IX
La primera novedad que me encontré al regresar a Ur, tras aquellas jornadas agotadoras pero maravillosas, es que me pasaron el aviso, por intermedio de Alane, de que se me permitía a partir de aquel instante la entrada en el giparu.
Sin embargo, no me atreví a abusar de semejante confianza y estuve varios días sin acudir. Debido a ello, supongo, recibí una mañana la noticia de que la Entu deseaba verme. Cuando llegué al giparu, Enheduanna se encontraba en la entrada acompañada de Alane.
—¿Pensabas ir hoy a la ciudad? — Me preguntó.
Sí que había pensado visitar a Ittibel, a la que tenía un poco abandonada por culpa de mis obligaciones como sacerdotisa, así que le respondí afirmativamente.
—En ese caso — anunció —, te acompañaremos las dos.
Me quedé de piedra ante esa decisión. No me imaginaba a Enheduanna caminando por las calles como una kezertu, pese a lo cual, la noté tan decidida, que me plegué a sus deseos.
—Si mis palabras deben estar junto a las gentes, tal vez deba ver el lugar donde quedan mis versos — resolvió.
Como no se me ocurría dónde llevar a una Entu, y tras ver que Enheduanna rechazaba la compañía de una escolta, la llevé a la taberna donde residía Ittibel. Los parroquianos se quedaron en silencio al entrar Enheduanna. Claramente nadie, ni siquiera ella, sabía qué hacer. Así que yo, por tomar alguna iniciativa, pedí a Taribum sendas vasijas de cerveza. Con ello se rompió el hielo y una vecina, que observaba junto con otros muchos la escena desde la calle, se armó de valor, entró rápidamente llevando a un bebé en brazos y pidió a la Entu que le impusiera las manos. Enheduanna lo tomó en sus brazos y lo besó, y con total naturalidad comenzó a hablar con la buena mujer mientras mecía al niño con cariño. La gente comenzó a acercarse y a presentar sus respetos a la Entu. Unos le besaban el borde del kaunake mientras otros, simplemente, le solicitaban alguna bendición.
Tras devolver el bebé a su madre, Enheduanna intentó satisfacer a todos, pero la barahúnda y el cariño que las gentes sencillas demostraban, le impedían hacerlo adecuadamente.
Fue entonces cuando se presentó Ittibel, bajando las escaleras, la cual se quedó mirando la escena.
—¡Pero qué...! —. Exclamó sin saber tampoco qué hacer.
Enheduanna dirigió una mirada a Ittibel y luego, tras esbozar una sonrisa, le hizo un ademán para que se sentara junto a nosotras. Taribum acercó otra vasija de cerveza que Ittibel no tocó siquiera. Luego apartó a la gente para que no agobiaran a ambas mujeres y logró que nos dejaran tranquilas.
—Ha pasado tiempo, Ittibel — dijo Enheduanna señalando la vasija.
—Mucho, mi Entu —. Asintió la kezertu.
—¿Aún la tienes? — Preguntó Enheduanna.
—Si — confirmó Ittibel mientras sacaba un sorbete para beber cerveza, de marfil con figuras de azurita en relieve.
Se miraron en silencio unos instantes y luego se fundieron en un abrazo.
—Demasiado tiempo, Ittibel —, murmuró Enheduanna —. ¡Y que haya tenido que ser una “maldita dragona” la que me diera la idea!
No me ofendió aquel epíteto de la Entu hacia mí, pues sabía que lo decía en broma, tal vez la primera broma real que le escuchaba soltar desde que la conocía. Pensé retirarme y dejarlas a solas, e hice un ademán a Alane, pero ambas nos impidieron levantarnos.
—Si me van a ver en una taberna bebiendo cerveza, que haya testigos que merezcan la pena — decidió Enheduanna.
—¡Bueno, bueno...! — Bromeó Ittibel —. ¡Que mi Entu es hija de un copero...!
