XXX

Satisfecho por haber conquistado gran parte del curso superior del río Buranum, Naram-Sin decidió volver a Agadé. Dejó una guarnición en Tuttul del Norte, un destacamento más grande en Astatu, y navegó río abajo con el resto del ejército, que no era demasiado numeroso, pues la conquista de varias ciudades seguidas había quebrantado y producido un gran número de bajas entre los acadios. Estaba muy claro que nunca hubiera podido conquistar Tuttul sin el concurso, en el último momento, de las tropas aliadas de Garmu y Astatu.

Dejó a la muchacha con la que había compartido su lecho de campaña en la ciudad de Manuwat, lo que debo decir que escandalizó bastante a su padre, que ya se había hecho ilusiones de que su hija iba a convertirse en consorte de Naram-Sin. Lo que no sabía es que el monarca no era amante de consortes, como otros acadios y sumerios importantes, y que prefería dedicarse en cada momento a una sola mujer.

Fue en Manuwat donde me llevé la sorpresa de enterarme de que la nin-dingir estaba embarazada. La sorpresa no fue por el embarazo en sí, ya que como dije en otra ocasión, algunas nin-dingir e ishtaritum mayores se quedaban de vez en cuando embarazadas, y a sus hijos se les otorgaba una naturaleza semidivina. Lo que me sorprendió fue la audacia de Agatima, porque estaba muy claro que aquel embarazo había sido buscado. Al fallarle el plan de colocar a un amante más joven en el trono (Nabi-Ulmash), ahora intentaba claramente usurpar el puesto de la reina Meshalim, proporcionándole un hijo semidivino a un rey que se veía a sí mismo como un dios. En todo caso, la situación amenazaba con que Akhad acabara teniendo a una sacerdotisa por reina, lo que, si bien se daba en pueblos extranjeros, no era típico en las llanuras de los dos ríos.

Sin embargo, no pude dejar de preguntarme si de verdad ese hijo era de Naram-Sin, o si Agatima se habría buscado algún amante en la corte. Me lo preguntaba por dos razones. Por una parte, si Naram-Sin moría, su hijo semidivino se convertiría en el opositor al trono de Sharkalisharri y si Agatima deseaba que su hijo reinara, tendría que tener un protector. ¡Quién mejor que el “padre” del niño! Por otra parte, durante la campaña de Tuttul, Naram-Sin había dedicado sus favores a la hija del gobernador de Manuwat, y poco caso había hecho a la nin-dingir... Me parecía que, dado que el embarazo era muy reciente, aquello no estaba nada claro.

Pero para el rey sí lo estuvo, y la verdad es que se le vio muy feliz ante la perspectiva de tener un hijo que nacería con la tiara de cuernos puesta, por así decirlo. Se propuso, pues, organizar una serie de fiestas para celebrar la noticia a su llegada a la capital. El asunto me pareció francamente obsceno, sobre todo porque muchas más familias se encontrarían de luto al enterarse de la muerte de sus seres queridos, aparte de que no creía que la corona estuviera en disposición de semejante dispendio.

A la llegada a Agadé, se corrió inmediatamente la voz de mi caída en desgracia. Nadie me invitó a las celebraciones, de lo que me alegré mucho. A las anteriores había acudido por estar con Taram. Personalmente no estaba preocupada porque el rey me considerara públicamente un enemigo. Otros sí que se preocuparon, como el bueno de Palili, que acudió inmediatamente a visitarme en el templo, con el pretexto infantil de que deseaba experimentar un nuevo peinado conmigo. Al pobre se le notaba tanto la inquietud, que tuve que llamarle la atención con cariño.

—Palili. Si sigues pensando que me va a pasar algo malo, tus peinados saldrán con defectos.

—¿Quién piensa en esas cosas cuando sirve a una diosa? — Pero el pobre decía esas palabras mientras, inadvertidamente, me daba unos tirones al pelo bastante desagradables.

—Por ejemplo, tú. Dime, Palili... — le hice un ademán para que dejara de peinarme y se sentara, cosa que hizo con el azoramiento típico de quien no está acostumbrado a ciertas familiaridades —. ¿Realmente crees que estoy en peligro?

—Ha llegado a mis oídos... ciertas cosas... hay gente que os quiere mal, mi Entu.

Dejé escapar una risita y me encogí de hombros. Era muy consciente de ello, pero me importaba bastante poco.

—¿Gente como Agatima?

Asintió con la cabeza e hizo un gesto de odio. Estaba muy claro que nunca le haría un peinado a esa mujer.

—No se cansa de repetir por todas partes que va a hacer una reforma en el clero y que comenzara con la Entu...

Fingí una carcajada para no preocuparlo. No me imaginaba a Agatima como reformadora religiosa, pues le iba mejor el papel de vengadora cruel.

—Palili — le comenté —, ya sabes lo que dicen los ancianos: “Una perra olisqueadora, se mete en todas las casas”. ¿Qué esperabas, acaso, que hiciera Agatima?

—Mi Entu, ¿puedo hablar con franqueza?

—A mí siempre puedes hablarme con franqueza.

—Hay individuos en palacio que consideran a la Entu un estorbo. Se susurra que el rey se ha arrepentido de haberla colocado en este templo, pues aunque es pequeño, hace mucho ruido. Podrían solicitar a Gemezida que os cese y os retire del cargo.

Suspiré y cerré los ojos.

—Sería un descanso bienvenido, puedes creerme. Jamás he deseado estar en este lugar. Hubiera preferido quedarme en Ur cuidando jardines.

—No si con ello tienen un pretexto para matar...

Le hice un ademán para que no siguiera hablando de eso, pero la verdad es que en algo tenía razón Palili. Mi templo era pequeño, pero en los últimos tiempos cada vez más gente asistía a las ceremonias ante la pequeña plataforma, mientras el Eulmash se iba quedando, poco a poco, vacío. Muchas sacerdotisas del recinto de Ishtar rondaban por mi templo, habiendo llegado a solicitarme ocupar alguna vacante. Yo no creía que Agatima las tratara mal, por lo que me dejaba perpleja la idea de que prefirieran estar conmigo. De todas formas, si ahora iba a ser una apestada, poco podía preocuparme aquello, pues dejarían de venir. Se lo comenté a Palili y, entonces, éste me dijo algo que me dejó de piedra.

