XX

Pasé varios meses alternando mi trabajo como ayudante de Enheduanna, con mis propios negocios.

Reconozco que en algunos momentos me vino muy bien la ayuda de Kitudu, el cual era todo un lince en cuestiones burocráticas, y siempre sabía regalar un consejo adecuado cuando se trataba de ciudades donde nunca había estado, sobre todo las más lejanas del norte.

Creo que el buen tabsarru me había tomado cariño, o tal vez simplemente, le gustaba mi forma de discurrir las cosas, y con el tiempo, su asesoramiento me resultó fundamental para resolver el pequeño misterio del sello que tenía en mi poder. Nunca estaré lo bastante agradecida a Inanna por haber inspirado a Enheduanna el día que contrató a aquel hombre, entre tantos otros entre los que hubiera podido elegir.

En cierta ocasión me encontraba realizando una de mis consultas para la Entu en la biblioteca del recinto de Nannar, cuando Kitudu vino a buscarme con un recado de Enheduanna, la cual deseaba localizar las versiones primitivas de algunos de sus poemas en la biblioteca del santuario, con el fin de actualizarlos.

Inanna puso su mano sobre mí cuando pasábamos junto a la estantería donde, años antes, había descubierto aquellos documentos con el sello de Apiyatum. Así pues, aproveché para, disimuladamente, localizar de nuevo uno de esos sobres y se lo enseñé con el pretexto de la belleza del sello, tal y como había hecho con Eluti años atrás.

—Es un sello de gran belleza — asintió Kitudu con ojo de experto —. Y no es muy habitual tampoco. El motivo de la diosa Ninhursag no es difícil de encontrar, pues muchas personas recurren a dioses principales para sus sellos. Otros prefieren escenas heroicas o sacadas de las historias divinas.

—¿Y el dios Mushdamma?

—Ése es otro cantar — me informó el Tabsarru —. Es un dios importante desde el momento en que representa la arquitectura y los cimientos, pero no es un dios principal. Tal vez hubiera sido más lógico elegir algún pasaje literario protagonizado por la diosa. Hay algunos muy bellos que yo, personalmente, hubiera elegido. Esta escena solamente representa el momento de la creación del dios. Es original, pero no excesivamente imaginativo. En todo caso — concluyó — tenéis razón en que es un sello de singular belleza.

—¿Y por qué alguien escogería esa escena en particular? — Insistí.

—Dado que entre ambos está el árbol de la vida, yo diría que es el momento del nacimiento del dios, creado por Ninhursag, como dije... Supongo que es una escena que escogería una persona que, o bien se siente muy señalada por ese dios en concreto, o que cree que tiene una misión en la vida, al igual que la diosa encarga una labor al dios que acaba de crear.

—Curioso... — disimulé yo, fingiendo una broma —. ¿Y si abrimos el sobre y vemos lo que hay dentro?

El escriba sonrió, aunque no dejé de notar que, inadvertidamente, se le escapaba un gesto de alarma. Creo que, en el fondo y como buen cabeza negra, Kitudu estaba convencido de que una montañesa como yo, sería capaz de violar esa correspondencia sin ningún problema.

—Tranquilo, Kitudu — aclaré —. Era una broma. Pero reconozco que me hubiera gustado saber quién es el dueño de este sello, y a qué se dedica. No me imagino que sea un panadero, por ejemplo.

—No, por supuesto — asintió el escriba intentando que admirara una pequeña muestra de sus conocimientos —. Son contratos de compras de tierras, por lo que pone en el exterior del sobre — observó la descripción exterior con más detenimiento —. Curioso, son tierras compradas en Kish.

Reconozco que el nuevo descubrimiento me llenó de estupor. Estaba tan obsesionada con el sello, que no se me había ocurrido leer la inscripción exterior, aunque también es verdad que cuando vi por primera vez aquellas tablillas, años atrás, aún estaba aprendiendo a leer, con lo que malamente hubiera podido enterarme de nada en concreto.

—¿Cómo puede ser que esté depositado un contrato de compraventa de tierras en un templo de Ur, si las tierras son de Kish?

El escriba lo pensó unos instantes.

—Se me ocurre una posible solución, aunque en el exterior no dice nada al respecto — indicó Kitudu —. Imaginemos, por ejemplo, que un templo posee unas tierras en Kish. Si en algún momento alguien compra esas tierras, deberían existir dos copias de ese contrato: una en la ciudad origen de las tierras y otra en la ciudad desde donde se compran.

—¿Y quién puede haber en Ur que se haya interesado en comprar esos terrenos? Es un lugar muy lejano para ir a recoger cebada.

Hasta esos instantes mi táctica había consistido en bromear ligeramente sobre el asunto, sabiendo que el escriba, picado en su amor propio, intentaría darme una lección sobre el tema para enseñarme que la burocracia era necesaria. Sin embargo, comencé a notar que, poco a poco, eso ya no era necesario pues el propio Kitudu empezaba a interesarse, inadvertidamente, por aquel curioso sobre.

—No lo sé, pero desde luego, pertenecían al Templo de Ishtar — murmuró mientras examinaba el texto con más detenimiento.

—¿Cómo lo sabes?

Kitudu se encogió de hombros, como si la cuestión fuera totalmente obvia para él.

—Porque si pertenecieran al Templo de Zababa, a su recinto sagrado en concreto, habrían colocado en el exterior la marca de una cabeza de águila. El Templo de Ishtar de Kish no es un recinto, sino un templo, y aunque tenga una gran antigüedad, hay ciertas normas... digamos... de “etiqueta” entre los templos, así que es normal que se den menos pompa a la hora de firmar documentos. Podrían ofender al dios titular de la ciudad.

—¿El Templo de Inanna de Kish es rico? — Le pregunté mientras pensaba en los posibles contactos de Ittibel en ese lugar, y la posibilidad de que tuviera que confesarle a mi amiga todo aquel embrollo para que investigara un par de cosas en mi nombre.

