XXVI
Supongo que mi retorno a Agadé debería haber pasado desapercibido, o por lo menos, eso nos hubiera gustado tanto al rey como a mí. Sin embargo, cuando ya llevaba tres semanas de vuelta en mi templo, comencé a notar un hecho singular, y es que los fieles que acudían al mismo, lo hacían llevando una rosa, o pétalos de rosa en sus ropajes. Al principio no entendí el símbolo, pero cuando en una visita a Sippar, las sacerdotisas de Utu me recibieron con pétalos de rosas en los cabellos, caí en la cuenta de que aquello era una forma, no sólo de homenajearme, sino que ese gesto me unía con mi madre. Al final acabó gustándome, pues de paso reconocían los méritos de Enheduanna. Cuando las gentes se referían a ella solían hacerlo como “la golondrina acadia” o, a veces, como “la señora de las rosas”. Pocas veces mi magia ha surtido un efecto tan increíble.
Pero no tuve mucho tiempo para distraerme con esas cuestiones, pues en la corte comenzó a rumorearse, poco a poco, que Naram-Sin, aparentemente satisfecho por la labor que Sharkalisharri había realizado en Nippur, deseaba traerlo de nuevo a la corte. Por una parte me hizo gracia, pues de repente, tras todo ese tiempo, me daba cuenta de que para el rey aquel cargo de su hijo, había sido una especie de exilio o castigo, una prueba que había sido superada. Pero, por otra parte, el hecho me inquietó, y pasé varias noches en vela, haciendo que el dios Mamu se desesperara conmigo. Sospechaba, o mejor dicho, estaba segura, de que Apiyatum y Agatima aprovecharían la ocasión para apoderarse de la ciudad de Nippur, que hasta ese momento se erigía como una enorme montaña contra la cual se estrellaban todos sus tejemanejes.
En esos tiempos sólo se me llamaba de vez en cuando a presencia del consejo real, con lo que sólo me enteraba de las intrigas de la corte por terceros. Dado que no disponía de otro método para informarme, hice que Enanedu instruyera a las kezertu para que me notificaran cualquier rumor que pareciera salido del recinto del palacio.
Gracias a ese sistema, llegó a mis oídos que, efectivamente, no sólo se estaba considerando traer de nuevo a la capital a Sharkalisharri, sino que hacía poco (y yo sospechaba cuál era la razón) había comenzado a susurrarse que su sustituto podría ser Nabi-Ulmash.
Definitivamente, aquello me llenó de inquietud y, sabiendo que le caía bien al ministro Urda, decidí invitarlo un día a cenar con el fin de sonsacarlo. Estuvimos hablando de muchas cosas, y en todo momento constaté que ese hombre me guardaba simpatía. Debido a que los demás ministros, o bien estaban en mi contra, o bien sentían una total indiferencia hacia mí, le pregunté directamente el origen de su actitud.
—Así que ya os habíais dado cuenta de que en la corte no sois demasiado bienvenida — Urda lo dijo con tranquilidad, casi sin inmutarse, como si diera por sentado que el hecho de que yo fuera una paria, tuviera que entenderse igual que el curso natural de las cosas.
—No es culpa mía — repuse con algo de resignada ironía —. Fue el rey el que decidió enviarme a un exilio cercano. Si hubiese dependido de mí, habría preferido las fronteras del reino, cuanto más lejos mejor.
—No lo dudo — sonrió el ministro con simpatía —. Pero el rey no es tan tonto como para estar demasiado lejos de la que le resuelve los problemas.
—¿Problemas? Naram-Sin los llama “pequeños asuntos” — volví a hacer gala de mi vena irónica. Urda dejó escapar una risita, pero luego echó una mirada nerviosa por encima del hombro, como si creyera que nos pudieran estar espiando.
—El rey, mi Entu, tiene su forma particular de ver las cosas. En todo caso, me habéis preguntado por qué os trato de forma distinta a los demás, y la razón es simple: os respeto, y respeto vuestra labor. Y, dicho sea de paso, admiraba mucho a vuestra madre. Si una mujer acadia ha disfrutado alguna vez de las virtudes divinas, seguramente fue ella.
En realidad, la respuesta que me dio, no fue del todo sincera. Pasado el tiempo acabé enterándome, por otras fuentes, de que su admiración hacia mí había comenzado el día que, siendo una jovencita, llevé a cabo la representación de la Bajada a los Infiernos, en Nippur. El ministro había asistido al acto con su familia, acompañando al entonces heredero Naram-Sin (la verdad es que yo no recordaba haberlo visto allí), y le había entusiasmado lo que vio sobre el escenario. Era un amante de la poesía y la literatura, por lo que también admiraba a mi madre, pero sobre todo había quedado prendado de aquella forma de presentar las historias, tan vital y tan realista.
Nunca he dudado de que Urda tenía sus intereses, y de que si yo hubiera estado en oposición a ellos, no habría dudado en intentar perjudicarme. Pero dado que no era su enemiga, y que le gustaban mis actividades, se podía permitir el lujo de entregarme su apoyo en aquel podrido mundo de intrigas y puñaladas por la espalda.
—Supongo que habéis oído los rumores, acerca de que el señor Sharkalisharri va a ser llamado a Agadé de nuevo — le dije.
—Sí — asintió de nuevo con una sonrisa —. He escuchado mucho sobre ese tema últimamente. Y supongo — sugirió — que la razón de esta cena, además de ser un agradecimiento por mi simpatía, pues es bien sabido que los montañeses son generosos con quien les corresponde, es un intento de saber más acerca de ese tema.
—No os equivocáis, Urda. Tengo mucho interés en ello.
—¿Puedo conocer la razón, mi Entu?
—La razón no es ningún secreto, ministro. Una parte de mi corazón reside en esa ciudad, todo el mundo lo sabe.