Ambas rieron con ganas y estuvieron hasta media tarde recordando anécdotas de su tiempo en la Edubba. Por respeto y cariño hacia mi protectora, guardaré silencio sobre ellas, ya que, si bien habrían podido adornar la biografía de una maldita dragona, no sucede así con la de la hija de un copero.
Aquella novedad de ver en la calle a la Entu se repitió de vez en cuando en días sucesivos, y se corrió la voz por la ciudad, lo que hizo que la popularidad de la Entu aumentara más todavía.
—¡No es acadia, es una diosa! — Le escuché decir a Nineana en una ocasión, lo que me llenó de satisfacción.
No sabía qué clase de cambio se había producido en el interior de Enheduanna, pero estaba segura de que era para bien. Aunque si lo que Ittibel me había contado en cierta ocasión era cierto, tal vez simplemente no había cambiado, sino que había encontrado fuerzas para liberarse de una losa que la oprimía desde años atrás. Por otra parte, algunos soldados llevaron rumores hasta el puerto de que su relación con Lugalanne cada vez era peor. A mí me había parecido un hombre afable, aquella noche de mi consagración, así que no comprendía las razones de tal hostilidad. Debí darme cuenta de que la rama del árbol, se parece al árbol del que procede, y que si Agatima era como era, debía haberlo heredado de su padre.
En aquellos tiempos, salvo por algunos comentarios que escuchaba de vez en cuando, no era consciente de la hostilidad existente en torno a los acadios, y para mí Enheduanna no era una acadia, sino alguien especial en mi vida.
Una mañana, tras ayudar en el templo a disponer la primera comida de Nannar, vi que las sacerdotisas y los sacerdotes andaban haciendo comentarios en voz baja con mucho nerviosismo. Les pregunté qué es lo que sucedía.
—¡Han notificado nuevos presagios! — Me respondió un anciano ishipum, mientras se retorcía las manos presa del nerviosismo.
—¿Nuevos presagios? — No lograba entender a qué se refería.
—¿No recuerdas lo que sucedió hace semanas, cuando el sol se oscureció en pleno día, durante el funeral de Dadamum?
—Claro, lo recuerdo.
—Nadie sabe aún lo que significa, pero los barum están de acuerdo en que no puede anunciar más que una guerra, por los rayos refulgentes que rodeaban el oscuro disco solar. Y ahora acaban de llegar noticias de Agadé: en un sacrificio, el hígado de un cordero presentaba una doble malformación.
—¿Y eso se sabe lo que simboliza? — Inquirí con bastante curiosidad, pues empezaba a ver que eran ya muchos los presagios, extraños e inesperados, que se sucedían unos a otros en poco tiempo.
—Sí, en este caso sí, pues aparece recogido en las tablillas desde los tiempos de los antiguos reyes de Ur. Ya sucedió antes y fue, justamente, anunciando el asesinato de un monarca. También se han notificado varios casos de nacimientos de animales con dos cabezas, lo que parece que ya sucedió antes de las conquistas del gran señor Sargón.
Aquello me dejó bastante intranquila, y más aún cuando, en días sucesivos, aumentaron los rumores acerca de las desavenencias entre Enheduanna y Lugalanne, que ya ni siquiera la recibía, por lo visto, en palacio. Incluso me llegó el rumor de que el gobernador, al saber que la Entu paseaba por las calles de vez en cuando, había asegurado que recompensaría a quien atentara contra ella. Comenté aquello en el puerto y desde aquel día Enheduanna, cuando se encontraba fuera del giparu, tuvo una escolta permanente de prostitutas, al frente de la cual iba siempre la fiel Nineana. Me pregunto a veces si llegó a darse cuenta de ello.
Sin embargo, mis pensamientos estaban ocupados con la boda de Agisa y Akkilu, la cual estaba a punto de celebrarse. Por fin Agisa había logrado adquirir una plaza de cocinera en el giparu, y aunque su futuro marido seguiría siendo un esclavo, por lo menos se les permitiría vivir juntos y tener hijos. Y, desde luego, Agisa ya estaba harta de esperar.