Kitudu se encogió de hombros, aunque volvió a adoptar el aire de alguien que conoce bien un tema. Seguramente era así, porque el escriba había vivido gran parte de su vida en aquella zona del reino.

—El Templo de Ishtar es rico como cualquier otro templo. Antes poseía más tierras, pero en los últimos años, ya no.

—¿Por qué? — El detalle también despertó mi interés.

—Porque el rey Manishtusu adoptó una política de compra de tierras por todo el reino. Sobre todo, intentó comprar aquéllas que no pudieran ofender a grandes recintos sagrados. Las compras las hizo a templos más pequeños, que ahora se dedican sobre todo a recaudar impuestos, y a particulares... — Kitudu se detuvo unos instantes, y puso el gesto de alguien que recuerda de improviso algo que llevaba muchos años aparcado en su mente —. ¡Es curioso...! Ahora que recuerdo, la madre de Iphur-Kish, el usurpador, poseía terrenos en ese templo, y el rey Manishtusu se los compró.

—Ya escuché esa historia antes, cuando estaba en Agadé, aunque no sabía que se trataba de ese templo en concreto. Dicen las malas lenguas — añadí adoptando el tono de voz con el que se cuenta un secreto cotilleo — que el señor Manishtusu jamás pagó las tierras, y que por eso el usurpador odiaba tanto al rey.

—¡El señor Manishtusu jamás habría cometido semejante felonía! — protestó Kitudu horrorizado —. Pagó las tierras en su justo valor. No iba a ser tan tonto como para ganarse la animadversión de varias grandes familias sumerias, después de lo que le costó a su hermano Rimush acabar con la rebelión. Tal vez el señor Rimush lo hubiera hecho, no niego que tenía otra clase de genio y talante que su hermano. ¡Pero el señor Manishtusu no, desde luego que no!

—Sería gracioso que éste fuera el contrato de compra de tierras del rey — sugerí yo, aunque por razones obvias sabía que no era así.

—No puede ser, porque la copia se encontraría en los archivos del palacio real de Agadé, y no en este templo.

—Pues entonces, no puede ser eso, está claro.

Me encogí de hombros, como si hubiera llegado a un muro que no pudiera traspasar con mis escasos conocimientos. Kitudu pareció apiadarse de mí, así que hizo un esfuerzo para seguir tirando del hilo.

—Salvo que el rey se las revendiera a alguien — añadió —, o se las regalara. No tengo noticias de que revendiera tierras a nadie. En cambio, recuerdo que muchas las regaló, en unas ocasiones a familiares, y en otras ocasiones compró voluntades con ellas. Pero tampoco habría un contrato de venta, sino de cesión.

—De lo que se deduce que volvemos a quedarnos como al principio. ¡Quién sabe! — Hice un simpático mohín de fastidio mientras le dedicaba una sonrisa —. Lo mismo el dueño es un arquitecto. Personalmente, no conozco ninguno.

—Si eligió al dios Mushdamma para su sello, posiblemente. Aunque esto también me resulta muy gracioso, porque yo no conozco tampoco a ningún arquitecto, pero sí a alguien que se hizo rico vendiendo ladrillos.

Aquello volvió a llamar mi atención, así que en vez de aparcar el tema, como casi había decidido ya, seguí intentando tirarle de la lengua.

—¿Ah sí? ¿Y es interesante su historia? — Sabía, por el tiempo que había pasado junto al escriba en Agadé, que era muy aficionado a las buenas historias. De hecho, pienso que parte de su simpatía hacia mí surgía de las numerosas narraciones que me había escuchado contar. Mi pregunta fue acertada, pues debió pensar que era una buena ocasión para devolverme esos buenos ratos con una historia de su propio coleto.

—Lo es y mucho — aseguró —. La persona de la que hablo, comenzó siendo un esclavo, más concretamente, un esclavo elamita.

—¿Ah sí? Yo tuve un amigo que también lo fue.

—Cierto — concedió Kitudu, haciendo una mueca que indicaba que no estaba muy de acuerdo con mi antigua amistad con Akkilu, y que pensaba que una sacerdotisa debería buscar mejor a sus amigos. Sin embargo, prosiguió la historia, que claramente se moría de ganas por contarme —. Fue capturado en tiempos del gran señor Sargón, cuando éste sojuzgó al reino elamita de Awan. En realidad no era soldado, sino que se trataba de un escriba-contable en uno de los palacios elamitas, y muy bueno en su trabajo, además».

«Pasó unos años cultivando dátiles, hasta que un día se casó con una mujer acadia, la cual era una viuda con un pequeño capital heredado de su ex marido, en la forma de tierras de cultivo. Vendió las tierras y puso un negocio de adobes a nombre de su esposa, lo que además era lógico, pues la plata se había conseguido con las riquezas de ella. En aquellos tiempos, Agadé estaba ampliándose a toda velocidad, así que llenó sus bodegas con la plata que entraba a carretadas. Se hizo una pequeña fortuna en muy poco tiempo, con lo que su mujer pudo comprarle la libertad. Tuvieron varios hijos pero sólo uno sobrevivió. En cambio, su esposa murió de una indigestión de dátiles».

—¿Una indigestión de dátiles? ¡Tendré que avisar a mi amiga Enanedu para que tenga cuidado!

Kitudu dejó escapar una risita y se complació al ver que su historia me estaba interesando bastante.

—Pues sí — asintió —. Solía comer bastantes dátiles esa mujer. Un día comió demasiados en una fiesta y amaneció muerta. Se dictaminó que los dátiles le habían producido una fatal indigestión.

—¿Y había ingerido más que otras veces?

Kitudu se encogió de hombros, como si ese detalle no tuviera ninguna importancia en el desarrollo de la historia.

—No especialmente, pero la salud es así. A una edad temprana, comes entera una torta con crema y deseas acto seguido zamparte un pescado con siqqu, y años después un solo bocado te llena y te hace sufrir retortijones durante días.

—Pues esa persona de tu historia, debía tener un dios personal muy afortunado o con buenos contactos.