—Os equivocáis, mi Entu. La sal-me mayor del Eulmash me dio a entender que siguen estando de acuerdo con este templo. Les disgusta lo que está sucediendo en el reino y creen que vuestras ideas son las adecuadas. El problema es que Agatima puede denunciarlas al rey, y eso es un peligro que pocas desean correr.

—Palili, si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?

El peluquero me miró a los ojos. Luego me tomó una mano y noté aquel tacto de la primera vez que me peinó.

—Una vez vuestra madre me confesó algo que debería contaros. Fue el día que os encontró en medio del campo, abandonada y asustada. Dijo que había estado rezando a Ishtar por una señal, porque se sentía cansada y no sabía qué rumbo dar a su vida y, al abrir los ojos, os vio: una pequeña niña, bajo un cielo estrellado y con ojos de estrella. Por un instante llegó a pensar que erais la misma Ishtar que había bajado al mundo. Ella siempre supo que teníais una misión. No sé cuál es esa misión, pero si eso es cierto, hay que llevarla a cabo, cueste lo que cueste —. Se incorporó y se arrodilló a mis pies —. Y si mi vida sirve para ayudaros... es vuestra.

Lo abracé con cariño. Siempre es bueno saber que, en momentos de apuro, la devoción y la amistad están a tu disposición. Es cierto que no son inútiles la verdad y la ternura.

—¿Sabes Palili? Siempre que me has peinado, tus manos me tranquilizaban, me infundían seguridad. Hoy lo han hecho tus palabras. No sé lo que voy a hacer, pero sí sé que al rey no va a gustarlo.

Aunque eso último era algo que, en esos instantes, me importaba bastante poco.

* * *

Pero las cosas no acabaron ahí. Naram-Sin resolvió que había llegado el momento de afianzar su posición como dios vivo. Decidió, por consejo de Agatima, la cual ya se veía como diosa-madre, que primero debía dar un escarmiento público y luego, con el tiempo, solicitar a los Enum y Entu que refrendaran su lugar como dios viviente del panteón.

Para dar el escarmiento se solicitó a los templos del reino, grandes y pequeños, que escogieran a algunos “sacrílegos” y los enviaran atados con cuerdas, como si de prisioneros de guerra se tratase, a Agadé, con el fin de ejecutarlos públicamente. Tristemente, yo había tenido razón al anticipar que Naram-Sin buscaría la divinidad por su vertiente más cruel.

Apiyatum se personó en mi templo con la intención de que le entregara a los sacrílegos que hubiera detenido. Llevaba un par de días esperando ese instante, así que ya tenía preparada una respuesta adecuada al requerimiento real.

—No hay ningún sacrílego en mi templo — le informé, mientras fingía que me había interrumpido en alguna tarea importante.

—Entiendo que éste es un templo pequeño, pero alguno debe haber — alegó el ministro con severidad.

—¿Me estás dando clases acerca de lo que es un sacrílego, ministro? — Le pregunté aún más severa que él. Desde tiempo atrás había calado al personaje y sabía que era de los que se retiraban enseguida con el rabo entre las patas, como el zorro de los cuentos que me encantaban de niña. Tal vez por haber sido aficionada a esas historias, sabía bien cómo tratar a ese tipo de individuos.

—No, mi Entu — se apresuró a contestar —, pero el rey...

—Decid de mi parte al rey, que en las tierras de los cabezas negras hay un panteón divino muy amplio. Cada persona posee la libertad de rendir culto personal a cualquiera de los miles de dioses que lo componen. Basta con que una persona crea en uno sólo de esos dioses, para que ya no sea un sacrílego.

Apiyatum se quedó con la boca abierta. No esperaba ese argumento.

—Pero si no creen en nuestro gran señor... — balbuceó.

—Eso es problema del dios Naram-Sin, ministro. Todos los dioses sufren ese dilema en algún momento de su existencia. Si un fiel rinde culto a Enlil, que es el dios que preside la asamblea de los dioses, para mí es un creyente y, desde luego, el rey debería considerarse orgulloso de ello, ya que el propio Enlil lo tutela y lo admite ante su figura. Doy por supuesto — añadí intentando que no se me notara la sorna — que el rey, en su divina sabiduría, habrá adivinado de antemano que todo aquél que rinde culto con fervor a uno de los dioses principales del panteón, acogerá con devoción, aunque sea de forma indirecta, la divinidad de la realeza.

Apiyatum retornó a palacio con aquellas palabras, seguramente feliz ante la posibilidad de informarle a su señor de mi pequeña rebelión. Pero Naram-Sin no consideró que fuese todavía el momento adecuado para hacer algo contra mí. Tal vez se arrepintió luego, pues al día siguiente mi templo se llenó de fieles en el rito del atardecer, empezando por algunas familias principales que temían la codicia de Apiyatum, y sospechaban que se les podía acusar de alguna falta religiosa para confiscar sus riquezas.

Los sacerdotes del templo estaban atónitos ante el espectáculo, porque las gentes se agolpaban en las calles adyacentes y algunos traían palomas o gallinas, aves humildes en suma, y dentro de sus posibilidades, para sacrificar al dios. Yo rechacé los animales, pues bien sabía que ellos lo necesitaban más que el dios en esos tiempos difíciles, y ordené escoger un buey blanco de dos años alimentado con cerveza; lo hice sacrificar, y les informé desde la plataforma de que aquel animal bastaría por todos los presentes que habían traído. Luego, al ver que entre el público se encontraban un par de informadores de Apiyatum, los cuales me eran conocidos gracias a las compañeras de Enanedu, me adelanté y recé una oración que pensé que era adecuada para la ocasión:

¡Enlil! Lejos llega su autoridad,

sublime y santa es su palabra.

Imprescriptible es lo que Él decide.

Fija para siempre el destino de los seres.

Sus ojos escrutan la tierra entera,

y su resplandor penetra hasta lo más hondo del país.

Cuando el venerable Enlil se instala majestuoso

sobre su Trono sagrado y sublime,

cuando ejerce de excelsa manera

sus poderes de Señor y de Rey,

los otros dioses se prosternan ante Él

y acatan sin discutir sus órdenes.

Es el Gran y Poderoso Soberano

que domina el Cielo y la Tierra,

que todo lo sabe y todo lo comprende...

Esperaba que Naram-Sin entendiera la indirecta que llevaba implícita la oración.

