V

Mis relaciones con las otras chicas, en general fueron buenas, pero hubo excepciones, como dije antes. Con el tiempo, mis mejores amigas llegaron a ser Enanedu, Sharrat y Zanka, aunque siempre procuré llevarme bien con todas.

Con los maestros (salvo Gemezida) tampoco me llevaba mal, aunque yo tenía un problema en comparación con otras alumnas, y es que no podía hacer “obsequios” a un profesor. Era muy habitual que, si una muchacha tenía problemas, y adivinaba que un castigo estaba al caer, hablara con sus padres para que hicieran regalos al maestro de turno. Yo no poseía riquezas, ni una familia que me avalara, así que los profesores sabían que no iban a sacar nada de mí. Con ello quiero decir que siempre tuve que enfrentarme al día a día sabiendo que, si mis capacidades no daban la talla, me quedaría allí donde llegara. Era consciente también de que los maestros no iban a mover un dedo por mí, pues en una sociedad como la sumeria, incluso un padre de Edubba tan prestigioso como Dadamum, sólo estrena un kaunake nuevo si se lo regalan.

Agatima utilizó aquel pequeño truco en numerosas ocasiones. A veces pienso que en alguna de ellas no lo hizo por necesidad, pues disfrutaba de inteligencia, y no era precisamente de las menos aplicadas de la clase, sino que creo que lo hacía, tal vez, para humillarme a mí. Lo pienso, porque no tenía ningún sentido que consiguiera tantos regalos para Dadamum, ya que tras dejar la Edubba había muchas posibilidades de que no volvieran a verse nunca más, y un maestro de escuela no era alguien que pudiera influir en su futuro, a la hora de conseguirla un puesto de poder en un recinto sagrado. Además de ello, Zanka me informó de que antes de llegar yo a la Edubba, Agatima solamente había recurrido a ese sistema en una ocasión. En todo caso, me parecía chocante que la hija de un gobernador me considerara rival en cualquier tema. Reconozco que, en cierto modo, aún hoy día me siento halagada porque me creyera tan importante.

Y Gemezida no era una ayuda tampoco. Bastaba que yo soltara una simple risa, o que hiciera una mueca, para que inmediatamente estuviera encima de mí, buscando defectos a todas mis tareas. Por suerte, tampoco es que yo cometiera muchos fallos, y no es que me esté intentado vanagloriar injustamente de algo. Es que tampoco me quedaba otro remedio.

Debo reconocer, sin embargo, que a mí me gustaban las clases de Gemezida. No sólo nos enseñaba escritura y lectura sino que, con los meses, comenzó a enseñarnos historias de los dioses. Yo no conocía gran cosa sobre los dioses de las montañas, así que no dudé en asimilar aquellas narraciones que me gustaron mucho desde el principio. Así, nos contó cómo el mundo había sido creado a partir del abismo Nammu, de cómo el dios Anu se auto procreó y, junto a su esposa Ninhursag, dieron a luz al señor del viento, Enlil. A veces me perdía con todos esos nombres de dioses, aunque no era muy difícil recordar que Enlil había violado a Ninlil, que se enamoró de él y dio a luz a Nannar, el cual, a su vez, era padre de la gran Inanna.

Fue entonces cuando descubrí por qué las Entu llevaban la tiara de cuernos. Sólo en alguna ceremonia especial había visto a Enheduanna con la tiara en su cabeza, y siempre subida a la gran plataforma del templo. Gemezida nos explicó que solamente las Entu tenían derecho a llevar aquello, pues sólo alguien de carácter divino puede ponérsela. De hecho, aunque había sacerdotisas que dirigían pequeños templos, no llevaban la tiara a pesar de que, a efectos prácticos, representaran a una diosa. Eso confirmó lo que Enanedu me había informado el primer día: que algunas Entu lo eran más que otras.

En esas clases me enteré, asimismo, de que el mundo se mantiene equilibrado gracias a los ME, que son las normas a seguir que decretaron los dioses fundadores para gobernar la creación. Gracias a su conocimiento, el pueblo de los cabezas negras disfruta de la civilización, por lo que Gemezida nos obligaba a copiar listados y más listados de los ME (y hay más de cien) lo que nos entretenía un buen rato. Reconozco que, como ejercicio de escritura, era muy bueno, pero tedioso en extremo. Al principio me parecía raro que en las listas de los ME estuviera el oficio de carpintero, junto al poder que crea la vida, pero cuando descubrí que el arte de cultivar las plantas era otro de los sagrados ME, no tuve ninguna duda de que los dioses habían ideado una lista inteligente. No podíamos quejarnos, a fin de cuentas, pues con el tiempo se descubrían más ME que se añadían a las listas, así que nos sentíamos afortunadas al pensar que, si los dioses permitían existir a las cuatro zonas del mundo durante unos miles de años más, aquel inventario acabaría siendo una auténtica tortura para las futuras hijas de una Edubba. Y, como murmuraba Enanedu por lo bajo, si había alguna Gemezida enseñando aquellas cosas, hasta los dioses sentirían compasión por las alumnas.

Fue por ello por lo que comencé a adquirir devoción hacia Inanna, la diosa que parecía estar presente junto a mí desde el día de mi nacimiento. Tras explicarnos los ME, Gemezida nos contó que Inanna había deseado poseerlos y, para ello, viajó hasta la morada de Enki, que era su dueño. Se presentó tan bella y radiante que Enki quedó obnubilado, y no logró darse cuenta de que Inanna le hacía beber jarras y jarras de cerveza. Cuando quedó dormido, la diosa se apoderó de los ME y huyó. Enki envió tras ella un grupo de demonios, pero la gran Inanna los venció a todos y llevó los ME a la ciudad de Uruk, donde los depositó en el Eanna.