—¿Por qué?

—Es fácil suponerlo — dije mientras levantaba sucesivamente mis dedos, enumerando los hechos afortunados en la vida de aquel hombre —. Uno: cae en la esclavitud, lo que para otros sería algo terrible a él lo benefició, pues tal vez en su tierra no habría llegado lejos, aunque eso sólo los dioses lo saben. Dos: una acadia se enamora de él. Tres: hace su fortuna y gana la libertad con un negocio que funda con bienes de su enamorada. Mi amiga Agisa no tuvo esa suerte. Cuatro: su esposa muere, y aunque debió quedar desconsolado con la pérdida de tan buena mujer, no quedó desamparado ante el mundo, pues los bienes de ella pasaron a ser suyos.

—Cierto — concedió el escriba, que había estado asintiendo en silencio a cada uno de los puntos que había señalado —. Los dioses son crueles con unos y generosos con otros. ¿Quién puede leer la mente de los dioses, si son inescrutables?

Kitudu recogió lo que había venido a buscar y que yo le había estado localizando, diligentemente, mientras hablábamos. Se despidió de mí con un gesto amable y se dirigió a la salida. De repente se detuvo y se volvió en redondo.

—¡Por Nidaba! Me olvidaba de un detalle.

—¿Cuál?

—Aquel hombre, cuya historia he contado, murió tiempo después por culpa de un plato de pescado en mal estado. Por cierto, que era el padre del ministro Apiyatum. Ya ve, mi señora. En el reino de Akhad la hija de una montañesa puede llegar a sacerdotisa, y el hijo de un elamita, a ministro.

Y con esas palabras se retiró.

Una pieza del tablero se acababa de mover en dirección a la salida. Aún me quedaban varias jugadas por realizar, y no sabía cuándo sería la siguiente.

* * *

Pasó año y medio y fue, posiblemente, un período tan maravilloso como aquellos años de mi niñez. Y es que había una paz embriagadora que se respiraba en todas las ciudades. Llegué a pensar que Naram-Sin se había olvidado de sus ansias por imitar a su abuelo, y que había adoptado una actitud de sentido común. Si ello hubiera sido cierto, el reino habría sido más fuerte que nunca, pues las cosechas fueron buenas, y la paz ayudaba al comercio.

Pero yo no podía saber, por no estar en Agadé, que era el centro de toda la tormenta, que eso era solamente un espejismo, y que Naram-Sin gastaba los impuestos en entrenar soldados y crear regimientos profesionales. Al principio el pretexto era ayudar a afianzar los puestos comerciales del norte, en las rutas de caravanas, sobre todo aquellos que se internaban en las tierras de Shubartu. Algunos se habían perdido y otros se encontraban muy disminuidos en cuestión de soldados, pues tuvieron que desangrarse al principio de la guerra para socorrer a Agadé. Los que sobrevivieron, lo hicieron con algo de ayuda de los dioses, y algo de diplomacia y buen hacer por parte de los que comandaban los puestos.

Supe, por rumores que me llegaban a través de Ittibel, que aquella situación era fomentada por la bella nin-dingir de Agadé, Agatima, la cual logró convencer al rey, gracias a su papel de sacerdotisa de Inanna, de que la diosa estaba de su parte e iba a poner a sus pies el mundo entero.

Yo no estaba de acuerdo con esa visión de la diosa. Tras numerosas charlas con Enheduanna, habíamos concretado que el carácter guerrero de Inanna tuviera más que ver con su faceta de protectora de la corona y el reino, defendiéndolo de sus enemigos con fiereza e incluso crueldad, pero no pensábamos que tuviera un carácter tan ofensivo. Preferíamos ceder ese aspecto a otros dioses, como Ningirsu.

Tal vez por ello, comenzamos a detectar pequeños y sutiles obstáculos en el camino de la aceptación de la cruzada de Enheduanna. Ciertamente no tuvimos ningún problema con los grandes recintos, que parecían considerar que aquello era una ayuda para seguir siendo independientes, económicamente hablando, de la corona. Es evidente que siempre ha resultado mucho mejor ser el que presta la cebada, que el que la pide prestada. Pero algunos templos pequeños, de repente, parecían no seguir aquella máxima, sin que los Enum y Entu de los grandes recintos de los que dependían supieran exactamente la razón. Esos sacerdotes que no llevaban tiaras de cuernos siempre parecían encontrar problemas, o bien para dar a conocer el poema, o bien siquiera para aceptarlo.

Poco a poco, y con mucha paciencia y mano izquierda, fuimos descubriendo que la mano de Agatima estaba detrás de todo ello, y que mucha plata salía del flamante nuevo recinto de Agadé, para acabar en manos de aquellos miembros del clero. Algunos templos humildes, de la noche a la mañana, se enriquecieron sin que estuviera muy claro el origen de su fortuna.

El asunto me tenía preocupada, pues ahora que llevaba la gestión del Enamtila, por delegación de Enheduanna, empezaba a darme cuenta de que aquello podía crear en el futuro una situación muy molesta. Los grandes recintos solían basar su economía en los centros de producción de bienes, como pasaba con Ur y su gran fábrica de cerveza, o el de Nippur y sus gigantescos corrales de ganado. Dentro de las ciudades se solía dejar la recaudación de impuestos en manos del palacio del gobernador. Los grandes recintos se limitaban a cobrar impuestos en aquellos pequeños templos que dependían de ellos.

Para ser franca, era una forma pactada y educada de repartirse el pastel entre el clero y el palacio, sin crear tensiones. Los pequeños templos de las ciudades actuaban también como una fuente de alimentos en reserva. Los cabezas negras sabían que en unas tierras tan cercanas al mar, se debía mantener cuidadosamente un sistema adecuado de rotación de barbechos. Si llegaba una época de sequía, y se prolongaba tanto que las reservas almacenadas del recinto empezaban a disminuir peligrosamente, siempre quedaba el recurso de ordenar a los templos menores de las pequeñas poblaciones cercanas, que aumentaran la cantidad de tierras cultivadas.