La voz se corrió por el reino, pues los mercaderes repetían la anécdota en todos los puertos donde recalaban, y a partir de ese instante todos los recintos sagrados comenzaron a negarse a entregar a sus sacrílegos, alegando como había hecho yo, que eran buenos devotos de dioses mayores.

Por desgracia, Naram-Sin pudo celebrar su tan deseado escarmiento, ya que algunos templos menores, tal vez llevados por el miedo al rey, o presionados por Agatima, enviaron algún que otro sacrílego a la capital. Aparte de esos pobres diablos, el Eulmash pudo aportar diez más al montante total, con lo que se reunió un grupo de veinte.

Se eligió un día en que el sol lucía esplendoroso para realizar la ceremonia. Se nos ordenó a todos los miembros del clero que acudiéramos y asistiéramos a la misma, que se iba a celebrar en la gran plaza ante el Eulmash. Debíamos estar en lo alto de la plataforma con todos nuestros ornamentos. Se solicitó a Gemezida, como protectora de la corona, que acudiera, pero ella alegó que todavía se encontraba incapacitada por culpa de su pie, que no curaba del todo. Por ello, me tocó acudir en representación de Enlil, lo que desde luego, no me hizo la menor gracia.

Me llevé una agradable sorpresa al ver que todos los Enum y Entu habían presentado pretextos para no acudir, y que a pequeños miembros del clero como yo, les tocaba hacer las labores de representación. El asunto era chocante, pues en Agadé había templos de todos los grandes dioses del panteón, pero algunos eran muy pequeños. El Templo de Ninhursag, por ejemplo, sólo disponía de tres sacerdotes y seis sacerdotisas en su personal. La gente del pueblo lo sabía, y supongo que los comentarios entre los que asistieron a la ceremonia, debieron ser de lo más jugoso.

Digo “entre los que asistieron”, pues poca gente acudió al principio, pues en parte se sentían asustados por el giro que estaban dando los acontecimientos, y en parte se sentían asqueados por lo que iba a suceder en aquel lugar. En la mentalidad sumeria, es inaceptable que se asesine a alguien por no rendir culto a un dios, a pesar de que se adore a otro de los muchos donde se puede elegir.

Naram-Sin, furioso, envió soldados a recorrer los barrios más cercanos y, a punta de lanza, logró reunir una apreciable asistencia al acto. También aquello me recordó las viejas palabras de Ittibel, acerca de que a alguien con tiara de cuernos se le debe homenajear sin necesidad de que un grupo de soldados te obligue a ello.

A los veinte elegidos, siguiendo la costumbre del monarca, se les castró, se les despellejó de cintura para arriba, y finalmente se les empaló, mientras Agatima recitaba algunas oraciones adecuadas para la ocasión, como por ejemplo:

¡Ishtar bendita! Fuego del Cielo, Fuego de la Tierra.

Destruye con tu furia a los enemigos,

castiga a los perversos y esparce su semilla.

La tierra entera tiembla ante tu furia,

todos gimen y apartan la mirada,

¡oh, dueña de todos los ME!

Tus pies pisotean al perverso

y su sangre anegará los ríos y los mares...

Es cierto que entre las oraciones a Inanna, como diosa que es de la guerra, hay algunas que resultan muy crueles, pero como ya he dicho, yo sólo aceptaba la crueldad de la diosa en tanto que protectora del reino y de sus fieles. Mientras los miserables agonizaban en medio de la plaza, me adelanté y bajé de la plataforma, ante el asombro de los presentes, y me acerqué a ellos. Una vez allí hice las libaciones sobre sus cuerpos y luego me volví hacia la plataforma donde se encontraba Agatima, blanca como el yeso que cubría las paredes del templo, y canté:

¡Consejera honorable, Ornamento del Cielo, Júbilo de An!

Cuando el dulce sueño ha finalizado en la alcoba,

tú apareces como brillante luz del día.

Cuando todas las tierras y la gente de Sumeria se reúnen,

aquellos que duermen sobre los tejados y

aquellos que duermen cerca de las murallas,

cuando entonan tus alabanzas, y te traen sus inquietudes,

tú estudias sus palabras.

Mi Señora mira con dulce sorpresa desde el cielo

al pueblo de Sumeria en procesión ante la sagrada Inanna.

Inanna, la Señora de la Mañana, es radiante.

Naram-Sin me regaló una mirada de furia, pero mientras cantaba el último verso, un grupo de palomas sobrevoló la plaza y se detuvo a picotear bajo los cuerpos agonizantes. La gente lo tomó como una señal de que la diosa los había acogido en el otro lado, así que tampoco se atrevió a hacer nada en ese momento, supongo que porque temía que la gente se rebelara.

—¡No se hacen libaciones por los sacrílegos! — Me dijo Agatima al acabar el acto —. ¡Hasta una Entu debería saber eso!

Supuse que intentarían acogerse a ese argumento para solicitar a Gemezida que me reprobara. Me daba igual.

—Ahatu Agatima — le respondí —, las libaciones se han hecho en nombre de Enlil y de Inanna. El gran dios del viento no los ha maldecido, ni la Vaca Celestial. El dios Naram-Sin es libre de enviar, a todos los demonios del mundo del otro lado que considere oportunos, para atormentar a sus enemigos. A ningún dios se le puede negar sus derechos, pero hasta los dioses deben luchar por su puesto en el panteón.

Me retiré a mi templo bastante enojada. Estaba harta de esa situación y empezaba a desear que se decidieran por hacer algo de una vez.

Tal vez no debería haber tentado al destino. Namtar tiene la mala ocurrencia de enfadarse.

* * *

Efectivamente, se decidieron a hacer algo. Y, para ello, eligieron algo muy típico de Agatima.

Al volver a Agadé había intentado hacer averiguaciones acerca de la suerte de Lanusa, pero por desgracia no descubrí nada. Había desaparecido. Nadie pudo informarme acerca de lo que le había sucedido tras ingresar en la prisión del Eulmash. Supuse que lo habían ejecutado en la misma celda, así que me olvidé de él.

Una noche, cuando ya me disponía a retirarme a descansar y atravesaba el jardín a oscuras, me pareció advertir una sombra moviéndose en uno de los rincones. Me fijé más y distinguí una forma humana que, claramente, intentaba camuflarse en la oscuridad.

—¿Quién eres? — Pregunté —. Éste es un lugar sagrado, no se puede permanecer aquí.