Lo que más me interesó de esa historia, era el hecho de ver que una diosa se había impuesto a los demás dioses, incluso a algunos que, aparentemente, eran más poderosos. También me gustó la idea de que, gracias a una diosa, los hombres habían conocido las normas por las que funciona un universo civilizado. Sólo en aquella ocasión pude conseguir un gesto de aprobación de Gemezida, y fue cuando nos preguntó por qué Inanna había conseguido salir triunfante.

—Porque es una mujer — sugerí yo.

—¿Y crees que por ello los dioses iban a respetarla? — Preguntó Gemezida con algo de ironía en la voz.

—Si hasta la misma Ninlil fue violada, tampoco Inanna estaría a salvo de que los dioses la castigaran por su robo — indicó Agatima, ante la aprobación de Gemezida, que aquel día llevaba un turbante nuevo que aparentaba ser un bonito “obsequio”.

—Sí — insistí yo —, pero Inanna tiene algo que las otras diosas no poseen.

Gemezida me miró fijamente.

—¿Y qué es eso que, según tú, le hace superior a las otras diosas?

—Audacia con belleza —. Toda la clase permaneció en silencio, incluso la gran hermana, así que yo añadí recordando en parte las palabras del general Shamum —. Es la diosa de la guerra y del sexo. Tiene, por tanto, el arrojo del que intenta apoderarse de la más rica joya, disfruta con el juego de conseguirla y, por supuesto, antes de mover un solo dedo, conoce a su adversario y sabe cómo enredarlo en sus redes.

—¿Acostumbran a pescar mucho las mujeres montañesas — ironizó Agatima —, dado que ni siquiera conocen una diosa del sexo?

—Una mujer que no conoce el valor de sus ijares, no es una mujer — enfaticé yo.

Ante mi sorpresa y la de Agatima, Gemezida asintió.

—La audacia es el arma fundamental en la guerra y en el sexo — resolvió —. Tal vez se pudieran decir otras cosas, y no hay duda de que Inanna actuó como una joven alocada. Pero sabía que tenía probabilidades de ganar, y se atrevió.

Acto seguido, la gran hermana cambió de tema, pero siempre recordaré que aquél fue el día en que, durante unos instantes, Gemezida me dio la razón en algo. Enanedu, desde entonces, cuando narra alguna anécdota sucedida en aquel año, suele empezar la historia diciendo: «Fue el año en que la gran hermana dio la razón a la gran montañesa».

Otra de las historias que más me gustaban, era la de Inanna y el Jardinero. En ella, la diosa Inanna paseaba un día por la tierra cuando llegaba a un bellísimo jardín con árboles frondosos, y un maravilloso frescor que invitaba a detenerse. Decidía, pues, descansar en él, y se quedaba dormida al pie de un gran árbol. Mientras dormía el jardinero entraba en el jardín y quedaba prendado de su belleza, así que decidía violarla.

Cuando la diosa despierta, descubre lo que han hecho con ella y, furiosa, decide castigar al jardinero, pero éste, aconsejado por su padre, huye a la gran ciudad y se confunde con las personas. Así pues, Inanna envía varias plagas a los hombres, para convencerlos de que entreguen al jardinero, a fin de que sea castigado.

Siempre me sentí identificada con Inanna, pues la unión de un jardín con lo que pudo sucederme con Lanusa, siempre me llamó la atención. Por suerte, Inanna me ayudó enviándome a un salvador, con lo que no tuve que convertir en sangre la jarra de agua de Lanusa.

* * *

Aunque ya no lo necesitaba, seguí frecuentando la biblioteca del templo cuando tenía algún momento libre. Eluti, el bibliotecario, nunca puso objeciones, supongo que porque ya se había acostumbrado a mi presencia y, porque en cierto modo, le hacía compañía. No se me permitía buscar tablillas por mi cuenta, pero como en ocasiones me dejaba sola, yo organizaba excursiones de exploración en aquel basto bosque de conocimiento que tenía a mi alcance.

Lo primero que me propuse fue investigar la zona donde se almacenaban las obras literarias. Al principio, mi intención se limitaba a leer las historias que Gemezida nos había contado en clase. Más tarde, cuando descubrí que había recopilaciones de poesía, de historias y de fábulas, mis excursiones pasaron a transformarse en una afición. Y supongo que Inanna volvió a meter su mano en todo ello, pues mis lecturas me proporcionaron lo que pudo haber sido el peor momento de mi estancia en el santuario.

Un día que andaba buscando historias relacionadas con la diosa, descubrí un conjunto de tablillas con poemas dedicados a Inanna. La mayor parte presentaban un estilo literario formal, y eran versos del estilo de “Que Inanna, la más grande, guarde a su pueblo” o bien “A ti, diosa, elevamos nuestros sacrificios”. Pero hubo una que me llamó la atención, ya que estaba escrita en primera persona:

Yo, la que miró el cielo tempestuoso,

a ti, Dama de las Estrellas,

Señora Celestial llena de sabiduría.

Yo te proclamo, mujer resplandeciente.

Mírame con bondad...

El poema proseguía a lo largo de un par de tablillas, y siempre con esa curiosa estructura en primera persona que me cautivó, así que memoricé los primeros versos. Durante días estuve reflexionando acerca de ellos, y llegué a la conclusión de que prefería una oración en la que se hablara directamente con una diosa, que otra en la que el fiel pareciera asustado siquiera ante la posibilidad de hablar con un dios, y se escudara en la multitud como el jardinero al huir de Inanna. Y aquello, en un principio, como he dicho, pudo meterme en un buen lío.

A veces, mantenía breves discusiones con Gemezida porque mi mentalidad era ligeramente diferente a la de las otras muchachas, y no siempre acepté sus explicaciones, ya que no encontraba tanta lógica en las mismas. Desde luego, era un gran error por mi parte, pues lo único que hacía era alimentar la animadversión de la gran hermana hacia mí.