Urda hizo un gesto de asentimiento, como si ya lo supiera, y la verdad es que se equivocó, pues dio por supuesto que yo me refería a la ciudad en sí cuando, en realidad, me refería a una persona en concreto dentro de dicha urbe. Pero siempre he dicho que no hay que contarlo todo. En cualquier caso, lo que le dije era muy creíble desde el instante en que, toda la corte, sabía que me había jugado la vida ante el rey por salvar a la ciudad durante la rebelión. Para una persona que jamás hubiese sacrificado su existencia ni siquiera por su propia familia, era normal que pensara que, por alguna razón, yo amaba esa localidad en concreto.
Urda se incorporó un poco y acercó su rostro al mío, mientras bajaba algo el tono de voz.
—Supongo que teméis que el ministro Apiyatum extienda sus intereses hasta una ciudad en la que, según tengo entendido, hasta ahora poco ha podido hacer — sugirió, y esta vez no se equivocó.
—Así es — reconocí yo —. ¿Resultaría eso un problema?
—Para mí no, desde luego. Os seré franco, mi Entu — Urda se acercó aún más, como si fuera a contarme un secreto, y bajó la voz hasta casi convertirla en un susurro —. No me cae nada bien ese hombre, y no lo digo porque sea nieto de un elamita, puedo asimilar cosas como ésa, de la misma forma que puedo sentir simpatía hacia una Entu que es hija de las montañas.
—Os lo agradezco.
—No necesitáis agradecérmelo. El origen de mi antipatía hacia él radica en su forma de hacer las cosas. Él sólo mira por su interés, mientras que la que es hija de las montañas siempre se olvida de su propia seguridad y ayuda a los que la rodean. Hasta ahora nunca habéis perjudicado al reino, sino todo lo contrario, y yo, ante todo, soy un acadio leal. Al igual que unos pocos, pienso que Apiyatum pisa un terreno demasiado enlodado y que salpica a su alrededor. No deseo que ese lodo me ensucie, y mucho menos que perjudique a mi reino.
—Entiendo.
Nunca hubiera imaginado que un ministro de un rey fuera un patriota. Aquello me reconciliaba con la política.
—Me preguntasteis acerca del asunto del señor Sharkalisharri, y os diré que, en mi oficina de escribas, se da por supuesto que antes de dos meses estará en Agadé.
—Entiendo — volví a repetir, mientras mi cabeza intentaba pensar, sin tener tiempo para ello.
Urda me dirigió una mirada inquisitiva.
—Mi Entu, ¿os preocupa la llegada del heredero o su posible sustituto?
Al oír esto solté una carcajada, pues parecía como si el ministro me hubiera leído el pensamiento. Esperaba no ser tan transparente para todo el mundo.
—Sois un ministro inteligente, Urda. Es evidente que me preocupa la segunda opción — reconocí.
—Se habla de Nabi-Ulmash como posible sustituto.
—Lo sé, y supongo que sabréis que Nabi-Ulmash es el candidato de Apiyatum.
—No tengo duda de ello. ¿Y entonces...? — Urda levantó una ceja y volvió a dirigirme su anterior mirada inquisitiva. Como cortesano con veteranía, sabía que ése era el instante en que iba a dar comienzo la negociación, pero yo no era un ministro, sino una sacerdotisa. Y al igual que Inanna, tal y como sabía por Ittibel, mi arma no era la negociación, sino la persuasión, la seducción o, incluso, la amenaza.
—Entonces, ministro, creo que alguien debe quitarle al rey esa idea de la cabeza, o Apiyatum se apoderará del corazón del reino —. Urda asintió, aunque se encontraba un poco perplejo ante unas palabras tan directas, pues no era habitual en su mundo el uso de tanta claridad. Al ver aquello, decidí insistir, aunque pareciera demasiado vehemente —. Desde tiempos inmemoriales, Nippur ha sido la residencia de los dioses, su asamblea en la tierra. Es el centro natural de las llanuras, el lugar donde los reyes van a recoger su corona. Al margen de las ciudades y reinos, de reyes enemigos unos de otros, o de gobernadores ambiciosos, esa ciudad siempre ha constituido el punto donde las ideas y el corazón de los cabezas negras esperaba anhelante en tiempos de oscuridad. Si hay una serpiente intentando emponzoñar el reino, no debemos consentir que ese veneno llegue hasta el corazón, o entonces podremos decir que todo desaparecerá, inevitablemente, más pronto o más tarde.
Urda reflexionó un rato sobre mis palabras, mientras saboreaba distraídamente unas semillas de granada.
—Creo que tenéis razón — decidió al fin —. Sois como vuestra madre, una mujer sabia. En cierto modo me avergüenza que una dragona, lo digo con respeto, haya tenido que pensar en el corazón, cuando otros sólo piensan en la cabeza o las extremidades. Pero, por desgracia, yo no puedo hablar con el rey de esos asuntos.
—¿Qué se puede hacer entonces? ¿Cómo podríamos actuar? ¡No podemos quedarnos cruzados de brazos mientras la tormenta se acerca!
—Puedo conseguir que se os invite a asistir a la reunión donde se ultimará esa cuestión, dado que se puede alegar el pretexto de que sois la representante de Enlil en Agadé.
—Me parece una buena idea — acepté casi sin pensarlo, pues tampoco es que nos quedara otra posibilidad.
—Pero si no conseguís convencer al rey — me advirtió Urda —, Apiyatum habrá ganado definitivamente.
Lo sabía demasiado bien. Así que pasé los siguientes días rezando a la diosa y realizando visitas a diversos lugares. Pasadas tres semanas, como ya esperaba, se me llamó a la sala del consejo. Todos los ministros estaban presentes, así como Agatima, que no dejó de reflejar en su rostro el disgusto que sentía por verme en aquel lugar.
—Supongo que se te ha informado de la razón por la que te mandé llamar — me dijo Naram-Sin al comenzar la reunión.
—Así es, mi señor — dije yo.
—Bien, en realidad todos estamos ya de acuerdo — indicó Naram-Sin, mientras le dedicaba una mirada ligeramente cariñosa a Agatima, la cual me molestó bastante, y no por la mirada en sí, sino por el hecho de que yo sabía que no era correspondida por la nin-dingir. Me preguntaba cómo era posible que un hombre, tan inteligente para destruir a sus enemigos, reales o imaginarios, estuviera tan ciego como para no descubrir la serpiente dentro de su lecho.