La sombra se adelantó hacia mí, y descubrí con asombro que se trataba de Lanusa. Estaba muy avejentado, y la estancia en la prisión había dejado huellas en su rostro y en su cuerpo. Se acercó más aún sin pronunciar una sola palabra.

—¡Lanusa! — Dije —. ¿Has venido a pedirme asilo? No es el templo más apropiado, pero te lo concedo. Tendrás que acostumbrarte a vivir una temporada en los almacenes...

Iba a seguir explicándole su nueva vida, cuando observé que llevaba en una de sus manos una daga. Seguía acercándose lentamente a mí, paso a paso, sin decir una palabra. Inmediatamente comprendí que era una maniobra de Agatima.

—Ahora entiendo — añadí —. Te han prometido la vida a cambio de que me asesines, ¿no? Bien. Tu vida es tuya. Mátame si lo consideras oportuno, no voy a defenderme. Si vuelves a ver a los que te han enviado diles que yo, por lo menos, he sabido morir como lo hacen los miembros del clero.

Lanusa siguió avanzado lentamente y en silencio hasta que llegó ante mí. Levantó la daga y yo le miré directamente a los ojos. No tenía miedo, pues supuse que ése era el momento para el que Inanna me había preparado, y que ésa era la muerte de la que hablaban las profecías. Si de mi asesinato podía salir algo bueno y que favoreciera a la diosa, lo aceptaba con calma.

Lanusa me sostuvo la mirada y vi que le temblaba la mano donde llevaba la daga. Transcurrió un rato que me pareció interminable y luego, de repente, la dejó caer y se arrodilló a mis pies llorando. Intenté levantarlo, pero me rechazó con violencia. Se alzó de un salto y salió corriendo sin decir una palabra. Intenté seguirlo, pero al llegar al extremo del jardín, descubrí el cadáver de una de las naditu oculta en la oscuridad. No sé si la mató para que no diera la alarma, o si la confundió conmigo.

Días después supe que habían encontrado su cadáver en las aguas del río, cerca del puerto. No presentaba señales de violencia (aparte de las que había sacado de su estancia en la prisión), por lo que se dio por supuesto que se había suicidado. Gemezida lanzó una maldición contra él al enterarse de que había matado a una sacerdotisa. Así acabó el jefe de los jardineros, y Naram-Sin volvió a quedarse sin la satisfacción de verme muerta... O tal vez Agatima...

Pero aún le quedaba mucho por hacer al rey en su camino hacia la divinidad. El siguiente paso que dio fue terrible. Me contaron que Agatima le infundió esa idea, al explicarle la historia de Inanna y los ME. Supuso que si la diosa había sido capaz de ascender en el panteón sagrado con audacia, él también podría hacerlo.

Por ello envió tablillas ordenando a Zimrri-Lim, del Eanna de Uruk, que trasladara a Agadé los sagrados ME, para que a partir de ese instante, el rey de Akhad fuera su custodio. También le ordenó a Gemezida que entregara a la capital la Tabla de la Vida, a fin de que fuera colocada en un lugar apropiado del Eulmash. Aquello era muy peligroso, pues implicaba que también tenía la intención de presidir la asamblea de los dioses en el puesto del gran Enlil.

No sé qué se disponía a hacer Zimrri-Lim, pero Gemezida volvió a ser la fiera profesora de mi niñez, e inmediatamente decretó una maldición contra la corona, en la figura de Naram-Sin.

Esto fue un golpe tremendo en todo el reino, un terremoto peor que los que habían destrozado los grandes recintos y las murallas. Apiyatum visitó de nuevo mi templo para preguntarme si yo estaría dispuesta a apoyar a la corona, a cambio de que sustituyera a Gemezida en su puesto. Me pareció muy cínico que me hicieran aquel ofrecimiento, poco después de haber intentado asesinarme, aparte de que me recordaba demasiado a la expulsión de Enheduanna del recinto de Ur. Lo rechacé, por supuesto, y a punto estuve de arrojar violentamente de mi templo a aquella sabandija.

—Ministro — le dije haciendo grandes esfuerzos para contenerme y evitar que mi naturaleza de montañesa saliera a la luz —. Una persona no puede huir de una maldición, pero un dios sí que puede con sus poderes divinos y sus relaciones con los otros dioses, tal y como la sagrada Inanna salió del infierno.

Naram-Sin, que no era tan tonto como para no darse cuenta de que esta vez yo no iba a pedir perdón en su lugar, se apresuró a hacer que los pregoneros leyeran un texto por las plazas de todo el reino, en un día determinado de antemano para que fuera simultáneo, y en el que declaraba que un dios no puede ser maldito, ni aunque la maldición la lance otro dios.

¡Qué equivocado estaba...! Esa misma noche se levantó una tormenta terrible en los cielos, sin una sola gota de lluvia, pero con un viento fortísimo y una gran cantidad de truenos, y un rayo impactó contra la plataforma del Eulmash. El día siguiente amaneció con un sol radiante, y así se mantuvo durante dos meses, con una sequía terrible, en unas fechas en que lo normal era que lloviese.

Y, por si fuera poco, aunque no sé si inspirados por la venganza de Enlil, los eblaítas decidieron atacar. Un ejército enviado por Rish-Adad, asaltó por sorpresa la ciudad de Tuttul del Norte, y la guarnición que había quedado allí fue totalmente masacrada. El ataque se había realizado de noche, penetrando por el río, ya que el nuevo gobernador acadio, impuesto por Naram-Sin, no había tomado la precaución de instalar de nuevo la cadena. Tampoco hubieran podido hacer mucho, pues se trataba de una pequeña guarnición de apenas 800 soldados, mientras que el ejército atacante superaba los 20.000 infantes. Las cabezas de los vencidos se embarcaron en varios navíos y se enviaron corriente abajo.

La guarnición de Astatu, con aquel general que se había enfrentado a Shamum, ahora al mando, y que al ser aliado de los acadios, poca gracia podría esperar de Rish-Adad, pues se le consideraba un traidor, se encerró inmediatamente tras las murallas y envió mensajeros a Agadé solicitando rescate. También tomó la disposición de quemar los astilleros de Ebal, lo que fue una idea inteligente, pues logró retrasar en algo el ataque enemigo, al evitar que dispusieran de navíos para trasladarse con rapidez río abajo y suministrar a las tropas.