Si esos templos pequeños empezaban a cambiar sus lealtades en dirección del palacio real, que mandaba sobre el recinto de Agadé, se podía crear en unos años y, con alguna sequía de por medio, una situación muy peligrosa. Para la corona esto podría ser bueno, pues aumentaba el centralismo económico, pero los recintos perderían su independencia económica. Además de ello, tradicionalmente los recintos procuraban que los templos menores no sobrepasaran un determinado nivel de gasto. Por ello precisamente Gemezida le había pedido ayuda a Enheduanna: para sujetar el descontrol presupuestario del Enamtila. Algunos de los pequeños templos, al entrar gran cantidad de plata en sus arcas, comenzaron a gastar sin pensar en las consecuencias, y cada vez le llegaban a Enheduanna más cartas de colegas suyos, quejándose de que los presupuestos de los templos dependientes empezaban a resquebrajarse.

Otro elemento que me llenó de inquietud fue que nos enteramos de rumores, esta vez por intermedio del antiguo Templo de Nannar, donde Enheduanna había realizado su labor durante su estancia en Agadé, de que junto a Agatima estaba la mano del ministro Apiyatum. Lo de Agatima lo entendía perfectamente, pero lo del ministro no. ¿Qué intereses podía tener un ministro en un problema teológico? Ittibel opinaba que, seguramente, se trataba de una maniobra para dominar económicamente a los templos pequeños, posiblemente con el fin de rapiñar parte de los ingresos por impuestos. Una forma, en suma, de intentar comerse un trozo de un pastel que raras veces estaba al alcance de un ministro del rey.

Pero yo no lo veía tan claro como ella, salvo que en la mente de ese hombre estuviera la idea de trocear, en un posible futuro, los grandes recintos en templos más pequeños, que podría dominar a su antojo. No podía aceptar esto último, pues no sólo era un sacrilegio demasiado horrible siquiera para tenerlo en cuenta, sino que constituía la destrucción de la propia sociedad sumeria. Me resistía a pensar que un ministro real estuviera tan loco como para socavar los pilares del propio reino, arriesgándose a la destrucción del mismo, simplemente por aumentar sus ingresos. Y más todavía, que hiciera todo aquello sin que el rey interviniera para pararle los pies. A veces me hubiera gustado estar en Agadé, para poder observar de cerca todas las fichas del tablero.

Por culpa de todos esos problemas, Enheduanna se vio obligada a realizar una labor excesiva, y durante aquellos meses viajó sin descanso visitando templos y convenciendo voluntades. Y si bien no siempre consiguió lo que pretendía, por lo menos logró detener la mano de Agatima durante todo ese período, pues contaba con el apoyo de los grandes sacerdotes y sacerdotisas de los recintos, con su propio prestigio personal, y con los dioses. Agatima, por mucho que celebrara la hierogamia con el monarca, no portaba una tiara de cuernos, ni tenía posibilidades de conseguirla, ni las gentes se arrodillaban a su paso con devoción.

Esta vez ya no viajábamos de forma ordenada, sino que lo hacíamos de un lugar a otro, según llegaban las cartas de los recintos, como si intentáramos apagar un incendio que brotaba caóticamente desde numerosos focos.

Gran parte del trabajo me tocó a mí, y creo que no lo hice demasiado mal. Enheduanna tuvo que preparar poemas para templos como los de Nusku o Shuzianna en Nippur; el de Ninhursag en Hiza (éste último cerca de Agadé, lo que creo que debió poner de los nervios a Agatima); el de Ishkur en Karkara y el de Ninisina en Isin; el de Asharlugi en Kuar y el de Ninshubur en Akkil; el de Lugalmarda en Marda o el de Numushda en Kazallu. Incluso dentro de ciudades grandes, aparte de los recintos sagrados, algunos templos realizaban peticiones, o eran los propios recintos los que nos hacían llegar alguna sugerencia. De ahí surgieron los poemas del Ibigal de Inanna en Umma (con cuyas sacerdotisas había realizado mis primeros negocios meses atrás, y que nos proporcionaron una acogida de lo más cariñosa, cuando estrenamos el poema en su reconstruido templo), o el del Esherziguru de Inanna en Zabalam, cuya nin-dingir era amiga de Ittibel. Estos dos últimos provocaron que Enheduanna le diera un enorme impulso al poema cuyo esbozo había visto aquella noche tiempo atrás.

Debido a todos esos viajes, nuestra relación se hizo cada vez más cercana, y aunque ello me llenaba de alegría, también se iba creando dentro de mí una sombra de inquietud. Y es que veía a la Entu completamente agotada. Feliz, por los resultados que iba obteniendo, aún a costa de arrancarlos de las manos de Agatima, pero agotada de todas formas.

Numerosas veces tuve que estar detrás de ella y sujetarla cuando, tras realizar alguna ceremonia, se desplomaba contra una pared dentro de un templo. Enheduanna luchaba contra el tiempo y contra sí misma. Sabía que estaba en una guerra que no se ganaba con mazas de bronce, sino con corazones.

—Soy una mujer pequeña en un mundo muy grande, Sheru —, me decía cada vez que intentaba obligarla a que refrenara un poco aquel ritmo frenético de viajes y noches en blanco —. Sólo tengo una vida para gastar y dos pies para recorrer las cuatro zonas. No hay tiempo...

—Mi Entu — respondía yo —, deje que otra realice la labor. Otras somos jóvenes, nuestras espaldas aguantan más peso, y nuestras piernas más jornadas.

Enheduanna solía acariciarme la mejilla con cariño y luego seguía su labor al mismo ritmo. Ahora sé que a ella le aterrorizaba la idea de dejar en mis hombros un peso tan terrible. Porque Enheduanna tenía a su favor un prestigio ganado durante años, que provenía de su alta cuna, mientras que yo, a pesar de la fama que me había ganado, y de seguir atrayendo las miradas a mi alrededor en los actos oficiales, no dejaba de ser una montañesa de origen humilde. Lo que ambas no sabíamos es que Inanna también lo había tenido en cuenta, y que me iba a proporcionar el prestigio más sagrado de todos: el suyo propio.