—¿Entonces, mi señor, se me ha llamado para informarme, o para que exprese mi opinión?
—En realidad, para lo segundo — aclaró el rey, pues no era tan tonto como para no darse cuenta de que Gemezida apoyaría lo que yo dijese, y que aquella Entu no iba a aceptar imposiciones nadie.
—En ese caso, debería decir que no estoy totalmente de acuerdo con la decisión.
Un coro de murmullos se esparció por la sala. Urda optó por disimular y murmuró a su vez, adoptando una cara de incredulidad que casi me resultó cómica.
—¿Puedo saber la razón? — Preguntó Naram-Sin en un tono seco de voz que indicaba que empezaba a arrepentirse de haberme llamado, aunque ello hubiera supuesto incomodarse con la Entu de Nippur.
—Mi señor, no dudo de que la elección de Nabi-Ulmash sea buena. Pero al hijo del rey le falta experiencia, y todos sabemos que Nippur es una ciudad demasiado importante. Sin ir más lejos, sus honderos han contribuido a ganar algunas batallas cruciales en los últimos años.
—Eso es cierto, no niego que a mi hijo le falta experiencia.
—Tal vez la Entu no juzga con equidad el tema, dado que ella, ni es sumeria, ni de familia real — sugirió Apiyatum, mientras Agatima sonreía al escuchar la puñalada. Yo iba a contestar, pero Urda intervino en mi ayuda.
—Ministro Apiyatum — dijo —, le recuerdo que la Entu siempre ha apoyado a la corona y a nuestro gran señor. Ha realizado varios servicios a nuestro reino y, el hecho de no ser sumeria, no le impidió votar, si no me falla la memoria, a favor de la Entu Enmenanna, lo que indica que su actitud no sólo siempre es equitativa y justa, sino que es sabia.
Más murmullos acogieron el razonamiento. Naram-Sin lo consideró, y debió recordar que era cierto que yo había apoyado a Enmenanna.
—Imaginemos por un momento — dijo con una voz un tanto cautelosa — que aceptamos que Nabi-Ulmash es demasiado inexperto. ¿A quién propondrías tú?
Fingí que lo pensaba unos instantes.
—Supongo que, tratándose de una localidad que posee una idiosincrasia muy personal... habría que elegir a alguien que fuera propuesto por el propio consejo de la ciudad.
—¡Pero eso es inaceptable! — Rugió Apiyatum mientras se levantaba, aunque tuvo que sentarse ante un ademán imperioso del rey.
—El ministro tiene razón — dijo Naram-Sin —. Es inaceptable que nos sometamos al dictamen de un conjunto de viejos achacosos.
—Nunca lo he dudado — aseguré con tranquilidad. Y el pequeño truco de magia montañesa hizo que todos se miraran unos a otros con estupor. Sabía que ese instante era como el pequeño silencio antes del desenlace de un chiste. De las siguientes palabras, dependería el futuro de Nippur.
—No... lo entiendo — balbuceó perplejo Naram-Sin —. Acabas de proponer...
—He propuesto, mi señor, algo que era obvio. Pero un monarca sabio sabría que hay muchas formas de disfrazar lo obvio, y de adornar lo evidente.
Naram-Sin, que no entendía nada de nada, pero no quería quedar como un tonto, asintió y simuló que había comprendido.
—Entiendo... ¿Y lo evidente y obvio es...?
—Mi señor, sois bien conocido por elegir a ministros sabios. Y es también conocida vuestra costumbre de someter de vez en cuando a vuestros colaboradores, a pequeñas pruebas, para comprobar si saben leer vuestros pensamientos — alegué aparentando estar algo escandalizada —. Yo no caeré en ese juego, pues no es algo digno de mi condición sacerdotal, así que seré franca y lo diré sin rodeos: la idea del gran señor, de proponerles a los ancianos un candidato aparentemente favorable para ellos, pero en realidad conveniente para la corona, es de lo más inteligente.
Naram-Sin se revolvió en su escabel. Por supuesto que seguía perplejo, pero también se había dado cuenta de que aquella idea sonaba a intriga palaciega y, por tanto, se adecuaba más a su forma de pensar.
—¿Y qué candidato podría ser?
—Hay varios que pueden ocupar ese puesto, pero los ancianos podrían buscarlos defectos... Se me ocurre que, tal vez Enlilbani, el hijo de Amar-Enlil, podría ser un buen candidato.
Naram-sin comenzó a asentir, pero Agatima interrumpió la escena.
—¿El hijo del usurpador? ¿Cómo podemos cambiar al hijo del rey por el de un traidor?
—De la misma forma que aceptamos a la hija de un usurpador como nin-dingir e ishtaritum mayor, ahatu Agatima — dije yo sin poder contenerme. Se oyeron un par de risitas al fondo de la sala, lo que la hizo enrojecer de rabia.
—¿Estáis sugiriendo — preguntó Apiyatum casi mascando las palabras — que nuestro rey se equivocó al elegir a su nin-dingir?
—Todo lo contrario, ministro Apiyatum. Estoy indicando que actuó con una gran sabiduría, pues fue capaz de descubrir las virtudes de la ahatu Agatima; su belleza, su preparación y su inteligencia, al margen de que fuese hija de quien era.
Apiyatum se quedó mirándome con la boca abierta, sin saber cómo reaccionar. Hasta Agatima me miró con incredulidad. Naram-Sin carraspeó.
—Ciertamente, fue por ello por lo que la elegí, como bien dices. Entonces, siguiendo con el tema que nos ocupa... ¿Dices que Enlilbani podría ser una buena elección?
—Creo que sí, mi señor. Analicemos el asunto: es hijo de un usurpador al que los ancianos respetan mucho, aunque no por ello dejen de prestar lealtad al rey, ya que al margen de su traición, demostró tener cualidades innegables. Una de las mayores fue que jamás se levantó en armas contra la corona.
—Eso es cierto — alegó Urda, que acababa de ver un resquicio por el que podía apoyarme.