La peor de aquellas discusiones la tuve un día en el que nos narraba la historia del diluvio, que era una de sus favoritas. Nos contó que el dios Enlil, hastiado de que los hombres montaran alboroto y de que gritaran tan alto, había convencido a los demás dioses para que exterminaran a los humanos, y por ello enviaron un gran diluvio que inundó las cuatro zonas del mundo. Supongo que Gemezida esperaba que nos fijáramos en la figura de Utnapishtim, el elegido por los dioses para salvarse con su familia, pero a mí ese señor no me interesaba demasiado. De hecho, a día de hoy, sigo más interesada en otros temas.

—¿Por qué no protestaron? — Pregunté interrumpiendo a Gemezida.

Ésta se quedó de piedra, supongo que porque no esperaba esa pregunta, y menos con una historia a la que consideraba por encima de todas las demás, máxime cuando estaba incluida en la Epopeya de Gilgamesh. Siento decirlo, pero tampoco el bueno de Gilgamesh despertaba mi admiración. Lo veía como alguien demasiado borracho, demasiado alborotador y poco preocupado por gobernar con inteligencia. Cuando estaba en mi aldea, a veces contaban la historia de Gilgamesh, el héroe y rey de reyes, pero yo siempre que miraba al tío Ektir suponía que, en las montañas, había dragones capaces de darle un buen disgusto al cabeza negra. Por ello supongo que aquel día me sentí obligada a propasarme un poco, y reconozco de nuevo que aquello no fue inteligente.

—¿Cómo que por qué no protestaron? — Gemezida estaba blanca como una superficie sagrada en un altar, y debí darme cuenta de que debía retirar mi pregunta.

—Si — insistí (maldita sea mi cabezonería) —. ¿Por qué se conformaron con su suerte? ¿Por qué aceptaron el castigo sin más?

—Porque es obligación de los hombres obedecer a los dioses. ¡Aquí y en las montañas!

—Si, eso ya lo sé. Pero Enki no dio ninguna orden a los hombres. No fue a un grupo de campesinos y les dijo: «Os ordeno que os vayáis al mundo del otro lado sin rechistar, o que os volváis mudos y me dejéis en paz». — Dije, modulando la voz como si imitara las palabras de Enki, cosa que a Gemezida debió molestarle más aún, y es que no pude evitar que saliera mi vena histriónica —. Hubiera bastado con eso, ¿no? Pero él prefirió matarlos. Me parece algo muy cruel y muy injusto, pues sabía perfectamente cómo eran los humanos cuando fueron creados.

—¡Los dioses pueden hacer lo que deseen con los hombres, pequeña necia! Nos crearon para que los sirviéramos.

Yo asentí ante ese argumento, pero no estaba dispuesta a callarme.

—Pero hasta una oveja puede intentar revolverse de los brazos del que va a sacrificarla, y los hombres somos más que ovejas. ¿Por qué no nos aceptó con nuestros defectos?

Agatima y su grupo de amigas comenzaron a hacer comentarios en voz baja y a soltar risitas lo que, en otras circunstancias, habría molestado muchísimo a Gemezida, pero ésta centró toda su furia en mí. ¡Ojalá hubiera hecho caso a la pobre Enanedu, que no hacía más que pellizcarme el muslo disimuladamente! Mi querida amiga siempre ha hecho gala de una lengua afilada pero, por lo menos, sabe cuándo usarla. A mí los dioses no me han otorgado ese entendimiento.

—Si los montañeses son dragones — dijo Gemezida burlándose de mí — los cabezas negras pueden ser ovejas, ¿no?

—Sí, gran hermana, pero mi pregunta sigue abierta — repuse yo, y más que nunca debí guardar silencio, porque la cuerda estaba a punto de romperse. Pero mi parte montañesa se estaba exaltando y, por entonces, me resultaba difícil retenerla, ya que aún seguía siendo una salvaje recién salida de los jardines.

—¿Y qué quieres que te conteste? ¿Que los cabezas negras son civilizados y no hacen sandeces como los otros pueblos?

Cuando hoy día rememoro la conversación, caigo en la cuenta de que Gemezida logró contenerse mucho tiempo. Tenía bastante autocontrol, y más me hubiera valido aprender de ella. Pero una cosa es disfrutar de autocontrol y, otra muy distinta, tener que bregar con una adolescente montañesa que cree que puede comerse el mundo.

—¿La civilización consiste, entonces, en acatar todo sin cuestionar nada? ¿Acaso no había buenas personas entre aquellos que murieron? ¿Y los mudos? ¿Molestaban a Enlil con su silencio? Admitamos que los dragones debían ser exterminados sin compasión por su terrible perversidad y su falta de higiene — ironicé — pero, ¿exterminar a un pueblo civilizado no es un acto incivilizado?

Una carcajada acogió mi última observación y Enanedu me apretó tanto el muslo con su mano, que me hizo daño. Gemezida se puso roja como la sangre de un toro sacrificado.

—¡Por Namtar, muchacha, que estás a punto de ganarte un castigo! — Me advirtió con un tono amenazador —. En mi clase no tolero ese tono de las montañas.

—Los hombres, si desean interponer una petición a los dioses tienen su dios personal—. Intervino Agatima con la evidente intención de dejarme como una tonta, lo que por otra parte, tal vez fuera verdad, pues me había metido en una discusión peligrosa para mí —. También pueden recurrir a sus familiares difuntos para que actúen desde el mundo del otro lado e intercedan ante los dioses pues, a fin de cuentas, están junto a ellos.

La gran hermana asintió con una sonrisa ante aquella intervención y sospeché que, en un par de semanas, Agatima convencería a su padre para invitar a Gemezida a alguna cena en el palacio del gobernador.

—Eso es, Agatima. ¡Muy bien dicho! Los dioses no son crueles, así que nos proporcionan ayudas. Siempre tenemos a alguien, o a algo, a lo que recurrir ante una situación apurada.

—No lo veo así — volví a insistir.

—¡Oh claro! Nos olvidábamos de que las montañesas no tienen dioses personales. ¿Te molesta acaso que los dioses sólo hagan caso a las gentes civilizadas?