La boda fue preciosa aunque, a veces, me lleno de tristeza al recordarla por los acontecimientos siguieron a ella. Es costumbre entre los cabezas negras que la novia coloque su dote (o una tablilla donde se indique el montante del mismo) en el borde del kaunake. Por ello, cuando el marido se divorcia y, por tanto, pierde la dote, corta el borde del kaunake de la mujer ante los correspondientes testigos, como una muestra pública de que renuncia a dicho patrimonio.
Por desgracia, Agisa se había quedado sin un solo anillo de plata tras pagar el puesto de cocinera, y Akkilu era más pobre que yo, añadiendo el hecho de que hubo que entregar la parte correspondiente a los recaudadores, pues como dicen los ancianos: “Puedes tener un amo, puedes tener un rey, pero a quien debes temer es al recaudador”.
Así pues, eran pobres y se casaban como pobres, con lo que en el kaunake de Agisa sólo se pudo colocar una tablilla simbólica, que me pidieron que escribiera por ellos. Lo que no supieron es que, en esa tablilla, escribí el solemne juramento, por la propia Inanna, de procurar que Akkilu fuera libre algún día.
Tras la ceremonia de la boda, en la que no pude ser testigo porque aún no tenía sello propio, se celebró una alegre fiesta en una taberna al otro extremo de la ciudad, a la que acudimos Ittibel y yo. La comida era más humilde que la que habían servido en los banquetes de Nippur, pero me supo mucho mejor. Se parecía bastante a las fiestas de Lanusa, por lo que se sirvieron grandes cantidades de salchichas y empanadas de carne picante, gansos asados, palomas asadas rellenas de pistachos, y frutas conservadas en miel; y, para acompañar, queso en crema, requesón, miel, mantequilla, y muchas tostadas de avena para untar todo ello. En cuanto a la cerveza, no era de aceitunas precisamente, pero estaba fresca y la compañía era agradable.
En parte me di cuenta del valor del kaunake de lino que ahora llevaba puesto, ya que observé que, en varias ocasiones, algún invitado demasiado achispado se acercaba a Ittibel, pero invariablemente acababan alejándose respetuosamente al verme a mí.
Pronto, el ambiente tras el abundante consumo de cerveza por parte de los invitados, se hizo más alegre y distendido, y comenzaron a escucharse chanzas del tipo:
“Para el placer: matrimonio;
Pensándolo mejor: divorcio.”
U otras más mordaces como:
“Un corazón alegre: la novia;
Un corazón afligido; el novio”.
Tras las cuales se volvía a beber cerveza.
Más tarde, los presentes, por turno, regalaron poemas en honor de los novios. Cuando me tocó a mí, decidí adaptar un poema típico de la ceremonia del matrimonio sagrado de Inanna, pues si había recurrido a uno callejero en la comida de un giparu, ¿por qué no iba a usar un elegante poema sacerdotal en una boda humilde? Así pues, recité:
El sol se ha ido a dormir, el día ha pasado.
Mientras lo contemplas en el lecho,
mientras acaricias a tu amor,
concedes la vida a tu amado.
Regala el consuelo y los besos a tu amor.
Pensé que, si un rey era digno de esas palabras, mi amigo Akkilu lo era también.
Cuatro músicos habían estado interpretando melodías típicas de boda durante el festejo cuando, de improviso, comenzaron a tocar la tonada montañesa que había bailado con Agisa en la fiesta de Lanusa. Aquello era idea mía, aunque Ittibel me ayudó a llevarla a cabo, encargándose de pagar a los músicos para que accedieran a aprender la melodía. En todo caso, el asunto salió bien, y supongo que más de uno debió quedarse perplejo cuando vio a una joven sacerdotisa bailando alegremente junto con la novia, mientras una kezertu batía palmas siguiendo el ritmo.