—Además de ello — proseguí —, es sabra del recinto de Nippur, con lo que tiene buenas relaciones con el clero y habilidades como administrador. Y lo mejor de todo, es que es cojo — reconozco que me dolió en el corazón tener que resaltar aquello, pero era una de las piezas que me reservaba, y no me quedaba otro remedio que utilizarla.
—¿Es cojo? — Preguntó asombrado Naram-Sin.
—Sí, mi señor. Y eso implica que nunca podrá ser un general. Será un administrador que cobrará impuestos, pero no un guerrero victorioso que se pondrá al frente de las tropas contra su señor.
Mi argumento pareció agradar al rey, que dejó escapar una breve carcajada.
—No está mal la idea, lo reconozco — concedió —. Les presentamos a esos viejos inútiles un candidato que estarán dispuestos a elegir, y ese candidato es un pobre escriba obeso, tullido y timorato. ¡Me gusta la idea...!
Asentí con una sonrisa, y debo decir que la sonrisa no era fingida, pues en mi fuero interno hacía esfuerzos para no soltar una carcajada, al ver a Naram-Sin refiriéndose a Enlilbani como “obeso, tullido y timorato”. Puede que otros escribas lo fueran, pero mi Enlilbani, bien lo sabía yo, era justo lo contrario, y la vida de familia no le había hecho perder atractivo alguno.
Apiyatum intentó hacer un último intento.
—Aunque la idea de la Entu sea atractiva, que no lo niego, queda el problema de qué hacer con Nabi-Ulmash, el hijo de nuestro gran señor.
Observé la expresión de ansiedad en el rostro de Agatima. Tal vez estuviera enamorada por primera vez en su vida, pero yo no estaba dispuesta a concederle la más mínima victoria. Como decía el general Shamum, era el momento de ser despiadada.
—Ministro Apiyatum — dije antes de que Naram-Sin interviniera —. Es el deseo de todos los presentes que Nabi-Ulmash acabe siendo un personaje importante en el reino, tal y como está llamado a ser por su cuna, pero la inexperiencia está contra él. Propongo que se le otorgue un cargo de gobernador en alguna ciudad que le permita adquirir experiencia... — Hice como que lo consideraba unos instantes, aunque ya lo había pensado días antes —. Acabo de recordar que el gobernador de Tuta está bastante enfermo y dicen que no tardará en morir. Nabi-Ulmash podría sucederle y, en una ciudad como Tuta, que no es demasiado grande, pero se encuentra situada en una comarca rica en cosechas y comercio, y rodeada de ciudades más grandes, puede adquirir una experiencia que, en unos años, le permita, por ejemplo... ser gobernador de Tuttul del Norte.
Apiyatum soltó una carcajada.
—¿Aún no tenemos la ciudad y ya lo queréis hacer gobernador de la misma? No se debe poner el collar a la zorra antes de cazarla, mi Entu.
—Cierto, ministro, pero yo jamás he dudado de que será nuestra. ¿O acaso pensáis que nuestro rey no acabará sojuzgando a esa ciudad? ¿Creéis que nuestro señor no posee cualidades que lo convierten en el rey de reyes? Parafraseando el viejo proverbio: “El pan se acabó en Tuttul”.
Naram-Sin asintió con satisfacción ante mis argumentos y Apiyatum se sentó asustado, al darse cuenta de que podía haber cometido un grave error. Fue entonces cuando Sharrish-Takal se levantó y, por primera vez, me apoyó.
—Creo, mi señor — dijo — que represento el sentir de todos cuando digo que la decisión del rey es sabia. Engañaremos a los viejos tontos de Nippur y tendremos un futuro gobernador en Tuttul, pues, ¿quién puede dudar de que, con semejante astucia, no se puede conquistar el mundo entero?
Naram-Sin sonrió.
—Queda, entonces, decidido — resolvió —. Propondremos a ese andrajo de Enlilbani a los ancianos, y cuando el gobernador de Tuta muera, mi hijo será su sucesor. En cuanto a Tuttul del Norte... mis tropas se aburren en su tocaya del sur, va siendo hora de hacerlos perder barriga.
Una carcajada acogió esas palabras y se levantó la sesión. Urda se me acercó disimuladamente, mientras yo abandonaba la sala y me disponía a salir de palacio.
—Muy interesante esa intervención del ministro Sharrish-Takal — observó —. Es bien sabido dentro de palacio que no se lleva bien con Apiyatum, pero da una sensación como de que alguien lo ha convencido para estar, más activo de lo normal, expresando sus opiniones.
—¡Quién sabe! — Me encogí de hombros —. ¡Hay tantas relaciones y acuerdos en el mundo de los cabezas negras...!
La realidad era muy sencilla. Gracias a mis negocios personales, yo era una mujer con una posición desahogada, y tras heredar a Enheduanna era, incluso, rica. Al ministro Sharrish-Takal le interesaba el comercio de lapislázuli, así que el asunto fue tan sencillo como ofrecerle una participación en las transacciones con Pashime. Podría decir que se había resistido, pero mentiría. Aceptó sin pensarlo dos veces.
—Vuestra madre os enseñó bien — indicó Urda mientras me saludaba con una inclinación de cabeza —. Me alegra haberos apoyado. Ahora esperemos que los ancianos acepten al candidato del rey. Por cierto — añadió —, hubierais sido una pésima esposa, sois poco sumisa y tenéis demasiadas ideas, pero... creo que cualquiera daría su vida por casarse con una mujer así.
Se retiró esbozando una media sonrisa. Yo no sufría ninguna preocupación acerca de la elección. Había realizado una visita a Nippur y había comprobado dos cosas: que aún recordaban al antiguo gobernador con cariño, y por tanto sentían mucho respeto por su hijo, y que, incluso los ancianos, se sienten inclinados a votar por un candidato cuando una cantidad obscena de plata pasa por sus manos.