—¡Mi padre era sumerio! ¡Y eso me proporciona, por lo menos, medio dios personal! — Grité perdiendo los nervios, pues lo tomé como un insulto intolerable hacia mi madre.

—Y medio entendimiento, por lo que se ve — añadió Gemezida, haciendo que Agatima y sus amigas volvieran soltar una carcajada, la cual me dolió bastante menos que el supuesto insulto a mi madre.

—Puede que yo sea una necia, pero en las montañas, por lo menos, tienen la valentía de hablar con los dioses cara a cara.

—¿Hablarías tú a un dios? Para eso están los sacerdotes. Para eso estamos nosotras. Para eso estarán tus compañeras, porque tú, evidentemente, no llegarás a ello en la vida.

Opté por no hacer caso de esa nueva alusión a mi persona.

—Pero no siempre los sacerdotes hablan correctamente a los dioses. Los hay buenos y los hay malos, ¿Acaso cuando un sacerdote falla, el hombre no debe tener derecho a mirar cara a cara a la divinidad y preguntarle el por qué?

Gemezida me miró con una cara que no era fácil saber si era de lástima, o de total fastidio por tener a semejante muchacha entre sus alumnas.

—¿Y tú eres la que quiere ser sacerdotisa?

—Soy la que quiere ser una buena sacerdotisa.

—Bien. Pues habrá que darte un par de lecciones para ello, y no podrás decir que no te avisé.

De improviso y, sin que nadie se lo esperara, Gemezida hizo entrar al encargado de los castigos. Yo supuse que ordenaría propinarme un par de golpes con una vara en la palma de la mano, como ya había ocurrido antes. Pero esta vez, ante el asombro de mis compañeras y del mismo encargado, hizo que me tumbara boca abajo en el suelo y ordenó que me dieran veinte golpes de vara en la planta de los pies. «Si tienes el valor de hablar con los dioses — se burló —, tal vez tengas también la fortaleza de volver a tu dormitorio por tu propio pie, después de esto».

El castigo comenzó. El encargado, aunque al principio vaciló un poco, no tardó en emplearse a fondo, sin que pareciera molestarlo la novedad de castigar de semejante manera a una aspirante a sacerdotisa. Los dos primeros golpes no me resultaron demasiado malos, pero los siguientes me hicieron ver las estrellas por el dolor. Sin embargo, decidí darle una lección a Gemezida y no dejé escapar ni una sola queja, aunque no pude evitar que alguna lágrima de rabia se deslizara por mi mejilla. Cada golpe sucesivo me hacía pensar que me iba a quedar lisiada, pero aguanté pensando que, ya que me llamaba dragona, le iba a demostrar que mi desconocido abuelo podía estar orgulloso de mí.

Cuando el castigo acabó, Gemezida dio por terminada la clase y todas fueron saliendo. Se colocó junto a la puerta mirándome fijamente. Yo, decidida a no darle el gusto, me puse en pie un poco vacilante, y tuve que hacer un gran esfuerzo, pues el dolor hacía que mis piernas temblaran. Luego me dirigí hacia la puerta dando pasos lentamente, en parte para intentar dominar el dolor y, en parte, como un desafío hacia la gran hermana. No retiré mis ojos de los suyos y Gemezida volvió a enrojecer de rabia ante aquella muestra de total rebeldía.

—Estarás castigada durante meses. Hablaré con la Entu, para que no vuelvas a tener permiso de salida hasta que vuelva a caer un nuevo diluvio. Y reza a tus dioses de las montañas, porque es posible que se limiten a expulsarte, cosa que yo apoyaría con la mayor de las satisfacciones.

Salí de la Edubba cayendo en la cuenta, ante sus últimas palabras, de que aquella vez me había pasado. No había podido dominar mi cabezonería y, aunque no me expulsaran de la escuela, lo que aún estaba por ver, mi futuro podría verse muy negro de repente.

Enanedu se acercó a mí, e iba a decirme algo pero, al ver la expresión de tristeza en mi rostro, se limitó a darme un abrazo y luego puso uno de sus brazos sobre mis hombros, y de esa forma, en silencio, caminamos juntas hasta el dormitorio. No me dijo nada, no hizo falta. Estaba muy claro que me había equivocado totalmente.

En un principio me quise quedar en el dormitorio sin salir por la ciudad, así que todas, incluso Enanedu, me dejaron sola. Pero luego, mientras estaba en medio de la penumbra de aquel cuarto tan grande, me imaginé allí, sola durante meses, hasta que llegara la ceremonia de aceptación donde no tenía duda de que sería la última de todas.

La más insignificante...

... y muy merecidamente.

* * *

No pude soportar aquella visión de mí misma, así que me cambié a toda prisa de kaunake y salí, cojeando a duras penas, hacia las puertas del recinto sagrado. Si iban a encarcelarme, por lo menos vería el puerto por última vez, de cara a los siguientes meses que me esperaban.

Por suerte para mí, el puerto no estaba muy lejos del recinto, pues mi terquedad ya se había disipado y me dolía muchísimo. Me senté en uno de los escalones que bajaban hacia el río, por un lado para descansar mis pies y, por otro, porque estaba asustada, resentida y hecha un lío. En esos instantes no sabía qué iba a ser de mi vida así que, en mi mente, imaginé el pequeño adorno azul que me habían regalado en Eshnunna y recé a la diosa: «Estrella de la tarde, ayúdame a soportarlo. Sé que me he equivocado, y haré lo que sea para remediarlo. Pero haz que no me expulsen y enséñame a ser paciente».