La ceremonia se encontraba en su apogeo y ya el sol se había ocultado hacía rato cuando, repentinamente, el suelo comenzó a temblar. En un principio no era muy fuerte, pero pronto el temblor fue tan grande que parecía que un dragón infernal se revolvía bajo la tierra. La gente empezó a gritar de terror y a correr de un lado a otro, a pesar de que el movimiento del suelo les hacía perder el equilibrio. Fue tan intenso que pareció durar una eternidad, como si los dioses se hubieran tomado tiempo para considerar una nueva creación, destruyendo previamente la antigua.
Tuvimos suerte, pues la taberna no sufrió muchos daños, tal vez por ser de nueva construcción, y solamente se derrumbó una pared de las cocinas, sin que nadie resultara dañado por los adobes.
Cuando todo acabó me dirigí corriendo hacia el templo. Mientras recorría las calles observé que algunas casas estaban muy dañadas. Decenas de personas se agolpaban fuera de los edificios llorando, gritando y llamando desesperadamente a sus seres queridos. En algunos casos pude llegar a ver cómo grupos de vecinos intentaban desenterrar a alguien, que había quedado cubierto por los restos de su hogar.
El sonido del miedo, unido a los quejidos de animales heridos, así como el olor a cenizas, hizo que corriera con más ganas aún, asustada por lo que pudiera encontrarme al llegar al recinto. Esa zona de la ciudad no parecía estar tan dañada, por lo menos eso era lo que se adivinaba en aquella terrible oscuridad, aunque desde el puerto llegaba un horrible hedor a carne quemada y excrementos.
Uno de los cubos del portón de entrada al recinto, se había derrumbado matando a uno de los soldados que hacían tareas de vigilancia, y al entrar en el gran patio pude ver, a la luz de las antorchas que sacerdotes, sacerdotisas y criados portaban, que parte de la plataforma se había derrumbado, y una gran grieta adornaba una de las paredes del templo, del que también se habían desprendido grandes lienzos de estuco, dejando el ladrillo al descubierto. El giparu presentaba también daños y supe que una compañera de Agisa había muerto al derrumbarse un techo sobre ella.
Esa larguísima y trágica noche la pasé ayudando a mis compañeras a establecer los daños del recinto, que eran considerables. Nos llegaban noticias de que, en las factorías y corrales del templo, los animales andaban sueltos y muchos trabajadores estaban heridos o, incluso, muertos.
A la mañana siguiente logré escaparme un momento a la ciudad, y lo primero que visité fue el puerto, que estaba totalmente arrasado. Una enorme riada había anegado las instalaciones y había destruido barcos, mercancías y también algunas de las casas de los alrededores. Un molesto hedor a aguas estancadas invadía la zona. Milagrosamente, el altar de Inanna permanecía todavía en pie, aunque la estatua nunca fue encontrada.
Entre los desaparecidos del puerto se hallaba la prostituta Shatirra, a la que Ittibel había prestado la plata para comprar la libertad. Descubrieron su cadáver río abajo dos semanas después, y yo ayudé en la ceremonia de entierro que Ittibel celebró, ya que mi amiga apenas pudo recitar las oraciones, pues su voz se quebraba continuamente por la pena.
En las semanas posteriores, supimos que el desastre había afectado a todo el reino. Hube de repartir el tiempo entre el santuario y la ciudad, con lo que muchas veces, al llegar la noche, me derrumbaba en el lecho destrozada por el cansancio. Pasado un tiempo frecuenté más la ciudad, pues observé que el templo tenía recursos más que suficientes para arreglárselas por su cuenta. Una de las primeras cosas que noté, por ejemplo, es que las cocinas en ningún momento interrumpieron su actividad.
En la ciudad, en cambio, se necesitaba mucha ayuda. Muchas casas se habían derrumbado hiriendo a los que estaban dentro. Días después, muchas personas aún estaban sepultadas entre los adobes. En muchos casos se les desenterró demasiado tarde, solamente para volver a enterrarlos de nuevo en un montículo del cementerio de la ciudad. Yo ayudé a Ittibel a atender a las víctimas, pero llegó un momento en que las gentes se morían de hambre y, eran tantos, que ya no era posible atenderlos adecuadamente.