Enlilbani nunca ha sabido que empleé una buena parte de la herencia de mi madre en comprarle el cargo. No es que me preocupe, pues gracias a mis negocios me he recuperado, en parte, con el tiempo. No sé si Enlilbani hubiera aceptado aquello de haberlo sabido, pero lo hice. Si debes luchar contra un mundo miserable, a veces debes ser tan miserable como el mundo. Y si en algún momento llegué a sentirme sucia por ello, los besos de Enlilbani me han permitido olvidarlo por completo.
Pero aún me quedaba algo por hacer. Cuando días después llegó a Agadé la noticia de que el nuevo gobernador había sido aceptado por el consejo de ancianos, y de que los ciudadanos de Nippur expresaban su alegría por las calles, me dirigí al Eulmash y ordené (no solicité) una reunión a solas con Agatima.
Ésta hizo acto de presencia tras tenerme un buen rato esperando, lo que era una total falta de respeto hacia mi cargo, pero aguardé con paciencia, pues tenía un mensaje importante que transmitirle. Hice que todas las sacerdotisas salieran de la habitación y, cuando nos quedamos a solas, me acerqué a ella con una sonrisa.
—¿Me conoces bien, ahatu Agatima? — Le pregunté.
—¿Qué quieres decir? — Hice como si no me hubiera dado cuenta de que me estaba tuteando, lo que era una nueva falta de respeto. Le acaricié los cabellos, lo que hizo que se quedara de piedra.
—Soy una montañesa, Agatima, y como bien sabes, las montañesas practicamos magias desconocidas —. De improviso, la empujé contra la pared e hice aparecer en sus cabellos, como si de un milagro se tratara, mi vieja daga de las montañas, la cual le puse en el cuello sin contemplaciones —. Te lo advierto, ahatu — dije recalcando lo de “ahatu” para dar más efecto —, si tengo noticias de que el nuevo gobernador de Nippur, o alguien de su familia, muere repentinamente...
—Hay fiebres y enfermedades — balbuceó Agatima, que estaba blanca como una pared encalada.
—Sí, ahatu, hay fiebres y enfermedades. Pero si llego a enterarme de que alguna de esas fiebres la produce... digamos... un exceso de miel de azaleas... — al escuchar las últimas palabras Agatima abrió los ojos con terror, lo que hizo que se confirmaran mis sospechas —. En fin, ahatu, yo soy una montañesa zafia, y las montañesas no usamos miel, sino que cortamos gargantas y bebemos directamente la sangre.
Y, al decir esto, le hice un pequeño corte en el cuello y lamí la herida. Aparté la daga y me la guardé. Me retiré con una completa tranquilidad e indiferencia, como si nada hubiera pasado. Cuando llegué a la puerta me volví ligeramente y observé que Agatima aún estaba con la espalda pegada a la pared, aterrorizada y respirando agitadamente. También pude ver que se había orinado del miedo.
Me encogí de hombros y salí del Eulmash sin dignarme mirar atrás. A fin de cuentas, soy medio montañesa.
Asistí en Nippur a las celebraciones por la elección del nuevo gobernador. Viajaron conmigo Enanedu y Aman-Ashtan, la hija de Agisa, que ya había terminado sus estudios y prometía convertirse en una arpista de fama.
La ceremonia de investidura del gobernante no era tan magnífica como la de un rey, pero tenía su propia pompa. Para empezar, Enlilbani salió de la ciudad el día anterior, y pernoctó en una tienda como un mercader cualquiera. A media mañana se presentó con un pequeño séquito ante la Puerta Sublime. Iba montado en un carro adornado con telas de color azul y tirado por dos onagros. En vez de vestir como un guerrero, había decidido llevar un faldellín de lana adornado con hilo de oro, tal como vestiría un escriba de alto cargo. Supongo que el detalle debió satisfacer al rey cuando se lo contaron, pues no sé cómo hubiera reaccionado de haber decidido vestir como soldado, después de lo que yo había dicho en el consejo real.
El representante del consejo de ancianos salió a recibirlo a la puerta, acompañado por un grupo de soldados de la guardia de la ciudad, vestidos con sus mejores galas y portando lanzas (sólo se escoltaba, portando mazas de guerra, al rey). En ese momento se recitaron una serie de fórmulas de rigor, y el nuevo gobernador, acompañado del consejo, de su séquito y de la escolta, inició un desfile que lo llevó, en medio del entusiasmo de la multitud, que arrojaban flores al paso del carro, hasta el Templo de Inanna.
Una vez ante el templo, se bajó del carro antes de penetrar en el recinto, pues sólo el rey puede llegar en un vehículo a presencia de la divinidad. La última parte del camino la hizo, por tanto, a pie, escoltado por los guerreros. En lo alto de la plataforma nos encontrábamos un numeroso grupo de miembros del clero, entre los que se encontraban Gemezida y la nin-dingir del Templo de Inanna, las cuales esperaban sentadas en bellos escabeles tallados, vestidas con los ornamentos de su cargo, y rodeadas por sendas comitivas. A pesar de ser Entu, yo no formaba parte de la de Gemezida (habría sido esperar mucho), sino que asistía a la ceremonia, junto con otras Entu menores, en un segundo plano, lo que me molestó bastante, pues tuve que hacer esfuerzos para poder ver a Enlilbani. ¡Y bien que aquello me molestó, pues era el gobernador más guapo de las llanuras!
Me perdonaréis ese último comentario, aparentemente fuera de lugar, pero a fin de cuentas, no deja de ser una forma de reflejar que aquel día, y más incluso que en otras ocasiones, fui consciente mientras lo veía acercarse a la plataforma, de que dentro de mi kaunake de lino, latía el corazón de una mujer. Y de una mestiza montañesa, nada menos.
Cuando Enlilbani llegó al pie de la plataforma, la nin-dingir le hizo un ademán a Enanedu, que se encontraba entre su séquito. Mi amiga bajó las escaleras y tomó a su hermano de la mano, llevándolo ante la nin-dingir. Acababan de concederla un gran honor, no sólo a ella, sino a su familia, ya que con ello se la distinguía de las demás.