Estuve mucho rato sentada en aquel lugar, totalmente desolada, con la gente pasando a mi lado como si yo no estuviera o, como si no hubieran reparado en mí. Alrededor se escuchaban risas provenientes de un grupo de prostitutas, que hablaban con los marineros de un barco mientras descargaban fardos de lana. No sé si el contraste de esas risas con mi actitud, me hizo parecer más triste de lo que estaba (y lo estaba mucho) o si, en realidad, era cierto que me encontraba totalmente hundida por primera vez desde que mis padres murieran, pero alguien se fijó en mi persona porque, a mis espaldas, escuché una graciosa tosecilla.

—Sea lo que sea, no puede ser tan malo — dijo una voz con un tono, tan alegre y optimista, que se me antojó casi musical.

Volví la cabeza y descubrí a una kezertu tan bella que parecía que le habían dado los rasgos de una diosa. Tenía la piel morena como el trigo tostado, con unos ojos negrísimos y expresivos que me observaban con cierta curiosidad. Sus cabellos, negros como una noche sin luna y rizados, llegaban hasta su cintura, aunque se los cubría con un pequeño chal de color azul, adornado con hilos dorados entrelazados con pequeñas turquesas y cuentas de cornalina. Junto a unos labios que me sonreían, se encontraba un pequeño lunar oscuro, que acentuaba aún más aquella sonrisa que iluminaba, por primera vez, una tarde terrible. Sin dar tiempo a que contestase, se sentó a mi lado sin que pareciera importarle manchar el elegante kaunake de lino con que cubría su voluptuoso cuerpo, y del que los pescadores y marineros que pasaban a nuestro lado, no quitaban ojo.

Tomó una de mis manos, y observé que llevaba una ancha pulsera de oro con pequeñas figuras de lapislázuli en forma de cabeza de león, lo que contrastaba con su morena piel.

—Te lo aseguro — volvió a hablarme —. ¡Mira que yo tengo problemas en mi vida, porque soy así, siempre estoy metida en líos! Pero nunca consigo que sean tan malos como para que me vea obligada a arrugar la nariz. Además — añadió — mi nariz no quedaría bien estando arrugada, ¿no?

Yo negué con la cabeza mientras observaba una nariz perfecta adornada con un pequeño aro de cornalina, y no pude evitar que se me escapara una ligera sonrisa.

—¡Vaya! — Siguió hablando la kezertu —. Así que, después de todo, no era tan malo y aún te quedan sonrisas bajo el kaunake. Por cierto, me llamo Ittibel. ¿Y cómo se llama la bonita aspirante a sacerdotisa que cree que su vida es difícil de digerir?

—Sheru.

—Un nombre apropiado para alguien que tiene dos estrellas por ojos — aseguró Ittibel, haciendo que volviera a sonreír —. A ver, cuéntame, ¿qué es eso tan malo que te ha sucedido?

—Me he peleado con la gran hermana, y me van a imponer el castigo más grande de la historia del Recinto sagrado de Nannar.

Ittibel asintió como si ya supiera de lo que estaba hablando.

—El mayor castigo de ese lugar, tal vez — repuso —, pero el más grande del reino, no. Ése me lo pusieron a mí. Claro, que mi vida — comentó — a veces es más problemática que la del Justo Paciente [12]. ¡Así que has hecho enfadar más de lo habitual a Gemezida!

Asentí.

—Un poco estirada esa mujer, ¿verdad? — Opinó Ittibel con familiaridad, dando a entender que conocía a la gran hermana —. Bueno, ¿qué tal si me lo cuentas?

Le puse al corriente de mis relaciones con Gemezida, así como de la escena que habíamos tenido esa mañana. No pude dejar de captar una sombra que oscureció sus ojos cuando oyó lo de los golpes de vara. Se arrodilló, me tomó uno de los pies y me lo acarició con suavidad. Ittibel suspiró y tornó a dirigirme una sonrisa radiante.

—Bueno, haremos una cosa — resolvió de repente —, si crees que tus pies te lo permiten. Primero me vas a ayudar con uno de mis asuntos y, luego, te acompañaré al recinto.

Nos levantamos y la seguí hasta el otro extremo del puerto, donde se alzaba una pequeña capilla dedicada a Inanna. Me recordaba a las que había en los jardines, pues apenas consistía en un muro bajo de ladrillo cocido con un pequeño altar, encima del cual, descansaba una figura de la diosa. Seguramente la estatuilla había sido encargada a un artesano humilde, pues era sencilla, de terracota en vez de piedra. Representaba a una joven desnuda y sonriente sujetándose los voluminosos pechos con las manos. Su pubis estaba rodeado por unas espigas de trigo y una tiara de cuernos adornaba sus cabellos.

Ittibel tomó un pequeño cántaro con agua, y lavó cuidadosamente la estatua mientras algunas prostitutas, y unos cuantos pescadores, se arremolinaban a nuestro alrededor y se arrodillaban. Ittibel me entregó el cántaro, colocó ante la diosa un par de peces y una hogaza de pan, que había traído uno de los pescadores y, volviéndose hacia los fieles, levantó los brazos y rezó una oración:

Que la Vaca Celestial nos sea favorable.

Que la Dueña de los ME nos sea favorable.

Que Inanna nos sea favorable.

¡Divina Puta, guíanos en la oscuridad!

Las prostitutas se aproximaron a Ittibel y besaron el borde de su kaunake. Un par de ellas, besaron el borde de mi kaunake, lo que me dejó perpleja. Cuando nos quedamos a solas, me volví a Ittibel y le pregunté con curiosidad: «¿Por qué me besan el vestido si no soy sacerdotisa?»

—Durante unos instantes, lo has sido.

—No entiendo.

—Para la gran diosa Inanna todo es posible. Lee este texto — me dijo señalando unos signos cuneiformes que había grabados en una tablilla, al pie de la estatua.

Yo soy la que vuelve el hombre a la mujer.

Yo soy la que vuelve la mujer al hombre.

Yo soy Inanna.

—¡Veo que sabes leer muy bien! — Indicó Ittibel con algo de ironía.

—Si, sé leer, pero no sé qué significa eso que pone ahí.

