocadura del río Khabur, cerca de cuyas fuentes se encontraba Urkesh. Nunca he sabido muy bien si lo hacía como obsequio para su yerno, como una forma de proporcionarle un espacio de seguridad a su hija, o por su propio interés y gloria.
Tras curar de las heridas que había recibido en las montañas, Naram-Sin reforzó el ejército que esperaba en Tuttul del Sur. Supongo que el rey de Ebla, Rish-Adad, confiaba que la fortaleza de las murallas de las distintas ciudades que había en el camino, contuviera a los acadios, o posiblemente, en que Naram-Sin se conformara con ocupar Mari y no siguiera conquistando terreno hacia el mar. A fin de cuentas, el gran señor Sargón, que había estado por esas tierras, no había hecho demasiados esfuerzos para establecer una supremacía sobre Ebla. Pero si pensaba que el nieto iba a hacer lo mismo, estaba muy equivocado.
Naram-Sin ordenó que el ejército avanzara, sin esperar a los refuerzos que venían desde las montañas, pues tras el fin de la campaña lullubi, algunas guarniciones habían podido ser adelgazadas de efectivos. De hecho, tal vez impresionado por el sangriento fin de la misma, aunque no reconociera esa sensación en sus estelas, permitió que aquellas tropas descansaran en Tuttul del Sur antes de unirse a sus compañeros río arriba.
El ejército acadio avanzó lentamente. Parte del mismo se trasladaba en unos cuantos de los barcos que Eridu había enviado, y el resto caminaba cerca de la orilla del río, con lo que no les faltaban agua ni suministros. Naram-Sin había ordenado que se estableciera un abastecimiento continuo de alimentos para su ejército, para lo que contaba con una pequeña flotilla de barcos auxiliares que viajaban entre Agadé, Sippar y el ejército. La mayor parte de los barcos de la flotilla habían sido suministrados por Apiyatum, y yo no tenía duda de que la cebada salía de los antiguos campos de los templos menores, de los que se había apropiado.
En cierto modo, Naram-Sin había aprendido del escarmiento que le dieron los de Eridu, antes de la reconquista de Ur, y era consciente de que, no sólo tendría que dominar el terreno y asegurarse las cosechas, sino que debía tener el río a su favor, como una muralla de contención delante del enemigo y como un apoyo para disparar desde los flancos en caso de ataque. Por ello, eran los arqueros y honderos los que, en su mayor parte, viajaban cómodamente en los barcos por el curso de agua.
La conquista de Mari se realizó casi sin esfuerzo. Para ser exactos, bastó con que los soldados desembarcaran en el puerto para que el gobernador se adelantara y jurara lealtad al rey, acompañando dicho juramento con todo tipo de regalos. En realidad, Mari no era un objetivo importante, pues el gran señor Sargón había arrasado la ciudad quemándola hasta los cimientos, y aún no se había recuperado de la matanza, a pesar de las generaciones transcurridas. Se trataba de una ciudad que sobrevivía, bien que mal, como un lugar de intercambio de comercio, y así deseaban seguir.
Naram-Sin permaneció dos semanas en la ciudad y hasta allí fue a buscarlo Agatima, tal vez con el temor de que volviera a encapricharse con la esposa de algún otro gobernador, tal y como había sucedido en Tuttul del Sur. Como algunas kezertu acompañaban a la hueste, estuve en todo momento informada de lo que sucedía.
Una vez pasadas dos semanas, las tropas volvieron a ponerse en marcha y llegaron, sin demasiados problemas, a la ansiada desembocadura del río Khabur. A partir de ese punto, el terreno se volvía más árido, y el avance iba ser mucho más dificultoso, pues varias ciudades de diversa consideración militar bloqueaban el paso del río. Todas ellas prestaban vasallaje al rey de Ebla, con lo que era de esperar que se resistieran a la conquista.
Fue en ese punto cuando, de improviso, llegaron representantes enviados por el rey de Ebla, los cuales traían la misión de preguntarle a Naram-Sin por sus intenciones.
—Si deseas subir río arriba, el dios Dagán te fulminará — le advirtieron ellos.