El ataque de los eblaítas se detuvo ante Manuwat, donde la guarnición acadia se resguardó también tras las murallas. Naram-Sin montó en cólera y juró que iba acabar con la vida de Rish-Adad. Se puso rápidamente a reunir un ejército, pero la cosa no se presentaba nada fácil. Tuvo que ordenar que las guarniciones del norte se deshicieran de pequeños contingentes de soldados, quedando debilitadas. Supongo que confiaba en la alianza con Urkesh. Pero la maldición de Enlil era más grande de lo que parecía, pues mientras esas tropas, más alguna pequeña leva, estaban siendo reunidas en Tuttul del Sur, comenzaron a llegar noticias preocupantes del norte.

Primero fue un mensajero procedente de Urkesh, el cual notificaba de parte del Endan Tupkish, que Taram-Agadé se dirigía de visita hacia la capital acadia, pues tenía una agradable noticia que comunicar a su padre. Si esa noticia era agradable, las siguientes no lo fueron. Un nuevo mensajero procedente de Urkesh llegó una semana después del primero, advirtiendo que un gran contingente de nómadas del lejano norte habían invadido las fronteras de Akhad. La ciudad de Urkesh se había visto obligada a rechazar un tremendo ataque, que por suerte no había sido ejecutado por el contingente principal de los invasores, a pesar de lo cual, el ejército de Urkesh había sufrido cierto quebranto. Los siguientes enviados que llegaron a Agadé informaron que Nawar, la ciudad que Naram-Sin estaba construyendo a poca distancia de Urkesh, con el fin de crear un enclave acadio, había sido arrasada, y los trabajadores y soldados de la pequeña guarnición, asesinados.

Más tarde, otras noticias revelaron la caída de Shekhna y la correspondiente masacre de su guarnición. Parecía como si los invasores se desplazaran ahora siguiendo el curso del Idigna hacia abajo. No había noticias de Taram-Agadé, y el tema me tenía muy preocupada. Rezaba para que lograra poner distancia entre los invasores y ella, y de esa forma lograra llegar a Agadé sana y salva. Nos llegaban informes que indicaban que más y más pueblos eran quemados y arrasados, sus habitantes asesinados y sus mujeres esclavizadas, con lo que íbamos siguiendo el recorrido del ejército atacante en su periplo de muerte. De repente, un día llegó un mensajero procedente de Nuzi, con un mensaje que por una parte era bueno, pero por otro preocupante. Taram-Agadé, a punto de ser alcanzada por los invasores, se había desviado hacia la ciudad de Urbilum, donde había encontrado asilo. Lo malo es que la ciudad estaba sitiada en esos instantes, y aunque estaba construida en lo alto de una formidable colina, y los atacantes no parecían conocer técnicas de sitio, podría acabar rindiéndose por hambre.

* * *

Fue entonces cuando recibí aviso de palacio. La reina Meshalim deseaba verme.

Hacía mucho que no veía a la reina, salvo esporádicamente y en algún que otro acto oficial, y había oído que últimamente vivía casi como una naditu, recluida en sus habitaciones, saliendo sólo a pasear por su jardín personal. Me dirigí apresuradamente a verla y la encontré sentada en el mismo lugar, bajo el peral donde habíamos conversado por última vez. Ya no era la mujer bella que recordaba, sino que parecía llevar encima todo el peso del sufrimiento del mundo. Sus cabellos estaban encanecidos y su rostro marcado por las penas. Vestía sin lujo alguno, y más parecía la mujer de un artesano del mercado, que la esposa del monarca. Descubrí que eran ciertos los rumores que insinuaban que estaba enferma. Se le notaba a distancia, no sólo por las señales que la enfermedad había dejado en su rostro, sino en que aparecía extremadamente delgada y débil.

—Salva a mi hija, mi Entu — me dijo nada más verme —. Si es verdad que caminas en manos de los dioses, sálvala.

Intentó arrodillarse a mis pies. Iba a impedírselo, pero las piernas le fallaron, así que la acogí en mis brazos y la senté con cuidado.

—Señora — le dije —, el rey enviará un ejército para levantar el sitio, no os preocupéis.

Meshalim enterró su cabeza en mi hombro y comenzó a llorar. No lograba entender lo que sucedía hasta que la reina, tras calmarse un poco, levantó la cabeza y me dio una noticia que me sentó como un jarro de agua fría.

—No va a haber ningún ejército de rescate. Ni un solo soldado será enviado hacia Urbilum.

Esa afirmación me dejó casi paralizada del asombro. ¿Cómo podía ser que el rey no rescatara a su propia hija? ¿Acaso el mundo se había vuelto del revés y nadie me había informado?

—Señora, ¿por qué el rey no quiere rescatar a su propia hija?

—Considera que es más importante recuperar las tierras del noroeste. Dice que Rish-Adad lo ha humillado, y que debe pagar por ello.

—¡No puede ser! ¡No puede estar tan loco!

La reina estuvo a punto de volver a llorar, pero logró sobreponerse.

—Lo he intentado todo, pero no me escucha. Hace años que no me escucha, mi Entu. He escrito a sus hermanos, a Enmenanna, a Shumshani... tampoco los escucha. Echó de su presencia a Sharkalisharri, porque solicitó que le prestara tropas para ir hacia Urbilum.

—¿Tampoco a Enmenanna? ¿Ni siquiera escucha a una Entu sagrada?

—Enmenanna no es su tía Enheduanna, no tiene ese carácter del gran señor Sargón... Además, desde la boda casi no se hablan —. Recordé que, en realidad, aquello importaba poco, pues no había impedido que Naram-Sin le mintiera a su tía en alguna ocasión.

—Algo había oído — admití con voz triste.

—Tú eres hija de Enheduanna — me dijo Meshalim, mientras me apretaba el brazo con fuerza —. Sé que no eres hija de sangre, pero ella te eligió por algo. Dicen que caminas en manos de los dioses, que haces magia... — La reina parecía intentar agarrarse a cualquier detalle, a cualquier pequeña esperanza que le quedara, y eso me hizo compadecerla como no había compadecido a nadie en años, de tan desesperada que la veía —. Por favor, habla con él. El ejército va a partir... ¡Convéncelo!