—Parece que aún no te han contado muchas cosas sobre Inanna. Verás, mientras estaba rezando, yo era la representante de la diosa. Y tú eras la representante también. Y cada vez que una de esas jóvenes hace el amor con un cliente, también puede ser la representante, pues Inanna transforma todo. Es la diosa del amor y del sexo, ¿y acaso no son el amor y el sexo dos poderosas fuerzas que mueven el mundo? Si yo soy la diosa cuando hago el amor con un hombre, ¿por qué no vas a ser tú sacerdotisa unos instantes?

—No entiendo eso muy bien.

—De momento, debe bastarte con saber que estuviste junto a una diosa esta tarde y que, por tanto, fuiste sacerdotisa durante la ceremonia.

Me encogí de hombros y ella me tomó de la mano. El sol hacía tiempo que se había puesto, así que volvimos al Recinto sagrado de Nannar y entramos en él mientras, los dos soldados de la puerta, observaban a Ittibel como, si la propia Inanna, hubiera hecho acto de presencia seguida por su séquito celestial. Gemezida se encontraba junto a la entrada. Era evidente que me estaba esperando y, cuando vio a mi acompañante, se quedó de piedra. Ittibel le dirigió amablemente un saludo con la cabeza, no exento de cierta sorna, y se dirigió, sin soltarme de la mano, hacia el giparu. No dejé de notar también, que los soldados de la puerta parecían tenerle más respeto a Ittibel que a Gemezida.

Llegamos al giparu y, ante mi asombro, y tras dirigir Ittibel una mirada interrogante a Gemezida, y hacer ésta un ademán impaciente, entramos en el mismo sin que los soldados de guardia nos dijeran nada, pues evidentemente se les había avisado de nuestra llegada. Era la primera vez que entraba en aquel lugar y, estaba tan apurada, que apenas pude fijarme en las habitaciones. En otras circunstancias me habría empapado con los detalles, pero mi cabeza en aquellos momentos estaba en otro lugar. Cuando quise darme cuenta, nos encontrábamos en una amplia sala cuyo único mobiliario consistía en unos bancos de ladrillo alrededor de las paredes, una mesa y un par de escabeles, lo que era toda una novedad, dado que sólo las personas principales los usaban, mientras que el común de los mortales se sentaban en cojines o, simplemente, en el duro suelo. Sobre la mesa brillaba un plateado relieve de Inanna, lo que me hizo recordar por un momento la ceremonia a la que había acudido. Unos signos cuneiformes estaban inscritos en el relieve, e intenté descifrarlos con dificultad, por encontrarme un poco lejos de la mesa, con lo que apenas logré leer unas pocas palabras, entre las que se encontraba “Sargón”, lo que me hizo recordar que mi benefactora era hija del gran fundador del reino. Pero mis torpes intentos se vieron interrumpidos cuando la Entu, seguida por una Alane que traslucía un gran nerviosismo, hizo acto de presencia. Enheduanna traía en el rostro una expresión que parecía severa y preocupada al mismo tiempo.

—No esperaba encontrarte aquí, Ittibel, y menos en una ocasión como ésta — dijo nada más ver a mi acompañante.

—Siempre estoy encantada de reunirme con mi Entu — respondió la kezertu sin perder su buen humor. Me llamó la atención que, siendo una kezertu, tratara con tanta familiaridad a una Entu. Hasta los reyes respetan a una diosa en la tierra, y sólo otra Entu la trataría así o, por lo menos, eso pensaba yo.

—Debo imponer a esta jovencita un correctivo. Y entiendo que el castigo debe ser ejemplar pues, además, ha cometido la falta de escapar a la ciudad, sin quedarse aguardando en el dormitorio a que se le comunicara mi decisión.

Gemezida asintió ante esas palabras. Ittibel interrumpió a Enheduanna, lo que volvió a llenarme de estupor.

—Perdonad, mi Entu, pero eso último es culpa mía. Por ello he acudido aquí, para dar las explicaciones oportunas.

—Explícate pues, Ittibel — le invitó Enheduanna mientras, con un ademán imperioso, evitaba que Gemezida interviniera.

—Esta jovencita y yo nos conocemos desde hace... un tiempo. Yo le había pedido que viniera hoy a ayudarme con una ceremonia. Estoy enseñándole algunas cosas sobre la práctica del sacerdocio.

—¿Es eso cierto? — Me preguntó Enheduanna mientras me dirigía una mirada inquisitiva, como si quisiera leer dentro de mi cabeza con los ojos.

—Sí... es cierto... nos conocemos desde hace... un poco de tiempo — balbuceé algo nerviosa.

—¿Y qué es lo que has aprendido sobre la práctica del sacerdocio que sea tan importante? — Se apresuró a intervenir Gemezida, mientras Alane le dirigía una mirada furiosa.

Recordé lo que había leído aquella tarde y, considerando que era lo único que había “aprendido”, resolví repetirlo.

—He aprendido que Inanna vuelve el hombre a la mujer y la mujer al hombre, porque ella es Inanna.

Enheduanna esbozó por primera vez desde que había entrado, una sonrisa, como si hubiera comprendido de repente, y asintió con la cabeza.

—Sí, es un conocimiento importante. Pero... ¿Lo comprendes?

—No del todo, mi Entu — reconocí. Ittibel me puso una mano sobre el hombro para apoyarme.

—La muchacha lleva poco tiempo, Enheduanna. Otras necesitaron más y otras... menos.

Enheduanna e Ittibel se observaron mutuamente unos instantes. Era evidente que se conocían desde mucho tiempo atrás, pero como yo no sabía la relación que había entre ambas, no supe qué era lo que se estaba cociendo en la habitación. Aunque me asustaba que, por alguna razón desconocida, parecía haber algo de antipatía entre las dos.

—¿Por qué le dijiste aquellas palabras a la gran hermana? Lo de que el hombre debe tener derecho a hablar por sí mismo a los dioses. ¿Acaso piensas que sabes más sobre los dioses que las sacerdotisas que te han precedido?