Una vez arriba, Gemezida se levantó de su escabel y comenzaron los sacrificios de rigor, que por suerte resultaron ser favorables. Acto seguido, la nin-dingir se adelantó hasta el borde de la plataforma, y encarándose con la multitud, rezó una oración por el nuevo gobernador:
Yo te imploro, ¡Señora de Señoras, Diosa de Diosas!
Inanna, Soberana de todas las regiones y Regente de los hombres.
Noble estrella de la tarde, la más grande de todos los dioses celestes,
Reina todopoderosa, de nombre sublime;
Eres Tú la lámpara del Cielo y de la Tierra,
belicosa hija de Nannar.
Adornada con la corona real,
reúnes en tus manos todos los ME.
Coloca tu mano sobre tu nuevo Dumuzi
dale el poder y el bastón de mando.
Que él esparza tu voluntad sobre todos los confines,
que sea el elegido,
que sea el ensalzado,
que el pueblo pronuncie su nombre junto al tuyo.
Antorcha brillante del Cielo y de la Tierra,
resplandor de todas las comarcas,
acepta mi genuflexión, escucha mi oración,
míralo siempre con bondad...
Acabada la oración, tomó de la mano a Enlilbani y ambos entraron en el templo, en cuyo interior se había preparado un lecho. Al contrario que en Agadé, en Nippur no era costumbre consumar el matrimonio sagrado. Así pues, ambos se limitaron a desnudarse y se tumbaron en el lecho, mientras los músicos tocaban en el exterior y las bailarinas del templo distraían a los asistentes.
Finalmente, tras un rato que se me hizo interminable, salieron de nuevo. Mientras el gentío estallaba en gritos de alegría, la nin-dingir colocó sobre las sienes del nuevo gobernador un bonete de escriba, dando a entender que era el administrador del rey, así como un casco de bronce en sus manos, para señalar que también era la voz del monarca en la ciudad. El Shangu del Templo de Inanna le alcanzó a Gemezida una tablilla con el texto donde se indicaba el nombre del nuevo gobernador, acompañado de las fórmulas oficiales y religiosas habituales. La Entu selló la tablilla dando fe del nombramiento. La tablilla se enviaría a Agadé para que constara en los archivos reales. Con ello se dio por terminada la ceremonia.
Esa noche tuvo lugar una recepción en el palacio del gobernador, que volvía a ser residencia de la familia de Enlilbani. Iltani estaba abrumada por todo aquello. Se había hecho a la idea de que iba a ser la oscura mujer de un funcionario importante de provincias, y de repente se veía convertida en la esposa de un gobernador. Decidí que aquél era también su día y me retiré de la vista de los presentes, dedicándome a distraer a los dos niños, sobre todo a la pequeña Ninkare, que resultó tener la misma capacidad de maravillarse que mi amiga Taram cuando estaba en la niñez.
Y allí estaba yo, haciendo aparecer y desaparecer objetos, ante las risas y la mirada asombrada de ambos niños y dos o tres criados, cuando apareció Iltani. No se anduvo por las ramas, y se abrazó a mí.
—Has sido tú, ¿verdad?
Supuse a qué se refería, pero me hice la distraída.
—¿A qué te refieres?
—Lo sabes bien, Sheru. Tú eres la que ha convencido al consejo, ¿no?
—La verdad... — Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa inocente, como si el asunto no tuviera que ver conmigo.
—No lo digas entonces, si no deseas que se sepa — dijo mientras me tomaba de una mano y me llevaba aparte —. No soy tonta, Sheru. Mi marido es respetado en la ciudad, pero no lo suficiente como para que lo nombren gobernador años después que su padre. A él le gusta pensar que ha sido por la memoria de Amar-Enlil, pero yo sé que no, porque soy hija de alguien que manejaba plata, y sé cuándo ha habido cebada en un granero.
—Iltani...
—¿No quieres que él lo sepa? De acuerdo. Pero quiero decirte que eres... — se interrumpió como si no encontrara las palabras y se abrazó de repente a mí —... eres... No sé lo que eres, Sheru. Pero si yo fuera hombre, me casaría contigo.
Aquello me hizo mucha gracia.
—Es curioso, alguien me dijo, no hace mucho, que yo no habría sido una buena esposa.
—Pues ese alguien no sabía mucho sobre mujeres.
Tras esas palabras volvió a la sala donde se celebraba la recepción, para que no la echaran de menos, no sin antes darme un nuevo abrazo. Me quedé mirando la puerta y de repente noté que me tiraban de la mano. Miré hacia abajo y descubrí que era la niña Ninkare.
—Mamá llevaba mucho tiempo triste y has hecho que esté alegre. ¿Es eso magia?
Me encogí de hombros y suspiré mientras tomaba a la niña en brazos.
—Sí, Ninkare. Es magia, pero no pertenece a las montañas. Aunque pocos lo saben, todos la llevamos dentro.
La guerra lullubi se estancó en un punto muerto, después de la afortunada expedición del general Shamum. Algunas voces comenzaron a escucharse exigiendo que el general acabara la campaña, tal y como había demostrado que sabía hacerlo. Pero Naram-Sin tenía en mente otros planes. Y es que la campaña contra Tuttul del Norte también se había paralizado. Mientras el rey se encontraba en Agadé junto con Shamum, un ejército procedente del curso superior del Buranum, se había enfrentado de improviso a las tropas acantonadas en Tuttul del Sur.
La batalla salió bien para los acadios, que estuvieron al mando de Sharkalisharri, el cual se encontraba de inspección en el campamento, ya que realizaron una buena escabechina entre los atacantes, lo que proporcionó a su padre otro motivo para que estuviese orgulloso del hijo. Pero había dos detalles que la convertían en peligrosa. Y es que, por una parte, el ataque se había realizado por sorpresa y desde el río, lo que indicaba que mientras Naram-Sin no dominara las ciudades existentes a lo largo del curso de agua, se iba a ver sometido a continuos ataques como aquél, y aunque no eran demasiadas ciudades, no dejaban de ser objetivos que se interponían en el camino, y que iban a retrasar el avance durante meses, si no años.