Respiré hondo y cerré los ojos. Así que era eso... Sabía perfectamente que Naram-Sin no me iba a hacer caso, por lo que solamente me quedaba una solución. Lo más gracioso es que esa medida abría una puerta de esperanza, no sólo para Taram-Agadé, sino también para mis primos de las montañas. Pero tras esa solución... estaba mi muerte, pues lo que tendría que hacer, Naram-Sin jamás me lo perdonaría. Abrí los ojos, miré a la reina y le sonreí.

—No puedo prometeros que convenza al rey — le dije —, pero sí que puedo prometeros, o mejor dicho, juraros, que salvaré a Taram-Agadé, aunque en ello me vaya la vida.

Iba a levantarme, pero Meshalim se abrazó a mí y me dio un beso en la frente. Permaneció abrazada hasta que al poco rato se quedó dormida. La dejé en manos de los criados y me dispuse a mirar frente a frente a la puerta negra de mis profecías.

Fui, pues, a hablar con Naram-Sin, el cual me recibió más altanero que nunca, acompañado de Agatima, que ya lucía un embarazo visible.

—Mañana se celebrarán en tu templo sacrificios por la nueva campaña que voy a iniciar. Haremos que todos los dioses nos apoyen, y le demostraremos a ese malnacido de Rish-Adad, que no puede enfrentarse a mí.

Respiré hondo y lo miré directamente a los ojos.

—No.

Naram-Sin se quedó con la boca abierta. Reconozco que jamás le he visto con aquella expresión, que en otras circunstancias me habría parecido, incluso, graciosa.

—¿Qué quieres decir con ese “no”?

—Quiero decir, mi señor, que es hora de que enviéis el ejército a rescatar a vuestra hija.

—¡Ah ya! Te lo ha dicho mi esposa —. Hizo un gesto vago, como para quitar importancia al hecho —. Está enferma, está loca, no sabe lo que dice...

Agatima soltó una risita. Me hubiera encantado abofetearla, pero me contuve.

—Mi señor, no voy a participar en esta locura, no podréis contar conmigo. Si tanto deseáis atacar allí, hacedlo sin mí. Yo me encargaré de hacer lo que es justo.

—¿Y qué es lo justo, según tú?

—Rescatar a vuestra hija.

—¿Piensas rescatar tú misma a Taram-Agadé? — Ambos soltaron una carcajada —. ¡Sólo eres una pequeña y vulgar montañesa que se cree algo por llevar una kaunake de lino!

—Mi señor, tenéis razón. Soy una mujer pequeña, cierto. Pero ya deberíais saber que, esta pequeña mujer, puede hacer que los cielos griten, hasta que las más altas montañas se desplomen sobre el mundo.

—¿Y con qué tropas harías esa hazaña? — Me preguntó casi sin poder contener la risa. Yo le sostuve la mirada.

—Con mi sonrisa.

Naram-Sin se me quedó mirando y la mueca de burla desapareció de sus labios. Me observó con la misma mirada con que me había contemplado otras veces. Sospechaba que yo reservaba alguna magia o algunas malas artes montañesas en mi interior. Pero esta vez ambos habíamos llegado demasiado lejos para detenernos.

—¡Estás loca, montañesa, loca como mi mujer! — Exclamó.

—Es posible, mi señor, pero si el ejército de Agadé no se dirige a rescatar la ciudad de Urbilum, abandonaré mi templo.

Agatima, que hasta entonces había actuado como quien asiste a una competición de chascarrillos, ahogó una exclamación de estupor, pues aquello era algo sin precedentes. Si una Entu abandona un templo, sin que la Entu mayor la cese, equivale a que el propio dios lo haga. Es algo peor que una maldición.

—¿Qué dices?

—Lo que habéis oído, mi señor. Si en una semana no hay un ejército de rescate camino de Urbilum, abandonaré el Templo de Enlil.

Naram-Sin se levantó y tiró con violencia una jarra de cerveza contra un rincón de la habitación.

—¡Si haces eso, dejarás de ser una Entu, y yo ordenaré que te ejecuten sin piedad!

—Estáis en vuestro derecho. Hacedlo.

—¿Me estás amenazando?

—Estoy utilizando mis prerrogativas. Aún soy una Entu. Cuando deje de serlo, actuad como un rey si es vuestro deseo y matadme. No tengo más que decir.

Me retiré dejando a ambos bastante furiosos, aunque pienso que Naram-Sin no creía seriamente en mis amenazas, y pensaba que eran bravatas de montañesa. De hecho, cinco días más tarde partió el ejército camino de Tuttul del Sur con el monarca a su frente. No parecía que le hubieran impresionado, por tanto, mis palabras, así que envié inmediatamente una serie de mensajeros en diversas direcciones, portando varias tablillas. Pasé los días siguientes resolviendo asuntos urgentes y dejando todos mis negocios en orden, incluso redacté un testamento que sellé delante del Shangu.

Una tarde me dirigí al Eulmash y ordené que compareciera Agatima, la cual volvió a hacerme esperar, tal y como tenía por costumbre. Cuando nos encontramos me preguntó lo que deseaba.

—Vengo a ofrecerte la oportunidad de que te vengas conmigo.

La nin-dingir puso cara de indiferencia y luego soltó una carcajada. Varias sacerdotisas se asomaron alarmadas para ver lo que sucedía. No tenía duda de que esa conversación iba a ser espiada con todo el morbo.

—¡Montañesa ridícula! — Me insultó casi escupiendo las palabras —. Nunca debieron nombrarte Entu. ¡Eres una vergüenza para nuestro reino! El rey ha ordenado que te ejecuten si cometes la estupidez de abandonar Agadé.

—Ya le dije al rey lo que tenía que decirle. Esto es entre tú y yo, ahatu...

—¿Ahatu? ¿Tú y yo... ahatus? — Dejó escapar una carcajada —. Antes me haría ahatu de una perra callejera que de una sucia montañesa como tú. Agatima debió azotarte ese día en las espaldas y matarte. ¿Crees que con esa actitud de mujer justa convences a alguien?

Cerré los ojos e hice esfuerzos para no caer en la tentación de responder a sus insultos.

—Agatima... se acercan tiempos difíciles. Te estoy ofreciendo la oportunidad de hacer algo honrado por una vez en tu vida. Nadie te va a ayudar si las cosas se ponen mal.