—Perdonadme, mi Entu. Es una idea — aclaré — que se me ocurrió mientras leía en la biblioteca.

—¿Has desobedecido entonces? — Volvió a meter baza Gemezida, mientras Alane hacía una mueca que daba a entender claramente las ganas que tenía de tirarle algo a la cabeza —. Se te dijo claramente que sólo consultaras diccionarios.

—Reconozco mi falta, gran hermana. Sólo fueron unos poemas que leí en la zona de literatura.

Gemezida iba a decir algo, pero Enheduanna volvió a hacerle callar con un ademán.

—¿Qué poemas? ¿Recuerdas alguno? — Preguntó.

Hice un esfuerzo para recordar, pues me encontraba demasiado nerviosa como para hacer grandes alardes de memoria, así que recité con algo de dificultad:

Yo, la que miró el cielo tempestuoso,

a ti, Dama de las estrellas,

Señora Celestial llena de sabiduría...

Enheduanna me interrumpió con otro ademán y permaneció en silencio unos instantes, como si estuviera algo perpleja y no supiera cómo reaccionar. Finalmente, volvió a asentir.

—Bien — dijo —. Ésta es mi decisión. El castigo no será ejemplar, ya que hacías una labor para los dioses. Mañana te disculparás con Gemezida ante toda la clase: tus compañeras, los alumnos, los grandes hermanos y el padre de la Edubba — sentí un escalofrío al imaginar la escena, pero asentí aliviada al comprender que no se me iba a expulsar y que, pasara lo que pasase, ya no podría ser tan malo —. A partir de mañana no se te prohibirá salir por la ciudad, pero cada tres días, deberás acudir el cuarto a la biblioteca para ayudar a Eluti en todo aquello que te ordene, tanto copiar textos, como ordenar tablillas o barrer el suelo. Y si no acabas en esa tarde el trabajo que te encargue el escriba, deberás continuarlo al día siguiente perdiendo, por tanto, una tarde de asueto.

Acto seguido y, como si estuviera muy fatigada, hizo ademán de que nos retiráramos. No pude dejar de notar que Alane me sonreía aliviada. Me pareció que también Enheduanna aparentaba haberse quitado un gran peso de encima. Gemezida intentó acercarse a Enheduanna.

—Mi Entu...

—No — dijo ella rechazándola —. Ya está todo dicho y creo que es lo justo. Es mi decisión y mi palabra —. Gemezida bajó la cabeza sumisamente y salió de la habitación, no sin dejar antes de dirigirnos una mirada furiosa. Nosotras nos disponíamos a marchar tras ella, pero Enheduanna habló de repente: «Ittibel, por favor, quédate un momento. Debo hablar contigo».

Yo me retiré y estuve esperando a la puerta del giparu un largo rato. Finalmente, la kezertu apareció en el quicio de la puerta y se me quedó mirando con su sonrisa.

—¡Ay, muchacha! Los dioses deben quererte para algo muy malo o muy bueno, ¡porque vaya unos problemas en que te metes!

—Gracias, Ittibel — dije yo —. ¿Cómo puedo agradecértelo?

—Bueno, jovencita — respondió ella —. De momento, mañana te dirigirás al puerto y preguntarás por mí. Y te tocará hacer eso muchas tardes a partir de ahora... ¡Ah, por cierto! — Añadió con una pícara sonrisa en los labios —. Por suerte para ti, y por desgracia para mí... voy a ser tu mentora.

Y, tras guiñarme un ojo, se fue sin mediar más palabras.

* * *

A la mañana siguiente, cuando llegué a la escuela, Dadamum me estaba esperando, junto a Gemezida y los grandes hermanos, en el aula grande. Me coloqué ante Gemezida mientras mis compañeras esperaban a mis espaldas y observaban en silencio la escena. Me arrodillé ante ella.

—Te pido perdón, gran hermana — dije —. Yo estaba equivocada y mi soberbia me hizo olvidar el respeto que te debo. Te suplico que olvides mi acto de rebeldía y te dignes darme una oportunidad, que seguramente no merezco. También suplico vuestro perdón, padre de la escuela — me dirigí a Dadamum que parecía sentirse muy incómodo con aquella escena —. He manchado vuestra reputación y merezco que me expulsen.

A mis espaldas escuché una risita. Sabía muy bien de dónde procedía, pero preferí no hacer caso. De todas formas, había estado toda la noche mentalizándome para ese momento y era consciente de que no iba a ser agradable. Durante varios días la sombra de la humillación se arrastraría tras de mí, pero la perspectiva de volver a ver a Ittibel me consolaba tanto como los abrazos que me habían dado esa mañana Enanedu, Zanka, Sharrat y otras compañeras antes de salir del dormitorio, camino de la Edubba. Si Enheduanna le había pedido que fuera mi mentora es que aún tenía esperanzas puestas en mí. Por otra parte, era consciente de que aquello podría ayudarme mucho en mi camino. Tal vez no tuviera riquezas o una familia influyente, pero por lo menos, me beneficiaría de la experiencia y los conocimientos de una kezertu fascinante.

Gemezida permaneció en silencio un buen rato, observándome fijamente. No es que no estuviera dispuesta a otorgarme el perdón, pues estaba claro que, al haber recibido yo de la Entu la orden de humillarme, a ella tampoco le quedaba más remedio que perdonarme. Sin embargo, se veía que deseaba alargar aquel instante lo más posible, para disfrutarlo y para ponerme en mi lugar. Finalmente, Dadamum carraspeó disimuladamente, con lo que Gemezida tuvo que romper su mutis.

—Te perdono, hija mía — dijo con una actitud que pretendía ser de afabilidad, pero que a mí se me antojó de lo más hipócrita —. Puedes levantarte.