Por otra parte, se supo por boca de uno de los prisioneros, que el rey de Tuttul del Norte estaba intentando llegar a un acuerdo de defensa mutua con Ebla, de la cual era tributario, y aquello podría ocurrírseles a otros reyezuelos de las ciudades de los alrededores. La suerte es que aún no había llegado a un acuerdo. Es cierto que Ebla tenía una gran influencia sobre esa zona del curso alto del río, pero se decía que el rey Rish-Adad era bastante pusilánime, lo que no es nada bueno si alguien ataca tu reino, pues como dicen los ancianos: “No se hornean bizcochos con cebada podrida ”.
En todo caso, la situación no estaba a favor de los acadios, con una guerra enquistada en las montañas, otra en lo alto del río, y las cosechas sin recuperarse del todo, a pesar de que la sequía había remitido algo.
Por si fuera poco, en las montañas comenzaron a producirse numerosos casos de deserción. Puede que esto, a primera vista, no parezca demasiado extraño, pues siempre ha habido desertores en los ejércitos de las llanuras, y de ellos se alimentan las bandas de merodeadores que recorren los páramos solitarios, como aquella con la que se encontraron mis padres. Pero ese fenómeno se suele producir, más bien, entre los sumerios, pues en los regimientos acadios la disciplina es muy severa. Si en esos regimientos estaban empezando a multiplicarse los casos de deserción es que la situación estaba peor de lo que parecía: mala comida, sed, frío por las noches y, sobre todo, el omnipresente miedo a unos guerreros armados con hachas que surgían de la oscuridad cuando menos se los esperaba, sembrando la muerte a su paso.
El rey montó en cólera al enterarse de que los actos de desesperación abundaban, así que decidió dar un gran escarmiento para que sirviera de ejemplo. De vez en cuando, se capturaba a algún desgraciado, así que ordenó que se los enviara a Agadé con cuerdas atadas al cuello, tal y como se trasladaba a los prisioneros de guerra.
Una vez que hubo reunido a 30 de aquellos desertores, organizó una ceremonia en la gran plaza ante el Eulmash. En ella hizo que varios regimientos desfilaran, vestidos con sus mejores galas, delante de los desertores, los cuales permanecían atados a postes sin sospechar lo que les esperaba. En realidad, nadie sabía lo que iba a suceder, pues el rey había ordenado guardar un secreto absoluto acerca del desarrollo del acto. Luego, con los regimientos formados ante los postes, comenzó una espantosa escena de tortura, como las que tanto gustaban al monarca.
Se les cortaron los testículos uno por uno, para que los soldados presentes escucharan los gritos de miedo y dolor de los prófugos. Acto seguido, se los despellejó cuidadosamente, procurando que conservaran la vida. Una vez convertidos en despojos sangrantes se los colgó de las murallas de Agadé, y allí estuvieron agonizando hasta que murieron uno a uno. Dicen que el que más duró, estuvo casi cuatro días estremeciéndose de vez en cuando, mientras el sol le extraía la vida.
Cuando todos hubieron muerto, envió las cabezas de aquellos desgraciados a varios puestos de frontera, donde ordenó que se colocaran en lo alto de una lanza a la entrada de los mismos, y que los oficiales formaran a las tropas y pronunciaran una simple frase: «A todo el que quiere evitar la muerte gloriosa en batalla, lo espera la ignominiosa a manos del rey».
Sinceramente, yo no encontraba mucha diferencia entre ambas, y la verdad es que sentí pena por esos hombres, sometidos a una experiencia límite que no podían superar.
Pero si pensaba que ellos eran los únicos que estaban subordinados a unas circunstancias que los sumían en la desmoralización, estaba muy equivocada. Un día, al acabar la oración del atardecer, Naram-Sin se presentó en el jardín de mi templo. Venía solo, vestido con ropas que disimulaban su condición, para que nadie lo reconociese.
—Mañana te entregarán varios animales. Quiero que los sacrifiques a Enlil, para solicitar la buena marcha de la guerra — me dijo con cierto aire cansado. Me resultaba extraño ver al rey de aquella forma, casi se podría decir que vulnerable.
—Así lo haré, mi señor — dije.
Estuvo un largo rato en silencio, fingiendo que observaba los dibujos de las paredes, como si esperara que rompiera el mutismo de la escena. Luego, al ver que yo no hablaba, lo hizo él, con cierto aire de impaciencia como, por otra parte, era su pose habitual.
—¿A qué esperas? ¡Dilo!
—¿Decir el qué, mi señor?
—No importa — hizo un ademán llevándose una mano a la cabeza, como desechando una idea molesta —. ¡Eres extraña, muy extraña...!
—¿Por qué debo hacer yo los sacrificios, y no el Eulmash? — Pregunté.
—Ya los hacen allí y de poco sirven. Además, siempre se ha dicho: “El señor An manda en Uruk, pero la señora del Eanna, decide por él”. No sé si son tus dioses de las montañas, pero parece que alguien de ahí arriba te hace caso. ¡Nunca entenderé qué ven en ti!
—¡Mi señor...!
—¿Por qué eres mi enemiga, Sheru? — Me interrumpió sin dejarme contestar.
—No soy enemiga de mi señor — aseguré.
—Actúas como si pensaras que soy un mal hombre — me acusó, mientras me arrojaba una mirada altiva y severa al mismo tiempo, aunque por un instante me pareció vislumbrar, muy al fondo de la misma, una ligera luz de súplica. Pero fue tan fugaz que rápidamente deseché la idea. Suspiré y negué con la cabeza.
—No, no sois un mal hombre, pero estáis enfermo. Tenéis dentro una enfermedad que os corroe como una ponzoña. Y no sé si temeros por ello o, en cambio, compadecerme.
—¿A qué enfermedad te refieres? — Me preguntó extrañado el rey.
—A la misma que hace que a un monarca se le rompa la cabeza con un sello de piedra; la misma que te hace pensar que tus pisadas abarcan el mundo entero; la que llena tus sueños y los convierte en pesadillas, y hace que los momentos más dulces no se queden en tu mente, sino que se pierdan por el aire, como el humo de una astilla.
—¿Y cómo sabes reconocer en mí esa enfermedad?