—Querrás decir — puntualizó — que se pondrán mal para ti. ¿Crees acaso que representas a los dioses? ¡Tú no representas a nadie! Cuando te empalen delante del Eulmash verás cómo todos esos que acuden a tu templo se ríen de ti. En el fondo te desprecian. Yo soy la que representa a los dioses de verdad. Soy la futura madre de un dios, y la amante de un dios. Tú, que naciste en una cabaña de barro, jamás entenderás eso. ¡Mi hijo reinará sobre todo el mundo, y hasta esos vejestorios del cielo temblarán ante él!

Estaba claro que no había nada que hacer. Sin embargo, tenía aún una duda que quería resolver.

—Agatima... ¿De verdad ese hijo es de Naram-Sin? ¿Realmente lo es? Creo que Naram-Sin no te atendía mucho por las fechas de tu embarazo... había una muchacha... no sé cómo se llamaba... la de Manuwat, ya sabes...

Agatima se levantó con el rostro rojo de rabia y me señaló la salida.

—¡Lo que tú creas a nadie le importa, sucia dragona! El dios de Akhad lo cree, y con eso basta. ¡Ahora vete de aquí y obedece al rey, o muere!

Asentí con calma. Ahora sabía que mis sospechas eran ciertas. Naram-Sin, como tantos hombres, era excesivamente ingenuo. Ittibel se hubiera partido de risa. En todo caso, yo ya había cumplido con Agatima pues le había ofrecido la oportunidad de redimirse. Estaba en paz.

Cené esa noche con todos mis amigos. Se encontraban presentes Palili, Agisa y su hija, Enanedu, que hacía grandes esfuerzos para no llorar, y, de forma bastante repentina, hizo su aparición el ministro Urda.

—No os preocupéis por mi presencia — me advirtió nada más aparecer —. Oficialmente vengo a quitaros esas ideas locas de la cabeza, pero extraoficialmente, vengo a cenar con una mujer a la que admiro.

—¿Qué ha hecho el rey?

—Como era de esperar, ha dejado órdenes de que, si intentáis abandonar la ciudad, seáis detenida y encarcelada. Él partió con el ejército, pero Apiyatum sabe lo que debe hacer, y lo hará con mucho gusto, desde luego.

Fue una velada agridulce. Y no sólo porque todos pensábamos en lo que iba a suceder al día siguiente, sino porque Enlilbani no había podido asistir. Le envié una carta pidiéndole que viniera con urgencia, pero por lo visto tenía unos asuntos inaplazables, y no había podido aceptar. En realidad, la culpa era mía. No le había confesado en la carta lo que me disponía a hacer, ni las consecuencias que derivarían de ello. Seguramente, hubiera dejado todo y habría acudido a mi lado, tal vez para intentar disuadirme de ello, y al negarme yo a cambiar de idea, me habría apoyado, lo que le hubiera supuesto la inmediata ejecución. Por eso me callé en la carta, y me quedé sin la compañía de quien más necesitaba en esos instantes.

Y ahora, por culpa de mi cabezonería de montañesa, volvía a sentirme terriblemente sola. ¿Qué había dicho Ittibel? ¿Qué me apoyara en él? Mi destino estaba tan lejano como Enlilbani. E Ittibel también estaba demasiado lejos para aconsejarme... ¡Me sentía como un tonta, y ya no era una jovencita!

* * *

Apenas estaba amaneciendo cuando recogí mis escasas pertenencias, pues todo lo importante lo había enviado a Nippur, y me dispuse a salir del templo. Enanedu entró con un hatillo de ropa en la mano.

—¡Enanedu...!

—¡No digas nada, Sheru! Soy tu amiga, y de la misma manera que estuve junto a ti cuando te dieron de azotes, ahora también estaré.

—Pero te ejecutarán, esto es sólo asunto mío.

—Te equivocas, Sheru — me dijo con una sonrisa de complicidad —. Es asunto de todas.

Y con esas palabras todo el personal del templo hizo su aparición en el jardín. Desde el Shangu, como primer sacerdote, hasta la última de las sacerdotisas, todos habían hecho el equipaje. Agisa y Palili los acompañaban.

—Como ves — me indicó el peluquero — todos hemos decidido seguirte. Si tú te vas de este templo, ya no existirá nada divino en él. Está decidido, te seguiremos.

No podía enfrentarme a su decisión, pues en cierto modo sabía que Naram-Sin, de una u otra forma, se vengaría de ellos una vez que yo no estuviera.

—De acuerdo, Palili, lo acepto. Pero no me seguiréis, pues parto hacia un lugar donde sólo pueden ir los que tienen magia montañesa en las manos. Os dirigiréis a la ciudad de Nippur, donde os acogeréis al recinto del Ekur. Las sacerdotisas y los sacerdotes podrán proseguir allí su labor. A mí sólo me acompañará Enanedu, y únicamente porque si me fallan otros recursos, necesitaré de su lengua viperina.

Todos se estaban aún riendo por mi última broma acerca de Enanedu, cuando hizo su entrada el general Shamum. Venía vestido con todo el equipo de combate, como si se dirigiera a una guerra.

—General... — Lo saludé con una inclinación de cabeza y una sonrisa.

—Supongo, mi Entu, que ya sabéis que vengo a deteneros — me dijo sin más preámbulo. Aquello me tomó por sorpresa, pues pensaba que venía a despedirse, pero me encogí de hombros. Si debían detenerme, prefería que lo hiciera Shamum antes que Apiyatum.

—Haced lo que tengáis que hacer, general.

—Lo que tengo que hacer, es echar una última partida con una Entu... y una amiga.

—Siempre hay tiempo para una partida — dije sonriendo.

Saqué el viejo tablero y allí mismo, en el jardín, rodeados por el personal del templo, comenzamos a jugar.

—No os han encargado acabar con Rish-Adad — observé.

—El rey ya no confía tanto en mí. Soy viejo y, por otra parte, le resulta más interesante obligarme a detener a una buena amiga.

—Entiendo.

Jugamos una partida hablando de los viejos tiempos y de temas intranscendentes, como si fuera una velada cualquiera. A lo largo de los años he llegado a ser una jugadora formidable, así que no dejé de notar que el general establecía su estrategia de tal forma que abría paso a mis fichas, bloqueando las suyas propias. Esto no era propio de él. Finalmente la partida terminó con mi victoria. Era la primera vez que lo ganaba. Sonreí y lo miré fijamente.

—General, te has dejado ganar — le dije.