Con todo aquello, como he dicho, nuestra relación en aquellos años fue muy íntima, y aprendí mucho de la Entu. No sólo sobre el propio mundo o las relaciones en la telaraña de la política, sino incluso a manejar a las personas con mano izquierda.

También descubrí mucho sobre ella misma, y tuve que reconocer que Alane tenía razón. Al margen de su lado oscuro, que le había permitido aceptar la terrible ejecución de un hombre, para poder quitar un obstáculo de su camino, pude apreciar en ella detalles que me gustaban en grado sumo. Por una parte poseía la crueldad de los acadios para no detenerse ante nada si pensaban que la razón estaba de su parte, lo que por otra parte, suponía que constituía también un rasgo de mis primos dragones de montaña; pero por otra, yo admiraba la generosidad que le impulsaba a intentar unificar a dos pueblos que se habían enfrentado varias veces, utilizando los corazones en vez de las armas. Su cruel pragmatismo, claramente vengativo, que la llevó a aceptar la ejecución de Amar-Girid, se veía equilibrado por un gran amor hacia las gentes sencillas. Ahora entendía por qué había acogido, sin reservas, a una pobre niña mestiza abandonada en un páramo.

Por supuesto que ese pragmatismo seguía estando en ella, y vi cómo impartía órdenes que nada tenían de cariñoso, como cuando destituyó a dos sacerdotes en sendos pequeños templos dependientes del recinto de Nannar, por haber aceptado sobornos de Agadé, y a los que puso de capataces tragando barro en los campos de labor. No voy a negar que también tuviéramos alguna discusión, aunque no tan fuerte como la de Amar-Girid. En cierta ocasión me encontré ante la tesitura de tener que ser dura con dos escribas poco honrados del Enamtila, y ella me aconsejó echarlos. Discutimos porque yo me resistía a dar ese paso. Finalmente llegó la orden de destitución procedente de Gemezida, y supe que en ello estaba la mano de la Entu, lo que hizo que me enfadara y tuviera unas palabras duras con ella. Sin embargo, con el tiempo comprendí que tenía razón.

Es curioso, pero cuando pienso en esos días, me doy cuenta de que nuestras escasas discusiones, cada vez se producían más por mi empeño en que descansara. Habían sido años terribles de guerra y luego años de interminable trabajo. En suma, llevaba ocho años seguidos de un lado para otro, con una labor titánica en sus manos a la que no se veía fin, y ya no era una joven. Yo podía aguantar ese ritmo, pero ella, aunque disimulara delante de mí, muchos días estaba al borde del agotamiento más absoluto.

Una noche, mientras me encontraba transcribiendo al dictado la nueva versión de sus versos a Inanna, la Entu comenzó a quejarse de un dolor en el pecho y se desmayó. Pasé una semana a su lado, sin separarme de su lecho, obligándola a comer y a recuperarse, durmiendo a ratos, unas veces agarrada a su mano, otras acurrucada a los pies de su cama. Y así estaba, acurrucada y dormitando, cuando al octavo día noté que una mano suave me acariciaba los cabellos. Al principio no quise reaccionar, pues sentía aquella suavidad que me infundía seguridad. Eran las manos que me quitaron el terror de la soledad en los días de mi abandono, las mismas que me ayudaron a quedarme en este lado de la vida, cuando mis pies ya se dirigían al palacio de Ereshkigal.

Finalmente, abrí los ojos y la miré.

—Ya está — dijo —. Sólo unos toques más, y ya sólo se necesitará tu magia para hacer el milagro.

—¿Qué es lo que está? — Pregunté medio adormilada.

—El poema. La Exaltación de Inanna, así he decidido llamarlo.

—Es un buen nombre — murmuré.

—Si es verdad que los dioses conceden un buen destino a los hombres que llevan el nombre adecuado, tal vez así consigamos que otorguen un buen futuro a esos versos, ¿no crees?

Me quedé pensando una respuesta, y noté que volvía dormirse. Y durmió algunos días más, pues no consentí que se levantara hasta transcurrida otra semana. A mí, en cambio, aquellos versos me proporcionaron muchas noches de insomnio en los años siguientes.

* * *

Obtuvimos un poco de distracción, tiempo después, mientras visitábamos algunos templos cercanos a la ciudad de Nippur, que resultaron más receptivos a la Entu, tal vez gracias a la influencia de Gemezida, la cual aplicaba el duro carácter que había tenido como profesora, a sus relaciones con los templos menores de su zona de influencia.

Creo, sinceramente, que ni el propio rey hubiera podido hacerle sombra, lo que por otra parte, no debería haber sido necesario, pues el recinto de Enlil dependía de la corona real, por lo menos moralmente, y aunque el rey era aceptado por la nin-dingir de Agadé, la Entu de Enlil tenía mucho que decir en la elección real, así como el rey también podía dar su opinión en la elección de la Entu.

Por lo menos, me tranquilizaba saber que Agatima jamás habría podido ser Entu de Nippur, por mucho que lo hubiera intentado. Primero habría tenido que insertarse en la línea de mando del culto a Enlil, y para ello debería dejar de ser una flamante nin-dingir. En todo caso, en Nippur recordaban demasiado bien a su padre y a sus retorcidas maniobras políticas.