Naram-Sin ya había previsto aquello, y en la ciudad de Tuttul del Sur había ofrecido sacrificios a Dagán, intentando en todo momento congraciarse con los sacerdotes de ese culto.
—Decidle a vuestro señor que soy fiel de Dagán y él es mi protector. Y transmitidle — añadió — que no tengo intención de subir más arriba. Sólo deseo recuperar lo que nos corresponde, por conquista, desde los tiempos de mi abuelo.
El rey Rish-Adad optó por olvidarse de que también Sargón había estado por sus tierras y aceptó las palabras de Naram-Sin. Los embajadores volvieron semanas después con regalos, y aunque no se estableció ningún tratado de amistad mutua, y solamente se prometió la entrega anual de una gran cantidad de madera de cedro, los eblaítas se quedaron bastante tranquilos.
Rish-Adad me recuerda a Iphur-Kish. Siempre ha sido muy ingenuo.
Mientras el ejército “conquistaba” Mari, yo obtuve algo más de información acerca de Apiyatum. Llegó a mí a través del agradecido Ur-Mud, a cuya hija había ayudado y que en esos instantes, acabados sus estudios, trabajaba como vendedora de perfumes en Nippur. Además de conseguirle un puesto en la Edduba de Nippur, la ayudé a establecerse como perfumista, gracias a los contactos que había conseguido tras años de comerciar con aceites esenciales y perfumes desde Elam.
Como decía, una tarde Ur-Mud entró en el templo y observé que presentaba una apariencia asustada, como si temiera que alguien lo descubriera en ese lugar, lo que era ridículo, pues acudía de forma habitual a distintas ceremonias religiosas. Así que le hice pasar a las cocinas, donde en esos instantes se encontraba solamente la buena de Agisa, la cual, desde luego, nunca iba a traicionar cualquier posible indiscreción que escuchara.
El escriba observó temerosamente alrededor de la estancia y me hizo entrega de una tablilla.
—¿Qué es esto? — Pregunté extrañada.
—Mi Entu, es una muestra de mi agradecimiento — me respondió mientras me hacía gestos para que lo leyera.
Así lo hice y comencé a leer la tablilla un poco por encima, viendo que se trataba de una carta de Apiyatum a Enmenanna. El asunto despertó mi interés, como no podía ser de otra manera, así que me senté y leí el texto con más detenimiento. En la carta, el ministro empezaba por tratar algunos temas generales acerca de las relaciones entre Agadé y el Templo de Nannar, sobre todo respecto al suministro de cebada al ejército. Me entristeció enterarme de que las reservas de Ur estaban casi agotadas, y me llamó la atención el hecho de que la carta, parecía dar a entender que Enmenanna comenzaba a estar harta de esa situación.
De alguna forma, la Entu de Ur había intentado que fueran los grandes terratenientes, que se habían apoderado de las tierras de los pequeños templos, los que entregaran parte de los suministros. Apiyatum, el cual bien sabía yo que era uno de ellos, aconsejaba a Enmenanna que dirigiera su mirada en otra dirección, más concretamente, en la dirección de aquellos miembros del clero que poseían riquezas.
Acto seguido, como de pasada, comentaba la “casualidad” por la que una gran cantidad de bienes habían llegado a mis manos mediante una singular herencia. Le sugería a la Entu que tal vez la adopción no había estado tan clara, o que yo había hecho uso de malas artes para apoderarme de una herencia que, claramente, no me pertenecía, y que en parte, debía haber sido destinada a la propia Enmenanna.
La carta era muy sutil, tuve que reconocerlo. Me enfadaron sus insinuaciones acerca de mi adopción y mi herencia, la cual en esos momentos, en una buena parte, estaba en manos de los miembros del consejo de ancianos de Nippur. Levanté los ojos y miré a Ur-Mud, el cual esperaba mi reacción frotándose las manos con nerviosismo.
—¿Conoces el resultado de esta carta?
—Si os referís a lo que la Entu decidió, debo decir que actualmente no se lleva nada bien con el ministro Apiyatum.
Esto significaba que, por alguna razón, Enmenanna no había querido malmeterse en mis asuntos.
—¿La Entu de Ur no realizó ninguna investigación?
Ur-Mud asintió y bajó la voz.