Un día de aquellos, al ver la gran cantidad de huérfanos que se arremolinaban en un solar cerca del puerto, monté en cólera, y junto con las prostitutas y varias esposas de pescadores, decidí llevarlos al recinto sagrado.
Los soldados de la puerta intentaron evitar la entrada, pero monté tal alboroto que, finalmente, la Entu salió del giparu y ordenó que los alojaran en los jardines y los alimentaran. Muchos más niños y personas desamparadas aumentaron la cantidad de infelices que fueron alojándose en aquel lugar. La Entu, al enterarse por mí de que muchos campesinos habían visto sus tierras arrasadas por la riada, dio instrucciones al Shangu para que se les otorgaran préstamos a un interés menor que la manumisión de un esclavo, lo que hizo que el Shangu volviera a montar en cólera, pero tuvo que aguantarse.
Supe por Alane que Enheduanna había sugerido a Lugalanne que hiciera lo mismo con las instalaciones de la mansión del gobernador, pero no recibió contestación a su petición. Sólo una vez vi de lejos a Agatima, que había decidido trasladarse a palacio tras el desastre. Es evidente que no le gustaba el olor de los refugiados.
Un atardecer me encontraba en el puerto. Habían pasado tres meses de la desgracia enviada por los dioses, y la mayor parte de los refugiados habían vuelto a sus solares, donde precariamente se estaban construyendo casas de adobe, tal vez no muy elegantes, pero sí funcionales y secas. Había pasado todo el día visitando la factoría de cerveza en las afueras de la ciudad, donde había logrado colocar a algunos de los huérfanos, y me encontraba esperando para celebrar la ceremonia de la tarde, cuando vi llegar a Ittibel muy agitada.
—¿Qué es lo que sucede, Ittibel? — Pregunté un poco asustada al verla en ese estado.
—¡Debes dirigirte al recinto ahora mismo y dar un aviso a Enheduanna! — Me dijo casi gritándome las palabras.
—¿Avisarla de qué?
—¡Van a matarla! — Afirmó Ittibel con tal firmeza en la voz, que no pude menos que creerla.
—¿Quién va a hacer eso?
—¡El gobernador! He hablado con unos soldados. Ayer llegaron noticias de Agadé. El rey Manishtusu ha muerto asesinado. Las ciudades del reino están en plena insurrección desde hace tres días. El gobernador Lugalanne ha decidido unirse a la rebelión y se ha autoproclamado rey de Ur. Enheduanna ha estado en el palacio de Lugalanne y ha sido despojada de su rango.
—¡Pero el gobernador no puede...!
—¡Pues lo ha hecho! Por lo visto le dijo: «No deseamos que golondrinas acadias ensucien nuestros aleros». Le quitó el bastón y la tiara, y la Entu se retiró a media tarde al giparu, donde está indefensa, pues el jefe acadio de la guarnición murió tras la comida, se cree que envenenado.
—El cordero y los presagios... — Musité yo.
—No sé si han sido los presagios, pero debes acudir inmediatamente al recinto. Aprovecha que la noche está cayendo. Dicen que acudirán a matarla en la oscuridad, para poder decir luego que la atacaron unos demonios mientras dormía. Toma esto — y al decirlo me hizo entrega de unos chales azulados y unas piezas de ropa —. Que se disfrace de prostituta y salga hacia el puerto. Yo os estaré esperando en la puerta del recinto. ¡Por Inanna, muchacha, no pierdas el tiempo! — Me gritó.
Salí corriendo hacia el recinto, aterrorizada ante la perspectiva de perder a Enheduanna. Cuando llegué allí comprobé que no había guardias en la entrada, por lo que supuse que el gobernador los había retirado. En la puerta principal del giparu tampoco pude ver vigilancia alguna, lo que me extrañó todavía más, pues esos soldados solían recibir su salario del templo. Tomé la decisión de dar la vuelta al giparu y entrar por la puerta trasera, para que la oscuridad del lugar me ocultara de cualquier posible observador.