—Quería daros una pequeña satisfacción. Además, no todos los días puedo permitirme perder.

—Bien, pues ahora... — Me levanté dispuesta a seguirlo.

—Ahora os iréis de la ciudad — dijo mientras se levantaba a su vez —, acompañados hasta el puerto por mi escolta y por mí. Nos os preocupéis, pues he escogido a los soldados. Solamente yo seré el responsable de vuestra fuga. Os aconsejo que huyáis a las montañas, aunque debo advertiros de que serán invadidas en cuanto el rey acabe con el problema de Ebla.

—¡Pero esto supondrá que te mandarán ejecutar, general! ¡No puedo consentirlo!

—Es posible, pero no le daré esa satisfacción a un monarca que no ha sabido imitar a su abuelo. Nunca he considerado la posibilidad de sobrevivir al día de hoy. Ésa era otra de las razones por las que deseaba jugar una última partida con una amiga.

—Pero... ¿Por qué?

El general hizo un gesto señalando a su alrededor.

—Todo mi mundo se ha hundido. Vuestra madre murió, el reino se pudre, aunque parece una estatua cubierta de plata... La reina ha muerto, ¿sabéis? — La noticia me llenó de pena, al recordar nuestra última conversación, pero no me pilló de sorpresa —. Cuando el sol se escondía exhaló su último suspiro, justamente tras acabar de cenar, y sus últimas palabras fueron para rezar pidiendo que una Entu salvara a su hija. Ya nada queda en esta ciudad que me interese.

—Pero morir, así, sin más...

—Desde hace años siento que todo lo que me rodea es rojo como la sangre. Me llena, me persigue, me ahoga, y ya no lo soporto... En cambio, siempre que os miro noto algo extraño: al igual que me pasaba con vuestra madre, os imagino como rodeada por un tenue resplandor azul. En todos los objetos que tocáis, en los lugares donde habéis estado, en vos misma... me parece percibir esa maravillosa luz azul. Es como esa penumbra de la aurora, antes de que salgan los primeros rayos del sol, que te anuncia que la oscuridad está a punto de desaparecer. Vosotras vivís en un mundo azul oscuro donde lo rojo es un elemento ajeno, algo que destruye esa belleza de que os rodeáis. Un mundo donde me hubiera gustado vivir. Aunque, si eso ya no es posible... tal vez aún pueda morir en él.

Lo abracé con cariño. Ahora sabía por qué mi madre lo había amado. Salí del templo acompañada por aquel pequeño grupo de personas. Subimos el equipaje a tres carros, y reservamos otros dos para las estatuas de los dioses y su ajuar. Nos dirigimos hacia el puerto formando una triste comitiva. Mientras caminábamos por las calles algunas personas salieron a mi paso y se arrodillaron al verme, pero yo no quise detenerme para no comprometer al general, así que repartí bendiciones sobre la marcha. Otros lloraban y me pedían que me quedara, pero la decisión estaba tomada.

En el puerto me llevé la última y más grande de las sorpresas. Todos los sacerdotes y sacerdotisas de los distintos cultos de Agadé, salvo algunos del Eulmash, estaban allí, con sus pertenencias y las estatuas y ajuares de sus dioses, esperando que yo llegara. El Enum del Templo de Ninhursag se adelantó al verme.

—La asamblea de los dioses ha maldecido a Agadé y a su rey — dijo —. Estamos contigo, ahatu. Los dioses se retiran de Agadé, que se queda a solas con el dios de Akhad.

Miré a mi alrededor. Tal vez aquello para lo que me había elegido la diosa era más grande de lo que parecía. Las kezertu se acercaron y se arrodillaron esperando a que yo hablara. Me sentía terriblemente asustada. No quería que la furia del rey alcanzara a aquellas personas.

Impartí instrucciones precisas para que pidieran asilo en los recintos de sus dioses respectivos. En cuanto a las sacerdotisas del Eulmash que escapaban de Agatima, les recomendé que hablaran con Zimrri-Lim, el cual estaría gustoso de acogerlas. Gran cantidad de barcos comenzaron a partir, mientras los soldados miraban a otro lado, bajo las órdenes de Shamum. Antes de subir a mi nave, el general me entregó su siparru.

—No sé a dónde os dirigís ni lo que os proponéis hacer, pero este metal nunca ha perdido una batalla. Lleváoslo y que os inspire en todo lo que debáis hacer — me dijo.

—General... una última pregunta — quise saber antes de irme —. ¿Qué cenó la reina? ¿Cuál fue su última comida?

Shamum puso un gesto de extrañeza., como si no entendiera la pregunta. Luego hizo un pequeño esfuerzo para recordar.

—¡Qué pregunta tan rara, en estas circunstancias...! Tenía unas aves cocinadas, y un estofado de hortalizas, pero apenas pudo probarlos. Eso sí, la pobre tuvo la satisfacción de que de postre hubiese uno de sus platos favoritos.

—¿Cuál?

—Torta de higos de Uruk con miel, que siempre fue su favorita. Por lo menos, tuvo una pequeña dicha, pero... ¿Por qué...?

—No importa, general — hice un gesto para restarlo importancia, mientras pensaba que Agatima acababa de dar un paso más en dirección a su propio infierno, tal vez en compañía de Apiyatum —. Curiosidad femenina.

Mi embarcación fue la última en separarse de la orilla. Le di la mano a Enanedu, para que me infundiera algo de valor. Luego saludé por última vez a Shamum.

—¡Dale recuerdos a quien tú sabes! — Grité.

—Le diré a vuestra primera madre que fuisteis una mujer maravillosa, y a la segunda madre... que fuisteis una gran Entu, como a ella le hubiera gustado. Aunque ellas ya lo saben.

La figura del general se perdió a lo lejos. Una tormenta comenzó de nuevo a atronar en lo alto, dejando caer una gran cantidad de rayos, pero ni una sola gota de agua. En medio del estruendo de los truenos, como un redoble interpretado por demonios infernales, Agadé se quedaba sin dioses. Tenía a su frente a un rey divino que había dejado que la ambición le nublase la razón, y a una nin-dingir que deseaba algo que ni ella misma sabía lo que era.

Sentí pena por Agadé. Era una ciudad sin suerte. Pero, por lo menos, mi amiga Taram tendría un futuro, si yo era capaz de proporcionárselo.

En un mundo azul oscuro
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