—Tengo entendido que la inició, pero que una hermana suya, que ahora es sacerdotisa en Sippar, os defendió con uñas y dientes. Aquello debió influir en su decisión de abandonar la investigación. Pero creo que, en realidad, la decisión final la tomó poco antes de que el señor Sharkalisharri volviera a Agadé.
—¿Ah sí?
Tomé del brazo a Ur-Mud y salimos al jardín interior, en cuyo centro nos sentamos. Suponía lo que me iba a confesar el escriba, y era un asunto tan reservado, que no consideré aconsejable que Agisa lo escuchara. Una vez sentados, le invité a proseguir con un ademán.
—Hubo un intercambio de mensajes entre ambos hermanos — dijo el escriba —, y acto seguido, la Entu envió una carta a Apiyatum que no debió gustarle nada, porque el ministro rompió la tablilla con bastante furia.
—¿De qué trataba la tablilla?
—No estoy muy seguro, pero parece ser que la Entu le aconsejaba no meterse en la vida privada de miembros del clero.
Empecé a sospechar que, aunque nunca le había informado a Sharkalisharri de la causa de sus molestias aquella terrible noche, algo debía haber adivinado por su cuenta, aunque no supiera de dónde había partido la acción.
—¿Cómo has conseguido esta tablilla?
—Como sabéis, trabajo en la oficina del ministro y pasan muchas tablillas por sus manos. Algunas se empeña en atenderlas en persona, sobre todo cuando tienen que ver con terrenos de otras ciudades, principalmente ciudades lejanas a Agadé.
Aquello también despertó mi interés.
—¿Te refieres a Kish, a Ur...?
—Sí, en ocasiones. Y otras ciudades de todo el reino — añadió.
—¿Qué tipo de cartas son ésas?
El escriba hizo un gesto, como si estuviera intentado recordar algo que sabía que estaba en su memoria, pero que hasta ese instante no había considerado importante.
—No estoy muy seguro — dijo al fin —, aunque en una ocasión en que salió de la habitación para atender unos asuntos, pude ver que se trataba de algo extraño. Era una comunicación de venta de unas tierras pertenecientes a un templo menor de Umma.
—¿Y por qué era extraño?
—Porque un documento de esa clase, debería estar en los archivos de Agadé. Si alguien compra las tierras de un templo, llegará una comunicación a Agadé, para que se sepa quién debe pagar los impuestos correspondientes a esas tierras a partir de la fecha de venta, pero también el templo debe enviar una comunicación a la capital para pagar los impuestos generados por la operación de venta.
—¿Y qué es, en suma, lo extraño?
—Que aunque el ministro pudiera llegar a examinar el primer tipo de documento... ¿Qué sentido tiene que tenga en su poder una comunicación del templo acerca de que se ha realizado la venta? Él no tiene que pagar los impuestos, sino el templo. Esa tablilla corresponde a otra oficina de palacio.
De repente se me ocurrió una posibilidad.
—¿Y si esas tierras pertenecían a alguien de otra ciudad, y las tenía arrendadas al templo? ¿Y si alguien había regalado esas tierras al templo, por ejemplo, en una herencia?
—Ahora que lo decís... — Ur-Mud abrió exageradamente los ojos, como si acabara de recordar algo importante —. Creo recordar que eran tierras de un templo de Umma, pero pertenecían en origen a un terrateniente de Lagash. ¿Cómo sabíais...?
—Eso no importa ahora — dije —. Pero en ese caso — insistí —, debería haber un tercer documento, ¿no?
Ur-Mud sonrió.
—Veo que conocéis las interioridades de la burocracia. Efectivamente, el templo de Umma, enviaría una tercera carta, o bien al palacio del gobernador de Lagash o a un templo, según el origen de dichas tierras. Evidentemente, habría que dejar constancia de los distintos dueños de esas tierras. Si por ejemplo, como habéis sugerido, un terrateniente de Lagash regaló unas tierras a un templo de Umma, y el templo vende dichas tierras, el palacio de Lagash tendría que saber quién es el nuevo dueño, por el asunto de los impuestos. Dos cartas irían a Agadé, una para notificar la venta, y otra para notificar el cambio de titular de cara a los impuestos, y una tercera carta sería enviada a Lagash para advertir del cambio. Así, el palacio de Lagash podría acordar con Agadé el cobro de impuestos al nuevo dueño.