Y, aunque yo no era demasiado consciente de ello, recordaban al antiguo gobernador, y pruebas tendría de ello con el tiempo, lo que no resultó bueno para mi economía, pero fue una decisión que tomé con cariño, y a fin de cuentas, ya me he recuperado.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Decidimos desviarnos y pasar un par de semanas en Nippur, para disfrutar allí de las Fiestas del Año Nuevo. Es cierto que fui yo la que le insistió a la Entu, pues la veía tan cansada que utilicé ese pretexto para introducir un pequeño alto en el viaje. Luego caí en la cuenta de que iba a ser la primera Fiesta de Año Nuevo junto a Enlilbani en Nippur, y no soy tan hipócrita como para no reconocer que también aquello debió de influir en mis intentos de convencer a Enheduanna del cambio en el itinerario. Sin embargo, tampoco es que las tuviera todas conmigo, pues no sabía muy bien cómo iba reaccionar al verlo, ni cómo iba a comportarse él. Ese asunto era para mí como una tablilla de barro, aún húmeda y recién alisada, cuyo olor me resultaba familiar y agradable, pero sin que tuviera la más mínima idea de lo que iba a escribir en ella.

Entramos en la ciudad por la Puerta de Nannar, lo que no dejó de resultar adecuado. Nos alojamos en el recinto de Enlil, por cortesía de Gemezida, el cual me enseñaron exhaustivamente por primera vez. No sé si aquello fue por estar acompañada por la Entu de Nannar, o que mis desvelos mejorando los ingresos del Enamtila hicieron ablandarse un poco el pedernal que Gemezida guardaba en su pecho, el caso es que pude admirar los rincones del recinto que hasta entonces sólo conocía por referencias.

Así, pude admirar no sólo la Sala de la Vida y ver la Tablilla de la Vida (cuya copia había llevado Gemezida a Ur para el acto celebrado tiempo atrás), sino también la Sala de la Montaña, donde estaba la piedra de la que se creó el mundo, e incluso, el Eakildukku, la famosa Casa de las Lamentaciones y el Templo de la Oscuridad, en cuyos sótanos se encontraban las mazmorras más lóbregas de todo el reino, y donde se encarcelaba en espera de sentencia a quienes habían realizado algún sacrilegio especialmente horrible, o algún delito contra la corona.

También pude visitar el Emelemhush, Templo de Nuska y Gibil, así como el Emeurana, o Casa de los Poderes Divinos. Muchos de ellos se parecían bastante a los de Ur, con la diferencia de los adornos de color, que en Ur se realizaba pintando de blanco deslumbrante los templos, mientras que en Nippur, el blanco combinaba con motivos en azul. El que más me impresionó fue el Templo de la Oscuridad, que como su nombre indicaba, no tenía una sola luz en su interior. Para visitarlo, una sal-me tuvo que recoger una lámpara con una llama bendecida en el Templo de Nuska, y con ella pudimos ver aquellas pareces desnudas de todo tipo de adorno o pintura. Las mazmorras eran aterradoras, ya no sólo por el hecho de estar bajo tierra, sino porque las rodeaba un terrible y sobrecogedor silencio, ya que los ruidos del exterior no podían atravesar la gruesa capa de adobes, a lo que se unía la total y continua oscuridad.

Cuando visité las celdas sólo estaban ocupadas por un condenado a muerte, el cual había violado a una sacerdotisa del Templo de Nuska. No quise preguntarlo, pero supuse que, aparte de su estancia en aquel horrible lugar, le esperaba un tránsito al otro lado nada agradable. Ese tipo de ejecuciones podían consistir en despellejar al reo y dejarlo agonizando dos o tres días al sol. Por regla general se incineraba su cuerpo para que nadie pudiera hacer libaciones en su tumba, ni llevarlo alimentos. No sólo estaba condenado en vida, sino también en la muerte.

El giparu me resultó más agradable. Se encontraba muy cerca de una de las murallas de la ciudad. Era un poco más grande que el de Ur, y su distribución resultaba parecida, aunque observé que en él residían más naditu que en el de Ur. Por lo visto, en la ciudad de Nippur abundaban los ricos que no deseaban problemas con sus posibles sobrinos. En el centro del giparu se abría un gran patio, y al contrario que el de Ur, que simplemente actuaba como patio interior, en el mismo se encontraba un precioso jardín con gran cantidad de frutales, entre los que destacaba un enorme manzano en uno de los laterales. Me contaron que había sido plantado hacía ya cinco generaciones de Entu, y allí seguía tan lozano.

Curiosamente, me gané la simpatía de varias de las sacerdotisas presentes, que habían acudido en tropel al correrse la noticia de nuestra visita, como palomas alborotadas ante un pedazo de pan de trigo, y a las que asombré un poco con mis conocimientos de jardinería y botánica. Supongo que no es muy habitual encontrarse con una sacerdotisa que antes había sido jardinera, pero con el tiempo me enteré de que, en realidad, mi fama entre ellas provenía de los días en que había acudido a salvar la ciudad. Sabían que aquello había sido realizado por una montañesa, pero una cosa es que te lo cuenten, y otra bien distinta es tener ante ti a una mujer de rasgos exóticos que, con naturalidad, te explica cómo evitar que las hojas de un rosal se vuelvan blancas y se marchiten. Por una vez, no tuve que hacer desaparecer anillos.

Más tarde disfruté de la alegría de reencontrarme con Enanedu, y esta vez estaba acompañada de Enlilbani. Tras pensarlo un poco, había resuelto que la Fiesta del Año Nuevo, debido a los recuerdos infantiles que tenía de mis padres, perteneciera a Iltani. Así que no quise tomar iniciativas, y dejé que fuera él quien diera los pasos adecuados. Así que aquel día sólo hubo un beso largo entre nosotros a la hora de las despedidas, aunque no dejé de notar la cariñosa caricia que me hizo en el kaunake, sobre la cicatriz.

En Nippur, la Fiesta del Año Nuevo duraba sólo cinco días, aunque se disfrutaban con la misma intensidad y alegría que en los demás lugares. Por ello las calles aparecían abarrotadas de gente bebiendo, comiendo, cantando y, en los rincones más insólitos, haciendo el amor.