Atravesé las cocinas, que estaban desiertas, y llegué al patio central, donde tampoco reparé en nadie. Temí haber llegado demasiado tarde, pero Inanna tenía otras ideas, así que, cuando llegué a la antesala que daba entrada al dormitorio de la Entu, escuché unos murmullos. Procuré no hacer ruido y me asomé con cuidado. Dos soldados, seguramente los que habían estado haciendo guardia ante la puerta del giparu, se disponían a entrar en la alcoba. El que iba delante había sacado su daga y caminaba procurando no hacer ruido.
No lo pensé dos veces y agarré una tinaja que se encontraba a la entrada de la sala, me abalancé hacia delante y, en dos pasos, me acerqué al más retrasado de los dos y le estampé aquel objeto en la nuca. Debí golpear con mucha furia y desesperación, porque una lluvia de fragmentos y de gotas de sangre me salpicó, mientras el soldado se desplomaba sin exhalar siquiera un quejido. Con rapidez me agaché sobre él, tomé la daga que llevaba en la cintura y, al incorporarme, advertí que el otro soldado se acercaba hacia mí.
—¡Maldita perra! — Masculló entre dientes.
Caí en la cuenta de que me iba a matar y de que no tenía ninguna posibilidad contra aquel hombre tan fuerte, que además me superaba en estatura y entrenamiento con las armas. Supongo que llevada por la desesperación, o tal vez porque Inanna me lo sugirió, como buena diosa de la guerra que es, esperé hasta que estuvo a poco menos de dos pasos de mí y, repentinamente, me arrojé hacia él apuñalando con la daga tal y como el primo de Enanedu, Kudiya, me había advertido que debía hacerse.
Noté cómo la hoja se hundía en su vientre y él intentó revolverse, pero yo me apreté más a su cuerpo usando mi peso y mi desesperación, y volví a apuñalarlo tres o cuatro veces. Un líquido caliente embadurnó mis manos, que se volvieron resbaladizas, y noté cómo sus intestinos las rozaban, lo que hizo que soltara la daga y me preparara para lo peor. Pero mi oponente se limitó a echarme una mirada de odio mientras sus ojos se vidriaban, y se derrumbó a mis pies como un pellejo de vino vacío.
En ese momento Enheduanna salió de su dormitorio y se quedó mirando la escena. Alane entró también, así como un par de sacerdotisas que comenzaron a dar gritos de terror. Yo estaba cubierta de sangre y no sabía cómo reaccionar. Por suerte, Alane se hizo cargo de la situación y comenzó a dar órdenes.
Logré, no sé cómo, informarlas de lo que Ittibel me había dicho. Enheduanna y Alane, seguidas por las sacerdotisas, entraron rápidamente en el dormitorio para ponerse parte de las ropas que la kezertu me había entregado. Fue entonces, estando a solas en aquella habitación, cuando noté en mi costado derecho, bajo mi pecho, una pulsación molesta y un ligero entumecimiento. Miré hacia abajo y comprobé que no toda la sangre que me cubría pertenecía a los soldados. Por desgracia, no había sido ni tan rápida ni tan hábil como suponía, y el segundo soldado, seguramente mientras me abalanzaba sobre él, había logrado alcanzarme con su daga produciéndome un profundo corte. Por suerte, el filo había resbalado sobre una costilla y no había llegado al pulmón, pero la sangre fluía de forma lenta aunque continua de la larga herida, manchando mi kaunake.