Después de esa explicación, Ur-Mud aprovechó que ya reinaba la oscuridad en las calles y se retiró. Ahora tenía claro que Apiyatum estaba jugando a un juego peligroso. No sólo compraba tierras, lo que no era ilegal, sino que por alguna razón, evitaba que fuera pública la compra de esas tierras. ¿Por qué? ¿Para evitar pagar impuestos? Eso no tenía sentido, pues en la burocracia sumeria, era poco menos que imposible evitarlo, bien lo sabía. Aparte de que daba igual pagarlos a un palacio o a otro, pues la diferencia en el pago de impuestos, gracias a las reformas de Naram-Sin unificando la administración, sería inexistente. En una ciudad u otra, la cantidad sería la misma. Así que la única posibilidad que quedaba era que, sencillamente, no deseaba que se supiera que él era el comprador.
Si lograba averiguar el por qué, tendría la última pieza del tablero.
Por fin llegó el día en que mi amiga Taram tuvo que despedirse de su familia y de la ciudad de Agadé.
En un principio se había pensado celebrar la ceremonia de la boda en la capital pero, por una parte, habían transcurrido varios meses de interminable campaña militar en las montañas y en el curso alto del río, y por otra, el Endan Tupkish prefería que la boda se realizara, según costumbre hurrita, en la ciudad del novio.
La muchacha me pidió que acudiera a la boda y que firmara en la tablilla de casamiento con mi sello de Entu. Por supuesto que yo accedí encantada, pero Naram-Sin, que acababa de volver de su anexión de Mari, se negó a ello. En un primer momento alegó que ya iba a constar el sello de Enmenanna en el documento, lo que bastaba para darlo fuerza legal, ya que la hermana de Taram era Zirru, mientras que yo no. Luego, al ver que yo seguía empeñada en asistir, aunque no fuera para imprimir mi sello, alegó que necesitaba que me quedara en Agadé, pues tenía una misión importante para mí. Aquello, por tanto, me molestó por partida doble, pues no sólo no iba a poder acompañar a Taram en aquel importante cambio de su vida, sino que ya me veía metida en alguna otra de las conspiraciones del rey, y ya estaba harta de que me utilizaran.
Taram-Agadé se pasó varios días llorando, al enterarse de que me habían impedido la asistencia. De repente le aterrorizó la idea de separarse de mí y de abandonar la ciudad en la que toda su vida había transcurrido. Posiblemente se había hecho a la idea de que si yo la acompañaba al norte, acabaría por quedarme allí, lo que no dejaba de ser una utopía un poco infantil. Tuve, pues, que animarla como buenamente supe. No lo logré del todo.
La comitiva partió de la gran plaza ante el Eulmash. La reina Meshalim no asistió al acto, pues había rumores de que no andaba bien de salud. Agatima, Enmenanna y yo, con nuestros respectivos séquitos, realizamos un par de sacrificios. El de Agatima fue bien. El mío resultó extraño, pues en el hígado del buey se encontró una piedra azulada. Nadie supo lo que significaba, así que se optó por considerar que era un buen augurio, al ser el azul el color de Inanna.
Una vez hecho esto, un sacerdote venido de Urkesh realizó otro sacrificio, tras el cual pronunció una oración a Teshub y Shaushka, que son su dios supremo y su diosa de la guerra y del sexo, respectivamente.
Al acabar la pequeña ceremonia de despedida, Taram subió a la plataforma y se arrodilló a los pies de Agatima, la cual rezó una oración por su futuro. Luego recibió de la nin-dingir, como regalo, una cesta adornada con telas de seda, en recuerdo de aquélla que llevó a su bisabuelo por el río. Era una forma de desearle fortuna e hijos.
Taram se acercó a mí, se arrodilló y me besó el borde del kaunake. Luego, ante el asombro de todos los presentes, se levantó y se abrazó a mí llorando. Mandé el protocolo al palacio de Ereshkigal y la abracé con fuerza, y así estuvimos un buen rato. Luego, a modo de obsequio, y sin que nadie entendiera lo que significaba, le hice entrega de un cordón parecido a aquél con el que había realizado la magia de “ahorcarme” el primer día que la visité en sus habitaciones, siendo una niña.