—Por el miedo que veo en sus ojos, mi señor. El mismo miedo que tienen algunos personajes de la corte real.
—¿Miedo a qué?
—Miedo a la muerte — aseguré con vehemencia. Naram-Sin asintió lentamente, como si yo hubiese dicho algo que, en su fuero interno, él ya conocía desde mucho tiempo atrás.
—Lo sé — dijo acto seguido —. Por ello hace ya tiempo que decidí ser un dios, pues los dioses no mueren. Los dioses permanecen por la eternidad. ¿No te gustaría a ti ser una diosa?
Debí poner un gesto de horror muy gracioso, porque sonrió al ver mi reacción.
—No — volví a asegurar, esta vez de forma bastante categórica.
—¿Por qué?
—¿Cuál es la magnitud de un dios, gran señor? — Respondí tras pensarlo unos instantes —. ¿Es el alcance de su poder o, tal vez, la forma en que eligen ejercer ese poder? ¿O es, sencillamente, la de un dios obsesionado por su propia trascendencia, que destruye todo aquello que se interpone en su camino?
—A los dioses no se los cuestiona.
—¿Por qué no? ¿Qué forma de cuestionar la divinidad es la que os asusta? Entiendo que sea un gran dilema, porque estáis llegando a la cumbre de vuestros días. Dentro de poco estaréis en el punto más alto que cualquier hombre pudiera soñar. Pero todo eso no os llena ni os satisface, ¿verdad? Cada vez que abrís una puerta, encontráis otras cuantas cerradas en una nueva habitación, como si el final estuviera cada vez más lejano. Notáis que os falta algo para colmaros y creéis que ese algo es la tiara de cuernos, y no pararéis hasta conseguirla, pues pensáis que esa tiara es la tablilla mágica que os dará todas las respuestas. Pero os habéis olvidado de que incluso los dioses han pagado por sus actos alguna vez. Hasta los dioses establecen pactos entre ellos. Si queréis tocar las nubes con las manos, debéis aceptar el precio —. Naram-Sin me miraba como si, por un lado, anhelara que yo revelase los secretos de su corazón, pero por otro temiera que éstos quedaran expuestos ante los ojos del mundo.
—¿Y cuál es el precio de la divinidad, según tú?
—Si no disfrutáis del poder para ordenar a las nubes que suelten sus rayos, si no tenéis entre los dedos la facultad de hacer que los vientos se plieguen a vuestros deseos, tendréis que obligar a los que os observan a creerlo y, para ello, tendréis que anegar el mundo en sangre, matando a todo aquél que se niegue a ver vuestro lugar en el panteón.
Naram-Sin meditó mis palabras durante un buen rato. Yo permanecí a su lado, en silencio, mientras en el cielo comenzaban a brillar, poco a poco, las estrellas. Resultaba curioso que ese hombre buscara una justificación divina para sus actos personales, mientras que aquellas estrellas eran para mí una señal de que yo había sido elegida, contra mis deseos, para llevar a cabo la voluntad de una diosa. Al contrario que él, era consciente del dolor de cada pérdida, y de que el triunfo final siempre corresponde a los dioses, y no a nosotros. De improviso, el monarca rompió su mutismo y volvió a dedicarme una de sus habituales miradas severas.
—¿Tú negarías mi divinidad?
—No.
—Pensaba que sí lo harías — dijo con algo de estupor —. Creí que las sacerdotisas erais más... fanáticas.
—Soy pragmática, mi señor. Cuanto más alta sea la tiara de cuernos, y más elevado el lugar que elijáis entre el panteón divino, más duro será el precio que deberéis pagar. Y sé perfectamente que no podréis hacerlo. ¿Recordáis lo que una jovencita os dijo hace ya unos años, un día en que pensabais que perderíais el trono, la ciudad e, incluso, la vida? Os dije que a un enemigo, a veces, hay que concederle justamente lo que pide, porque en ese deseo está el germen de su destrucción.
—¿Entonces no eres mi enemiga? — Y volvió a aflorar en sus ojos la habitual luz de incredulidad.
—Si lo fuera, habría invocado a todos los demonios infernales contra mi señor. No soy vuestra enemiga, no os odio. Si acaso, siento lástima —. Me levanté y señalé en dirección a la capilla del templo —. Pero yo soy la que debe representar a los dioses y mis intereses personales están con ellos. Si para que entendáis el alcance de vuestros actos, debo concederos lo que pedís, lo haré. No me opondría a que llevarais la tiara divina, a pesar de que seríais un dios sangriento, con la misma belicosidad de una Inanna masculina, pero sin su compasión y su empatía —. Naram-Sin me observaba con la fascinación del que acaba de ver la aparición de una diosa o de una diablesa. Volví a sentarme —. Sin embargo, podéis estar seguro de que estaría a vuestro lado cuando os tocara pagar el precio.
—¿Y... ese precio será mi fracaso como dios? ¡Yo jamás he fracasado! — Rió Naram-Sin con suficiencia. De repente, todos sus miedos parecían haberse esfumado como la luz del día.
—Fracasaréis, Naram-Sin — aseguré con una naturalidad aplastante que a otro cualquiera lo hubiese convencido —. Ya que, como habéis dicho antes, los dioses no mueren. Pero necesitan para existir el amor, la dedicación o, simplemente, el respeto de los creyentes, porque si un dios pierde todo eso, aunque no muera, puede caer en el olvido. Mi señor, ya lo ha perdido antes siquiera de lucir la tiara de cuernos. ¿Y qué es el olvido, más que el mundo del otro lado, gris, sin sabor, sin emociones...? El olvido será el reflejo en el que os reconoceréis por toda la eternidad.
—Extrañas palabras para una sacerdotisa. Tu madre te enseñó bien, no puedo negarlo. Pero el paso ya está dado.
Se levantó y salió del jardín con la misma cautela con la que había entrado. No logré entender bien su última frase. Lo sabría en unas semanas y, ciertamente, nunca hubiera esperado aquello. Era una locura tan grande, que los dioses debieron reírse sentados en sus tronos.