Tuve miedo, no por mi vida, sino al pensar que si me veían en aquel estado, me abandonarían. Así pues, tomé una tela oscura y me la enrollé alrededor del cuerpo, oprimiendo la herida que estaba empezando a entumecerse cada vez más, imitando el vestido que una prostituta llevaría en una noche de relente. Luego me cubrí con un chal azul oscuro y, justo cuando acababa esta operación, Enheduanna y Alane entraron de nuevo en la sala seguidas de las demás sacerdotisas, que las habían ayudado a disfrazarse. Cuando Alane me vio vestida de esa guisa, quiso decir algo, pero Enheduanna la interrumpió.
—Que venga con nosotras — ordenó —. Si la dejamos aquí, la matarán por habernos ayudado. Además, la mano de Ishtar que la ha guiado para realizar esta hazaña, tal vez nos ayude a nosotras.
Me sentí aliviada al escuchar esas palabras, y las seguí mientras abandonaban el giparu, tras despedirse de las demás sacerdotisas que lloraban. En la solitaria entrada del recinto sagrado nos esperaba Ittibel acompañada de Zanka la shamhatu, Nineana y tres prostitutas más.
—¿Cuál es el plan? — Preguntó Enheduanna, que conservaba la calma de forma admirable.
—Seremos un grupo de prostitutas que volvemos al puerto, tras haber estado en una fiesta con unos clientes — explicó Ittibel —. Un amigo mío nos espera en el muelle con un barco de cañas. No será muy elegante, pero es adecuado para llegar a Agadé.
Nos dirigimos hacia el puerto actuando despreocupada y alegremente, tal y como se comportaría un grupo de cortesanas que han tenido una buena y productiva noche. Yo intentaba seguir las bromas, pero el entumecimiento había dado paso a un dolor intermitente, y sentía como si alguien me clavara una aguja en la costilla sobre la que la daga había resbalado.
Cuando llegamos al puerto no hubo tiempo para despedidas. Sólo nos dimos un leve abrazo con presteza antes de embarcar.
—Te veré en un par de meses en Agadé, cuando compruebe cómo queda la situación —, me prometió Ittibel dándome un beso en la frente.
—Recoge mis cosas en el dormitorio y llévamelas si es posible. Es el resumen de mi vida y me disgustaría perderlo —, le pedí con un nudo en la garganta.
Enheduanna le dio, a su vez, un abrazo.
—De nuevo pasa, ahatu — suspiró Enheduanna con un tono muy triste en su voz.
—De nuevo, ahatu — dijo a su vez Ittibel —, pero la próxima vez que volvamos a vernos, no tardes tanto en pagar la cerveza.
Enheduanna sonrió débilmente al escuchar esto y luego subió al barco. Se volvió hacia la ciudad dormida, la miró detenidamente unos instantes, suspiró con tristeza, y sólo pronunció una frase: «Seamos, pues, una golondrina...»
Mientras la nave se separaba del muelle, Ittibel hizo un ademán de despedida y susurró: «¡Y dale saludos a quien tú ya sabes, mi Entu!».
No fuimos molestadas al salir del puerto, porque seguramente pensaron que era un barco de pescadores que iniciaba su jornada muy temprano. Cuatro de los marineros estuvieron casi toda la noche usando pértigas y remos para avanzar todo lo posible corriente arriba, de tal manera que, cuando amanecía, estábamos lejos de Ur y ni siquiera la ciudad estaba ya a la vista. Ante nuestros ojos se extendía una bella llanura cubierta de hierba, con ocasionales grupos de sauces y chopos rompiendo la monotonía. Pero yo no podía disfrutar del paisaje.
A lo largo de la noche mi costado volvió a entumecerse y creí que lo peor ya había pasado, aunque me invadía un gran cansancio. En el momento en que el sol comenzaba a subir por el lejano horizonte, empecé a sentir escalofríos, como si el frescor de la noche me hubiera afectado. Luego mis piernas se contagiaron de aquellos temblores. Intenté mantenerme en pie haciendo acopio de toda mi fortaleza, pero fue inútil, porque con los primeros rayos del sol saludando nuestra fuga, mi vista se volvió borrosa de repente, noté que no podía escuchar lo que a mi vera me decía Alane y, sin poder evitarlo, me desmayé.