Me alcé y ella me dio un beso en la frente que aún me pareció más hipócrita todavía. El resto de la mañana me equivoqué varias veces, pues no hacía más que sentir en mi espalda las miradas de mis compañeras, a pesar de que, de vez en cuando, Enanedu me apretaba la mano para darme ánimos. Aguanté con la mayor paciencia las broncas y las burlas de Gemezida y recé a Inanna para que el día pasara lo más rápido posible.

Finalmente llegó el ansiado momento en que pude salir corriendo en dirección al puerto. Allí pregunté por Ittibel, la cual estaba en una humilde taberna hablando con dos soldados. El contraste entre la elegante mujer y el mísero lugar, me pareció desconcertante. Se levantó con una sonrisa en los labios cuando entré y se despidió de los dos guerreros, saliendo conmigo a la calle. Me pareció curioso que no pareciera preocuparse por que una aspirante a sacerdotisa hubiera entrado en una taberna. Yo sabía desde los primeros días, por habérmelo explicado Enanedu, que sólo las naditu tenían vedada la entrada en esos lugares, aunque también suponía que una sacerdotisa de alto rango no se rebajaría a frecuentar un lugar semejante. Pero algo me decía que había topado con un tipo de sacerdotisa que no era el más habitual.

Nos dirigimos a lo alto del puerto, donde compró en un puesto callejero un par de manzanas, me entregó una y me invitó a sentarme entre dos almenas de la pequeña muralla que defendía el canal. Ella se sentó a mi lado y me pidió que le contara mi historia.

Recuerdo que se la narré con bastante detalle, pues estuve un buen rato hablando, y pude observar que arrugaba el entrecejo cuando llegué al momento de la muerte de mis padres, aunque luego volvió a iluminársele de nuevo el rostro al saber cómo Enheduanna me había acogido. Esbozó una pequeña sonrisa, como si fuera algo que ya esperaba oír.

Cuando concluí mi singular historia, me miró fijamente y me dijo: «¿Sabes una cosa? Gemezida está equivocada. Yo lo sé, tú lo sabes y Enheduanna lo sabe».

—¿Entonces por qué...?

—¿Por qué has tenido que disculparte humillándote de esa manera? Porque ella es una sacerdotisa. El clero representa a los dioses y jamás se les debe faltar al respeto. Pudiste haber callado y luego, el resto de tu vida, haber actuado tal y como creías que era justo.

—¿Entonces no se puede decir la verdad?

—¿Qué es la verdad, Sheru, fuera de los márgenes que nos marcan los ME? — Yo me encogí de hombros, pues aún no dominaba aquellos asuntos. Ittibel cambió de tema —. ¿Crees que Enheduanna te ha castigado?

—Sí. Está muy claro que sí.

—¡No, te equivocas! Ella quiere que cumplas tu sueño, por ello te ha abierto las puertas de la biblioteca. Allí aguarda todo lo que debes conocer, esperando a que tú lo aprendas.

—¿Y tú me enseñarás a ser una sacerdotisa?

—Claro, mi niña — asintió Ittibel con una gran sonrisa en los labios —. Pero el camino no es fácil y tendrás que trabajar mucho, aunque creo que el corazón ya lo tienes del tamaño necesario, y coraje no te falta. Tienes que ser consciente de que representarás a los dioses y ellos son sabios. Debes estudiar y aprender. Tus compañeras nunca serán diosas, porque han vivido siempre rodeadas por el poder de sus familias, y solamente ven el brillo de las paredes lujosamente decoradas de sus hogares. Algunas mujeres son elegidas por los dioses para ser simples sacerdotisas, lo que es algo muy importante, pero otras son señaladas para encarnar a diosas. Ya que tú no naciste rodeada de lujos y, por tanto la plata no ciega tus ojos, deberás dirigir tus pasos a la segunda opción.

Ittibel se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro, mientras me dirigía cálidas miradas de vez en cuando. «No serás una madre ni una esposa — prosiguió —. Podrás dar cariño a un hombre e incluso placer, pero no hijos, ni apoyo en la adversidad. Tus hijos serán todos los hombres y tu apoyo en la adversidad, será la intermediación que harás entre las gentes y sus dioses. Ellos confiarán en ti, por lo que deberás ser sabia y parecer una diosa caminando por la tierra. Cuando el pueblo te vea subida a la plataforma no verá a una mujer, sino un rayo celestial que los contempla. Tendrás, por tanto, que regalarlos algo de la belleza que rodea a los dioses. Algo de esa música, de esa luz y de esos oropeles que les son negados en este mundo de servidumbre. Tu labor no debe ser sólo la de ungir una estatua o servir una comida a un dios. Eso lo harán otras mientras, satisfechas, pensarán que han llegado al culmen de sus vidas. Tú debes hacer que los hombres piensen en quienes los han creado y, que cuando te vean, no observen solamente a una bella mujer, sino a una diosa reencarnada».

—¿Cuándo sabré que represento a los dioses? — Pregunté con una mezcla de temor y esperanza, tras escuchar aquellas palabras.

—Cuando las gentes se arrodillen ante ti, sin que un grupo de soldados los obliguen a ello. En ese instante, jovencita, sabrás que la tiara de cuernos te pertenece.

Ya se había hecho tarde, así que ese día ya no dio tiempo a más e Ittibel me acompañó de vuelta al recinto sagrado. Antes de retirarse, se volvió hacia mí de repente y me preguntó: «¿Sabes de quién eran los versos que le recitaste a la Entu?».

—No — respondí extrañada de que me hiciera aquella pregunta —. Sólo era una tablilla que encontré en la sección de literatura.

—Eran de Enheduanna. ¿No lo sabías? Nuestra Entu es una gran poetisa o, por lo menos, lo sería si se atreviera a escribir lo que realmente siente.

Y con estas palabras, se perdió en la oscuridad. Por alguna razón, aquella noticia logró disipar todas las nubes que habían oscurecido aquel singular día.

En un mundo azul oscuro
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