El tercer y el cuarto día se celebraban con banquetes públicos, el primero pagado por el palacio, y el segundo por el recinto. Acudimos al segundo, que debo decir que no fue demasiado alegre, pues como Agatima lo presidía, la diversión consistió en recitados de partes escogidas de las aventuras del maldito Gilgamesh, al que ya empezaba yo a tomar auténtica tirria. Lo mejor, debo reconocerlo, fue tener que atender a las personas que se acercaban solicitando una bendición. Tuve que ayudar a Enheduanna a sobrevivir a aquella marea humana, pues bastante cansada estaba ya y se negaba a rechazar a esas personas.

El último día de la celebración fuimos invitadas a la recepción que se celebraba en palacio, y debo decir que lucí deslumbrante. Al principio no quería ir tan arreglada, pero Enanedu me convenció. Me dijo que si ella iba a acudir guapa, yo no podía ser menos. Así pues, ambas entramos, como diosas terrenas, en el gran patio palaciego donde se celebraba la cena, acompañadas de Enheduanna.

La Entu vestía el kaunake de volantes que le había regalado, mientras que Enanedu lucía un kaunake de lino, bordado con hilo de oro, y adornado con malaquita. Se cubría con un chal-mantón a juego atado a su cintura. Yo no tenía ropa adecuada para la ocasión, así que Enanedu me prestó un kaunake-chal adornado con flecos rojos y azuritas que me envolvía hasta los tobillos. Me puse una cinta de cuello que había comprado en Ur, bordada con hilos azules, dorados y rojos en motivos geométricos, y con pequeñas cabezas de león talladas cuidadosamente en piedras de colores. Me peiné con las tres trenzas que ya empezaban a ser habituales en mí, y adorné mis cabellos con flores que recogí yo misma en el gran parque del centro de la ciudad. A todo ese conjunto habría que añadir los tatuajes de henna que Enanedu y yo nos pintamos mutuamente en manos y cuello (no quisimos exagerar, vaya).

Recuerdo el silencio que se hizo en el patio cuando entramos; recuerdo las caras de admiración, las caras de envidia; recuerdo al anciano U-Abzu, arrodillándose, besándonos las manos y presentándonos a los ancianos del Consejo de la Ciudad, dos de los cuales se deshicieron en lágrimas al conocernos; recuerdo, por supuesto, las muestras de simpatía de todos los presentes hacia Enanedu, como hija del antiguo gobernador; pero, sobre todo, recuerdo a Sharkalisharri levantándose de su escabel, ante el asombro de todos los presentes, y arrodillándose delante de nosotras e intentando besar nuestras manos. Enheduanna le obligó a levantarse y le dio un beso como sobrino suyo que era. Fue entonces cuando empecé a comprobar lo agradecido que estaba el hijo del rey hacia mí, por el detalle que había tenido ayudando a proporcionarle aquel puesto.

La cena fue magnífica y disfruté, sobre todo, de una exquisita empanada de pescado acompañada de una salsa hecha con miel y frutos secos. Durante la cena, asistimos al espectáculo que ofrecieron malabaristas de Sippar y un grupo de bailarinas eblaítas, de cuyo arte ya había oído hablar antes, pero que no había tenido ocasión de admirar hasta entonces.

—Ésa es mi profesora — me señaló Enanedu a una belleza morena que movía las caderas en ese instante, con los pechos al aire, mientras otras dos bailarinas la escoltaban haciendo malabarismos con sendas antorchas.

—¿Estás aprendiendo a bailar? — Le pregunté.

—Muchas lo estamos haciendo, ésas son bailarinas del Templo de Inanna. Ahora está de moda que las hieródulas sepamos bailar.

—No dudo de que serás la mejor — aseguré.

—¡Qué va! — rió mi amiga con bastante picardía —. Jamás seré tan buena bailando como ellas. Pero mis pechos son tan bonitos, que a nadie le importa si mi pie derecho, no sabe lo que hace el izquierdo.

Solté una carcajada y seguí observando aquellas evoluciones tan acrobáticas y tan salvajes, llenas de sensualidad. No me extrañaba que esos bailes hubieran sido adoptados por el culto de Inanna. Definían muy bien el carácter de la diosa.

Me hallaba sentada entre Iltani y Tutasharlibish, la mujer de Sharkalisharri. No era costumbre entre los acadios que sus esposas asintieran a las fiestas en compañía de los hombres, pero observé con agrado que el heredero había adaptado sus costumbres a las de aquellos a quienes gobernaba. Eso sí, su esposa llevó velo toda la cena, lo que no impidió que hiciéramos buenas migas. En todo momento intenté derrochar cariño con Iltani y simpatía con Tutasharlibish.

Sharkalisharri, que mantenía la costumbre acadia de recoger los cabellos en un moño, hizo que un recitador nos amenizara con varias composiciones. Pero la cena era larga (no sólo sirvieron una empanada de pescado, obviamente) por lo que muchos comensales comenzaron a levantarse y recitar poemas, propios o ajenos, en honor de los presentes. Iltani me sorprendió cuando, a petición de Tutasharlibish, se levantó y le dedicó a Enlilbani unos versos clásicos:

Mi cedro, alto y bello,

que crece junto al agua que riega la acequia.

Mi cedro, alto y bello,

que me regala su frescor todas las tardes.

Mi cedro, alto y bello,

al que yo reservo la más dulce de las tortas de miel.

Habla con mi madre, que te hará obsequios.

Habla con mi padre, que te dará buena cebada.

Habla conmigo, mi bello cedro,

yo seré tu mejor y más dulce regalo.

Aplaudí con entusiasmo sus versos, que yo sabía que eran típicos de los agricultores de Eshnunna. Enheduanna tuvo que rechazar la petición de recitar alguna composición suya, pues con el cansancio su voz andaba bastante resentida, pero yo no pude escaparme. Todos me rogaron que recitara algo de las montañas, y por primera vez en muchos años, decidí traducir unos versos de los que cantaba mi madre. Me levanté y miré a mi alrededor. No tenía nadie a quien dedicarlos, pero en ese momento noté que una mano agarraba la mía, me giré un poco y vi que era Iltani, y que me dedicaba una sonrisa. Asentí y sonreí a mi vez. Luego recité:

Desearía ser tu espejo

para que siempre estuvieras mirándome.