Los miembros de la escolta hurrita que acompañaba a Taram, no lograron comprender por qué se abrazaba a una sacerdotisa. Un ministro, para evitar indiscreciones, les dijo que éramos hermanas porque yo era otra hija del rey. Si se extrañaron al ver mis cabellos supusieron que, posiblemente, yo fuera hija de alguna consorte del monarca. La comitiva avanzó por la plaza mientras las kezertu, capitaneadas por Enanedu, cantaban un poema de despedida y arrojaban pétalos de flores al paso del carro en el que viajaba Taram.
Cuando estuve de vuelta en mi templo, caí en la cuenta de que Enmenanna había estado muy rara durante la ceremonia. Ahora me daba cuenta de que parecía haber intentando hablar conmigo a solas en un par de ocasiones, sin que las circunstancias se lo hubieran permitido. Me encogí de hombros. Total, ya estaba acostumbrada a que Enmenanna no me hablara, así que poca importancia podía tener aquello. Lo importante en esos instantes es que la campaña militar iba a proseguir tras la boda, y el ejército acadio, que disfrutaba de unas semanas de ocio junto a la desembocadura del río Khabur, iba a necesitar provisiones y abastecimientos. A pesar de las nupcias, la situación era grave. A las malas cosechas se unía el hecho de que muchos jóvenes se estaban alistando de forma voluntaria en el ejército, como una forma de huir del hambre. Y eso, por tanto, implicaba que muchos campos anduviesen escasos de mano de obra.
Pero la continuación de la campaña de Ebla no comenzó con buenos augurios, pues el suelo volvió a temblar. Esta vez fue de mañana. Yo me encontraba en el patio del templo y tuve suerte, pues parte del techo de la cella principal se derrumbó. El temblor fue muy intenso y duró bastante rato. Se repitió dos veces, por la tarde y de madrugada, y muchas personas durmieron en las calles completamente aterrorizadas.
Pasados los días, supe que en Ur se había derrumbado otra vez parte de la plataforma del recinto, así como un trozo de las murallas de la parte que miraba a Eridu. Lo sentí por Enmenanna, pues cuando volviera de la boda se iba a encontrar con un buen lío entre manos. En Nippur varias sacerdotisas murieron o resultaron heridas al derrumbarse techos en diversos templos del Ekur. La Casa de los Poderes Divinos, así como parte del giparu, habían quedado muy dañados. La propia Gemezida resultó malamente herida al caerle un hachón de bronce sobre un pie. Algunos lo consideraron como el mal presagio de algo que estaba a punto de venir en el futuro. Para mí la cosa no estuvo tan clara hasta tiempo después.
Una mañana vi que varios trabajadores estaban retocando los textos de los relieves de la plaza del Eulmash, y que varias estatuas se habían retirado con el fin de cambiar, a su vez, los textos que figuraban en las mismas. Observé con estupor que en todos ellos se había añadido una estrella al nombre del rey [27]. Me resistía a creerlo, pero era verdad.
Días después se inauguró una estatua de Naram-Sin en la que aparecía representado con la tiara de cuernos divina. El rey había decidido nombrarse a sí mismo “dios de Akhad”, en persecución de esa inmortalidad que deseaba desesperadamente. Aquello me llenó de asombro, pues a pesar de la charla que habíamos tenido en el jardín del templo, había pensado en todo momento que era una idea pasajera o figurada, una simple fantasía y no una realidad. A partir de ese día, los documentos administrativos y los juramentos tendrían que realizarse en el nombre de Naram-Sin, y los insultos o delitos contra la corona se castigarían con la pena de muerte, como si fueran sacrilegios. Para ello, se habilitaron unas celdas en los sótanos del Eulmash, imitando las que existían en el Ekur.
Gemezida estaba furiosa. Pero yo sabía bien, tras recordar la violencia con que tembló el suelo aquella mañana, que los dioses tampoco estaban muy alegres.
Y, al pensar en ello, tuve mucho miedo por el reino.