Desearía ser la tela que envuelve tu cuerpo

para que siempre sintieras mi abrazo.

Desearía ser el agua con la que refrescas tu cabello

para que siempre estuviéramos juntos, al alba.

Desearía ser la banda con que ciñes tus pechos

y las cuentas que adornan tu cuello.

Desearía ser tus sandalias...

así caminaríamos, por siempre, juntos.

Escuché un atronador aplauso, y me senté casi sin atreverme a mirar, aunque no dejé de notar el apretón de mano cariñoso que me hizo Iltani.

Al acabar la fiesta, Sharkalisharri me rogó que acudiera al día siguiente a palacio para hablar con él. Yo iba a retirarme con Enheduanna, pero Iltani me tomó del brazo.

—Quédate con él esta noche — me pidió.

—Pero... — Yo no supe bien qué decir, pues como dije antes, había decidido no interponerme durante aquella fiesta entre ellos —. Son las Fiestas del Año Nuevo, y vosotros...

—Nosotros ya las hemos celebrado cumplidamente. Si te resulta molesto en nuestra casa, id a la de Enanedu, ya he hablado con ella. No te preocupes, Sheru. Ya hablamos de esto. Además, él no te lo va a pedir, y tú tampoco a él, así que alguien debe decidir por vosotros. ¡Hacéis una preciosa pareja, pero qué raritos sois los dos! — Añadió riéndose.

Le di un beso en la mejilla y un gran abrazo, y corrí a casa de Enanedu, mientras me preguntaba para mis adentros si Agatima habría tenido tantos escrúpulos de conciencia con Naram-Sin.

Esa noche yo también celebré, cumplidamente, la hierogamia.

* * *

La charla con Sharkalisharri se celebró en la misma sala donde había hablado con Amar-Enlil, lo que me trajo amargos recuerdos a la memoria. El hijo de Naram-Sin, que me notó algo melancólica, hizo lo posible por que me sintiera a gusto. Incluso hizo traer un tablero de juego (no sé cómo se enteró de mi pasión por ese pasatiempo) y echamos un par de partidas que perdió, y juro por Ninsutu, que salvó a mi padre en las montañas, que gané ambas partidas sin hacer trampas, lo que sorprendió un poco al heredero.

Por lo visto, deseaba agradecerme personalmente el detalle que había tenido con él al sugerir su nombre como gobernador. Supe en el transcurso de aquella charla que sus relaciones con Naram-Sin no eran demasiado buenas. Y es que, hasta ese instante, sólo habían tenido su mujer y él un hijo, que había nacido muerto, y por más que lo intentaban no lograban que Nintu les bendijera con más descendientes, lo que ponía furioso al rey.

Naram-Sin deseaba que Sharkalisharri buscara alguna consorte con la que tener hijos, o que simplemente repudiara a su esposa, pero él estaba enamorado de ella. Aunque su matrimonio había sido concertado, se habían gustado desde el primer día, y no podían vivir el uno sin el otro. Tanto era así, que la muchacha había cambiado su nombre de nacimiento por el de Tutasharlibish [23], en homenaje a su marido.

—Pero, aparte de intentarlo — pregunté yo —, ¿todo transcurre como tiene que transcurrir?

Y la verdad es que pensaba para mis adentros, que era gracioso que yo hiciera esa pregunta, cuando posiblemente era la sacerdotisa de la Edubba que más tardíamente había aprendido a navegar.

—Por supuesto — aseguró Sharkalisharri, aunque noté un poco de vacilación en la voz.

—¿Realmente todo va bien, señor? — Insistí —. A veces no es cosa de los dioses, sino de pequeñas costumbres masculinas que molestan a la enamorada... las mujeres somos quisquillosas en ocasiones...

—Bueno, la verdad es que hay algo que no...

El heredero volvió a vacilar. Hice que los criados salieran de la habitación.

—Hablad sin miedo, señor. Haced como si hablarais a los dioses.

—Mi esposa disfruta como la leona goza del león, pero yo, aunque la deseo, lo disfruto como el zorro cuyo hocico se queda atrapado dentro del tarro de manteca.

Sharkalisharri me explicó que, cuando penetraba en la negra barca de su mujer, sufría molestias en su miembro viril, lo que le llenaba de vergüenza. Nunca lo había comentado con nadie fuera del círculo más íntimo, y se había atrevido conmigo, en parte por sentir cierta confianza hacia su benefactora, y en parte por si yo conocía alguna oración de las montañas que lo ayudara.

Así que tras confesarme aquello, llegué a la conclusión de que en realidad, debido tal vez a las particulares costumbres de la corte acadia, Sharkalisharri no había sido diagnosticado por alguien con conocimientos médicos adecuados. Se le habían realizado exorcismos a escondidas, y varios tipos de ceremonias mágicas, así como múltiples sacrificios y ofrendas a Aruru, pero curiosamente nadie había examinado el problema principal, que estaba entre sus muslos.

Tras interrogarle sobre ello, y consultando el parecer de Enanedu, pues en su templo disfrutaban de más práctica en estos asuntos, llegamos a la conclusión de que alguien adecuado debía realizarle un pequeño corte en su miembro viril, para permitir que las molestias desaparecieran.

La operación se realizó en secreto, en el Templo de Inanna, fingiendo una reunión nocturna entre Enheduanna y su sobrino, y debo decir que fue un completo éxito. He tenido que realizar misiones en mi vida, algunas encubiertas, pero nunca tan “íntimas”, si se me permite la expresión. ¡Gracias a Aruru, Enlilbani nunca tuvo ese problema!

Dos meses después, mientras estábamos en Ur, y tras dar término a nuestro viaje, llegó al giparu un mensaje con la noticia de que la mujer de Sharkalisharri estaba encinta. Con el mensaje venía adjunto un bonito collar de cornalina y turquesas para mí, y un pene de oro para el dios Nannar, que la Entu entregó en una ceremonia solemne.

En un mundo azul oscuro
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